Valientes en El Azufral

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Mentes sin cuarentena, una nueva serie de publicaciones estudiantiles en La cebra. Son 4 crónicas hechas por los estudiantes del Taller de Expresión Escrita de la Universidad Tecnológica de Pereira, orientados por el profesor Franklin Molano. Les compartimos la última crónica de la serie.

“La Crónica Vive. Los estudiantes del Taller de Expresión Escrita de la Universidad Tecnológica de Pereira, se dieron a la tarea de buscar historias propias, auténticas y con un ángulo novedoso. Luego de lecturas de crónicas, debates en el aula, ajustes en los párrafos, de nuevo lecturas… y aquí el resultado para el disfrute de los lectores. Sigan.”

Franklin Molano

A 25 kilómetros de la ciudad de Pereira, se encuentra ubicado un corregimiento conocido como Caimalito. Tierra de hombres de talante fuerte, brazos guerreros y tostados que van entre canoas viejas abriendo sus manos para recibir lo que ofrecen las aguas del río Cauca.

Aquí, es común ver a las personas de camino a sus labores pedaleando entre metales que envuelven dos ruedas; los más acomodados, andan motorizados. El resto, a pie, van de un lado a otro tan tranquilamente que cuesta creer que los toca el  sol mordiente que pende sobre las nubes. 

Después de cruzar la joya arquitectónica de barrotes rojos, levantada impetuosamente sobre un río que se extiende majestuoso, conocida como puente Bernardo Arango, el cual conecta con el puerto dulce de Colombia, La Virginia, nos encontramos con la vereda el Azufral. Allí, a lo lejos, al lado derecho del camino, unas verjas desgastadas por el pasar de los años abrigan a unos niños de transición hasta primaria; algunos un tanto flacos, otros más rozagantes. Todos con esa prenda de vestir que se ajusta a la cintura y separa cada pierna con tela verde llegando hasta el tobillo. El tronco, cubierto por una confección blanca termina de arropar sus pequeños cuerpos. 

En lo alto, de letras verde militar, escrito está: I. E Gabriel Trujillo sede Azufral. Escuela compuesta por 153 estudiantes, mestizos, indígenas y de comunidad negra. Espacio abierto para la convergencia de estas, nuestras culturas. Donde no hay lugar para diferencias sociales, de género o raza, tampoco para los problemas cognitivos que presentan algunos menores. La escuela abre sus puertas a quienes encuentren esperanza en la educación. 

Sin importar las condiciones del día, que llueva o el sol queme sus cuerpos, los niños acuden a su institución. Entre ellos indígenas esmerados algunas veces llegan totalmente mojados; sus cuadernos en bolsas impiden ser destrozados. Otros, ante sus zapatos salpicados por el légamo, no sucumben. Los demás, arriban entre pasos tortuosos y una frente que derrama agua salada.

Los maestros rondan este establecimiento de escasos siete reducidos salones; algunos tan difíciles de transitar que precisan movimientos corporales para esquivar sillas con mesas de madera.

Dichos profesores en aras de brindarle un despertar tecnológico a sus pequeños estudiantes, han buscado los medios para adquirir elementos electrónicos con los que hoy cuenta la institución rural. En una labor abnegada, con el anhelo de transformar, se acogieron a talleres para entender las TIC y de ese modo hacerse merecedores de veintidós tabletas, veinte computadores portátiles, cuatro televisores y medio y un medio proyector de video; ya que funcionan así, a medias.

A pesar del esmero de los docentes por llevar este tipo de comunicación a un sector tan olvidado, no se puede borrar, por lo menos todavía no, la complejidad de las situaciones que rodean a los niños fuera de los barrotes convencionales que surcan el plantel educativo. El polvo que penetra por cada poro, culpa de una carretera sin conocimiento de lo que es el pavimento, conexiones eléctricas que no conectan nada. Son solo por mencionar algunas características del entorno, que como hebras de hilo se unen a quienes habitan El Azufral.  

Tal es el caso de una pequeña a la cual llamaremos Luisa. Quien a escasos cuatro años de trasegar por la tierra, vio morir a su padre, quedando prácticamente huérfana. Pues la mujer canal para que ella pudiera venir al mundo decidió dejarla en el desasosiego del abandono y aborrecimiento de una madre. De su protección se hizo cargo un ser, el cual, a pesar de no llevar por sus venas la misma sangre, la llamó nieta.  

Lastimosamente la desgracia nuevamente tocó la puerta de esta hermosa niña de rasgos finos, piel canela, sonrisa blanca; cuya mirada es tan profunda como la misma noche, su cabello largo liso le sirve de manto, es delgada; su tamaño delicado invita a protegerla. Su abuela partió sin regreso, una bestia de nombre cáncer la sumergió en un sueño eternal. Quedando la pequeña al cuidado de una tía que paga casa por cárcel.

Luisa es amable, su comportamiento intachable, unas veces tímida, otras veces deja salir al viento una risa que alegra. Es la mejor de grado cuarto, sus calificaciones son altas como el cielo, brillantes como su esencia.

Cuenta su profe, de mirada cálida y amplia sonrisa:

–– A Luisa no le gusta socializar mucho, a pesar de que en el descanso se le note alegre, en el salón es una niña tímida. Por ratos se queda pensando, quizás en todo lo que guarda su pequeño corazón.

Sin importar que su prima con síndrome de Down algunos días se encuentre en el hospital; o que su hermanito menor tenga problemas de conducta, ella estudia sin contar con explicación humana y, por si fuera poco lleva sustento a su familia vendiendo empanadas con su hermano mayor después de la escuela.

Niños como ella, se esmeran junto a sus maestros por aprender, dibujando surcos que dejan ver sus pequeñas dentaduras ante la adversidad. No se detienen frente a la idea de no contar con una biblioteca, o por el hecho de tener que caminar largas cuadras para llegar a un terreno apartado de su escuela y así vivir la clase de educación física; no se detienen cuando enfrentan desventuras en sus hogares. Agradecen con lo que cuentan, se aferran a ello con ilusión, esperanza y valentía.

Por: Isabel Cristina Bedoya Zapata 

[email protected]

Relaciones en construcción

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