Pijao es para mi fuente de recuerdos contradictorios.
Por un lado está esa quietud de pueblo habitado aún por personas autóctonas, tan diferente al decorado, escenografía huera apenas, en que se convirtieron otras pequeñas villas del departamento del Quindío, en Colombia. Salento o Filandia, por ejemplo.
Uno podría decir que se conservan, y eso que no en todos los casos, las fachadas, las construcciones tradicionales, pero, ¿qué perdura de lo que fue un pueblo de las montañas cafeteras de Colombia en esas dos poblaciones que menciono?
Poco o nada.
Pijao es otra cosa. Intenta ser turístico, pero lo ha salvado de este ingrato destino la presencia de una mujer valerosa que se ha opuesto, como ha podido, a esa tragedia. Su nombre es Mónica Flórez y es hija de un viejo político de la región. Decidió regresar a su pueblo, reconstruir su antigua casa familiar, aliarse con los italianos que tienen un programa a nivel mundial llamado Cittaslow (ciudad lenta, o pueblo lento, en este caso), y tratar de convencer a sus paisanos de detener la avalancha del turismo masivo.
Aunque no le ha resultado fácil.
Gracias a ella, creo ciertamente que así es, uno puede llegar a Pijao y encontrarse con un pueblo de verdad, donde todavía existen el panadero, la carnicería, la fonda, el billar, y otras tantas actividades normales que suplen las necesidades de los pobladores del sector urbano y sus alrededores.
Hay varias cosas divertidas que hacer en Pijao, como ir al bar ubicado en el marco del parque central cuyas paredes se encuentran tapizadas con multitud de carteles de cantantes y actrices famosos. La música allí es bien seleccionada, y su propietario en persona sirve cervezas y otros tragos a los visitantes. O se puede ir a jugar ajedrez en el café de una de las esquinas del parque, en donde las mesas están hechas de tableros dispuestos para la práctica de este deporte. O bien, uno puede darse una pasada por la panadería de Fernando quién, además, es guía turístico los fines de semana, llevando grupos a las cascadas cercanas o a hacer ciclo paseos por las vías de la región.
Un poco más allá, al lado de la casa de Mónica, está ubicada la tienda de su hermana, donde venden el arequipe con guayaba, las conservas de pimentón, el chocolate relleno, el café de origen, y otras delicias que difícilmente se encuentran en otra parte de la región cafetera.
¿Qué magia tienen estos lugares, estos productos? No sabría decirlo con claridad, es algo que procede de su autenticidad, supongo, y que le aporta a lo que allí se ofrece una suerte de espíritu, un sello de calidad, un distintivo que da cuenta de su originalidad.
Me gusta pensar a Pijao desde esa perspectiva. Es la que admiro y hace que siempre quiera volver, aunque no es el pueblo más cercano y frecuentemente la carretera que de Rioverde conduce hasta él se encuentra interrumpida por derrumbes, razón por la cual es forzoso tomar la vía que pasa por Córdoba, carreteable que es, por decirlo de alguna manera, un grito en la lejanía, una proyección al vacío de paisajes fantásticos pero difíciles de recorrer a bordo de un vehículo corriente.
La otra perspectiva de Pijao que me habita es una que no quiero recordar, pero forzosamente me llega como un disparo. Es la de los aguacateros que cultivan masivamente estas montañas, agotan el agua de la región y, de paso, destruyen el paisaje cultural cafetero.
Sobre ellos tuve noticias indirectamente. Estando en una de mis visitas con unos estudiantes de medicina franceses que pasaron unos días por aquí, arribamos a Pijao para pasar la noche. Salimos, como es obligado, a dar una vuelta al parque central después de cenar en uno de los restaurantes disponibles. Algo perturbaba el ambiente aquella noche, una sensación que no podía establecer bien de dónde provenía, un ambiente que me inquietaba.
Le pedí a la persona que nos acompañaba que no se ubicara con los muchachos en ninguna fonda del parque central, tenía miedo de que se desatara una balacera. Más o menos de esa índole era mi impresión, instalada en mí a partir de la visión de borrachos que se paseaban ostentosos por las calles montando sus bestias de paso, de la música estridente, de los gritos ocasionales de quienes esa noche copaban los locales cercanos al principal espacio público del pueblo.
Me fui a dormir temprano con la inquietud de dejar solos a mis invitados, rodeados de lo que, pensé, eran personas vinculadas a la mafia.
Afortunadamente no sucedió nada que lamentar, pero al otro día pregunté la razón de mi percepción de la noche anterior, diciendo a mi interlocutor directamente: ¿hay muchos mafiosos en Pijao?
La respuesta que obtuve no fue menos inquietante, me dijeron: sí y no. Son caballistas, son los aguacateros, que vienen a ser como los nuevos mafiosos.
Pobre Pijao, me dije. Negras sombras se ciernen sobre su futuro porque las lógicas del dinero a borbotones arrasarán cualquier buena intención que se haya tenido o se tenga de conservar su estatus de pueblo real, de villa habitada por campesinos de carne y hueso.
Pobre Pijao, pensé otra vez, que se debate entre las tensiones propias de la economía del sistema capitalista, que quiere vender las bondades de su ser autóctono, pero que, de seguir así, será invadido por una horda que cada vez copará todos sus espacios hasta despojarlos de todo significado, y desplazará, inevitablemente, a los pobladores tradicionales.
Pobre Pijao que en la búsqueda de alternativas de subsistencia se topó con el nuevo petróleo, el cultivo masivo de aguacates, que, como el oro negro, destruye las aguas y seca los manantiales, y que vaciará su cultura para reemplazarla con las extravagancias del dinero fácil.
Pobre Paisaje Cultural Cafetero, me dije, que no pasa de ser una retórica frágil, tambaleante, y cada vez más lejana.