Trabajo con altura

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Hoy unas botas en De ver pasar llevan a Rigoberto a reflexionar sobre la situación económica y social de Colombia, un país donde los salarios suben poco; contrario a los trabajadores, que sí suelen subir y subir y no de estatus propiamente.


 

Cuando uno se estrella con estas botas pantaneras a la altura de un sexto piso le invade una sensación de abismal estupor. ¿Algo estará pasando allá abajo, a ras de esa tierra en la que hordas humanas salen a las calles a expresar su malestar frente a las políticas económicas o en contra de presidentes vitalicios y millonarios? ¿Fue inundada la ciudad de lodo y ceniza a propósito de la cercanía con el volcán Nevado del Ruiz y estos dos pares de botas huyen hacia arriba, con la esperanza de la salvación eterna? ¿Las botas industriales han trepado hasta aquí huyendo de la cacería de grupos ecologistas, liderados por Greta Thunberg, que ven en la goma y los materiales sintéticos enemigos contaminantes?

 

 

Son múltiples las preguntas que ocupan la mente del espectador absorto en el abismo, inquieto en el vértigo de sus fobias.

Son preguntas existenciales, por supuesto, que oscilan entre la fuerza de la gravedad y la paradoja de los oficios; y hay razones de peso para hacerlas, sobre todo cuando al mirar hacia el horizonte comprobamos que estamos en un territorio de cordilleras y no en el condado de Manhattan.

De manera que hagamos cuentas: el nuestro es un país donde los salarios suben poco; contrario a los trabajadores, que sí suelen subir y subir y no de estatus propiamente.

Hasta hace poco pensaba que un trabajador de altura era el alto ejecutivo de una multinacional, políglota, viajero frecuente y entrenado para hablar de felicidad y éxito ante sus depresivos subalternos. La realidad es poco seria. Un trabajador de altura en esta época de economías naranjas y allanamientos a colectivos de artistas –sospechosos de sembrar la anarquía durante los paros de trabajadores y estudiantes– es aquel capaz de permanecer en lo alto de los edificios, ligero de cuerpo, colgado de un arnés y con una habilidad sobrenatural para mezclar cemento, instalar ventanas, perforar ladrillos, lavar fachadas con líquidos químicos y cantar.

Porque los dueños de estas cuatro botas que ven ahí, lo juro por el espíritu de Maria Perego, la mamá del Topo Gigio, están cantando, felices, la letra de una canción pegajosa:

“no me llores que nadie es eterno/ nadie vuelve del sueño profundo”.

Lo eterno para estos trabajadores es la discusión inoficiosa alrededor de la cifra del salario mínimo para el próximo año. Lo eterno es la decisión del gobierno de fijar por decreto esa cifra.

Mientras los economistas y los fantasmagóricos líderes de las centrales obreras discuten sobre los índices de inflación, sobre el producto interno bruto y las exigencias neoliberales del Fondo Monetario Internacional a los gobiernos del gota a gota, esta pareja de trabajadores de altura, heredera de la fibra proteica del Hombre Araña, prefiere cantar, pues saben que nadie vuelve del sueño profundo y por eso al cantar permanecen despiertos, como aves pensativas, exhibiendo sus botas al aire, desafiando las leyes de la gravedad.

Como van las cosas no solo en nuestro país sino en el mundo laborioso de Occidente, los trabajadores desde lo alto, como poetas ultradinámicos, volverán a gritar, clavando sus ojos hacia la tierra, esa sabia consigna soviética de “¡Proletarios de todos los países, uníos! Después de las cinco bajamos, parceros”.

(La Celia, Risaralda, 1966) Ensayista, novelista y profesor universitario. Inició su profesionalización con el título de Licenciado en Español y Comunicación Audiovisual de la Universidad Tecnológica de Pereira. Especialista en Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Caldas

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