En cada uno de los tres plumones hay historias llenas de solidaridad, hospitalidad y esperanza, protagonizadas por mujeres.
Los tres plumones
Muchos han escuchado hablar del barrio el Plumón, el que queda a un lado del batallón San Mateo. Lo que pocos saben, es que no hay un solo Plumón. Hay tres. El bajo, el medio y el alto. Esta clasificación no tiene nada que ver con la economía o el nivel de vida de sus habitantes. Parece ser más un asunto de ubicación en el espacio. De hecho, es en el Plumón medio en donde hay mejor calidad de vida, mientras que en el alto y en el bajo, se evidencian las condiciones más duras.
En cada uno de los tres plumones hay historias llenas de solidaridad, hospitalidad y esperanza, protagonizadas por mujeres. La primera, es la de “la profesora” que acoge a 13 niños que llegan diariamente a una pequeñísima casa que hace las veces de guardería. La segunda, es la de Doña Rita, una chocoana de pelo blanco que vive al lado de la cancha de fútbol del barrio y que alojó durante días a un niño desplazado; la tercera, es la de Angie, atleta de los 400 metros planos, que hace poco ganó una medalla de bronce en Argentina y cuya madre, ferviente devota de la virgen de Guadalupe, acompaña en sus oraciones. Historias que muestran que los sentimientos más elevados de la condición humana pueden (y suelen) aflorar en medio de la adversidad.
El plumón bajo: mi edad feliz
Django es un pastor alemán cuya ancha cabeza hace pensar que hubo un bóxer en su familia. No se separa de Jeison, el líder barrial que nos acompaña en la búsqueda de “la profesora”. Camina delante de la comitiva, y cada que se encuentra a otros perros los ataca, por lo que Jeison tiene que apretarle el lazo.
-Es muy territorial y se cree el dueño de todo esto, dice Jeison, mientras trata de controlarlo.
Descendemos entre la maleza por un angosto camino de tierra. La vegetación se quiere tomar las casas llenas de colores, muy separadas unas de otras. Hay tramos que son solo bosque y únicamente volviendo la vista hacia arriba, un punto visible de la Avenida 30 de Agosto, nos recuerda que seguimos en Pereira.
-¿Por qué todas las casas son tan coloridas? Pregunté.
-Es un programa de unos muchachos que nos enseñaron a pintar las fachadas. Creo que es para que todo se vea más alegre, contestó Jeison.
Las casas están construidas a partir de madera, plástico, latas de zinc y las lonas de las vallas de los políticos. Algunas son verde limón, otras moradas, otras rojas, todas de colores muy vivos. Las gallinas y los perros se perturban conforme vamos pasando cerca de ellas. La gente se asoma a la ventana, nos ven, y vuelven a entrar.
De repente Django frena en seco. Tropezamos con un despeñadero que da a una quebrada que el camino nunca anuncia. Asomarse marea un poco. El golpe de la quebrada sobre las piedras se escucha desde arriba. Un hombre mayor nos mira desde su casa. Parece divertirse con nuestra inexperiencia para sortear el camino.
Nos encontramos cerca del lugar donde trabaja “la profesora” que es como se le conoce en todo el barrio. Al llegar, una edificación diminuta hecha de guadua, con una puerta blanca de metal en cuya parte superior, hay una cartelera hecha a mano. La cartelera es rosada, con letras de colores y decoradas con escarcha. En el centro de esta, un oso infantil que sonríe, sostiene una bomba de Helio. Parece ser la imagen institucional de la pequeña casa que hace las veces de guardería. Se lee: “Hogar mi edad feliz”.
Es fin de semana por lo que no encontramos niños. Seguimos caminando y a pocos metros de la escuela, al lado del camino de tierra, una fachada colorida sale a nuestro encuentro. Desde una ventana se asoman varios niños. Los perros y algunas gallinas anuncian nuestra llegada y en la morada apacible, comienza a haber movimiento.
-Aquí vive “la profesora”, dice Jeison.
-¡Bueeenas! Es lo único que se nos ocurre decir para anunciar nuestra llegada. Una mujer responde al llamado. Es la hija de “la profesora” y nos dice que ella no está en el momento.
La mujer de pelo largo y alborotado, unos chores negros muy pequeños, al parecer, por su estado agitado, se encontraba aseando la casa y cuidando al recién nacido que con seguridad está dentro del envoltijo de sábanas que sostiene contra su pecho. Por la posición de su mano puede verse que cada uno de sus dedos está tatuado.
Ella se llama Eliana. Nos cuenta, desde el marco de la puerta, que en el hogar Mi edad feliz son atendidos diariamente 13 niños desde las 8 de la mañana hasta las cuatro de la tarde.
-Aquí mi mamá les enseña cosas a los niños y les damos las medias nueves. Como la mayoría nos llegan sin desayuno, las medias nueves son para muchos la primera comida del día. Nos ayuda Bienestar Familiar, y aunque hay un poquito de demora, por lo general las cosas nos llegan.
“La profesora” lleva años educando y recibiendo a varios niños del Plumón en la diminuta casa. Intenta hacer lo mejor que puede con lo que tiene. Es un referente en el barrio y gracias a ella, la niñez de muchos es más amable.
Como al parecer habíamos interrumpido las labores de la casa, decidimos continuar nuestro camino que cada vez se hace más angosto, desemboca en una carretera amplia y destapada que va a dar al Plumón medio.
Arriba, sobre la 30 de agosto, los carros siguen circulando, como en otro mundo.
El Plumón Medio: Doña Rita
En el Plumón Medio la vida continúa bajo un puente que quedó en puntos suspensivos. Sobre las paredes, que en realidad son los cimientos del puente, hay una pintura gigantesca de niños jugando en un parque. Los niños de la pintura ríen, las copas de los árboles parecen nubes verdes, un infante eleva una cometa, hay mariposas gigantescas y un sol sonriente lo contempla todo desde arriba. El río o la quebrada, que en el mundo real son transparentes cuando están limpios y color café con leche cuando están sucios, en estos dibujos suelen pintarse de azul.
Hay otras pinturas bajo el puente. En una de las columnas que lo sostienen, bajo un fondo rosado, alguien dibujó un pájaro negro y gigantesco, al parecer con un pedazo de carbón. Alrededor de este, se lee una invitación a tener sexo con Dios y lo demás es indescifrable. Lo único claro es un símbolo del Deportivo Pereira, hecho también con carbón.
-Ahí, detrás de ese pájaro, mataron a un pelado hace poquito, cuenta alguien del barrio.
Cerca de nosotros, seis niños se congregan en una suerte de pasamanos que simula un automóvil. Juegan y se retan los unos a los otros. Hablamos con Jhoan Estéban, Bryan Steven y Juan David, futbolistas todos. El primero cuenta que hace un año llegó de Armenia con su familia y que es un gran volante derecho; el segundo, solo dice que es el mejor volante del mundo; y el tercero, que viene del Chocó y que es defensa. El fútbol parece importarles mucho. Muy cerca, desde un auto que están reparando, suena esta canción a todo volumen:Oír. Los niños mocosos y simpáticos se cuelgan en los pasamanos mientras hablan con nosotros. Algunos van a la escuela, otros no.
Llegamos a la cancha de fútbol del Plumón Medio. Es de esas canchas de antaño, de tierra y pantanosa en algunas partes debido a las lluvias recientes. Desde esta, que es como una meseta, se aprecia el Plumón Bajo. Al lado, a pocos metros de la cancha, vive Doña Rita. Sobre el tejado de su casa hay varias gallinas y las paredes están cubiertas por una lona de la que se utiliza en las obras civiles. Doña Rita tiene la piel negra y el pelo blanco, corto y crespo, lo que la hace reconocible a lo lejos. Al igual que algunas mujeres que llegan a cierta edad (y este debería ser un tema para una tesis de sociología) tomó la decisión de ponerse vestidos de flores para los días corrientes. Continuamente mira hacia lo lejos, con cierta melancolía, como si un recuerdo la estuviera mirando al otro lado de la cancha.
Aparece un niño de pantalones cortos, zapatos sucios y un balón en la mano. Camina a lo largo de la cancha para hacerse con nosotros. Es Breison, un pequeño que había llegado hace algunos años en los brazos de su madre acompañada de su abuela. Las habían desplazado de Río Sucio y llegaron desesperados a la zona. Doña Rita acogió al niño desconocido en su pequeña casa para que su madre pudiera volver a Río Sucio a buscar qué podía sacar de su antiguo domicilio.
Doña Rita lleva 25 años en el Barrio. Encarna la solidaridad de otros tiempos. Aquella que se brinda entre seres humanos y que no está condicionada por un voto, un puesto en el gobierno o cualquier otro tipo de sometimiento. Es el tipo de solidaridad que va desapareciendo conforme crecen las ciudades en las que los vecinos son anónimos.
Culminada nuestra visita, Doña Rita ingresa a su casa y las gallinas, obedientes y en fila, como hipnotizadas, van tras ella. Arriba, sobre nuestras cabezas, los carros siguen circulando.
Plumón alto: el segundo aire de Angie
Todo en el Plumón son puntos suspensivos. El gran puente que les pasa por encima, un sendero peatonal que solo tiene dos metros, las casas a medio hacer y muchas vidas inconclusas por el desplazamiento.
La entrada al Plumón Alto es también un monumento colorido a las cosas sin terminar. Sobre los restos de un puente que nunca se desmontó del todo, una casa en el aire, de paredes rojas, forma un arco por donde se ingresa a un camino con sembrados de plátano.
Luego están las casas de madera. Como es sábado, muchos parecen pasar el tiempo sentados al lado de la puerta y escuchando música a alto volumen. Otros solo ignoran a los extraños que pasan por allí. Por ahí se llega a la cancha de fútbol que a su vez es lugar de tertulias. No se juega un solo partido, se juegan muchos al tiempo. Hay casas ubicadas en donde irían las tribunas. A una se le agrietó la pared, pero sus moradores las taparon con un gran pasacalle en el que se ve la cara de un senador conservador que seguramente los visitó en elecciones.
-Bueno, al final para algo sirvió ese señor, comentó alguien.
Después de atravesar la cancha, llegamos a una suerte de caseta de reuniones que parece una iglesia o una tienda apache, dependiendo de desde dónde se mire. Allí, nos encontramos a un niño que sostiene una pelota. Le preguntamos si sabe en dónde vive Angie, la deportista…
-Yo sí sé. Venga los llevo, nos responde el niño que caminaba con aire compadrón. Se llama Fabio.
Atravesamos un laberinto de casas hasta llegar a unas escaleras de tierra.
-Aquí es donde vive Angie, nos dice Fabio con propiedad.
Pero Angie no se encuentra en el momento. Nos recibe su madre, se llama Adriana. Mide alrededor de 1,60 centímetros y tiene una sonrisa permanente en el rostro. Se ve muy joven para tener 4 hijas adolescentes. (Yaris Adriana, María de los Ángeles, Yeimy Julieta y por supuesto Angie Melissa Palacios, nuestra deportista) Hace 5 años las desplazaron de Santa Cecilia y después de Puerto Caldas.
En la casa, estamos sentados en sofás de varios estilos. Adriana comienza diciéndonos que entrar los muebles a la casa fue muy complicado, pues generó mucha antipatía con los vecinos.
-Mire, entre los negros deberíamos ser más solidarios. Algunos cuando vieron que conseguimos los muebles, dijeron: ¡Ah! Estas deben ser ricas, ¿qué hacen viviendo aquí?, comenta Adriana.
En la sala de su casa hay una mesa en la que sobresale una estatua de la virgen de Guadalupe que tiene el tamaño de un premio Oscar. En el suelo, un gran velón que Adriana le prende a sus hijas cada vez que necesita que les vaya bien. Adriana está convencida de que el destino está escrito en alguna parte. Tiene la certeza de que, en algún momento, su situación y la de sus cuatro hijas será mucho mejor.
Adriana se dedica al aseo y cuidado de un niño en una casa en Cerritos, comenta que sus patrones son muy especiales con ella y que durante años tuvo que hacer de tres a cuatro turnos seguidos en un restaurante para poder llevar mercado a la casa. Nos dijo también que jugaba el chance con el número de la tumba de un ser querido, que es el 3528, y ha ganado.
Mientras esperábamos a Angie, quisimos conocer el álbum de fotos de cuando era pequeña. Pero Adriana nos respondió:
-No es posible. El álbum y las demás cosas quedaron en la casa de donde nos desplazaron. Uno tiene que dejarlo todo allá. Hasta los recuerdos.
El día que Angie ganó medalla de bronce en el Campeonato Suramericano de Atletismo Sub 18, en Argentina, en la prueba de los 400 metros planos, con una marca de 56’’13, su madre se encontraba trabajando y no la pudo ver. Es que tampoco la llevan a las competencias de su hija.
Por fin llega Angie. Venía a prisa, estaba entrenando en la UTP. Lleva una sudadera gris y una blusa rosada. Es espigada y el sudor aún le recorre las trenzas.
Angie entrena todos los días y nos cuenta que a veces celebra sus victorias bailando. Otras competidoras lo han tomado a mal, como una provocación, pero ella dice que lo hace de modo muy natural, porque está contenta. Le gusta mucho el baile, sus movimientos para narrar su historia lo confirman. Y su mamá sentencia:
-A ella le gusta mucho bailar, pero no sale a rumbear con nadie, porque está muy concentrada en sus entrenamientos.
Para Angie lo que quedó atrás no parece tan importante. Como en las carreras solo está concentrada en el carril que tiende delante de sí. Confiesa que lo suyo no es el arranque sino los remates. Cuando ya ha transcurrido algo de la carrera, cuando el resto de atletas están a tope, Angie acelera la marcha, a lo Usain Bolt. Asegura que en el 2020 irá a los juegos olímpicos de Tokio. Su madre sabe que lo va a lograr y a estas alturas, nosotros también.
Y así, en una casa hecha de madera, zinc y lona, convive Angie. Conversadora, bella, alegre. Una de las atletas colombianas con mayor proyección. De larga talla, que emplea no solo para correr, sino para ir a entrenar porque nadie la ha facilitado los pasajes del sistema de transporte y debe hacer largos recorridos. A escasos 50 metros, debajo de la avenida 30 de agosto por donde circulan miles de carros a diario, avanzan la vida y los sueños de una campeona mundial del atletismo.