Suiza: un vistazo a la tierra de Guillermo Tell

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El silencio, y lo repito a riesgo de reiterarme, es una de las mayores virtudes de estas ciudades.


 

El 1 de agosto partimos de Gradignan para una gran estación de trenes en Bordeaux. El recorrido nos llevó, como primer destino a Ginebra, Suiza, pero, con dos escalas necesarias. La primera en París, y la segunda en Lyon.

Al arribar a la Gare de Montparnasse en París, se debe tomar el metro para ir a la Gare de Lyon, que es la estación desde donde es posible conectar a Ginebra.

El desconocimiento  del idioma nos dificulta un poco las cosas.

Viajar en tren de alta velocidad (TGV -train à grande vitesse en francés-) es una experiencia muy confortable. Los controles son mínimos, se pueden llevar las maletas a mano (siempre y cuando sean de un tamaño que no exceda el disponible en los lugares destinados para su ubicación en cada coche), y se da emoción a los ojos contemplando los paisajes.  El viaje que realizamos tuvo una duración de dos horas en cada trayecto (un total de seis horas), pero con las conexiones, el descenso en las diferentes estaciones, y la posibilidad de llevar la comida al vagón del próximo tren, la jornada es muy manejable.

Es importante tener cuidado con los horarios. Los trenes parten puntuales, las puertas cierran rápido, mientras apurados pasajeros descienden y ascienden, muchas veces sin acertar el vagón en donde están ubicados sus asientos, lo que obliga a largas excursiones por los diferentes coches hasta llegar al lugar preciso.

No importa, lo definitivo es subirse antes de que la máquina parta de nuevo.

Ya ubicados, la mirada se pierde en el horizonte y la mente  divaga. La zona rural francesa impresiona por su uso intensivo: no hay predios ociosos, todos están arados, o cultivados. Se nota una gran organización, y un respeto obsesivo por las rondas de grandes ríos o riachuelos.

 

Viaje en tren. Cultivos. Foto por Martha Alzate

 

Al arribo a Ginebra, caminamos lento hasta nuestro hotel, acusando el peso de la jornada en rieles. Nuestro hotel es uno de aquellos cercano a las grandes estaciones, notoria circunstancia que hace de los recorridos cercanos un paisaje lleno de viajeros, envuelto en una extraña mezcla entre premura y nostalgia.

Ginebra es una ciudad ubicada alrededor de un gran lago, el Lemán, el mayor de Europa Occidental, y límite entre Francia y Suiza.  Este es uno de sus rasgos más representativos, pero tiene otras credenciales: es sede de las Naciones Unidas (la oficina que esta organización tiene en la ciudad es la más grande de las cuatro existentes, después de la de Nueva York), de la Organización Internacional del Trabajo, de la ISO, la Cruz Roja, la Organización Mundial de la Salud, la Organización Mundial del Comercio, entre otras entidades internacionales que tienen su sede en esta, la ciudad más internacional de Suiza.

El espacio público que rodea el lago es amplio y animado en verano, con cuerpos que caminan, corren, o se desplazan: en bicicletas, patines, patinetas, o monociclos.

Guían el recorrido los aromas de los platos típicos, el founde o los creps; y el juego de luces y sombras proyectadas por la gran rueda (como el London Eye en Londres) y los carruseles.

Al fondo, en el lago, las embarcaciones y yates; cruzando la acera, las construcciones de gran arquitectura, donde se aprecian vitrinas de costosas marcas de vestuario o relojes. Se experimenta una sensación en ese lugar, algo implícito acerca de la población local o flotante: una sofisticación, un hálito extramundano, podría decir “palaciego” pero la palabra que acude a mi mente no es la más precisa para decirlo.

Sus calles son una mezcla de culturas, con sus diversos vestuarios y acentos, que se presienten homogéneas sólo en un aspecto: todos parecen tener gran cantidad de recursos económicos disponibles.

La sensación se conserva, pero va disminuyendo al cruzar el puente peatonal que separa los alrededores del lago del centro histórico.  En él, las calles son sinuosas, algunas empedradas, y la arquitectura conserva el estilo local que consiste en edificaciones de cinco o menos niveles, construidas en piedra, que conserva la tonalidad terracota en la gran mayoría de edificios.  Las fachadas por lo general son planas, acompañadas de puertas y ventanas en madera, distribuidas de forma simétrica.

 

Lago en Ginebra. Foto por Martha Alzate

 

No sabría precisar cuál de estos aspectos aporta la sensación de armonía que invade al visitante. Si es la mezcla de materiales, las tonalidades, la homogeneidad de fachadas y alturas, o la adecuada mezcla de una sutil arborización combinada con un apenas notorio amoblamiento urbano.

O tal vez sea el silencio.

En esta ciudad, como en otras de Europa, ningún restaurante, establecimiento de comercio, habitante, visitante o transeúnte, sube el tono o el volumen.

Incluso, en algunos pasajes, es posible abstraerse y llegar a meditar sobre la manera cómo se vivía en el antiguo burgo.  Un rasgo distintivo y encantador: las fuentes de agua potable, públicas y estéticas, decoradas con flores de verano.

En los alrededores del centro histórico, algunos barrios, estructurados por los parques públicos, bien dispuestos, equipados con juegos que practican divertidos grupos de personas.  Aquí un ajedrez al aire libre, allí unas mesas de ping pong, más acá, juegos para niños y bebés.

Retirados de estas “zonas de acción” bajo la sombra de hojas abundantes, se relajan agradecidos lectores.

¿En qué reside la actitud de gratitud que se percibe en ellos?

 

Ginebra, Barrios y Parques. Foto por Martha Alzate

 

Creo que están satisfechos por varias razones: la posibilidad de acceder, de manera gratuita y cercana, a espacios públicos de gran calidad, con bancas que les permiten una acomodación agradable, en donde pueden respirar los colores del verano lejos del castigo del sol directo, y, sobre todo, en silencio.

El silencio, y lo repito a riesgo de reiterarme, es una de las mayores virtudes de estas ciudades.

El sistema de transporte interno está basado en las redes de tranvía que, además de silenciosas, transitan con una alta frecuencia, de tal manera que siempre están circulando las rutas que conectan los diferentes destinos. Aunque, muchos de los hombres y mujeres de todas las edades se  movilizan en sus pintorescas bicicletas, sobre las que pedalean en perfecto dominio de la postura, la velocidad y hasta de la moda.

Las mujeres son delgadas, de manera llamativa, y van en sus vehículos de dos ruedas dando serenos y constantes pedalazos, incluso usando minifaldas o vestidos cortos.  No sudan, no se despeinan, apenas si se agitan brevemente en las intersecciones, o cuando algún turista despistado se atraviesa por las rutas habituales que dominan a la perfección.

La abundancia de transporte público no marca necesariamente la ausencia de vehículos particulares.  Autos de alta gama, convertibles, motocicletas, pueden verse cruzando las calles y avenidas, y en muchos de ellos quienes se desplazan son personas con rasgos y vestuarios que nosotros conocemos con la denominación de “árabes”.

En un recorrido más extenso, por los vecindarios alejados del lago y el centro tradicional, es posible apreciar edificios con arquitectura contemporánea, mucho concreto y vidrio, pero nada de rascacielos.

La altura se conserva, aunque cambien los estilos y los materiales. Siguiendo la ruta de estos barrios periféricos, se llega a la plazoleta ubicada enfrente del edificio principal de Naciones Unidas. Allí, se puede observar la escultura que hace referencia a las minas antipersonales. 

 

Escultura Naciones Unidas. Foto por Martha Alzate

 

Un gran asiento rojo con una de sus patas rota, es la representación en este gran espacio público de una tragedia que han sufrido miles de personas, lejos de Ginebra, de Suiza y de la Europa actual, en países como Colombia y otros que han padecido largas y penosas guerras internas.

En la base de la escultura es posible leer un mensaje en varios idiomas, sobre la necesidad de defender los derechos de las poblaciones vulnerables, sobre todo en ambientes de conflictos armados.

Así es esta ciudad encantadora e inalcanzable, costosa y multicultural, sofisticada y hermosa, en donde se discuten y deciden muchas de las políticas económicas y sociales que rigen en el mundo en que nos ha sido dado existir.

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