Germán Gómez Botero decidió un día armarse hasta los dientes. Pero tranquilos: el hombre no siguió el mal ejemplo de quienes han sembrado de sangre y horror los caminos de Colombia. Sus armas son otras: se trata de un cargamento de flautas que distribuyó entre un grupo de habitantes de La Bocana, cerca de Buenaventura, ese puerto arrasado por nuevas y despiadadas formas de barbarie.
Después de un lustro, acabo de recibir noticias suyas. Me las trajo un Andrés Botero, periodista de radio, poseído todavía por los fulgores de las playas de Arboletes, un rincón de Antioquia ubicado frente al mar Caribe.
Dice que se lo encontró de golpe, paseando sin prisas como un viejo trovador entre la multitud llegada a principios de enero desde muchos rincones de Colombia.
Les hablo de Germán Gómez Botero, uno de esos seres anónimos tocados con la gracia de iluminar a su paso la vida de quienes tienen la fortuna de cruzarse en su camino.
Me encuentro entre esos privilegiados.
Y la gracia, los dones del cielo, no precisan de explicación.
Simplemente acontecen y ya.
Ese don lo llevó a materializar su viejo anhelo de refugiarse en el puerto de La Bocana.
Mientras en los mitos griegos Neptuno es el rey del mar, en el Pacífico colombiano reinan la miseria y el abandono, como puede constatarlo quien se aventure por esas costas, donde el contraste entre la belleza de los paisajes y las carencias de la gente no puede ser más visible.
Pensando en estas últimas, Germán Gómez Botero decidió un día armarse hasta los dientes. Pero tranquilos: el hombre no siguió el mal ejemplo de quienes han sembrado de sangre y horror los caminos de Colombia. Sus armas son otras: se trata de un cargamento de flautas que distribuyó entre un grupo de habitantes de La Bocana, cerca de Buenaventura, ese puerto arrasado por nuevas y despiadadas formas de barbarie.
No contento con eso, Germán destinó una parte de su pensión de empleado público al pago de un profesor enfocado a potenciar las innatas facultades rítmicas y musicales de los habitantes de ese sector del país.
Sí, es un lugar común, pero qué le hacemos si los nacidos en la costa pacífica y en las selvas del Chocó profundo llevan la música en la sangre: es su principal escudo contra el infortunio.
Por puro y espontáneo espíritu de solidaridad Germán hizo lo que es obligación del Estado y de las empresas y personas que se han enriquecido con los al parecer inagotables recursos de la zona: tejer lazos comunitarios a partir del aprovechamiento de la capacidad creadora de la gente.
No por casualidad, esta es la tierra de Petronio Álvarez, ese músico dotado de un talento casi sobrenatural para convertir en ritmo y poesía las alegrías y las penas de sus paisanos.
Al principio Germán empezó con escepticismo, pero muy pronto entendió que el número de instrumentos se había quedado corto. Los beneficiarios no solo los hicieron suyos sino que empezaron a invitar a los vecinos. Se formó así una especie de oleada que lo tiene en este momento pensando en nuevas formas del rebusque para alimentar su obsesión en ese rincón de la tierra ubicado en el que los primeros cronistas rebautizaron como “El mar de Balboa”, vaticinando así un futuro de saqueos y oprobios que continúa hasta hoy.
El de Germán Gómez y la música es un amor de vieja data. En sus tiempos como funcionario de la biblioteca pública “Ramón Correa Mejia” ya andaba con una guitarra enamoradiza que ayudó a tejer más de un romance al ritmo de tonadas de Juan Pardo, Facundo Cabral, Piero o Joan Manuel Serrat.
Más tarde le dio por el saxofón y consagró noches enteras como vigilante en el teatro Santiago Londoño a perfeccionarse en la interpretación de ese instrumento que, según algunos mitógrafos, fue inventado por el mismísimo Eros en persona.
El caso de Germán debería servir como ejemplo real de que la esperanza es posible y que la música constituye una opción de paz y convivencia, en un país donde estas últimas son reducidas muchas veces a simple retórica electoral para disfrazar intereses de poder. No por nada este hombre simple y bueno tiene bastante experiencia en esas lides. Con un desinterés inaudito en estos tiempos obró a modo de Cupido bohemio, propiciando amoríos ajenos con unas tarjetas elaboradas en la técnica del origami que los aprendices de seductores supimos aprovechar, mientras él se replegaba en su sabia condición de espectador feliz de las dichas ajenas.
Ahora vuelve a hacer lo mismo, pero con instrumentos musicales. Quizás le falte una marimba, ese instrumento que parece resumir los fogosos y melódicos encuentros entre el mar y la selva. Ya encontrará los recursos para hacerse con ella, tal como le sucedió con la colección de flautas.
La suya es una manera de estar vivo. Un punto de fuga que se alza como opción real frente a la terrible certeza de que en las ciudades ya solo hay sitio para el mercado y su particular manera de vaciar de sentido al tiempo, mutilando de paso a los hombres.
“El tiempo. El tiempo muerto y podrido” de las ciudades del que hablara Podsnichev, el amargo personaje de Tolstoi en su novela Sonata a Kreutzer, recobra vida y color a ritmo de flautas en esta aventura emprendida por Germán al comienzo de la parte más cierta de su existencia, descubierta al fin frente al mar.
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Excelente. Buen reportaje. Tengo el honor de conocer a Germán y sé que su propósito broma en la oscuridad.