De ver pasar: Milagro en la calle

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Segunda entrega dominical de Rigoberto Gil sobre imágenes que están: De ver pasar


 

¿Por qué una aparición, un milagro? Porque no sucede todos los días y cada día trae su propio afán. Puede que los domingos, como lo supo el poeta que parecía un caballo, amanezcamos lúbricos, lúbricos y pongamos la mano en el lugar adecuado. Tal vez el miércoles despertemos sórdidos, sórdidos, con el deseo de convertirnos en el lobo solitario de un colegio en recreo. A lo mejor el jueves nos sintamos plácidos, plácidos a eso de las tres de la tarde, cuando recibamos la llamada de un antiguo enemigo, derrotado. Pero quizá el milagro suceda al mediodía de un martes luminoso, oh, tierra, un martes en que discurren vientos ineluctables, un martes en que el milagro ya nadie lo puede detener. Como este que revela la imagen.

 

 

Todo sucedió de un modo inesperado, como es propio del milagro. Todo empezó en el momento en que esa pareja mayor decidió cambiar de casa. Querían una más pequeña y ubicada en otro barrio, ahora que sus hijos se habían ido. Es natural que se vayan, pensó ella, “Tal vez bajo otro cielo la Gloria nos sonría”, dijo, enigmática, mientras le quitaba el polvo a la imagen venerada en su altar sagrado y él, su hombre, marcaba el 3117608244. Necesitaban contratar un acarreo, trasladar unos bártulos, darle sentido a su vida de pareja en otro lugar. ¿Por qué hablas de bártulos? Interrogó ella, fastidiada. ¿Qué es eso? Pues enseres, mujer, cachivaches. Ella lo reprimió: nada de bártulos, llamemos a las cosas por su nombre. No necesitamos de bártulos ni de cachivaches. De aquí solo nos la llevaremos a ELLA, lo dijo con inusitada firmeza y en mayúscula sostenida. Él la miró perplejo; nunca le había respondido así: “ELLA proveerá lo demás. ¿No entiendes que la vida es clara, undívaga, y abierta como un mar?”, recitó-interrogó, mientras se persignaba y hundía sus ojos en el horizonte azul en el que ELLA tomaba distancia de los mortales con sus ojos clavados en el piso. Perplejo, obnubilado por el acto sublime y rebelde de su dama, el hombre supo que lo mejor era guardar silencio. Esperar.

Ahora están allí, en la calle, cerca de un registro de alcantarilla. El hombre del acarreo llega puntual y es diligente. A la dama le preocupan los detalles del trasteo y por eso decide inspeccionar la camioneta, no sea que todo salga mal en este día, justo cuando “el alma está brotando florestas de ilusión”. El hombre la vigila, quiere preguntarle algo pero teme ser imprudente. Preocupados, sin embargo, por asuntos terrenales, la pareja le da la espalda al milagro. ELLA, imponente en su altura, parece encarnar un leve cambio. Observen la pose de su mano derecha. ¿No es un reclamo acaso, un por qué me descuidan y me rebajan a este nivel de la vida mundana? ELLA lo sabe todo y sabe que en la ciudad hasta ELLA puede ser robada, cambiada de altar. Casos se han visto. En breve el hombre pagará el acarreo “en rútiles monedas tasando el Bien y el Mal”. El milagro se ha hecho humano en el afuera del capitalismo salvaje.

(La Celia, Risaralda, 1966) Ensayista, novelista y profesor universitario. Inició su profesionalización con el título de Licenciado en Español y Comunicación Audiovisual de la Universidad Tecnológica de Pereira. Especialista en Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Caldas

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