Creo que esta fotografía es tan poderosa porque Edison fue arenero al mismo tiempo que aprendía los rudimentos de la cámara.
Mi compañero Edison Cano iba casi todas las semanas a la misma orilla de la quebrada Dosquebradas, entre el barrio Bombay la avenida, para charlar con sus amigos del sindicato de areneros y balasteros, que son medio centenar de viejos muy viejos, algunos de ellos con sesenta y pico de años sacándole arena a la quebrada.
Muchas tardes Edison agarró la pala para ayudarles a cargar volquetas con piedra y gravilla que los constructores compran a los areneros a precios irrisorios en las playas, y otras tantas comió de sus fiambres grasientos aún calientes en tarros de plástico y bebió de sus aguapanelas con limón vueltas a envasar en botellas de gaseosa de litro, contando chistes en una choza de cañas bravas en la orilla del agua pestilente, y también a veces -algunas veces- les hacía fotografías.
Aprendió el oficio. Conocía los movimientos apropiados del cajón y la zaranda para separar la arena de la gravilla y a esta de las rocas más grandes, calculaba a ojo los metros cúbicos de “piedra de mano” o de “piedra hueso” que se arrumaban en un barranco, sabía cuándo subían los precios a causa del invierno y las inundaciones, o cuándo bajaban por la sequía, que además pone la quebrada a oler peor que las cañerías taponadas de mierda.
Y una tarde entre tantas, cuando dos viejos balasteros acarreaban un cajón repleto de arena mojada, disparó la cámara. Lo que vio después fue esta foto que tituló “Cada día”, con la que ganó un premio en Bogotá.
El ímpetu de las nubes levantándose, prometiendo tempestad, la textura de los montones de piedra, revelan un mundo brusco, inacabado, un mundo que remite a la épica de la creación, como si la quebrada fuera la cantera originaria donde algún Dios cruel forja el mundo con materiales primarios: luz, agua, piedra. La fotografía, que es bella porque combina esa estética del barroco más tenebrista con la exaltación del trabajo material tosco, una épica del sufrimiento al mejor estilo de Guayasamín o Portinari, ofrece otra vez aquel motivo antiguo presente en las mitologías; los hombres fruncidos de dolor y fatiga, arrojados a su suerte entre los elementos desatados. La tempestad se cierne sobre sus cabezas. Una escena que condensa décadas de sudor y esfuerzo alzando la pala, amontonando rocas y gravas mientras la quebrada corre impasible.
Creo que esta fotografía es tan poderosa porque Edison fue arenero al mismo tiempo que aprendía los rudimentos de la cámara. Cada día, uno tras otro, probó la arena con sudor, la piedra con la tormenta, el agua con el tiempo, y supo ponerlo todo en una sola fracción de segundo que contiene la revelación en la mitad de la faena.
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