Los muertos actuales. Una postal de Tadó

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Al otro lado del río Mungarrá está el cementerio y las tumbas parecen el rezago de un bombardeo. Me impresionan los pedazos de mármol roto y de ladrillo picado convirtiendo el lugar en un montón de escombros.


 

Al otro lado del río Mungarrá está el cementerio y ahora se cruza por un puente delgado de cemento. Pero hace años los muertos tenían que hacer su última travesía en barcas, igual que en ese mito de la Grecia antigua, aunque esto no sea Grecia sino el Chocó y en la portada no haya ningún perro rabioso con varias cabezas sino un arco derruido que tiene escrito el salmo 71:

 

“se tú mi roca y de refugio, el alcázar donde me salve. Porque mi pena y mi alcázar eres tú”.

 

 

El río ancho y amarillo de lo fangoso y lo estancado, el puente estrecho con las barandas cubiertas de ropa secándose al sol, el cementerio al frente, el salmo arriba, el pueblo atrás con la algarabía y la parranda de alguna esquina, la selva alrededor cubriendo el mundo. He ahí el resumen de la última travesía.

Al otro lado del río Mungarrá está el cementerio. Aunque mi viaje para llegar empezó muy lejos, siguiendo una carretera destrozada que salta una cordillera y curvea a un lado del San Juan pasando mucha selva y muchos pueblos. Pueblos de tantos nombres. Unos son mentirosos: La Virginia, Pueblo Rico. Otros, como Santa Cecilia y El Tabor, son nombres bellos, repletos de sonoridad. Pero los hay con toda la plenitud de lo verdadero: Playa de Oro, Los Mandarinos, La Unión. Y otros, los que más me gustan, son nombres provistos de misterio: Apía, Taibá, Itaurí, Guarato, Gingarabá, Mumbú. Doscientos kilómetros después estoy en Tadó cruzando un puente sobre el último de los vocablos misteriosos: Mungarrá, el río donde dicen los historiadores que se rebeló el esclavo Barule por allá en los mil setecientos para fundar un Palenque de negros libres y cimarrones.

Al otro lado está el cementerio y las tumbas parecen el rezago de un bombardeo. La mitad de las bóvedas se ofrecen abiertas y demolidas con las losas desmoronándose a pedazos. Brotan helechos y plantas y musgos por cada una de las grietas, como en esas ciudades mayas de las películas, brota humedad y hormigas y bichos que merodean entre los agujeros.

 

 

Y yo, que vengo de otro pueblo con nombre raro y con edificios de veinte pisos, donde hay un cementerio tan abandonado como este (que además lleva mi nombre) siento que algo no termina de encajar. Me impresiona el brutal estado de abandono, los mausoleos pudriéndose en el terreno cenagoso, las paredes en un franco derrumbe, desplomadas y vencidas por la lluvia.

 

 

Me impresiona la maleza más alta que un hombre alto, el moho, el color sucio y descascarado de las lápidas con esos apellidos tan predecibles por aquí: Copete, Perea, Mosquera, Palacios, Córdoba, me impresionan las fotos de los difuntos impresas en cerámicas a todo color. Me impresionan los pedazos de mármol roto y de ladrillo picado convirtiendo el lugar en un montón de escombros. Me impresiona y se lo cuento a Rosaura por teléfono: esta sensación de ruina, de olvido deliberado, este aparente desprecio por los muertos que contrasta con la feroz exuberancia que quiere romper las bóvedas y florecer hasta en la última grieta. “¿Y los muertos actuales?” pregunta ella. “Están tan muertos como los que ya no son actuales” le contesto. Ella se ríe, yo también, pero no es un chiste, es la razón de todo.

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