Pueblo Rico es un rumor de aguas

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hombres y mujeres que un día partieron de lugares remotos de la tierra y vinieron a juntarse en este rincón del mundo que con el  transcurrir de los años pasó a llamarse Pueblo Rico.


Selva adentro

En realidad los fundadores de la población no llegaron, como se  insinúa a veces, por esos caminos abiertos a machete limpio por vecinos que un día partieron del suroeste  de Antioquia, con el propósito de tumbar monte y sembrar maíz, plátano y fríjol para  el sustento de sus familias.

Los  protagonistas de esta historia venían, como quien dice, de regreso. Se habían adentrado en las selvas del Chocó siguiendo la ruta de Guática,  Mistrató y Belén de Umbría.

Como tantos otros, acudían al llamado de las riquezas minerales que desde la llegada  de los primeros  conquistadores habían adquirido proporciones de leyenda.

Muchos de ellos se habían asentado en la población de Carmen del Atrato, en el Departamento del Chocó. Era el año de 1884  y las guerras civiles seguían desangrando los campos de un país que-igual que hoy- confiaba más en el poder aniquilador de las armas que en la  facultad creadora de las  ideas.  Algunos fugitivos de esas contiendas  fueron a parar a esas tierras, atraídos por un rumor de aguas. En no pocas ocasiones vadearon el cauce de ríos bautizados con nombres como San Juan, Cuanza, Tatamá, Taiba, Curumbará, Guarato, Lloraudó y Aguas Claras.

Foto Jess Ar.

En la sonoridad de esos nombres anidaba un rumor de voces indígenas, negras y mestizas : las de los  hombres y mujeres que un día partieron de lugares remotos de la tierra y vinieron a juntarse en este rincón del mundo que con el  transcurrir de los años pasó a llamarse Pueblo Rico.

Unos cuantos hicieron fortuna con el oro del Chocó, otros lograron juntar un capital transportando víveres en largas jornadas que incluían todos los medios de transporte disponibles en la época: bestias de carga, canoas y, sobre todo, las piernas de siete leguas que les servían a esos aventureros para recorrer en todas direcciones el mapa de Colombia.

No pocos de ellos dejaban sus huesos en algún desfiladero  o en el recodo de un camino donde algún alma caritativa improvisaba una cruz utilizando ramas y bejucos.

Así que  en ese 1884 le dieron acta de nacimiento  a una población  amasada con sangre indígena, negra y mestiza: las tres etnias que hoy constituyen las señas de identidad de una comunidad  que se despierta bien temprano entre hilachas de neblina y después de un buen trago de café emprende la invención diaria de un destino con los ingredientes  que cada uno de esos pueblos   ha forjado en el camino.

Foto Jess Ar.

Los pedalazos de Ezequiel

El 25 de enero de 1974 el joven Ezequiel Idárraga recibió la noticia que cambió por completo el curso de sus días. Tenía veintidós años y  el último diciembre se había graduado como bachiller en la Normal Nacional. Vivía con sus padres en una finca del municipio quindiano de Montenegro.

¡Mijo, lo acaban de nombrar profesor en una escuela de Pueblo Rico! Exclamó el viejo, orgulloso de su retoño, todavía sin saber muy bien dónde estaba ubicado ese pueblo  bautizado con un nombre que en el  momento se le antojó pretencioso.

Después,  estudiando el mapa, confirmaron que se trataba de una pequeña localidad ubicada entre el Chocó y el recién creado Departamento de Risaralda. Porque  antes de pertenecer a  Caldas, Pueblo Rico había  formado parte del Chocó hasta el año de  1912.

Foto Jess Ar.

“Eran unas cinco horas de carretera las que me aguardaban entre mi casa y ese pueblo del que no tenía idea hasta ese momento. Como había participado en una Vuelta de la Juventud, la que ganó Rafael Antonio Niño, conocía esas carreteras hasta La Virginia y sabía que por allí se desviaba uno hacia Pueblo Rico. Entre alegre y triste mi mamá Elvia me ayudó a empacar en una caja de cartón todas mis pertenencias: tres mudas de ropa,  un par de zapatos, un radio Sanyo, cuatro calzoncillos, tres pares de medias, un diccionario, el catecismo del padre Astete, un libro de Historia de Colombia y un sombrero”.

Pero por encima de todo estaba su bicicleta Monark. La misma  que montó durante todas las etapas de esa Vuelta de la Juventud en la que terminó de penúltimo pero terminó. Viajó bien envuelta en cartones en la bodega de uno de esos viejos buses de Flota  Occidental que recorrían carreteras pantanosas y polvorientas mucho antes de que el asfalto  hiciera presencia por estos lados.

Como sería de entrañable su relación con esa bicicleta que hasta le puso un nombre: Ramona.

Con ella recorrió durante una década las carreteras  rurales de Pueblo Rico hasta convertirse en un portador  ambulante de anécdotas aprovechadas después por los historiadores y cronistas de la localidad.

Foto Jess Ar.

Hoy, a sus sesenta y seis años, radicado de nuevo en Montenegro con su mujer, sus hijos y sus nietos, el profesor Ezequiel hace memoria, apoyándose en uno de  esos álbumes  de fotografías que narran sin necesidad de muchas palabras la historia de las familias  y la de los pueblos donde habitan.

Donde anida el recuerdo

“Llegué a Pueblo Rico el último día de enero de 1974, porque tenía que empezar a  trabajar el primero de febrero. Mi primera impresión fue la de todo el mundo: la gran cantidad de niños indígenas, negros  y mestizos que correteaban por entre los toldos de la plaza principal donde se expendían la carne, las frutas y los víveres. En  ese momento tuve conciencia del desafío que me esperaba como educador: comprender, conciliar y aprovechar la diversidad de culturas, costumbres y prejuicios de comunidades tan disímiles. Pensemos nada más en las resistencias  latentes entre ellos mismos y tendremos un panorama de lo compleja que resulta la convivencia. Sin embargo, a pesar de todo eso, creo que la comunidad ha sabido aprovechar esa riqueza material y humana para convertirla en parte del progreso de todos”.

Para aprender eso,  el profesor Ezequiel recorrió a puro pedal los más remotos parajes del municipio. Y cuando ya no podía entrar  con su bicicleta  emprendía largas caminatas en las que aprendió a comer animales de monte y a evitar el verrugoso, la letal serpiente que se ha  cobrado más de una víctima en la zona. También  descubrió el sabor del Viche, ese licor cerrero que parece esconder en sus entrañas el  dolor del Chocó profundo. El de la esclavitud y el de los cimarrones perseguidos por perros de presa.

“Desde el primer día de clase hice  buenas migas con los padres y abuelos de los estudiantes. Fue así  como aprendí a conocer de viva voz la historia  remota de Pueblo Rico. Supe que Tatamá era una de las cuatro provincias del Chocó y que en ese territorio fue fundado el poblado de  San Antonio de Tatamá del Chamí. Aprendí  además que en 1821 ya existía el municipio vecino de  San José de Tadó, donde puede decirse que empezó todo. Fue allí donde se reunió una junta de fundación de Pueblo Rico en el año de 1887. Según los estudiosos, de esa junta formó parte la familia Tascón, de origen Chamí, así como los Ayala, originarios del Cauca y establecidos en Itsmina. También se menciona a los Pinzón, los Chalarca y los Tamayo, estos si llegados desde Arrayanal. De cualquier manera, todas eran familias que habían incursionado en el Chocó en busca de riquezas mineras”.

Foto Jess Ar.

Buscando datos, explorando aromas y descubriendo sabores, el profesor Ezequiel  visitó minúsculos caseríos en Tadó, Bagadó y San José del Palmar. Siguiendo el rastro indígena atravesó el bosque de punta a punta hasta llegar a Mampay y luego a  San Antonio del Chamí en territorio de Mistrató.

A modo de testimonio de esos días guarda en su casa de Montenegro un sólido bastón ritual de pura macana, regalo de los indígenas de Purembará durante su visita a ese resguardo en  1984, poco antes de partir desde Pueblo Rico hacia Belálcazar Caldas , adonde  lo arrastró el amor por Rosalba Marín, la madre de sus hijos.

“De Pueblo Rico solo tengo recuerdos bellos. Para empezar, de la gente que siempre me rodeó con su calidez, sus atenciones… y sus comidas que hoy me vuelven agua la boca cada vez que las recuerdo. Siempre que podíamos nos escapábamos, previa preparación de un buen fiambre, a las aguas del río Taiba, al Cerro  Tatamá en la vía a Santuario,  a la Cascada del Fantasma, a Río Negro, al Alto Amurrapa y a  Santa  Cecilia, donde el componente de las culturas negras sigue teniendo toda su fuerza. Es curioso, desde que partí del pueblo jamás volví, tal vez porque no lo necesito: todo lo bueno que aprendí allí lo conservo vivo adentro.”

Días de plagas

Como todos los lugares de la tierra Pueblo Rico también ha tenido que habérselas con sus dosis particulares de infortunio.  A veces es la naturaleza  con su bramido de aguas turbulentas. En otras es la condición  humana que se abate sobre el prójimo con su furia de fuego y machetes. En  otras  es un bicho  diminuto que arremete en masa y amenaza la supervivencia de comunidades enteras.

Foto Jess Ar.

Una de estas últimas es El picudo. El periodista Jhony Vásquez lo supo documentar en una crónica radial que en su momento le valió un premio de periodismo. El picudo, un cucarrón voraz especializado en la palma del chontaduro, acorraló a unas 250 familias que vivían de ese cultivo en territorios de Mistrató y Pueblo Rico.

Como muchos saben, aparte de sus naturales facultades nutrientes, el Chontaduro está  rodeado de unas creencias  que le atribuyen propiedades afrodisíacas. Por eso el ataque del cucarrón alcanzó a sentirse en el alza de los precios del producto en las calles de Pereira. El asunto adquirió tales proporciones que hasta Putumayo y Buenaventura tuvieron que desplazarse los distribuidores para garantizar el abastecimiento.

Pero El picudo fue una plaga menor, si la comparamos con lo que tuvieron que padecer los habitantes de Pueblo Rico durante los días más aciagos de la guerra.

Omaira  Mosquera, cincuenta y dos años, vendedora de jugo de Borojó y Chontaduro residente en el barrio El Dorado de Pereira, lo recuerda con toda nitidez.

Foto Jess Ar.

“¡Ábrase negra que va a llover candela! Gritó el tipo  que pasó  echando tiros con un fusil en la mano, mientras yo buscaba donde esconderme con  mi hija Noralba y mis dos nietos”.

“Tanto como quiero esta vida, en ese  momento corrí tan rápido desde Santa Cecilia, mi pueblo, que todavía no me acuerdo cómo ni en qué llegué a Pereira. Pudo ser en bus, en jeep, volando o a pata limpia. Pero lo cierto es que, casi veinte años después, estoy con mi familia entera viva y coleando”.

Con su pañoleta roja adornándole la cabeza, Omaira es la expresión palpitante del milagro.

“Eso fue la tarde del 17 de mayo del año 2000. Los que se tomaron a Santa Cecilia fueron los del frente Aurelio Rodríguez de las Farc. Por esos días mi hija tenía  veinte años y mis nietos estaban de brazos. Mejor dicho: mamaban teta de lo lindo. Estábamos en la casa preparando las empanadas para salir a vender cuando el primer estallido y después todo fueron gritos: pedidos de auxilio, ladridos de los perros, gritos de los niños, madrazos de los hombres y llanto de las mujeres. Y las balas zumben que zumben. Después de tres horas de pesadilla  Santa Cecilia quedó con la iglesia en pedazos, un  vecino del pueblo muerto, el comando de policía vuelto nada y un agente secuestrado. Como le digo, todavía no sé cómo me las arreglé para llegar a Pereira”.

Foto Jess Ar.

Fundada en 1895 por  fugitivos de haciendas y aserraderos, Santa Cecilia  ha sido una población clave en el devenir de Pueblo Rico, municipio del que hoy es corregimiento. Su honda raigambre tiene un peso que, además de cultural, es político. De sus tensiones, encuentros y desencuentros con indígenas y mestizos ha surgido una manera de ver el mundo que es en sí misma un aporte a las contradicciones que caracterizan la vida del país. Por eso, ese episodio de violencia y reconstrucción es recordado hoy por muchos como uno de los momentos que marcan un antes y un después en la historia de Risaralda y Chocó, dos departamentos de Colombia atados por unos lazos tanto o más sólidos que las  fuerzas que pretenden separarlos.

Días mejores

Madera, minería, agua, extensiones cultivables. Toda una suma de riquezas  que prometen prosperidad y a la vez son un señuelo para las plagas. Las silvestres y las humanas.

Todo un  cúmulo de energías expresadas en las vidas cruzadas del profesor Ezequiel y de Omaira Mosquera.

Mientras el nudo se resuelve, envuelto en hilachas de niebla, Pueblo Rico  aguarda por días mejores.

Contador de historias. Escritor y docente universitario.

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