Rastros y formas del colonialismo pasado y presente

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Es difícil que exista un museo en el mundo occidental que se abra a este tipo de interrogantes.


El colonialismo de todos los tiempos es un acto de posesión, y consecuente despojo de los territorios, sus culturas y habitantes.

Ningún colonialismo está o estuvo exento de violencias, y la docilidad o la aceptación de la dominación nunca llegó a ser un acto sincero de entrega, aunque un cierto acomodo pudo acompañar a la derrota o constituir una estrategia de supervivencia.

En los museos de Europa se puede constatar el desgarramiento que implica la acción colonial a través del recorrido por sus exhibiciones, que comprenden vastas colecciones de objetos extraídos o hallados en campañas militares o de exploración arqueológica, llevadas a cabo por los pobladores del “viejo continente” en los países que llegaron a dominar directamente, o aquellos lugares en los que, ayer y hoy, directa o indirectamente, ejercen una regencia.

Vastas muestras que comprenden cerámicas, esculturas, herramientas, textiles, mosaicos; trozos completos o parciales de un pasado glorioso que correspondía a civilizaciones hoy extintas y cuyos herederos, en su gran mayoría, se encuentran enfrascados en interminables y devastadores conflictos internos.

 

Foto por: Martha Alzate

 

Muchas de esas confrontaciones son promovidas, o por lo menos instigadas, por la avaricia de los mismos países que se han aprovechado históricamente de la ignorancia de esos pueblos, la debilidad de sus instituciones, de la pobreza y la barbarie que en ellos predomina, circunstancias que no les han permitido tomar las riendas de su destino.

En permanente confrontación, estos estados fallidos contribuyen a la distribución inequitativa de los recursos planetarios, y perpetúan el beneficio, directo o indirecto, de los habitantes del primer mundo: la otra cara del subdesarrollo es el bienestar y la prosperidad de las naciones desarrolladas.

El colonialismo, lejos de ser una figura del pasado, está presente y activo en nuestro planeta. Mientras que en muchos países del denominado “tercer mundo” la guerra arrasa con todo, en los museos de Europa se exhiben las riquezas provenientes de estos territorios antaño esplendorosos, como parte de una visión extravagante del Otro diferente, sin que aquellas muestras se relacionen en ningún sentido con la historia económica y política, pasada y presente, de las culturas a las cuales pertenecieron.

Una muestra de ello es el Museo de Pérgamo, en Berlín.  Dos de los atractivos más importantes que allí se exponen son La Puerta de Istar y el Altar de Pérgamo.  La primera era una estructura de proporciones monumentales que hacía parte de la fortaleza de ingreso a Babilonia.

 

Foto extraída de: azureedge

 

Tanto los materiales para su elaboración como las imágenes que la componen, hacen relación a una cosmovisión particular y tienen un sentido político, militar y religioso, relacionado con las características propias de ese tipo de sociedad.  Su forma y distribución, igualmente, estaban en función de una particular concepción del espacio, y de una novedad que cambió para siempre el destino de los asentamientos humanos: la geometría.

Hoy día, tramos completos de la Puerta de Istar se pueden contemplar a escala en una sala de considerable tamaño en este museo. Debajo de sus arcos circulan visitantes provenientes de diversos lugares, disparan sus cámaras fotográficas, se toman sendas selfies, y parecen interesarse en las narraciones de sus audioguías, o leer atentamente las anotaciones explicativas que el Museo ha instalado a un costado del monumento.

Puesta allí, la puerta de Istar, aunque estéticamente majestuosa e imponente por sus propias dimensiones, parece fuera de lugar. Podría decirse que ella, en un pasado investida de un gran poder ritual y simbólico, ha perdido su magia.  Es un pez exótico encerrado en una pecera lujosa, su corazón palpita apenas en la supervivencia, respira porque está conectada al organismo artificial del museo, y se asemeja más a una escenografía que a una experiencia real y conmovedora.

En cuanto al Altar de Pérgamo, estaba cerrado para las visitas cuando acudimos al conjunto museístico. 

 

Foto por: Martha Alzate

 

El lugar es, en la práctica, tres museos en uno solo, pues en él se exhiben a través de las diversas salas elementos pertenecientes a las culturas de la Antigua Grecia, el Oriente Próximo, y el Arte Islámico, y fue construido a medida para instalar las colecciones, las cuales son en su mayoría piezas arquitectónicas de gran tamaño y complejidad, de tal forma que contiene muchos otros ejemplos valiosos.

No obstante, al observar todo lo que allí se muestra, surge una pregunta: ¿por qué están esos objetos en un lugar tan distante al de su origen? Es una inquietud que puede hacerse extensiva a lo largo de la gran variedad de museos que existen en las capitales de Europa.

Se podría argumentar que estas riquezas están más seguras en un recinto destinado a su conservación y que, en la seguridad de una Alemania estabilizada, motor y guía de la Unión Europea, Berlín es un lugar que permite el acceso a una pluralidad de personas, provenientes de todo el orbe. 

Y tal vez, así sea. La cuestión es que todas estas piezas, puertas, mosaicos, altares, estatuas, y muchísimas otras que pueden encontrarse allí, están al servicio de una narración precaria y subvertida, que nada nos dice de cómo la historia de la cual hicieron parte se relacionó con la de las naciones en donde hoy se albergan como tesoros.

 

Foto por: Martha Alzate

 

Tampoco nos hablan de la situación actual de sus territorios de origen, ni del destino de los seres que son herederos de las culturas en las cuales ellas se produjeron.  Aunque este último argumento tiene sus matices, puesto que en mayor o menor medida somos muchos los legatarios de la cultura occidental, pero es innegable que existen poblaciones que tienen una relación superior y directa con las tradiciones culturales de las cuales ellos son representantes.

La visión del Museo es estática: todo cuanto es posible contemplar se presenta en la misma forma que si estuviera encerrado en un contenedor de vidrio (y no en pocas ocasiones, de hecho, así se dispone), con lo que apenas es posible mirarlos de lejos; a lo que sobreviene una sensación, la idea de que aquellos padecen en sus emplazamientos petrificados una asfixia más penosa aún que la del feto ahogado en el alcohol de los laboratorios.

 

Foto por: Martha Alzate

 

Si a ello adicionamos la banalidad contemporánea, llegamos a la configuración de un propósito relativamente irrelevante. 

Para la mayoría de la población que frecuenta estas instituciones es más importante tomarse un autorretrato, prueba infalible de su visita para una multitud de amigos virtuales, que hacerse cuestionamientos incómodos sobre el origen de estos artefactos, y lo que ellos pueden narrar, efectivamente, del pasado, presente y futuro del orden mundial.

De esta manera, podría decirse que todos estos objetos, puestos allí, son elementos meramente decorativos, que satisfacen una necesidad creada, una especie de “baño cultural”, una ducha a la medida, higiénica e inocua, que evita cualquier tipo de perturbación o interpelación indeseada.

En estos recintos todo está calculado, desde la secuencia que compone el recorrido, los textos que acompañan a lo exhibido, los audios disponibles -cuyo libreto separa drásticamente el pasado del presente-, y en general, todo está al servicio del concepto de consumo que abarca al conjunto.

 

Foto por: Martha Alzate

 

No es casualidad que, después de haber tenido acceso a la secuencia de maravillas “de carne y hueso”, aunque algo moribundas en su condición de parásitos aferrados a los muros del aposento sagrado del Museo, se desemboque en la tienda de productos para turistas.

Allí se vuelven a encontrar, reducidas a la indignidad de reproducciones, de tamaños y funciones diversas, las obras majestuosas que se observaron atrás, presentadas ahora en sus formatos “to go”, disfrazadas de portavasos, o de odiosos magnéticos para adornar los refrigeradores de compulsivos turistas, de estampados o joyas: toda una secuencia de producción y consumo.

Al contrario de lo que sucede, este tipo de representaciones, en cualquier tiempo y lugar, tendrían un poder incalculable si el objeto de su exhibición fuera menos el consumismo cultural, y más el aliento de una reflexión sobre el pasado, presente y futuro de la especie humana.

Pero tal vez esa intención esté por fuera de lo políticamente correcto, ya que, si así se obrase, sería menester dirigir la mirada hacia los países que hoy les sirven de almacenaje , y que a su vez se usufructúan de ellas fomentando el turismo cultural, y sería forzosa una inspección crítica que hablara de las razones por las cuales esas piezas están en posesión foránea, y tal vez llegar a demandar: ¿qué tienen que ver los eventos del pasado, representados en sus insignias culturales, con la situación actual de quienes habitan los territorios de los cuales eran originarias?

 

Foto por: Martha Alzate

 

Es difícil que exista un museo en el mundo occidental que se abra a este tipo de interrogantes. Y es comprensible, puesto que una puesta en contexto, un análisis, una mirada geopolítica de la cultura, exigiría de estas instituciones algo más que un compromiso de conservación, frío y estático.

¿Qué país del mundo occidental estaría dispuesto a financiar una empresa como esa? Pero, sobre todo, ¿Qué nación desearía correr el riesgo de la evaluación resultante, en virtud de su propia posición geopolítica, al emprender aquellas indagaciones?

Resulta mucho más sencillo, por supuesto, ser depositarios pasivos de tesoros considerados “patrimonio de la humanidad”, y de paso contribuir a la alienación generalizada del mundo actual: sin duda no hay juicio, sin inquietudes respecto de lo que se presencia no existe la pesquisa sobre verdades que podrían resultar incómodas para el establecimiento.

No obstante, es hermoso y penoso a la vez, poder estar en la presencia de una sección de las fortificaciones sagradas de la gran Babilonia, aunque hoy se encuentre tristemente adosado a una pared de un edificio de conservación muda, ubicado en La Isla de Los Museos en Berlín. 

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