Un fantasma recorre el mundo: el fantasma del desempleo. Millones de personas se hallan cesantes y en confinamiento, a la espera de un auxilio monetario y a la espera de una orden para abrir. ¿Abrir qué? Una puerta que no debería abrirse pronto. No hay sol ni luna allá afuera; o al menos no hay satélite natural que nos proteja: solo discurre, en cámara lenta, una atmósfera viciada, con mascarilla y gel, de desconfianza y control. El gran ojo observa y marca una equis en la cifra consecutiva de un cuadro numérico. El gran hermano ha convertido el planeta en un laboratorio experimental, lleno de dudas y termómetros que miden la ansiedad.
El fantasma es la pura representación universal y gótica de los brazos caídos; es la pura imagen de una factoría multiusos que descubre en su fachada el hongo del deterioro y el abandono, su historia en crisis. Ahora son los brazos caídos, señal de que algo se detuvo justo al borde del precipicio; después serán los vidrios rotos: esa metáfora de la ruina humana, de la vida en colectivo que obliga a invadir, no por mero anarquismo, lo que Proudhon convirtió en consigna: “la propiedad es el robo”.
Mientras esto ocurre y los ministros de hacienda y economía leen a Orwell y Philip K. Dick en ediciones resumidas –urge comprender el comportamiento de los contagiados y asintomáticos, lo cual podría convertirse en una oportunidad de negocio– la vida en casa impone sus rutinas y acelera el nacimiento de espectros y pequeños monstruos que exigen atención: el insomnio, los amigos imaginarios, el hacinamiento, la mugre en la cocina, las varices, las deudas que navegan por la red como meteoritos. ¿Sin empleo somos poca cosa?
La crisis económica se agudiza cada día con la misma intensidad con que crece el número de contagiados y muertos. Son tantas las estadísticas, de salud pública, de cierre de empresas, de consumo de fármacos, de ventiladores, que es fácil confundirlas. Lo único claro es que el índice de capitalización de la bolsa mortuoria, que mide el comportamiento de la vida en las veinte principales ciudades, cada día cierra al alza.
Ante la nueva crisis del capitalismo salvaje y pandémico, vinimos a saber que es igual de valioso para el sistema, el empleado de una panadería que el de una multinacional. No hablamos acá de las diferencias salariales: hablamos de que ambos se valen de su salario para consumir. Si no se consume se rompe la cadena productiva; si no salimos de casa no ampliamos el consumo hacia otros sectores. Si no hay salario no hay cómo hacerse a la mercancía. Y si no se adquiere la mercancía, no hay plusvalía, no hay aura baudeleriana. Marx y Engels pensaron en esa serie para entender el nuevo modo de producción de la era industrial y convirtieron esa verdad en un derrotero político. A su manera, El Capital de Marx prefigura el manifiesto del Unabomber Ted Kaczynski, La sociedad industrial y su futuro.
No es solo el fantasma de los brazos caídos el que nos ronda. Más bien, ahora que el mundo está detenido y aceptamos guardarnos por físico miedo, sin comprender del todo lo que pasa más allá de las Unidades de Cuidados Intensivos, otro fantasma Gasparín recorre el mundo: el fantasma del totalitarismo. Sabe actuar y es silencioso. Al comienzo no produce pánico, porque impone con suavidad el orden, la disciplina, la asepsia. Después se desboca y se inclina hacia los extremos. Entiende, como Orwell y K. Dick, que eso de la condición humana también es programable.
Maravilloso . Que agradable espacio para leer a uno de los mejores Maestros de Literatura que he tenido
Muchas gracias Lina Marcela. Hacemos lo que nos gusta y queremos compartirlo con ustedes.