Un nuevo clavicémbalo alza el vuelo en el taller de un artesano que no vive en este siglo.
Las orejas de Jean Philippe Rameau son sensibles y elásticas. Cobran vida cuando hay música barroca. Los sonidos lo levantan del rincón donde dormita, lo obligan a moverse por maderas onduladas para acodarse luego, complacido y distante, muy cerca del teclado. Sus ojos abisinios parecen reprochar los largos días silenciosos, las eternas jornadas en que el hombre y la mujer se marchan al taller. Mira y escucha como un dios difícil de complacer.
La mujer tiene movimientos de felino. Es leve y serena. Sonríe y juzga al mundo con ojos muy oscuros. Cuando están en el taller, parece un emisario o una réplica de Jean Philippe Rameau. El hombre es como un niño engrandecido. Lleva pantalón corto y un gesto de asombro que no le abandona el rostro. Aún no sabe si gritar de la alegría o llorar desconsolado. El último clavicémbalo está listo y acaba de recibir la llamada que no quería recibir: la del cliente que pasará a recogerlo.
Nueve meses lleva conviviendo con su último juguete. Ha recogido bosques para unirlos en un solo instrumento, ha procesado huesos de olores ofensivos, ha cortado, ha pegado, ha medido, ha pintado, ha probado, ha sentido, ha soñado y al final ha logrado revivir un milagro que ocurrió hace tres siglos.
“Bach tocó uno como este”, dice. “Los clavicémbalos alemanes son los más elaborados. Había hecho franceses e italianos, pero me faltaba uno como este”.
Todo empezó cuando el hombre tenía diez años y escuchó a Bach. No ha dejado de delirar por la fiebre que lo invadió en ese momento. Se metió a clases de piano y allí conoció a la mujer que es su ángel guardián. Cuando terminó el bachillerato decidió viajar a Boston a estudiar Tecnología de pianos. Su padre le decía que ese trabajo no servía para nada, pero él no le hizo caso. Pronto estaba reparando pianos y aprendiendo un oficio que en el mundo ejercen menos de cien personas. Cuando habla parece en trance. La mujer dice que, a diferencia de otros genios, es tranquilo. “Cuando está construyendo un clavicémbalo es sereno. Trabaja horas y horas sin descanso”.
Si uno quiere que el hombre se impaciente, puede preguntarle por Bach. Se rasca la cabeza, levanta la mirada y al final se resigna a explicar que ha sido lo más grande. “Hizo lo que había que hacer. No ha habido otro músico como él en la historia de la humanidad”. Para ilustrar lo que dice, inventa una melodía que podría ser la obra maestra de nuestro tiempo. Luego toca algo de Bach y el universo todo parece detenerse. “La música moderna no tiene ningún misterio. Es pobre, facilista, no es tonal. Nadie se da cuenta cuando uno se equivoca. Pero con Bach, cualquier error se nota”. Dice que Bach debía tener las manos muy grandes porque sus intervalos requieren teclas muy separadas. Cuenta, como si lo hubiera visto, que sus dedos parecían no levantarse del teclado y que sus pies se movían en los pedales como si fueran manos.
La llegada de un amigo le da pie para volver a destacar las pequeñas maravillas del milagro que acaba de construir: los huesos de vaca que ahora cantan en las teclas blancas, los salteadores y lengüetas marcados cada uno con su nombre y diseñados con precisión maniática, las cuerdas de diámetros finísimos. Explica el toque individual que significa la pintura bajo las cuerdas.
Muestra uno a uno los tipos de madera en cada parte del instrumento: el ébano de las teclas, el cedro de la tapa, el guayacán, la caoba, el nogal americano y finlandés, el abeto, el roble, el algarrobo. Señala los sutiles tallados bajo las teclas, para los cuales tuvo que inventar una broca especial.
Cuenta que no usó ni clavos ni tornillos, solo pega, y que en el interior del instrumento pone su firma y, en ocasiones, mensajes que “serán leídos dentro de ciento cincuenta años”. Al final, señala dos nudos simétricos en la madera frente al teclado y dice con orgullo: “Son ojos de gato”.
La mujer mira y sonríe con ojos oscuros. Más tarde, alejada del taller, hablará del talento de su esposo para cocinar y dirá que ya es hora de tomar unas vacaciones en las montañas o en el mar. Convencida de que la belleza viene de algún lado, contará que el hombre es ateo y que unas tías le han dicho que ofrezca a Dios lo que hace su marido. Al final, hablará con deleite de Jean Philippe Rameau, de sus orejas sensibles, de los gestos complacidos de ese “animal perfecto”, y en su forma de contarlo uno puede imaginar a esa deidad que estira el lomo, que se aleja estremecida con la música barroca en sus nervios de felino.
*Texto publicado originalmente en Vivir en El Poblado.