Duraznos con sabor a valle

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El valle es sinónimo de durazno. Y Cochabamba es sinónimo de valle. Por algo, los del interior llaman a su capital, la Ciudad del Valle. Los durazneros se cultivan en todo el país, en cualquier sitio de clima templado


 

Yo como niño en juguetería. Así me sentí hace un par de semanas cuando visité la Feria del Productor al Consumidor.

Toldillos protegían las interminables cajas de madera rebosantes de fruta. Todas las variedades que podía reconocer y mucho más. En cuanto me asomaba a un puesto, las cholitas amables me ofrecían uno como anzuelo: probá, caserito.

 

Forma en que es comercializado al mayoreo, en cajas de madera. Foto por José Crespo Arteaga

 

Y comenzaba mi ritual de acariciar su fina piel (color melocotón, dicen) y comprobar su aterciopelada redondez.

Luego, tal cual movido por impulsos primitivos, me los acercaba a la nariz para perderme en su fragancia. Respirar hondo y sentir el olor de las huertas que visitábamos a escondidas siendo críos. Naturalmente, el durazno era nuestro principal botín, que aun sin madurar del todo, colmaba los bolsillos de nuestros raídos pantalones, raídos por tantas aventuras.

Si Dios me diera a elegir con qué fruta quedarme como única concesión, sería el durazno. No creo que haya fruta más atractiva en medio del follaje: uno ve los durazneros en fila, de copas tupidas y verdeando como esmeraldas a la luz del sol, y en medio de todo ese verdor sobresalen sus frutos de oro, de rojos jaspes, incitando a comérselos con la vista.

 

Durazno. Foto por José Crespo Arteaga

 

Todo el árbol es en sí una joya, una obra maestra de la naturaleza, una perfecta sincronía de colores que rompe la monotonía de la tierra. Cuando nos llevamos el fruto a la boca y sentimos ese pequeño chasquido no hay instante que se le compare. De un mordisco arrancamos esa pulpa jugosa y es como si la savia de la vida corriera por nuestras entrañas.

La mayor cosecha de duraznos coincide habitualmente con los carnavales. Todo el país se ve inundado de parafernalia carnavalera y, cómo no, de abundante fruta de temporada. El puchero es la comida tradicional de estas festividades y el durazno es como la guinda del pastel, corona con todo su misk’i  (dulzor) un buen plato de puchero.

Desde luego, que estos días no paro de comer duraznos. En la mañana, picados con yogur; después del almuerzo a modo de postre, tanto es mi vicio que formo verdaderas montañas de cáscaras en el platillo. Por si fuera poco, en las noches nunca falta una compota (con canela y clavo de olor) refrigerada para combatir el calor.

Y con qué deleite voy probando las distintas variedades, cada cual con su toque de sabor.

El valle es sinónimo de durazno. Y Cochabamba es sinónimo de valle. Por algo, los del interior llaman a su capital, la Ciudad del Valle. Los durazneros se cultivan en todo el país, en cualquier sitio de clima templado.

En el valle florido de Tarija, en las tierras rojizas de Tupiza (Potosí), en los valles chuquisaqueños, en las tierras de Vallegrande y otros municipios cruceños, en las huertas paceñas de Luribay, en fin. Sin embargo, el valle cochabambino se ha ganado a pulso como el paraíso del durazno, por razones topográficas y culturales.

 

Afiches de las distintas ferias, desde luego no puede faltar la cholita cochabambina. Foto por José Crespo Arteaga

 

Como buenos cochabambinos –grandes cultores del buen comer y de la envidia malsana-, todos los pueblos vallunos reclaman para sí la cuna del mejor durazno. De entre estos, el municipio de San Benito es el más famoso de todos, porque, aseguran sus promotores, produce el mejor durazno del continente y quizá del mundo.

Mientras los sambeniteños se miran el ombligo, el resto se ha puesto a trabajar con ahínco para pisarle los talones. Municipios como Arbieto, Tarata, Capinota, Mizque, Cliza, Pocona, etc., paulatinamente empiezan a llegar a los mercados de la ciudad con sus cosechas respectivas.

Entretanto, solacémonos con esas variedades que indiscutiblemente tienen sabor a valle.

Comienzo por los más dulces y jugosos, cierto los de San Benito; pero también hay para degustar los harinosos blancos de partir, los gigantes amarillos con toque ligeramente ácido, los de pulpa rojiza, los inmaculados “almendras” de sazón delicada, los “criollitos” de pinta fea pero sabrosos en compota.

 

Foto por José Crespo Arteaga

 

Pero entre todos estos manjares sazonados por el sol, hace mucha falta aquella variedad que en mi niñez era mi favorita: más que fraganciosos duraznos de piel blanquecina, con jaspes rojizos, y cuya pulpa de color crema era terriblemente adictiva. ¿Qué fue de los “ulincates”, que ya no los veo?

P.S. Naturalmente, no puede faltar el trasfondo musical para alegrar la ocasión, mientras prosigue el carnaval.

 

 

Bitácora del Gastronauta. Un viaje por los sabores, aromas y otros amores

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