Aquel poema de Anna Ajmátova que mi abuelo me había repetido una y mil veces desde que nací se me había incrustado en la piel. Me perseguía y antecedía, me poseía, me acompañaba y devoraba. Ahora, mientras aguardaba a que ocurriera lo que tenía que ocurrir, volvía a agarrar y a soltar las palabras de Ajmátova y luego las soplaba, una y otra vez, hasta que desaparecían. Mi vida, solía decir, se había ido construyendo de palabras, o por las palabras. Habían sido las palabras dichas y las palabras escritas, las palabras cantadas y leídas e incluso las palabras calladas las que habían disparado los hechos que me llevaron a ese momento y a los que viví después, y a esta historia escrita acá. La literatura, la poesía, eran y debían ser subversivas, y yo lo repetía cada vez que podía. Eran subversivas porque decían lo que los defensores de las versiones del orden no querían que se dijera. Eran subversivas porque seducían, jugaban, engañaban, mataban, resucitaban, herían y salvaban.
Lo había dicho la noche anterior en una charla ante unas veinte personas, y luego, en un bar, con algunos de los que habían estado en mi charla: quienes escribían un poema, una novela, un diario, una carta, o lo que fuera, siempre eran subversivos, pues contaban su historia, que era la historia no oficial; y quienes los leían y los recitaban, también. Dije que, puestos a hablar de subversión, el amor era subversivo, como la muerte, porque el amor y la muerte estaban mucho más allá de las definiciones de los diccionarios, y los diccionarios eran el orden, la convención, el dictado de quienes tenían y habían tenido el poder por los siglos de los siglos.
Luego, convencida y vehemente, leí un texto que había escrito en la madrugada, Escribo la palabra amor, muy a pesar de que cada vez soy más consciente de que no hay un amor, sino miles de millones de amores, o de desamores, o de ilusiones y de desengaños. No hay un absoluto del amor, como tampoco lo hay de nada, digan lo que quieran decir. Escribo amor y, al lado, subversivo. Amor subversivo. Y me fascino con esas dos palabras juntas y con la posibilidad de un amor que vaya por debajo de la versión que nos han impuesto y que nosotros hemos aceptado, mansos corderos sin pensamiento propio, mansos obsecuentes que le decimos al amo: Sí, amo, siempre, sí, amo; lo que usted ordene, amo. Me ilusiono con algún amor subversivo, y voy poniéndole palabras al lado, o más que palabras, imágenes, viejas historias, más viejos personajes y casi desaparecidos amores. Porque el amor tendría que trascender ese amor de agarrarse las manos frente a una chimenea, digo yo. Porque el amor debería ser una sociedad de sumas. Romper, sumar, crear, pensar, tomar. Un amor frío, si se quiere, para ir contra todos los preceptos, películas y publicidades. Frío en cuanto al pensamiento, en cuanto a la estrategia para lograr algo. Si es cambiar el mundo, por decirlo así, como lo cambiaron Lenin y Krupskaya, pues cambiar el mundo. Un amor de conversaciones, de ideas, de locuras también, pero de locuras surgidas de alguna convicción, o de muchas convicciones, como aquella de cambiar el mundo. De locura en locura se escribió la parte rescatable de la historia de la humanidad, y hubo amores de locura que construyeron, sumaron, crearon, trascendieron. Evita y Perón, Sartre y De Beauvoir, Paz y Garro, amores subversivos, todos. No amores de chimenea, sofá y gato. Escribo amor subversivo y me enamoro de las imágenes que surgen de ahí. Imágenes de dos o de tres que dan la vida por algo que va más allá de la comodidad de los amores de salón, imágenes de dos que subvierten el orden del amor compra, del amor regalo, del amor día del amor, del amor solo sentimiento, y si se quiere, solo pasión, del amor hogar y nada más que hogar. Imágenes de una obra entre dos, entre tres, de un decir, no quiero que vayas a la revolución, pero por el bien de tantos, tienes que ir.