12 de octubre, lo dedicamos a una reflexión sobre el Día de la Raza, por eso este especial de poesía femenina negra, acompañado de fragmentos de las obra: Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano, Biografía del Caribe de Germán Arciniegas y una reseña del libro La hoguera lame mi piel con cariño de perro de la escritora colombiana Adelayda Fernández, escrita por Gustavo Colorado.
Tambores en la noche
Por, Gustavo Colorado
A miles de kilómetros de allí, esclavizados, humillados y ofendidos, una mujer y su hijo siguen a través de selvas y mares el sonido de ese tambor.
Quizás sea, apenas, el sonido del propio corazón.
Han sido despojados de todo, menos de su anhelo de libertad. Para alcanzarla disponen de una inagotable dosis de dignidad… y de buena memoria.
Sobre esas claves está construida la novela titulada La hoguera lame mi piel con cariño de perro de la escritora colombiana Adelayda Fernández Ochoa, ganadora del Premio Casa de las Américas en su edición 2015.
Para empezar, podemos decir que la búsqueda de la identidad individual es un tópico de la literatura de todos los tiempos. Está en el Antiguo Testamento en el relato de José y sus hermanos. Aparece una y otra vez en las aventuras narradas por el viejo Homero. Atraviesa de norte a sur las literaturas hispanoamericanas. De modo que la novela de Adelayda Fernández se inscribe en esa tradición, y además la honra.
Apelando al recurso de un diálogo infinito entre Nay de Gambia y su hijo Sundiata, la autora reconstruye el camino de sangre y dolor recorrido por millones de hombres y mujeres secuestrados en sus bosques ancestrales y transportados como carne en salmuera hacia las minas y las plantaciones de América.
En esa medida la novela es la recreación de un oprobio. Pero por eso mismo es también un canto al coraje. Nay le transmite a su hijo la decisión de volver a la tierra de sus hermanos y sus dioses. De ese modo le devuelve el sentido a una vida reducida a mercancía por traficantes y hacendados. Como telón de fondo, resuena el estallido de la pólvora en las guerras civiles colombianas, de las que los negros no tardan en volverse otra vez carne de cañón.
Al fondo. Muy al fondo del tiempo, sigue sonando un tambor en la cerrada noche de África.
Mientras llega el momento, Nay de Gambia se inventa pretextos para seguir su camino. Al principio sigue las huellas de Sinar, el padre de su hijo. Más tarde, el guerrero libertario Candelario Mezú será el motivo de sus desvelos. A su lado, experimentará esos estremecimientos del cuerpo que a veces se aproximan al milagro: “Desfallecemos juntos. Afuera se revientan los sapos, y este es el único nido de mi vida, aquí he vuelto a tener noticias de mi cuerpo, ¡ah!, tan atento a mis latidos, todo lo presiente, todo lo sabe, surge de la pasión con preguntas sobre mí, y su vigor me abraza, me acaricia, me socava con la tortura más dulce”, recuerda y escribe, escribe y recuerda Nay, antigua princesa de Gambia convertida en esclava.
Quien conserva la memoria tiene a la mano un arma para proseguir el combate. Así lo dice un antiguo proverbio de sus ancestros: “Mientras el león no aprenda a leer, la historia seguirá siendo contada por el cazador”.
Al fondo, muy al fondo del tiempo, suena cada vez más fuerte un tambor en la cerrada noche de África.
Nay de Gambia aprendió que en el mundo de los amos blancos todo se compra con oro. Con el fruto de su trabajo ella lo adquiere, lo atesora, lo defiende. Sabe que es una manera de acercarse al sonido del tambor. Con el oro se cruzan aduanas, se compran salvoconductos, se consiguen pasajes en barco y en chalupa, se paga el silencio de los poderosos.
Rodeada de un magnetismo sexual heredado del león y el tigre Nay de Gambia hechiza por igual a sus amos y a sus hermanos. Eso le da una seguridad en sí misma que contagia a su hijo. Movidos por esa fuerza cruzan montañas y pantanos, eluden a los gendarmes y llegan al mar. Sobrevivientes de muchas celadas abordan una embarcación que, no por casualidad, lleva el nombre de Princesa: el mundo está sembrado de presagios y resonancias que Nay de Gambia sabe descifrar.
El camino de agua los llevará primero a Europa y luego los dioses del viento y de la hoguera se encargarán de aproximarlos a la costa de África, donde al fin los llamarán por su propio nombre y les devolverán por esa vía lo más esencial de su sangre y de su historia.
Cerca, muy cerca, suena un tambor en la noche limpia de África.
Con un lenguaje que palpita al ritmo del corazón de los protagonistas, la narradora ha conseguido acercarlos- y acercarnos- a lo más cierto de sus raíces hechas de tierra y sangre. Al final, resulta apenas anecdótico que la princesa Nay de Gambia y su hijo Sundiata aparezcan con su nombre y su rol de esclavos en la novela María, de Jorge Isaacs. Devueltos por obra y gracia de las palabras a sus bosques y a sus dioses, devienen materia de una memoria al fin recuperada. Solo entonces, vuelven a ser uno con su tierra y su cielo, con sus demonios de las cuevas y sus dioses del aire.
Plenos de sí mismos sienten, como una recompensa, que la hoguera lame su piel con cariño de perro.
Mujeres poetas afrocolombianas
Reproducimos unos cuantos poemas que vienen en la Antología de mujeres poetas afrocolombianas, la cual pueden descarcargar aquí.
Mary Grueso Romero
Nació en Guapí, Cauca. Vive en Buenaventura, es Licenciada en Español y Literatura de la Universidad del Quindío. Escritora, poeta y narradora oral, ha escrito entre otros, los libros El otro yo que si soy yo, Del baúl a la escuela, El mar y tú, Poesía afrocolombiana, Negra soy y el disco compacto Mi gente, mi tierra y mi mar. En 1997 recibió el reconocimiento como la primera mujer poeta consagrada del Pacífico caucano, otorgado por la Normal Nacional. Actualmente se desempeña como docente en Buenaventura. Designada por la directora del Encuentro de Poetas Colombianas, Águeda Pizarro Rayo, como ‘Almanegra’, el equivalente a ‘Almadre’, el más alto reconocimiento a las mujeres poetas colombianas que han logrado la excelencia en su obra poética.
Datos tomados de revistaarcadia.com
Negra soy
¿Por qué me dicen morena?
Si moreno no es color,
yo tengo una raza que es negra
y negra me hizo Dios.
Y otros arreglan el cuento
diciéndome de color
dizque pa’ endúlzame la cosa
y que no me ofenda yo.
Yo tengo mi raza pura
y de ella orgullosa estoy,
de mis ancestros africanos
y del sonar del tambó.
Yo vengo de una raza que tiene
una historia pa’ contá
que rompiendo sus cadenas
alcanzó la libertá.
A sangre y fuego rompieron,
las cadenas de opresión,
y ese yugo esclavista
que por siglos nos aplastó.
La sangre en mi cuerpo
se empieza a desbocá,
se me sube a la cabeza
y comienza a protestá.
Yo soy negra como la noche,
como el carbón mineral,
como las entrañas de la tierra
y como el oscuro pedernal.
Así que no disimulen
llamándome de color,
diciéndome morena,
porque negra es que soy yo.
María Elcina Valencia Córdoba
Nació en Puerto Merizalde, Buenaventura. Maestra Normalista, Licenciada en Educación Básica Primaria de la Universidad del Quindío, Especialista en Planeamiento Educativo de la Universidad Católica de Manizales, Especialización en Lúdica y Recreación por el Desarrollo Cultural y Social de la Universidad Los Libertadores, Especialización en Pedagogía del Folclor con la Universidad Santo Tomás, Doctorado en Filosofía con énfasis en Arte. Máster Teacher en Nuevas Tecnologías, Periodismo Cultural, Diplomados en Gerencia Educativa, Gestión Cultural y Elaboración de Proyectos. Hizo aportes a la construcción de la Ley 397 de 1997, fundadora de la Escuela de Expresión Cultural Tradiciones del Pacífico en el año 1989, ha participado en diferentes espacios, tales como: Consejo Distrital de Cultura, Consejo Territorial de Planeación, es directora de núcleo de Desarrollo Educativo y Coordinadora de Etnoeducación.
Directora del grupo musical Kantares y de la Escuela de Expresión Cultural Tradiciones del Pacífico. Entre sus publicaciones se cuentan Todos somos culpables (poemas y cantos) (Roldanillo, Valle: Embalaje-Museo Rayo, 1992), Rutas de autonomía y caminos de identidad. (Buenaventura: Impresos y Diseños Eva, 2001) y Susurros de palmeras (Buenaventura: Litografía Palacio, 2001).
Actualmente Directora Técnica de Cultura de la Alcaldía de Buenaventura.
Datos tomados de buenaventura.gov.co y revisataarcadia.com
Currulao
Son de marimba y zapateo,
quejido de ancestro,
sinfonía de manglares,
las mujeres te bailan,
los hombres te beben,
te gritan, te buscan,
la noche te conversa
con sus voces de tambores.
Será larga la noche de concierto,
estoy vestida con mi falda de boleros
para ritmiar tus notas marimberas
asonantando las palabras cununadas
en un escubilleo sin palabras
que me mueva los pies en el tablao
con magia dancística torbellinezca,
nubarronezca de giros y coqueteos,
marímbame, embriágame de música las venas
con tu tamb tamb que llegue al infinito.
Currulao, son de marimba y zapateo.
María Teresa Ramírez
Nació en Corinto, Cauca, y vive en Cali. Licenciada en Historia y Filosofía en la Universidad del Valle, ha publicado tres libros de poesía: La noche de mi piel (Roldanillo, Valle del Cauca: Embalaje/Museo Rayo, 1988), Abalenga (Roldanillo, Valle del Cauca: Embalaje/Museo Rayo, 2008) y Flor de Palenque (Artes Gráficas del Valle, 2008).
Designada por la directora del Encuentro de Poetas Colombianas, Águeda Pizarro Rayo, como ‘Almanegra’, el equivalente a ‘Almadre’, el más alto reconocimiento a las mujeres poetas colombianas que han logrado la excelencia en su obra poética.
Más datos de su trayecto profesional y de vida en poetassigloveintiuno.blogspot.com
Tocá ese tambor
Tocá ese tambor hijo mío,
vuelen sobre él tus manos mestizas,
confluye a tu sangre africana,
confluye a tu sangre india.
Tocá ese tambor hijo mío,
cierra los ojos y vuela,
en las notas temblorosas
ritmo de baile africano,
cante tu boca bembita,
tromponcita y cariñosa.
Tocá ese tambor hijo mío,
vuelen tus manos mestizas,
en los sonidos de África,
con tu boca medio bemba
y tu pasita amonada.
Amalia Lú Posso Figueroa
Nació en Quibdó, Chocó, y vive en Bogotá. Es psicóloga de la Universidad Nacional de Colombia y se ha desempeñado como psicoterapeuta, directora y psicóloga del Centro de Atención Integral al Preescolar, y como coordinadora de excelencia académica de la Universidad Nacional de Colombia. Ha sido profesora catedrática en la Pontificia Universidad Bolivariana de Medellín, la Jorge Tadeo Lozano y Universidad de los Andes. Dentro de sus publicaciones se cuentan Ven vé, mis nanas negras (Bogotá: Brevedad, 2001); La gallina picotdeoro y el gallo cocorocó (Bogotá: Consuelo Mendoza, 2001, selección de textos Juan Gustavo Cobo) y Barujo, al ritmo de mis nanas (Medellín: Comfama, 2004), entre muchas otras.
Datos tomados de revisataarcadia.com
O mejor
Es el calor, calor sofocante y pegajoso del Chocó, de Saigón, de Cholén.
Es el calor.
El calor donde el viento se detiene ante la densidad y se quiebra en mil pedazos, minúsculos pedazos que se convierten en lágrimas de aguacero;
golpea los techos de paja, o mejor, se desliza por ellos,
aguijonea como alfileres, los cuerpos exultantes de sudor, de cadencia, de hambre al roce; rueda electrizante sobre la piel que expele olor a flor de pacó.
La humedad se expande y sube;
o mejor, baja y penetra;
o mejor, sale a flote, rueda en zigzag;
o mejor, en línea recta, produciendo la necesidad de ser restregada con ternura;
o mejor, con violencia para apaciguar;
o mejor, precipitar prolongando el estertor tan parecido a la muerte;
o mejor, a la vida que brota envolviendo;
o mejor, liberando el deseo de salir;
o mejor, de entrar con amor o sin él,
desbaratando la sensación de aguacero, de calor, de sal, de vendaval reprimido, de girar alrededor de sí mismo;
o mejor, alrededor del otro, que libera la desazón y se reduce;
o mejor, se amplía a un solo significado: el de amante.
A los trece años, cuando los adultos piensan que todavía jugamos a las muñecas, conocí, o mejor, empecé a conocer a través del calor del clima, todo el calor del cuerpo, con un hombre mayor que guió sus manos certeramente, posesivamente, o mejor, pausadamente, como corresponde a quién sabe culminar bien una faena.
Comparto con Marguerite Duras el amor por la vida y la vehemente necesidad de contar historias, ¡pero lo que Marguerite Duras nunca supo, fue cómo compartimos el mismo amante!
Fragmentos de Las venas abiertas de América Latina, Eduardo Galeano
¿QUÉ BANDERA FLAMEA SOBRE LAS MÁQUINAS?
La vieja se inclinó y movió la mano para darle viento al fuego. Así, con la espalda torcida y el cuello estirado todo enroscado de arrugas, parecía una antigua tortuga negra. Pero aquel pobre vestido roto no protegía, por cierto, como un caparazón, y al fin y al cabo ella era tan
lenta sólo por culpa de los años. A sus espaldas, también torcida, su choza de madera y lata, y más allá otras chozas semejantes del mismo suburbio de San Pablo; frente a ella, en una caldera de color carbón, ya estaba hirviendo el agua para el café. Alzó una latita hasta sus labios; antes de beber, sacudió la cabeza y cerró los ojos. Dijo: O Brasil é nosso («el Brasil es nuestro»). En el centro de la misma ciudad y en ese mismo momento, pensó exactamente lo mismo, pero en otro idioma, el director ejecutivo de la Union Carbide, mientras levantaba un vaso de cristal para celebrar la captura de otra fábrica brasileña de plásticos por parte de su empresa. Uno de los dos estaba equivocado.
Desde 1964, los sucesivos dictadores militares de Brasil festejan los cumpleaños de las empresas del Estado anunciando su próxima desnacionalización, a la que llaman recuperación. La Ley 56.570, promulgada el 6 de julio de 1965, reservó al Estado la explotación de la petroquímica; el mismo día, la ley 56.571 derogó la anterior y abrió la explotación a las inversiones privadas. De esta manera, la Dow Chemical, la Union Carbide, la Phillips Petroleum y el grupo Rockefeller obtuvieron, directamente o a través de la «asociación» con el estado, el filet mignon tan codiciado: la industria de los derivados químicos del petróleo, previsible boom de la década del setenta.
¿Qué ocurrió durante las horas transcurridas entre una y otra ley?
Cortinados que tiemblan, pasos en los corredores, desesperados golpes a la puerta, los billetes verdes volando por los aires, agitación en el palacio: desde Shakespeare hasta Brecht, muchos hubieran querido imaginarlo. Un ministro del gobierno reconoce: «Fuerte, en el Brasil, además del propio Estado, sólo existe el capital extranjero, salvo honrosas excepciones». Y el gobierno hace lo posible para evitar esta incómoda competencia a las corporaciones norteamericanas y europeas.
El ingreso en grandes cantidades de capital extranjero destinado a las manufacturas comenzó, en Brasil, en los años cincuenta, y recibió un fuerte impulso del Plan de Metas (1957-60) puesto en práctica por el presidente Juscelino Kubitschek. Aquéllas fueron las horas de la euforia del crecimiento. Brasilia nacía, brotada de una galera mágica, en medio del desierto donde los indios no conocían ni la existencia de la rueda; se tendían carreteras; se creaban grandes represas; de las fábricas de automóviles surgía un coche nuevo cada dos minutos. La industria ascendía a gran ritmo. Se abrían las puertas, de par en par, a la inversión extranjera, se aplaudía la invasión de los dólares, se sentía vibrar el dinamismo del progreso. Los billetes circulaban con la tinta todavía fresca: el salto adelante se financiaba con inflación y con una pesada deuda externa que sería descargada, agobiante herencia, sobre los gobiernos siguientes. Se otorgó un tipo de cambio especial, que Kubitschek garantizó, para las remesas de las utilidades a las casas matrices de las empresas extranjeras y para la amortización de sus inversiones. El Estado asumía la corresponsabilidad para el pago de las deudas contraídas por las empresas en el exterior y otorgaba también un dólar barato para la amortización y los intereses de esas deudas: según un informe publicado por la CEPAL, más del 80 por ciento del total de las inversiones que llegaron entre 1955 y 1962 provenía de empréstitos obtenidos con el aval del Estado. Es decir, que más de las cuatro quintas partes de las inversiones de las empresas derivaban de la banca extranjera y pasaban a engrosar la abultada deuda externa del Estado brasileño. Además, se otorgaban beneficios especiales para la importación de maquinarias. Las empresas nacionales no gozaban de estas facilidades acordadas a la General Motors o a la Volkswagen.
El resultado desnacionalizador de esta política de seducción ante el capital imperialista se manifestó cuando se publicaron los datos de la paciente investigación realizada por el Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad sobre los grandes grupos económicos de Brasil. Entre los conglomerados con un capital superior a los cuatro mil millones de cruzeiros, más de la mitad eran extranjeros y en su mayoría norteamericanos…
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La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta. Pasaron los siglos y América Latina perfeccionó sus funciones.
Éste ya no es el reino de las maravillas donde la realidad derrotaba a la fábula y la imaginación era humillada por los trofeos de la conquista, los yacimientos de oro y las montañas de plata. Pero la región sigue trabajando de sirvienta. Continúa existiendo al servicio de las necesidades ajenas, como fuente y reserva del petróleo y el hierro, el cobre y la carne, las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con destino a los países ricos que ganan, consumiéndolos, mucho más de
lo que América Latina gana produciéndolos. Son mucho más altos los impuestos que cobran los compradores que los precios que reciben los vendedores; y al fin y al cabo, como declaró en julio de 1968 Covey T. Oliver, coordinador de la Alianza para el Progreso, «hablar de precios justos en la actualidad es un concepto medieval. Estamos en plena época de la libre comercialización…».
Inicio del libro (Introducción) Las venas abiertas de América Latina
Fragmentos del libro: Biografía del Caribe, Germán Arciniegas
Unos siglos después, otra vez la lámpara empieza a henchirse de luz. Es el regreso al mar grecolatino. En un principio, bajo el chisporroteo de las cruzadas, no parece sino temblorosa llama mística que alimenta, en vaso de pobre, el aceite de los olivos italianos. Pero de ahí en adelante la claridad va rasgando telarañas y avanza a paso de incendio: para henchir otra vez los cielos, penetrar el mundo, desnudar a las mujeres con el redoblado entusiasmo de una fiesta pagana.
De las ciudades que renacen se desprenden bandadas de trapos blancos: velas que van a la conquista de Jerusalén, primero; luego a traer clavo, pimienta, seda, alfombras, puñales. Poco a poco, van resonando palabras ruidosas que multiplican sus ecos en el viejo anfiteatro: Génova, Pisa, Nápoles y Venecia. Nadie pinta la escena tan cumplidamente como Sandro Botticelli: él entiende esto como la vuelta de la Venus griega a la costa de Italia. La diosa desnuda, sin afán, apoyándose en el equilibrio de su propia belleza, avanza. Ahí está, otra vez, el alma de los viejos poemas. El aire tibio la arropa y dora sus cabellos.
El viento sacude el plumaje de los árboles que dejan caer sus flores como pájaros. Ella aún está en el mar: sus pies se apoyan en la cresta de una concha que parece ola de rosa. Un paso más y pisará la tierra de Italia. Tiene ya todo el impulso y la gracia, recogidos en el juego de las manos, dos palomas a punto de despertar y echar a vuelo. Botticelli comete un error, o lo han cometido quienes dicen que este cuadro se llama Nacimiento de Venus. Es, sencillamente, El Renacimiento.
Coincide la pintura de esta imagen del Mediterráneo con el descubrimiento de América o, para ser más exactos: del mar Caribe. En Italia están en la última escena del drama: acá, apenas va a levantarse el telón. El mismo año de 1492 en que muere Lorenzo el Magnífico, llega Colón a Guanahaní. ¿Qué ven sus hombres desde los puentes de las tres carabelas? Indias de color de cobre que asoman asustadizas por entre la selva desgreñada. La Venus caribe anda desnuda, como Dios la echó al mundo. Los cabellos de azabache caen sobre sus espaldas como pinceladas de brea. Los chiquillos, trepados en lo alto de los follajes, se confunden con los micos y dialogan con los loros. A medida que pasa la sorpresa, los indios se animan. Quieren ver las caras peludas de los europeos. Saltan sobre las olas, jinetes en sus potrillos de troncos. Sobre las anchas caras salvajes está la risa de los dientes blancos y parejos, en los ojillos negros, maliciosos. Estos caribes tienen sus ideas.
En las guerras, enemigo que cae, hombre que se descuartiza, se adoba y se lleva al asador. Cuelgan de las chozas las piernas como jamones ahumados. Esquivando la bravura del sol, bajo aleros de palmiche, los viejos se acurrucan a humar: queman hojas secas en braseros de tierra cocida y aspiran el humo que arrojan por las narices. En las fiestas, se adornan la cabeza de plumas y pintan el cuerpo de rojo, con achiote. Usan collares de huesos, dientes, uñas de bestias salvajes, caracoles. Comen gusanos, otras porquerías. Son libres e indecentes. «Caribe» es como decir «indio bravo».
Es una palabra de guerra que cubre la floresta americana como el veneno de que se unta el aguijón de las flechas. Y así es el mar. El viento huracanado levanta olas, montañas vivas. Y las revienta contra la playa, y las pasea tierra adentro, haciendo saltar los árboles en astillas. Después de una tormenta, los gajos de la selva quedan flotando en el remolino de las aguas como tablas de una goleta destrozada. En el mar hay tiburones. En los pantanos, los caimanes se revuelcan en el lodo. En las chozas, engordan los indios unos animales de varios palmos de largura, mitad lagarto, mitad serpiente: las iguanas. En el lecho de los ríos están revueltos oro y arena. Los nativos truecan oro por pedazos de vidrio.
Pierden la cabeza por un cascabel, por un espejo. Parecen tan salvajes, que los españoles dan de ellos noticias fantásticas: de una nación en donde tienen cola como los perros, de otra en donde les arrastran las orejas por el suelo. Por estos lados del mundo hubo en tiempos pasados, y hay a tiempo de llegar los españoles, ciudades populosas, con grandes templos y palacios. Todas, adentro del continente, en la cima de las montañas. Para los griegos, cartagineses y romanos todo fue el mar. Para aztecas, incas o chibchas, la montaña. Ninguna de nuestras grandes naciones ha tenido un puerto, no ha conocido una flota, los ojos de sus reyes no se han ido en miradas soñadoras tras un trapo volador. Adentro, las tierras eran suaves, fértiles y acogedoras. La costa del Caribe, ardiente, huracanada. En la meseta había que peinar los campos para que rindieran fruto los cereales: nació y prosperó la agricultura. Abajo, en las islas, bastaba, para vivir, tirar los anzuelos al mar, coger la fruta del árbol, encender las hojas de tabaco. Nuestras viejas naciones quedaron encerradas en sus castillos de peñas. Nacieron, crecieron y aun murieron, sin saber las unas de las otras. El pueblo que a orillas del lago Titicaca, tocando casi las nubes, labraba los enormes monolitos de Tiahuanaco, nunca supo que igual esfuerzo desplegaban los mayas, en otra punta del hemisferio, para alzar sus pirámides. El inca dialogaba con el sol. El azteca dialogaba con el sol. No hubo un mar común que facilitara el encuentro de estos pueblos. No hubo lugar a un cambio de ideas, a uno de esos choques que fecundan la humanidad y ensanchan los horizontes a la inteligencia. Los moradores de las islas, cuando iba haciéndose densa la población, se largaban en sus potrillos hasta encontrar en tierra firme las bocas de los ríos: los caminos que llevan a los valles ulteriores, a las montañas. Nunca regresaban. Naciones enteras abandonaron las Antillas, el mar. Cuando llegaron las naves de Colón, el Caribe pasó, de súbito, a ser cruce de todos los caminos. Por primera vez los pueblos de este hemisferio se vieron las caras. Y se las vieron los de todo el mundo. De Europa llegaron los que venían a hacer su historia, a soltar al viento una poesía nueva. El Caribe empezó a ensancharse y fue el mar del Nuevo Mundo.
Pueden leer el libro completo haciendo clic aquí