Por: Gabriel Ruiz Ortega
Mi relación con Lima.
Son muchas las sensaciones que me embargan cada vez que pienso en este vínculo con Lima. Cada quien tiene su propia geografía emocional con esta ciudad gigantesca y que sigue creciendo muy mal (sin plan urbanístico, sin visión demográfica y otras maravillas de la improvisación).
En cuanto a mí, no me hago problemas. No seré el primero ni el último en declarar que mi lazo con Lima está signado por el amor y el odio. Lima tiene cosas que detesto, pero también cualidades a las que me aferro. Sin duda, Lima no es la ciudad perfecta y en su imperfección he hallado una identificación, una especie de comodidad espiritual en su poético caos.
Como ciudad desbordante (con 9 millones 320 mil habitantes / sin contar la presencia de hermanos venezolanos que deben rondar el millón), esta tiene sus pequeños circuitos, sus espacios con los que cada quien puede sentirse identificado, ya sea por elección o porque no le quedó de otra alternativa.
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Mi lazo con el Centro Histórico de Lima proviene desde mi infancia, puesto que mis padres trabajaron en una entidad estatal ubicada a pocos metros de Palacio de Gobierno. Las primeras calles, olores y colores que recuerdo a cabalidad están relacionados con el Centro Histórico, pero no por su estética arquitectónica (no hay que olvidar que Lima fue el centro de la colonia española, es decir, una ciudad poderosa en lo económico, cultural y comercial), sino precisamente por su desorden agobiante que puede llevarte a no querer pisar más esas calles angostas y ruidosas, ni siquiera salir de ellas te puede aliviar porque siempre está abierta la posibilidad de encontrarte con quien no quieres o con la persona en la que estabas pensando.
A diferencia de muchas ciudades del mundo, Lima es de las pocas que muestran un efecto mágico que ha venido construyendo un prestigio silencioso, tan irracional que ni historiadores ni especialistas sociales pueden desgranar. Lima es la ciudad de los encuentros y el epicentro de esa confluencia es su Centro Histórico en donde se juntan absolutamente todas las sangres, reflejando tanto su riqueza distintiva como también la tara mayor de la sociedad peruana, el racismo.
Ya he perdido la cuenta de las veces en que he escuchado los más viles comentarios sobre el Centro Histórico, comparándolo con otros distritos/espacios más “ordenados”, como Miraflores, San Isidro, Barranco, La Molina y Surco, por citar algunos de la llamada élite social. No voy a negar que esos distritos muestran también sus cualidades arquitectónicas, pero como bien dije alguna vez (no recuerdo exactamente la primera vez que lo manifesté, pero a partir de esa ocasión lo repito como si fuera un mantra para sustentar mi impresión): si los distritos de Lima fueran mujeres, cada cual sería dueña de una belleza particular, pero son también entidades frígidas, sin color ni mucho menos sabor. En este punto, el Centro Histórico se rebela como una mujer empoderada poseedora de exceso y calma, de color y nulidad, de paz y violencia, de festividad y aburrimiento, de plenitud y tedio.
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Recorrer el Centro Histórico de Lima puede ser un privilegio y también un calvario, ya sea para el ciudadano local o el visitante de provincia o del extranjero. Lo que importa es caminar y perderse, no seguir ningún tipo de guía ni bitácora turística, solo dejarse llevar para adquirir en esa actitud una complicidad con el laberinto signado por el olor peculiar de sus calles, su inevitable ruido y la policromía atractiva de sus caminantes. A saber, puedes estar cansado del ruido del Parque Universitario, que exhibe una hermosa casona que fue durante muchos años la sede principal de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, pero la bulla de micros, autos, ambulantes y estúpidos que no saben caminar atosiga al punto que te ves obligado a salir de allí cuanto antes. Entonces, coges Azángaro (en donde consigues desde un título universitario hasta un pasaporte filipino) y subes hasta el cruce con Huallaga. En esta intersección se halla la Escuela Nacional de Bellas Artes y a metros de este centro de estudios artísticos se impone un mural que rinde tributo a uno de los más grandes pintores peruanos del siglo XX: Víctor Humareda (1920 – 1986). Este mural estuvo a cargo del artista Marko Franco en base a fotografías de Humareda de Herman Schwarz.
Humareda es un pintor ya instalado en el imaginario limeño y denostado aún por la academia porque nunca sintonizó con las mentiras y la sobrevaloración cualitativa del arte abstracto, aunque también vale señalar la otra razón por la que Humareda no es tomado en serio: el racismo. Inevitables taras de lado, ver este mural refulge en una conexión con la emoción popular, en especial con el limeño de a pie, porque Humareda supo retratar Lima en todas sus variantes, principalmente desde el ángulo de su marginalidad. Humareda captó la esencia de Lima y siempre que paso por este cruce de Azángaro y Huallaga, me detengo unos segundos para admirar la figura de Humareda, que también podría ser interpretada como la metáfora de la legitimidad popular. Un mural como este solo puede ser visto en el Centro Histórico de Lima, al igual que muchas otras manifestaciones artísticas, culturales y sociales que solo pueden encontrar cobijo en los meandros de estas calles. Pienso también en la vida social, cultural y política que alberga la plaza San Martín (que es también el punto de encuentro de todas las marchas, espacio esencial de la historia política peruana), los jirones Quilca, Camaná, Carabaya y De la Unión; el imponente hotel Bolívar, el parque Neptuno (o más conocido por los habituales como La torta), el mítico bar Queirolo, la siempre desconcertante Estación Central de Metropolitano (mi admiración por la paciencia de los miles que a diario deben hacer uso del servicio) y la Plaza Mayor de la que tengo una vista privilegiada porque la revista donde trabajo está ubicada frente a Palacio de Gobierno.
Más de una vez me he preguntado cómo sería el Centro Histórico y sus alrededores sin gente, completamente vacíos. La idea era en sí descabellada y no estaba dispuesto a conformarme con recorrerlas de madrugada, experiencia que le ha tocado a todo limeño aunque sea una vez en la vida.
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Debido a mis labores periodísticas, he tenido que comerme lo peor de la pandemia. No creo en el teleperiodismo, menos en el peligroso acto reporteril casero. El verdadero periodismo está en la calle, en donde flotan las historias de vida que merecen ser contadas y del mismo modo los inevitables actos de corrupción que tienen que ser exhibidos.
Durante varias semanas me sentí el único ser en medio de una ciudad silenciosa y aterrorizada. Había que tener cuidado y en lo personal me acercaba a los lugares de las comisiones con todas las precauciones del caso. Angustia y miedo por igual, la depresión ejercía dominio en uno, pero había que hacer el trabajo y sacar fuerzas anímicas de donde sea.
Pero había una recompensa, de la que felizmente me di cuenta a inicios de las obligadas restricciones a causa del COVID-19.
La belleza silenciosa del Centro Histórico de Lima.
Plaza San Martín Parque Neptuno
Ni en mis más abusivos sueños canábicos creí poder ver la contundencia de sus calles, sin gente o con alguno que otro merodeando, pero desiertas al fin. Las fotos que acompañan a esta nota las hice con el único adminículo a mi disposición, mi teléfono móvil. Se entenderá que no son todas (la descarga total me anuncia que son más de 1500 fotos) y espero que puedan servir para el diletante curioso en el futuro, para que recorra estas calles y forme parte de la experiencia, que a lo mejor no será edificante, pero sí rotulada de imperecedera revelación en su caos.
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Gabriel Ruiz Ortega (Lima, 1977). Lector, blogger, crítico literario, editor, asesor librero/literario y periodista de la revista Caretas.