Hoy, este tipo de barrios, que antaño fueron urbanísticamente los más apreciados por la ciudadanía, se debaten entre el aprecio que sus habitantes sienten por sus muchas virtudes, y sus desgracias, entre ellas, el tráfico vehicular y el indebido parqueo.
Fotografías: Diego Val
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En los recorridos que hacemos por los barrios de Pereira y Dosquebradas, con el portal web de historias lacebraquehabla.com, encontramos siempre muchas sorpresas.
Recientemente estuvimos de visita en el tradicional barrio Los Alamos de la ciudad de Pereira. Y aunque debemos volver porque son muchos las historias a abordar en cada lugar, hay un aspecto que me lleva a la reflexión sobre este último recorrido.
La forma de vivir a finales del siglo pasado cambió. Por la inseguridad, por los altos costos de prediales y servicios públicos, y otras razones, muchos de quienes habitábamos este barrio migramos hacia los condominios cerrados en el área de Cerritos.
Es evidente que son mejores las ciudades donde el urbanismo se desarrolla de puerta a la calle, sin barreras, porterías o murallas, que impidan el libre acceso a las zonas comunes y a las mismas residencias.
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Pero, resistir en medio de la inseguridad es un acto de fe.
Muchos lo hacen y continúan habitando sus casas de siempre. Otros han sido víctimas de repetidos asaltos que han llegado a comprometer de manera seria su seguridad física y su estabilidad emocional. Amarrados, injuriados y amenazados, decidieron, muchos, partir hacia otros sectores que les ofrecieran mejores condiciones.
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Hoy, este tipo de barrios, que antaño fueron urbanísticamente los más apreciados por la ciudadanía, se debaten entre el aprecio que sus habitantes (los que persisten) sienten por sus muchas virtudes (cercanía, un buen urbanismo –aunque algo deteriorado-, sus corredores ambientales que le brindan al lugar su frescura característica, sus vistas a la cordillera y hacia el occidente –en razón a que está ubicado un poco más alto que el resto de la ciudad-, etc.) y sus desgracias. Una de ellas, el tráfico vehicular y el indebido parqueo.
Los Alamos fue un barrio que inició su construcción a mediados del siglo pasado como COHAPRO (Cooperativa de Habitación para Profesionales), y cuyos habitantes, herederos de la modernidad y la idea de progreso, miraron siempre a su vecino más próximo, la Universidad Tecnológica de Pereira, con expectativa y admiración.
Es decir, en cercanías a su lugar de habitación pululaba algo, un embrión que todos quisieron ver crecer, y fueron muchas las relaciones tejidas entre los habitantes del barrio y esta institución.
Hoy, la Universidad ejerce una supremacía sobre el territorio que lo deteriora, por lo menos al barrio Los Alamos. Este deterioro acelerado es y no es responsabilidad directa de esta entidad. Es cierto que ella no es autoridad de transporte y que no tiene bajo su cargo el mandato de regular el tráfico.
Pero, es indiscutible que la cantidad de vehículos, muchos de ellos de servicio público, que circulan diariamente por las calles de lo que antaño fuera un tranquilo barrio de residencia, altera drásticamente su entorno y lo somete a presiones inadecuadas.
Además, que no existe malla vial suficiente para albergar el tráfico tan intenso que circula todos los días hacia este centro educativo. Para no hablar del indebido parqueo, que es notorio en cercanías, por ejemplo, al denominado bloque L (área de posgrados, la sede de lo que antaño fue el colegio Liceo Pereira).
La ocupación indebida del perfil vial, por vehículos de todo tipo, no es, sin embargo, patrimonio exclusivo de la UTP. Son muchos los establecimientos que, instalados en viejas casas de habitación, usan la calle para el estacionamiento de sus clientes.
Esto debido a que Los Alamos está compuesto actualmente por una mezcla de comercio y residencias (algunas pocas casas en donde moradores de toda la vida resisten los embates del crecimiento de la ciudad, y muchos edificios de habitación que suman a las dificultades de movilidad, precariedad de espacio público y equipamientos).
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Hoy, la Alcaldía realiza una buena intervención en las vías. Una de fondo, levantando viejas carpetas asfálticas que ya estaban más que deterioradas, y reemplazándolas por nuevas, supongo, reforzando la estructura de la vía donde haga falta.
En cuanto al patrimonio arquitectónico, el barrio fue desarrollado por profesionales que, a partir de los años cincuenta del siglo XX encontraron allí un lugar propicio para iniciar sus vidas de familia. Muchos de los hijos de quienes fueron a vivir a esta parcelación nos conocemos de toda la vida, y compartimos las vivencias, desgracias y alegrías que nos fue trayendo la vida.
La arquitectura se respetaba como una profesión liberal, y varios de los habitantes del barrio eran arquitectos. Es el caso de Gustavo Villegas Campo, Guillermo Guzmán. Las viviendas diseñadas por ellos, así como por otro gran arquitecto pereirano, Hernán Ramírez, figuran entre las construcciones más destacadas de esta época en la ciudad.
Hoy día, sobre todo en la parte baja del barrio, aquella más pegada a la cuenca de la quebrada La Dulcera, aún se conservan muchas de estas maravillosas residencias. Su tipología evoca la arquitectura moderna de los años cincuenta al setenta del siglo XX.
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Son inconfundibles con sus losas vaciadas en concreto, sus columnas curvas, escaleras en voladizo, y los muros hechos a partir de “calados”, que permitían la libre circulación del aire. Jardineras interiores, uso de Cristanac en las fachadas y los baños, balcones, terrazas, concretos a la vista, entre otros aspectos característicos de este tipo de arquitectura, hacen de este barrio una joya que debería ser preservada.
No conozco a ciencia cierta si algunas de estas maravillosas viviendas están incluidas en el listado de bienes de patrimonio arquitectónico, pero seguro que varias debería ser parte de este inventario pues, aunque constituye un patrimonio reciente, está siendo destrozado a grandes velocidades.
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Con la huida de sus residentes y la migración de las viviendas al comercio, su concepción como lugar residencial se debilita y las rentas migran de las construcciones al suelo.
Así que, hoy día, es mucho más rentable vender las antiguas viviendas para desarrollar allí edificios, densificar de manera importante el sector (sin que se aumente o se vea cómo pueda incrementarse la capacidad en servicios públicos, equipamientos, vías y espacio público), y destruir, de paso, la memoria de la que constituyó una manera de habitar muy distintiva de una época: toda la segunda mitad del siglo XX.
Todavía recuerdo cómo los alumbrados navideños del barrio eran los más visitados de la ciudad. Las vecinas se reunían con mucha anticipación a diseñar y fabricar sus propuestas para realizar la decoración de fin de año.
Los resultados eran majestuosos, del nivel de los que hoy pueden visitarse en municipios turísticos como Filandia y Quimbaya (Quindío). De esa tradición, hoy, solo resta un pálido reflejo. Porque ya no hay vecindad. El sector se volvió otra cosa, y las viejas épocas de ir a la tienda de barrio en bicicleta a comprar un confite quedaron en el olvido.
Yo fui una niña que patinó las calles del barrio, que paseó a su Setter Irlandés por esos andenes, que fui llevada por mis hermanos mayores a la tienda de Doña Nidia a comprar dulces, y luego, cuando recién iniciaba mi adolescencia, llevé también a mis sobrinos mayores Camilo, Manuel y Alejandro, a caminar sus primeros pasos montados en los bordillos de los antejardines, a los juegos del jardín.
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Y luego, cuando aún vivía mi madre en su casa de siempre, lo hice con mi hijo mayor. Lo llevaba a dar maíz a las palomas en el parque y a que las correteara en la despreocupación propia de sus primeros días.
Mis padres se fueron de este mundo, y en donde fue mi casa hoy se yergue un alto edificio de apartamentos. Recorrí las calles y tuve la memoria de los andenes, de las hojas de los árboles y del silencio que me acompañaron hasta que me hice una mujer adulta.
Recordé cómo, en las noches frescas, me acompañaba el canto de los búhos y pude sentir la tranquilidad que tuve al vivir en un lugar pleno de urbanismo.
El urbanismo no es accesorio. Configura el mundo de quien lo habita.
Por ello, ojalá nuestras ciudades pudieran retornar al desarrollo en barrios abiertos, de puerta a la calle, ordenados y dotados de una buena infraestructura.
La vida de cada niño que respira el aire puro de los bosques cercanos, que puede ir, incluso, al río, como nosotros fuimos tantas veces a bañarnos en el Consota, que tiene el privilegio del silencio y del sonido de la naturaleza como sus principales compañeros.
Esa vida sería tranquila y permanecería como un tesoro al que siempre se podrá retornar, sobre todo en los momentos más oscuros que trae consigo toda existencia.