Hace casi un año, al comienzo de la pandemia de la Covid-19, el papa Francisco pronunció en una de sus homilías una frase tan ambigua como efectista. “En este momento difícil de aguas turbulentas, todos vamos en la misma barca de hijos de Dios”.
La frase suena bonita y sugestiva por la razón más simple de todas: porque no es verdad. Nunca hemos navegado en la misma barca, y menos ahora. En realidad, con crisis o sin ella, unos van en yates de lujo, otros en embarcaciones comunes y corrientes, otros en frágiles chalupas, al tiempo que millones tienen que nadar a brazada limpia en su intento de alcanzar la otra orilla.
Quizá la imagen de esos grupos de africanos desesperados y hambrientos que intentan cruzar el Mediterráneo para alcanzar la tierra de promisión resuma mejor el estado de cosas. A menudo, las aguas de ese mar mitológico acaban por tragarse el resto de sus esperanzas.
Nadie le quita al papa sus buenas intenciones, lo que no impide sacar a la luz su miopía política. Al menos eso es lo que ha desnudado la pandemia en su paciente labor de cada día: las ominosas desigualdades que se expresan en sistemas de salud precarios, cuando no inexistentes; en millones de personas que viven hacinadas en tugurios, en Villas miseria, en inquilinatos o en Favelas, nombres con los que conocemos en América a esos asentamientos urbanos donde la gente oficia cada día el milagro de la supervivencia… si no muere asesinada en un callejón a manos del prójimo.
Porque es allí, donde reinan el hambre y la desnutrición, donde se ha ensañado el virus, al fin y al cabo otra criatura viviente que lucha por su propio lugar en el mapa de la vida. Familias con el sistema inmune del cuerpo ubicado en los mínimos y viviendo en una habitación insalubre no pueden permitirse el lujo de un tapabocas, de una botella de alcohol, de gel y de todas esas sustancias que invadieron nuestra existencia de ciudadanos atemorizados por la presencia a la vez invisible y contundente de la muerte.
Eso para no hablar del tan citado distanciamiento social, algo imposible para personas amontonadas en una sola habitación. Un simple dato: el cuarto de una casa de estrato seis suele ser más amplio que la vivienda completa de una familia asentada en un sector marginal.
¿Navegarán esas personas en la misma barca imaginada por el papa?
Por supuesto que no, como no lo han hecho nunca a lo largo de existencias enteras. Al fin y al cabo, las clases sociales no las inventó Karl Marx: están ahí, con sus abismos, sus injusticias y sus códigos de exclusión. Las cosas no van a cambiar por la irrupción de un organismo diminuto y letal, tan antiguo como la vida misma.
De hecho, descendemos de esas entidades invisibles.
Ese es el panorama en la primera fase de la pandemia. La de la vacunación no suena más alentadora. Porque los anuncios sobre el desarrollo de vacunas por parte de grandes laboratorios ha resaltado de entrada esas diferencias. En principio, los paises más poderosos se apresuraron a reservar millones de dosis para sus habitantes. Otros en cambio, los últimos de la fila, tendrán que aguardar hasta último momento, mientras su gente se contagia y muere a la espera de un milagro que no llega.
Pero la cadena no termina allí: a su vez, en cada país los privados se quedarán con los mejores lotes y los comercializarán en el mercado, según las implacables lógicas de la oferta y la demanda.
Conozco precedentes en el manejo de la vacuna contra la influenza- otro jugoso negocio-. Uno llama a la entidad de salud a la que se encuentra afiliado y a menudo le responden con una frase que parece una grabación: “ En este momento no tenemos la vacuna que da el gobierno, pero si quiere se la vendemos por el servicio particular”. Acto seguido le sueltan la tarifa.
¿Cómo es posible que no tengan la subsidiada pero si la de tarifa plena? Se pregunta el atribulado ciudadano, metiéndose la mano al bolsillo en busca de algún remanente.
Bueno, preparémonos para lo que va a suceder con buena parte de las vacunas para la Covid-19. Las personas que no quieran o no puedan esperar en la fila eterna de la indolencia oficial y la codicia privada tendrán que recortar el presupuesto para el mercado y arriesgarse al hambre con tal de no morir en el intento.
Después de todo, el virus más antiguo se llama pobreza.