Fragmentos del libro: Aunque me muera a la izquierda, Fernando Araujo Vélez

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Mi nombre es Martín, dijo, Mucho gusto. Dio una vuelta por la sala, retiró unos periódicos de un sofá y nos pidió con las manos que nos sentáramos. Luego se perdió por una puerta y regresó con una bolsa de papel. Los acabo de comprar, qué casualidad, nos comentó. Se sentó a mi lado. Sacó uno, dos, tres discos y me los entregó. Uno de ellos era el de la vitrina de la tarde. Los otros dos eran pequeños y estaban envueltos en un papel amarillento, sin imágenes ni letras. Ya vuelvo, dijo don Martín, y se levantó y desapareció por un largo pasadizo. Este era, este era, decía yo casi ahogada, y pasaba mis dedos por los rostros de los personajes de la carátula del disco. Le di vuelta, traté de leer las frases en inglés diseminadas por ahí, miré con cara de interrogación a María, acepté que ella me dijera que no, que no sabía ni pío de inglés, y saqué el disco con cuidado, muy despacio, como si estuviera sacando el objeto más frágil que hubiera en el mundo. Lo vi, intenté leer lo que decía en el sello y lo guardé en su sitio. María, María, me siento como en un cuento de hadas, esto es mágico, quiero gritar, gritar, gritaaaaaaar.

Me mordí los labios, apreté los puños, me paré, brinqué. María me miraba con gesto de ternura. Yo vi los discos, los toqué, vi la casa, no creí nada y en nada, después imaginé mundos de múltiples colores y luego observé a don Martín, que llegó con una bandeja, una taza de café, dos vasos de agua, unas galletas y un silbato verde chillón que parecía de mis compañeras de colegio. Para que comience la fiesta, dijo, sonrió y le dio un soplido a su silbato. Dejó la bandeja sobre una mesa y me pidió el disco más grande. Lo agarró por los bordes, le dio dos vueltas, dio tres pasos hacia un mueble, lo abrió y puso el disco ahí. Contó con sus dedos uno, dos, tres, nos miró, abrió los brazos, hizo un gesto de director de orquesta y empezó a cantar por debajo de los Beatles, Oh, I need your love babe, Guess you know it’s true, Hope you need my love babe, Just like I need you, Hold me, love me, Hold me, love me, I ain’t got  nothin’ but love babe. Eight days a week, Love you everyday girl, Always on my mind, One thing I can say girl, Love you all the time, Hold me, love me, Hold me, love me.

Esa noche me dormí con los Beatles cosidos a mi almohada. A la mañana siguiente seguí tarareando la canción que don Martín había puesto. La tarareé camino al colegio, y en clases, como un murmullo, y en el recreo. Escribí de cientos de maneras la parte de la letra que recordaba, Eight days a week, y en la tarde le pedí a María, le imploré, que fuéramos a la casa de don Martín. Su señora madre no quiere que vuelva por allá, niña, ayer me sermoneó por haberla llevado, me respondió, seca y tajante, tan seca y tajante que alcancé a asustarme y a sospechar por un segundo que algo extraño ocurría con aquel señor y con mi madre. Sin embargo, seguí con mis ruegos, Al menos cinco minutos, ¿sí?, por favor, María, por favor, mi madre no va a saber nada, tenemos que oír de nuevo la canción, es un asunto de vida o muerte. María accedió y me hizo jurar que jamás iba a decir nada. Yo juré con un beso hacia el cielo. Cuando llegamos, timbramos y timbramos y aguardamos un rato largo, pero nadie nos abrió. Nadie nos abrió ni esa tarde ni a la tarde siguiente ni a la semana que siguió ni un mes después. Cuando empezamos a preguntarles a los vecinos si habían visto a un señor de pelo blanco ensortijado, algo largo, de ojos azules, un hombre que se viste sin corbata, todos dijeron que no, que no sabían nada, que no lo habían visto, que ni siquiera lo conocían, que tal vez la policía, que si habían preguntado en el hospital, en fin.

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