De nuevo Pedro Vargas, de nuevo Agustín Lara y una que otra ranchera, y noticias, y una lacrimógena radionovela que me aburrió, y unas carreras de caballos, y más y más canciones. No sonaba nada de pelilargos, ni había colores ni túneles psicodélicos. Cada emisora era igual a la siguiente, pero en distinto orden. Cuando se acababa una canción de Pedro Vargas en una, comenzaba en otra, y en esa otra ponían la que antes había sonado en la anterior. Era una especie de juego de relevos. Un predecible y eterno juego de relevos. Desde aquella tarde, apenas llegaba del colegio, cuando sabía que mis padres no estaban, iba por la radio Phillips de don Alfonso Domínguez y buscaba para un lado y para el otro. En el colegio, pasaba las horas de clase dibujando a los pelilargos y escribiendo Beatles de mil formas y con mil colores. En los recreos les preguntaba a mis compañeras si los conocían, si alguna sabía de ellos. Todo era en vano. Sin embargo, la voz, mi voz subversiva, se regó por los salones del María Auxiliadora y por los patios y hasta por la capilla donde todas las mañanas debía saludar a la Virgen con un “Dios te salve María, llena eres de gracia”.
Una tarde, la madre Josefa me llamó a su oficina. Me dijo, Señorita Domínguez, he sabido de su obsesión por unos señores de pelo largo que cantan canciones del demonio; como usted sabrá, el demonio nos tienta de todas las maneras posibles para llevarnos al infierno; yo no voy a permitir que ocurra eso ni con usted ni con ninguna de las alumnas de esta institución; por lo tanto, he confiscado los cuadernos en los que hace sus horripilantes dibujos, y le prohíbo que vuelva a mencionar a ese grupo; si llego a saber que lo ha hecho, hablaré con sus padres; por lo pronto, tendrá que pasar los recreos de este mes en la capilla, de rodillas, adorando a nuestra señora, y como tarea obligatoria, se aprenderá estas cuatro canciones sobre la Virgen para que empiece a limpiar su alma. Yo no dije nada.
Lloré en silencio, apreté los puños y las piernas y sonreí como me habían dicho que debía sonreír, con delicadeza. Luego me marché con las hojas y las cuatro canciones en mi maletín y caminé hasta la casa. Allí, me encerré en mi habitación, y maldije y grité con la cara contra la almohada. Una hora más tarde, saqué un papel y un lápiz y escribí unas cuantas líneas sobre los Beatles: La madre superiora del colegio me hace la vida imposible todos los días, y se pone roja de la rabia, solo porque yo dibujo el nombre de un grupo que para ella es el demonio. Yo creo que les tiene miedo a los peludos, que en realidad piensa que son el diablo, que la van a asustar y a llevar por el camino del pecado hasta el infierno. Me gustaría disfrazarme una noche de beatle y aparecérmele con una guitarra colgada al cuello.