La Casona

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Ésta es la historia de mi padre, ¡no la mía! pues la mía está dotada de misterios menos creíbles, sé que nadie creerá lo que escucho en las noches.


 

 

Soy Aníbal, lo sé porque aún hay almas en pena murmurando este nombre a mi oído, además, así lo determinó hace mucho tiempo mi padre. Don Ovidio Duque. En las manos de mi madre fui bautizado en la catedral de Nuestra Señora de Chiquinquirá en Sonsón Antioquia.

 

La finca en donde se cuenta que vivíamos, fue abandonada hace mucho tiempo, para cuando estábamos allí, los vecinos alegaban que nuestra tierra era la mejor de toda la zona: la más productiva, la de mejor acceso, la de vista privilegiada, y así, un sin número de halagos que luego nos costaría la tranquilidad.

 

Recuerdo bien que la finca estaba rodeada de un cañón, éste se extendía a lo largo de la salida y huida del sol. Las montañas dejaban colar los últimos rayos, siempre parecía en que era el momento en que Dios bajaría del cielo con sus jinetes y anunciaría la salvación definitiva de la humanidad, esperaba que sonaran las trompetas, pero lo único que se oía era la música de los Panchos, llegaba la noche y con ésta los cucullos, sumado los insectos que se amontonaban en una bombilla lánguida, ubicada en la entrada de la casona.

Amanecía, el verde cetrino, el olor de miles de flores, el aroma venido del pasto húmedo, el de los beneficiaderos de café, todo llegaba allí gracias al universo que danzaba en un mar de aromas, el aire fresco tocaba a la puerta, nunca necesité pensar en el edén, lo tuve, ¡y en verdad que existe!

 

Ésta es la historia de mi padre, ¡no la mía! pues la mía está dotada de misterios menos creíbles, sé que nadie creerá lo que escucho en las noches, podrían, no obstante acusarme de esquizofrénico, pero usted, lector, dese cuenta que toda historia tiene fragmentos inconexos, gracias a ello es posible hablar de humanidad.

 

Los míos podrían parecer extravagantes, faltos de esencia… La carrera humana es una guerra por sostener los principios de la verdad que ha construido. Por esa razón, bajo la luz de las historias creíbles, contaré la de mi padre que en alguna medida, es la mía. Don Ovidio, iniciado en las labores del comercio, frecuentaba el municipio de Sonsón para vender, a peso de mula, la carga de plátanos que por entonces se hacía común en las laderas.

 

La vida nuestra trascurría entre lisonjas, no al grado de sospechar la envidia que crecería en los vecinos.

 

Duque, pasó de llevar 5 cargas de plátano en una semana, a transportar hasta 10 cargas diarias.

 

Ésto significó, para nuestra familia, una abundancia de alimentos que jamás habíamos probado, más turrones de panela para mis dos hermanos y yo, a mi madre, le vino bien comprar ropa, ella se encargaba de la pinta de todos, sin embargo, la mirada hirsuta de los Peñuelas, Valencias, Castaños y Uribes, no se hizo esperar, era evidente que en ellos crecía un desdén por la felicidad que nos embargaba.

 

Junto a nosotros vivía el agregado de la finca, Pedronel Patiño, era hombre de confianza, al punto de tener a su cuidado el dinero producto de la venta de los plátanos. Pedronel, asistía como nadie, a cada una de las necesidades del lugar.

 

 

Don Ovidio por su parte, se ausentaba muy de madrugada hasta entrada la noche, en la que llegaba agotado hasta la médula, tomaba aguapanela, y de inmediato se dejaba caer como un muerto, teníamos que ver a papá dormido.

 

La familia Uribe, presidida por Manuel Uribe, una tarde en que se hallaba mi padre, arremetió contra la puerta: tan cierto fue nuestro espanto, que al interior de la casona reinó un silencio escabroso.

 

Por una eternidad todo se sustrajo, cada uno de nosotros pensaba en las razones de aquella violencia que había hecho estremecer la puerta.

 

Los pasos de mi padre retumbaban en cada rincón, la madera crujía en su avanzada; acudía al llamado, allí estaba Don Uribe parado frente a la puerta, su rostro se había constreñido, sus ojos mostraban una enramada de venitas que le invadían la mirada.

 

A don Manuel le tembló la voz, pero finalmente dejó salir un gorjeo amenazante: – quiero que se vaya de aquí, no lo queremos, maldito rojo/rojo. ¡Si no se va, le juro, yo mismo me encargo de sacarlo! Puedo creer que mi padre abrió de par en par sus ojos, dio un paso atrás y cerró con tanta violencia la puerta, que mis hermanos y yo, nos encogimos de hombros e hicimos fuerza asordinando nuestros oídos para que todo pasara rápidamente.

 

Seguido de este suceso, vinieron los días, luego las horas agitando la tempestad del miedo.

 

Un día, amanecer lunes, mi padre, Don Ovidio Duque, al salir de la casona, dejó escapar un grito de horror semejante al de los cerdos cuando les espolean el corazón, el terror invadió nuestra inocencia, mi madre que se hallaba en la cocina se quedó paralizada como una estatua de piedra.

Hasta mí, llegaron los aromas de la mañana, el verde del pasto, el lila de las flores, el amarillo sometido a los primeros rayos de sol, a estos, se les sumó un leve aroma metálico, un rojo blindado por el hierro que fui saboreando, hurgando con mi lengua toda la boca…

 

Una suerte de parálisis se apoderó de mí, llegaron nuevos gritos, estos venían en un coro infernal, apuntaban a destruir la calma, y así lo hicieron. Fue difícil llegar hasta la puerta, mis pies se arrastraron amontonando las causas de estos atroces alaridos, al llegar a la entrada, donde se hallaba mi padre perplejo, me encontré con una turba, señalaban un cadáver, al tiempo que pronunciaban el nombre de Ramiro.

 

El cadáver estaba arrellenado en la puerta de nuestra casa.

 

Las acusaciones no se hicieron esperar, aquella turba señaló a mi padre de ser el asesino; porque se ha dicho que el muerto pertenece al lugar donde va a parar, y el lugar, en este caso, es nuestro.

 

Es nuestro el muerto. Mi madre no asistió al crimen, de seguro que no hubiera resistido la imagen de un verdadero muerto en su casa. A la siguiente semana, mi padre fue conducido a la cárcel, se dictó medida de aseguramiento por asesinato en primer grado.

 

Ovidio Duque Molina, Convicto 1980. Año que nunca olvidaré.

 

Nos vimos obligados a abandonar la casona, el negocio de los plátanos había pasado a manos de una multinacional.

 

La ciudad de Pereira nos acogió, gracias a la complicidad de la tía Mechitas. Mi madre, viajó dos veces a Medellín a visitar a mi padre, en tanto él suplicaba a su esposa para que lo olvidara, no soportaba pensar en tanto dolor. Las súplicas se elevaron al rechazo de las visitas.

 

Desde entonces no supe más de él. Con el tiempo llegué a saber que murió en la cárcel víctima de una riña. Hace unos años recobré valor, quise ir a la casona, encontré un cerco más grande de lo que recordaba. Un cerco en el que se repetía mientras avanzaba “prohibido el paso a particulares”, donde alguna vez hubo un árbol de zapotes, y lo que constituía la entrada a nuestra finca, decía, entre columna y columna, “Hacienda Uribe”.

 

Lo entendí todo, y lloro por mi padre.

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