Retazos de la ‘nueva normalidad’: La Pradera

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Fotografías, Martha Alzate

¿Quién dio de comer a los ratones chinos, al único conejito negro que queda en el local, a la pareja de hamsters y a los peces beta combatientes que nadan aislados en sus peceras diminutas? ¿Ellos ya vivían confinados desde antes, desde siempre? ¿Quién les alimentaba en medio de la oscuridad prolongada del local que pasó cerrado tantos los días?

Los ratones chinos tienen una cola delgaducha y lampiña que hace juego con las orejitas redondeadas, también lampiñas. Juguetean en un acuario lleno de paja frente al mostrador de Beta, un almacén de mascotas sobre la Avenida de la Pradera en Dosquebradas, la “zona rosa” de aquel municipio. Este es uno de los cientos de negocios de la zona que se vio obligado a cerrar durante el comienzo de la pandemia del coronavirus en el país, aunque el dependiente asegura que lograron una reapertura rápida pues los concentrados y alimentos para animales hacen parte de las mercancías de primera necesidad. Durante la cuarentena el propietario iba todos los días a alimentar los animales, asegura el dependiente. Ahora el negocio ha abierto de nuevo, pero las ventas cayeron a la mitad.

El sector sigue siendo el mismo; a simple vista pero es irreconocible si uno se fija en el movimiento: todos los bares han clausurado sus puertas, salvo los que lograron convertirse a tiempo en tiendas de verduras y abarrotes (productos considerados de primera necesidad, lo que garantizó que aquellos negocios no se vieran obligados a cerrar), muchos restaurantes y pastelerías restringen el ingreso porque no cuentan con espacio suficiente para el distanciamiento social. La comida se vende para comer en la calle, para llevar o se despacha a domicilio, como hacen varias pizzerías y hamburgueserías. Otros locales, como La Knasta, una boutique de verduras y productos orgánicos, permite el ingreso siempre que no haya aglomeración para vender los aborrajados de mil pesos, las mermeladas y verduras orgánicas que ya eran tan exitosas antes de la pandemia.

La Asociación Colombiana de la Industria Gastronómica calcula que uno de cada tres restaurantes del país ha tenido que cerrar a causa de la crisis generada por el coronavirus. Pero mientras unos cierran, otros abren. Santiago Rojas es de Ráquira, Boyacá. Hace años vive y trabaja en Dosquebradas. Con su madre manejaba una pequeña venta de artesanías y materas del típico barro raquireño, célebre porque no se enmohece ni se quiebra fácilmente, y justo en medio de la cuarentena le propuso a su hermano mayor montar un negocio aparte.

En junio, cuando apenas comenzaba la reapertura, Santiago alquiló un garaje que ahora está repleto hasta el techo de caballitos de arcilla, alcancías con forma de cerdo, materas grandes y pequeñas, bonsáis, mochilas y otras artesanías. “Hasta ahora nos ha ido muy bien” asegura, y aunque los clientes no pueden entrar al garaje por la cinta amarilla y negra protectora, él los atiende desde la puerta.

A donde sí pueden entrar los clientes es al Casino Mónaco, uno de varios que hay en esta zona de Dosquebradas. La encargada cuenta que han acordado protocolos especiales con la Secretaría de Salud. Por ejemplo, desinfectan las máquinas después de cada cliente que las usa; por supuesto, toman datos y temperatura para ingresar, eso hacen justo en este momento que llega un señor flaco con cara de pocos amigos. “¿Cuánto la tengo?” pregunta el hombre, “está en 36” responde la encargada. “Cuando salga espero tenerla en 34” dice él, que a lo mejor quiere ver bajar la temperatura en la misma proporción que su dinero mientras apuesta.

Nora Tabares llevaba un mes de haber montado su negocio cuando el gobierno nacional decretó la emergencia sanitaria y con ella la cuarentena que se fue extendiendo semana a semana, quincena a quincena, mes a mes, hasta que parecía interminable. Su negocio es una pequeña barbería en una de las calles aledañas de La Pradera.

“Montamos la barbería en febrero, en marzo fue el cierre y la reapertura apenas en junio” dice Nora, quién agradece que el propietario del local fue benévolo con ella y no ha exigido pagos ni compensaciones. Al contrario, le ofreció plazos para ir pagando los arriendos, aunque la nueva normalidad ha traído sus tropiezos: unos guantes que antes costaban $19.000 ahora valen $60.000 y así ocurre con la mayoría de insumos. Mientras el costo de  estos aumenta los clientes disminuyen.

“Ha sido muy duro, uno apenas empezando, con todos los ahorros aquí” agrega Tabares. En su barbería trabajan varios ciudadanos venezolanos que rapan a los clientes pertrechados con caretas y máscaras. Los protocolos son los mismos de todos los locales a lo largo del sector: jabón y desinfectado, cintas protectoras para evitar que la gente entre sin el debido control, ventilación, toma de temperatura, registro de datos.

Al final, la única opción para ella y todos los demás ha sido acomodarse a una realidad extraña donde el virus puede ocultarse en el señor al que le pelan la barbilla, en el periodista que hace las preguntas, o en ella misma que trata de seguir adelante en medio de la incertidumbre. “Qué me voy a quedar en la casa” dice antes de soltar una sonrisa que no es de resignación pero tampoco de alegría.

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