La llegada de uno de los tantos habitantes de la vereda Betulia a Long Island, New York

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Esta colonia de betulianos en Estados Unidos es la  más grande del sector. A mediados de los   años ochenta alcanzaban casi  200 personas.  Carlos Londoño llegó en septiembre de 1984 y esta es la historia de su aventura.


 

 

 

Fogtografía Diego Val
Fogtografía Diego Val

 

Todo empezó cuando la familia Londoño, asentada en Betulia Baja, vereda del corregimiento de Arabia  al sur occidente de Pereira,  se enfrentó al dilema de repartir el dinero de la venta de su única posesión, una finca llena de caturros de café y plataneras desperdigadas.

El viejo Londoño, no solo repartió la herencia como el padre bondadoso, sino que entregó un consejo que cambiaría la vida de sus hijos:

mijos, este dinero que les entrego, es para que se vayan al exterior, y cuando estén allá ayuden a los de la casa. Lléveselos para allá. Para que progresen.

Los hermanos, José, Oscar, Jesús y Carlos pensaron que el viejo estaba melancólico y llegaron a planear en comprar otros terrenos, pero en consenso decidieron que era mejor seguir la voluntad del padre.

 

 

Fotografía Edgar Linares
Fotografía Edgar Linares

 

Así escogieron a Carlos, el mayor, para hacer el viaje a Estados Unidos, y lo primero que hizo este hijo aplicado fue arreglarse los dientes, sacar el pasaporte y comprar ropa nueva. Era abril de 1984 y ya todo estaba decidido.

Fue la primera vez que Carlos montó en avión, y  lo impresionó. Recuerda bien el día, era el 29 de septiembre de ese mismo año. Tomó el avión en el aeropuerto Matecaña, y cuando despego ese “pájaro” sintió un vacío en su estómago.

A su lado, iba una  reina de belleza de Perú, que también asustada, se agarró  de él, y no lo soltó sino un par de minutos después. Él le transmitió confianza a la reina, y también a la azafata que estaba de infarto.

Al llegar a Bogotá, con escala en Medellín, partió rumbo a México para entrar al país del norte por el llamado Hueco. Su asesora lo instruyó diciéndole que cuando llegara a migración en México dijera que estaba de paseo, aunque previamente lo había preparado asegurándole que lo iban a tildar de narco, y todo eso, pero que debía llevar dinero para sobornar a los funcionarios, en  caso que se presentara algún problema.

Además, fue enfática:

“por nada del mundo vayan a comer chile, por si les ofrecen”

 

Por los caminos de Betulia. Fotografía Edgar Linares
Por los caminos de Betulia. Fotografía Edgar Linares

 

De la capital partieron a Chihuahua, y de ahí al paso fronterizo de Aguas Claras. Carlos recuerda que veía el desierto de Arizona, y lo contrastaba con los cafetales tan fértiles que había en Betulia.

Eh ave María, ome, esto es puro desierto.

“El coyote”,   que les  indicaba como cruzar el Hueco les dijo  que debían pagar un hotel barato, y que los esperaba a la madrugada para cruzar la frontera, pero debían vestirse de negro. Y así sucedió.

Al otro día cruzaron el paso a pie en tan solo 20 minutos, bajo el ruido de las aves y las dunas del árido desierto, pero una redada de migración hizo que de las trece personas que intentaban lograr el sueño americano, se llevaran a diez, Carlos pudo escapar y llegar sano y salvo a la capital de Arizona.  

 

Por los caminos de Betulia. Fotografía Edgar Linares
Por los caminos de Betulia. Fotografía Edgar Linares

 

El efecto de la nicotina hizo que Carlos saliera del hotel en Phoenix a buscar cigarrillos.

No encontró tiendas como las de Betulia o Altagracia, pero si una máquina expendedora de cigarrillos. Insertó monedas, pero no sucedió nada. Con el deseo de fumar tan fuerte, esperó a ver cómo funcionaba la máquina. Hasta que llegó un gringo, insertó las monedas, bajó la palanca y salió una cajetilla de cigarrillos con fósforos incorporados.

La alegría fue total. De Phoenix pagó el avión a Chicago que le costó 350 dólares, y después  otro que lo llevó hasta New York. Una vez en La Gran Manzana, se acordó como en Pereira tomaba un taxi, y silbó como arreando mulas.  Cuando dijo que iba para el Bronx, el taxista se negó:

“No, no, i dont go place. ¡Get out!”

 

Tiendas y negocios a la entrada de Betulia. Fotografía Diego Val
Tiendas y negocios a la entrada de Betulia. Fotografía Diego Val

 

Y sin pensarlo se bajó y tomo el Subway, o tren, y llegó hasta Penn Station, un terminal 5 veces más grande que el de Bogotá. Allí necesitaba llegar hasta el Bronx, y al pedir ayuda con la dirección, un turista llamó a un policía. A Carlos le temblaban las piernas.

Este le ayudó, y pudo llegar hasta el distrito de Manhattan. Allí entró a desayunar, pero al no encontrar arepas ni buñuelos, decidió pedir su bebida favorita: “Coffe, Please  y un mufin”, y mientras tomaba el café mañanero otro policía se sentó a su lado, y se le quitó el hambre por completo.

Se dirigió a buscar la dirección que le habían dado, la casa  de un tío del cantante Darío Gómez. Le ofreció la ayuda completa, y por fin pudo llegar a Long Island donde estaba la colonia de betulianos más grande del sector, casi 200 personas. También había de  corregimientos y veredas cercanas como  Arabia, La Selva, La Palmilla, entre otras.

 

Fotografía Diego Val
Fotografía Diego Val

 

Carlos nunca olvidó la promesa de ayudar a su familia, y su primer trabajo fue arreglar tablas en una base de la marina norteamericana, un proyecto interoceánico donde le pagaron bien. Pudo empezar a ahorrar, para traerse a sus seis hermanos restantes.  

Fueron dos  años de trabajó duro  para lograr cumplir el deseo del viejo Londoño, hasta que, por fin, pudo legalizarse gracias a una amnistía emitida para los inmigrantes en 1986. Los papeles para ese proceso le constaron 35 dólares.

Con el pasar del tiempo montó una empresa de estuco veneciano y plaster. Juntó dinero y mandó por toda su familia que ahora están en Estados Unidos, viviendo el sueño americano, trabajando de jardineros, manejando autos  y comprando cosas para vender.

 

Fotografía Diego Val
Fotografía Diego Val

 

Así, siendo fieles a la tierra que los vio nacer, y a su lugar de origen, no solo los Londoño, sino los Betancurt, los González, y otras familias del sector que están en Estados Unidos, vienen a la vereda los diciembres a repartir regalos a los niños, celebrar los días especiales a lo grande, y a adornar eso viejos caminos que los vio crecer, partir y regresar.   

 

Casa de los Betancurt en Betulia. Fotografía Edgar Linares
Casa de los Betancurt en Betulia. Fotografía Edgar Linares

 

Ahora se sabe que de cada familia que vive en Betulia, por lo menos  hay  3  personas en Estados Unidos. Y por eso en esta vereda de Pereira, se habla inglés y se mueven dólares, gracias a un sueño que nació en el corazón de un padre por ver a sus hijos prosperar sin olvidar la tierrita.

 

Fotografía Diego Val
Fotografía Diego Val

 


 

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