“Las manifestaciones artísticas son políticas, porque suponen un desacuerdo, una confrontación con las particiones de la realidad sensible.”
Frase tomada del artículo: Arte y política. Nuevas experiencias estéticas y producción de subjetividades de Ana María Pérez Rubio. Un texto que habla sobre la actual contribución de iniciativas artísticas participativas, desarrolladas en el espacio público y que buscan formas experimentales de socialización.
Sesión para dibujar, pintar, bordar, recortar, mientras se conversa.
La Jam de Dibujo está dirigida a artistas, diseñadores o interesados en explorar los temas que cada semana se propone en la Jam.
“Son sesiones para crear y compartir nuestros procesos y proyectos con el resto de asistentes de forma libre. La intención es aprender e inspirarnos con nuestros compañeros en un ambiente de Taller virtual.
Por eso queremos que vengas a nuestra sesión este viernes, trae los materiales con los que quieras trabajar y si quieres nos cuentas sobre el proyecto en el que estés trabajando.
Urban Sketchers Pereira | REGRESAN PRESENCIAL. Encuentro en el Parque La Paz el sábado 7 de noviembre a las 2 pm.
Las redes sociales para estar en contacto con Urban Sketchers Pereira son:
“Urban Sketchers Pereira es un grupo muy importante para Pereira, no sólo porque agrupa semanalmente personas que quieren compartir un rato dibujando la ciudad y sus alrededores, sino también por su legado de inventario urbanístico dibujado como forma de preservación de la memoria. Su pasión, disciplina, talento, constancia y compañerismo son algunos puntos para resaltar en el grupo”.
Está abierto para todos quienes quieran dibujar, no tienes que ser profesionales.
Para el encuentro de este sábado pueden visitar sus redes sociales o llamar a los siguientes números: 304 566 70 44 / 315 726 93 59
“Devenir impuro” linograbados del seminario de investigación-creación, Maestría en Estética y Creación U.T.P | Del 26 de octubre al 30 de noviembre | Jardín de artista de la Universidad Tecnológica de Pereira: jardindeartista.blogspot.com
Diana Lozano
Sebastián Vargas
Hernán Grajales
Taller de arte Casa Inclinada en la ciudad de Pereira- Colombia
Texto crítico
La energía de un posible principio dinámico en la transformación de la cultura se encuentra en el aparato de producción colectivo. Dicha fábrica de civilización opera en la nueva sociedad a través de la fuerza creadora de la ensoñación, la cual articula de por sí la esperanza, el anhelo y el deseo continuo del mundo como lo conocemos hoy… leer más
Exposición Jam de dibujo en el Museo de Arte de Pereira | Del 30 de octubre al 26 de noviembre
La exposición @jamdedibujo_ hace referencia a un trabajo exploratorio de 17 personas aficionadas, artistas e interesados en el dibujo, quienes han plasmado desde su arte, situaciones, sentimientos y cotidianidades en tiempos de pandemia.
También referencia temas propuestos por artistas invitados nacionales e internacionales que han dado como resultado una muestra muy interesante desde lo íntimo de los hogares de los participantes.
Detalles en las redes de la Jam de dibujo (relacionadas anteriormente).
Lunes con las artes | 9 de noviembre, 2 pm | organiza la Universidad del Valle | Por zoom: https://us02web.zoom.us/j/87448537368 – ID de reunión: 874 4853 7368
El Departamento de Artes Visuales y Estética de la Universidad del Valle invita a su actividad de extensión formativa denominada: “Lunes con las artes”. Se trata de un espacio de diálogo, encuentro e intercambio en torno a las artes visuales que busca promover la participación y el intercambio de conocimientos y saberes de estudiantes, profesores, graduados y profesionales pertenecientes a las distintas comunidades creativas y académicas nacionales e internacionales.
El noveno invitado es el Licenciado en Artes Visuales, graduado de la Universidad del Valle, Maycol Donobal García García. Su charla se titula “Una mirada crítica del artista desde el quehacer político”.
Exposiciones del Museo de Arte de Pereira | Del 30 de octubre del 2020 al 28 de marzo del 2021
‘En este pueblo no hay ladrones’, Exposición colección Museo de Arte de Pereira 1974-2012
Es una adaptación curatorial del cuento corto del colombiano Gabriel García Márquez a través de escenas ilustradas por Saturnino Ramírez a modo de guión gráfico. Por medio de sus composiciones y narrativa visual se le incorpora una selección de obras de la #ColecciónMAP conformando una atmósfera cinematográfica que nos induce a estados emocionales como la ilusión, el desamor, la avaricia, la culpa, la pasión y otras representaciones de la naturaleza humana.
Exposición Indicios de fuga. Graffitti y ate urbano
Exposición colectiva con 22 artistas de la región, exponentes del arte urbano quienes abordan su práctica desde diversas perspectivas que nos hará preguntarnos sobre la paradoja de lo público y lo privado.
Un proyecto del #MAPereira con el apoyo de Khuyay en busca de un espacio de reconocimiento para dilucidar las diferencias, para dialogar y encontrarse alrededor de la creatividad y la libre expresión; un espacio pedagógico-artístico abierto a las posibilidades de la creación en los diferentes medios y formatos, abordando la relación entre lo global-local y lo llamado género urbano.
El teatro ha sobrevivido a todas las calamidades por su espíritu comunitario y libertario. Pero ahora el sector de las artes escénicas y musicales experimenta una crisis. ¿Cómo sobrevivir a este apagón cultural?
El Teatro Real de Madrid en marzo de este año. Crédito Bernat Armangue/Associated Press
MADRID — El 14 de marzo nos confinaron por decreto y mi obra de teatro, Qué locura enamorarme yo de ti, estrenada en una sala de Madrid a fines de enero de este año, que había empezado prometedoramente la temporada con cinco funciones agotadas, tuvo que suspenderse. Nos vimos obligadas a devolver las entradas vendidas sin saber si era su sentencia de muerte o si la pieza que había escrito y que protagonizábamos mi familia y yo, bajo la dirección de Mariana de Althaus, tendría una segunda oportunidad sobre las tablas. La tuvo.
Hace un mes, justo cuando empezaba a pensar que tendría que organizar una función de teatro por Zoom, volvimos al teatro de verdad. No sé cómo lo hicimos. Madrid, ciudad pandémica de España por excelencia, aún supuraba, los rebrotes colmaban los titulares y mientras segregaban barrios enteros, reducían horarios y aforos, cuando ya no lo esperábamos, nos dejaron volver. No hay gobierno, progresista o no, que aguante la decisión de mantener abiertas las salas de apuesta y no los teatros o los parques infantiles. Allí estábamos otra vez, seis meses después levantábamos el telón.
El teatro ha sobrevivido a todos los males y a todas las calamidades, y en cualquier época, por su espíritu comunitario y libertario. Pero si yo, una escritora que apenas incursiona en el teatro, aún no me enderezo del golpe, no imagino de qué manera el sector de las artes escénicas y musicales, que se dedica exclusivamente a producir arte vivo, planea recuperarse de este apagón cultural.
En este tiempo se han sofisticado los formatos para llevar teatro al menos virtualmente a las personas en sus casas, pero aún no se tiene claro cómo funcionar ante este nuevo horizonte lleno de desafíos y vaciado de cuerpos. Para empezar, no se ha inventado la manera de que la nueva normalidad sea sostenible para los trabajadores escénicos, que siguen denunciando la crisis del sector y pensando no solo cuándo sino cómo van a volver, transformados en qué. Son preguntas que muchos artistas, músicos, actores o escritores —que en el mundo precoronavirus íbamos a ferias, festivales y a todos los bolos que cayeran— nos hacemos. La parte de la cultura que es presencial está en crisis.
Qué absurdo “es entregar el alma ante un teatro vacío”, pensaban hace unos meses las directoras españolas de Teatro en Vilo, Andrea Jiménez y Noemí Rodríguez. Ellas finalmente decidieron “entregar el alma” en la obra en streamingLa distancia para el Centro Dramático Nacional y no solo ellas, también los que vimos el montaje encontramos el sentido a su esfuerzo por tratar de decir desde otro lugar muy distinto al que estaban acostumbradas.
Por eso, mientras en varios países de Latinoamérica se mantienen todavía hoy los teatros y salas cerrados con pocas perspectivas de futuro, se mira con atención el caso español, se estudian sus protocolos y emprendimientos. Aquí, hace unos meses que empezó la desescalada y los espectáculos van reapareciendo lentamente, pero aún hay muy poca programación más allá de lo inmediato y sobrevuela el peligro de un nuevo confinamiento mientras España y Europa, en general, experimentan una segunda ola de casos.
Durante la cuarentena, en los días en que las instituciones ofrecían gratis sus colecciones audiovisuales de montajes clásicos, se abrieron salas virtuales y se anunció el advenimiento de una “nueva era teatral” —que se ha mantenido hasta ahora, incluso después de la apertura de los teatros—, en la que se experimenta con nuevos e híbridos formatos en plataformas audiovisuales, teatro en línea y hasta teatro por WhatsApp. Muchos artistas reflexionan hoy sobre la propia experiencia de generar teatro en esas condiciones, sobre la aventura radical del encierro y las metáforas de la distancia. También sobre el poder curativo del teatro. No hay nada que aliente más la imaginación teatral que una realidad turbulenta como la que vivimos. Pura tensión dramática. La épica que necesitan los confinamientos para precisamente escapar de ellos.
Pero no se vive solo del drama. Los distribuidores teatrales españoles cuentan que para estas fechas normalmente ya se tienen programadas las obras de las temporadas y festivales del próximo año pero esta vez nadie se ha atrevido a adelantar nada de 2021.
La sala de conciertos Apolo, de Barcelona, por ejemplo, que había anunciado el primer “conciertos sin distancias”, el primero masivo en este país tras el coronavirus, para unas mil personas, supuestamente en condiciones inmejorables de sanidad, tuvo que aplazar el evento por un nuevo paquete de restricciones en Cataluña. En la inauguración de la nueva temporada de la ópera en el Teatro Real de Madrid estalló un escándalo entre el público que empezó a vociferar y dar palmas, mientras el director intentaba sacar adelante Un ballo in maschera de Verdi. Los espectadores de las butacas más baratas se quejaron de que el teatro no había respetado el aforo y la distancia de seguridad.
La situación es compleja y demanda, literalmente, nuevos escenarios. El aire libre termina de parecer una buena idea cuando se acerca el invierno. Y la virtualidad no tiene a los amantes de la presencialidad del teatro muy contentos. Suma a la crisis el aforo cada vez más limitado que parece llegar para quedarse, ante lo cual se demandan patrocinios y más ayuda estatal. Mientras en Madrid la asistencia máxima es para el 75 por ciento de butacas, en Barcelona ha bajado hasta el 50. Además, pese a la distancia de seguridad, por más entusiastas que sean las campañas para que se acuda a los teatros aún hay mucho miedo y la respuesta es tímida. En Madrid, donde estos días presentamos la obra, se viven nuevos días de tensión, se ha decretado el Estado de Alarma y las autoridades se han enzarzado en una guerra política por la gestión de la crisis.
No solo el teatro, todo pende de un hilo.
La noche que volvimos al teatro salí al escenario y allí estaba toda esa gente con mascarilla, distanciada y repartida entre algunas butacas libres. Aunque me tocaba hablar, me quedé en silencio un momento como se quedan en silencio las personas cuando están en un teatro, en trance, ceremoniosamente anhelantes. Había preparado un pequeño discurso antes de empezar en el que contaba cómo el virus había invadido mi casa y enfermado a parte de mi familia y cómo habíamos logrado sanar. Les dije que habíamos tenido que cambiarle de nombre a la obra y que ahora se llamaba “Qué locura contagiarme yo de ti”. ¿Era muy pronto para hacer chistes? El duelo por miles de personas aún está presente pero por fin estamos de nuevo inmersos en esa mágica penumbra que parece abrazar toda nuestra humanidad. La habíamos echado de menos. No sabemos cuánto durará.
Peter Brook decía que cuando el teatro es necesario no hay nada más necesario. Hoy lo es.
*Gabriela Wiener es escritora, periodista y colaboradora regular de The New York Times. Es autora de los libros Sexografías, Nueve lunas, Llamada perdida y Dicen de mí.
Una reseña de la novela de Miguel Falquez Certain, La fugacidad del instante, publicada por la editorial Escarabajo. Texto leído durante la presentación del libro, el jueves 29 de octubre de 2020.
A los magos les gusta acomodar cosas en espacios reducidos: tórtolas comprimidas hasta el borde de la asfixia, varitas mágicas ocultas entre pliegues de pañuelos, mujeres en pedazos. De manera que no debe sorprendernos que un autor que está evocando sus inicios como hombre y como mago ceda a la tentación de acomodar miles de cosas: hechos, gentes y ciudades, en el sombrero gigante que puede ser una novela de cerca de setecientas páginas.
Para empezar, quiero dejar claro que La fugacidad del instante, la novela largamente esperada de Miguel Falquez Certain es un tour de force, un clásico instantáneo de la literatura homoerótica en lengua castellana, es sobre todo la novela de un poeta y su autor bien puede ser llamado desde ahora el Marcel Proust colombiano.
Que La fugacidad del instante es una confesión velada, apenas disfrazada de ficción, salta a la vista en la manera como su protagonista, Carlos Alberto Rivadeneira, hace eco de rasgos notorios del autor: la condición de mago precoz que le dejó el gusto por los aplausos, su orientación sexual y su devoción por el lenguaje pulido y la precisión de los detalles.
Lo primero que llama la atención en este libro es la abundancia de información. Al lado de una historia de crecimiento personal, de búsqueda de identidad, aquí está empacada la Barranquilla de los años 50 y 60. Cualquier barranquillero de raigambre tendrá ancestros con nombre propio o apenas disfrazados en la historia. Allí encontrará los dichos de aquella época, los locales comerciales, los artistas, carnavales y reinados, los rituales de las clases medias y altas de una ciudad sin pasado, a medio camino entre el comercio y el contrabando, ocupada a veces en parapetar alcurnias con apellidos foráneos. Como el sombrero es bastante amplio, también hay pedazos de Cartagena, Valledupar (con sus juglares incluidos), Miami y la Nueva York de los tiempos de los Beatles (a quienes el viaje en el tiempo nos permite ver de cerca).
La atención al detalle resulta abrumadora. Los personajes suelen aparecer con todos sus nombres y apellidos, lo que le confiere al texto un cierto aire de parodia de las telenovelas mexicanas o venezolanas, donde los ricos se pavonean muy orgullosos de sus apellidos. El prestidigitador utiliza la presteza de sus dedos para dejar registro de todo lo ocurrido, no solo en su vida, sino en la vida de todos aquellos con quienes se cruza en el camino. Los diálogos no omiten ni siquiera los saludos ni las formalidades (“Mucho gusto”, “Encantado”). La tarea es tan exhaustiva que, desde las primeras páginas, un lector medianamente juicioso se da cuenta de que es inútil seguirles la pista a los personajes, pues si se hiciera un índice onomástico al final tendría el aspecto de un directorio telefónico.
Miguel Falquez-Certain
Hay, por ejemplo, un capítulo donde el narrador personaje se dedica a evocar, casa por casa, las familias de su vecindario, mencionando a cada miembro de cada familia y ofreciendo anécdotas, destinos y en ocasiones comidilla sobre sus secretos y sus antepasados. Como curiosidad quiero citar el párrafo de nueve líneas y diecisiete personajes que fue el golpe definitivo para que me diera por vencido en el empeño de seguirle la pista a ese gentío:
Mi tía Gertrudis viuda de Lecumberri llegó de Caracas y se hospedó en el Hotel El Prado. Mis tías Carolina, Isabel y Verónica llegaron de Miami y se hospedaron en casa de mi abuela. Por la noche se apareció mi tío Santiago con su esposa Abigail y su hijo Francisco Rivadeneira y su esposa Daniela que vivían en la mansión de mi abuelo en el Prado que aún no se había vendido. Mi tía Amelia cruzó la calle y llegó llorando, apoyándose del brazo de su esposo Laureano Catalano y acompañada de sus hijos Leonardo y su esposa Ingrid Aznar, Ángeles y su esposo Enrique Rivadeneira, Fulgencio, Arnulfo y Alina.
Este párrafo está lejos de ser el más nutrido. Al final de la novela, en ese punto culminante donde confluyen el final del bachillerato, la muerte de una amiga de la infancia y el comienzo de la vida adulta, el autor se las arregla para acomodar veintiséis personas en el mismo espacio.
Resulta inevitable preguntarnos qué se propone el autor con tantos detalles. Entonces recordamos que –tanto el autor como el narrador– antes que escritores fueron magos y que buena parte de sus gestos pretenden distraernos, embotar nuestra atención, para que nos olvidemos de que, al mismo tiempo, están haciendo un truco oculto destinado a sorprendernos.
Cuando uno entiende que el desfile de nombres y episodios es un despliegue distractor, la pregunta obligada es por el truco que nos están presentando. Uno podría suponer que tanta gente allí metida lo que busca es diluir las confesiones eróticas de un niño que se hace adulto y asume –contra toda clase de obstáculos– su homosexualidad: desde los inocentes escarceos con “pipís” propios y ajenos, hasta que se empieza a hablar de “vergas” y la cosa se pone seria.
Uno empieza a elaborar la teoría de que el autor quiso diluir la franqueza de las escenas sexuales con el mural panorámico de diversos lugares. Uno piensa que el autor quiso expresar el erotismo a la manera de los suecos o de las películas pornográficas de los años setenta; es decir, instalado en medio de historias bien contadas, apareciendo de manera esporádica, cuando el lector o el espectador ya se ha olvidado de la última crudeza.
Pero el público de los magos suele ser desconfiado y los magos suelen dar pistas falsas –para desconcertar a quienes quieren ser más listos que ellos– y pronto uno llega a pensar que quizá el meollo de la novela no sea la iniciación sexual del personaje sino algo más recóndito y profundo.
Entonces se piensa en el título del libro: “La fugacidad del instante”, una condición del tiempo que el narrador descubre en los ojos de un amigo de “ternura agazapada en no sé dónde”, justo después de comulgar sin haberse confesado (y no es poca cosa que esa pequeña muerte espiritual lo instale para siempre en el transcurrir del tiempo). El narrador usa con frecuencia expresiones como “esta mañana”, “hoy”, “este año”, “la próxima semana”, de manera que más que ser testigos de una evocación, nos sentimos instalados en presentes diversos, en situaciones que transcurren en el instante justo en que leemos.
Ese es uno de los trucos que nos ofrece este exquisito Proust a la colombiana: pone ante nuestros ojos el instante –inasible, eterno y fugaz– atrapado entre los ágiles dedos del prestidigitador. El título suena a evocación de Marco Aurelio o del Eclesiastés, nos recuerda que la vida se nos va “como una nube, como una nave, como una sombra”.
La novela hace un despliegue de virtuosismo: en la calidad de su lenguaje, en la corrección estilística, en la verbosidad del español ibérico (“con suma paciencia”, “mi consola se había definitivamente averiado”, “dijo que nosotros podíamos ir si así lo juzgáremos conveniente”), que a veces se antoja paródico y a veces se concede la indulgencia de abrevar en la cultura popular (“casi le da un soponcio”); en su profundidad filosófica, que es eco de los temas que recorren la poesía del autor de la novela.
Pero, como sucede con los números de magia, la cosa no termina con el truco que deslumbra y arranca los aplausos. Detrás de los trajes vistosos y el control de las reacciones del público hay siempre un hombre solo, consciente de su mentira, del carácter engañoso de su presentación.
Hay dos tipos de magos: aquellos que se meten con las fuerzas ocultas y poderosas del universo y aquellos que se dedican a la prestidigitación y el ilusionismo. De los primeros aquí se ve poco; a menos que admitamos que, a nuestro personaje, la fuerza sexual se le sale con frecuencia de las manos y, en ocasiones, se ve obligado a justificar actos que en nuestro tiempo de corrección política podrían ser objeto de demandas. Pero el ilusionismo abunda y detrás de todo ilusionista hay un impostor que puede hacer que otros crean en sus poderes, pero él mismo es incapaz de creer en su propia magia.
Cuando un mago decide ser escritor, uno de sus trucos menos visibles es la persona que ofrece a la vista de los lectores: él mismo es un deslumbrante anacronismo. Al final de un duelo sostenido contra un sacerdote que representa la oposición hipócrita de la iglesia a su identidad sexual, el autor se pregunta:
¿Quién había vencido? ¿El vengativo energúmeno o yo, el homosexual, el ateo, el rebelde, el poeta, el espontáneo, el presidente de la academia literaria, el perturbador, el buscapleitos, el curioso, el efectista, el declamador, el mago, el scout, el tremendista, el amigo de los débiles y de los desposeídos, de los raros y conspicuos?
La imagen que ofrece de sí mismo está cuidadosamente calculada. El mago confía en que creamos y aceptemos la versión que ofrece de sí mismo. Al lado de ese muchacho engreído, sabiondo, condescendiente, aparecen fragilidades, lados sombríos, superficialidades que él mismo se ha permitido dejar ver. No se avergüenza de reconocer que anda buscando la belleza física en los hombres. Admite derrotas en terrenos donde no le interesa imponerse: en cierta ocasión le quita el puesto de portero a un muchacho que le cae mal y termina goleado; admite haber merecido y recibido puñetazos; pero en lo que le interesa rara vez se reconoce culpable o equivocado. Es erudito, sabe más que todos, nadie le da la talla y, si no ocupó el primer lugar en el concurso de bachilleres, fue porque el triunfo no le importaba y le sopló –con desdén– varias respuestas al ganador. La muerte del padre está narrada con maestría, el autor se permite solturas inspiradas por la modernidad literaria europea, pero sus emociones tienen algo de puesta en escena. Lo mismo puede decirse de la hostilidad que caracteriza las relaciones con su madre. Su pelea con la iglesia –que confunde con pelea contra Dios– lo ha dejado sin lenguaje para expresar otra cosa que no sea lo sensible. Por eso todo es físico, por eso no consigue saber dónde se oculta la ternura. Sus emociones están localizadas en alguna parte del cuerpo: en la médula de los huesos, en la garganta. Su dolor es un dolor idealizado.
Lo que el narrador calla es mucho más revelador que todo lo que pone ante nuestros ojos. Un rasgo fundamental del artificio de esta novela es que el personaje principal casi nunca está solo. Una de las poquísimas veces que esto ocurre se masturba pensando al mismo tiempo en varios amigos. Detrás del gentío que habita este enorme sombrero, detrás de reflexiones sobre el tiempo, el mago desolado que nos habla cree haber dejado ocultos, en algún fondo doble, su soledad, su fragilidad, su “ternura agazapada”, su dolor y su tristeza verdaderas. Pero el lejano resonar de sus lamentos no deja de escucharse en cada línea.
Quizá lo más ficcional que tiene el libro es ese párrafo al comienzo, donde se declara que “cualquier parecido con personas, vivas o muertas, o con acontecimientos reales, es pura coincidencia”. Eso no quiere decir que lo que hay en las páginas del libro sea toda la verdad. Uno de los aspectos más entretenidos de La fugacidad del instante es el juego de adivinanzas que suponen las trasposiciones y los nombres inventados. Un lector que conozca la sociedad barranquillera y cartagenera disfrutará mucho desenmascarando personajes, asignando nombres reales a esta comedia de costumbres que Miguel Falquez Certain nos ha regalado. Pero ese aspecto referencial de la lectura se diluirá con el tiempo –cuando no queden personas que reconozcan los modelos originales– y entonces será más visible esa elaborada filigrana repleta de verdades sobre la vida en sociedad y con pocas verdades sobre su personaje principal.
Miguel Falquez Certain ha convertido a su protagonista en un sombrero de mago de donde salen miles de personas y una época, retratados con finura y maestría. Cuando el espectáculo del mago se termina, persiste la sensación de que quedaron cosas guardadas y que en algún rincón están agazapados –como una tórtola a punto de ahogarse– el miedo, el dolor, la congoja, el lamento de una criatura asustada. Pero los poetas saben que la realidad solo puede ser aludida, nunca nombrada. La fugacidad del instante es como una fina tela de colores que permite que se vean los contornos de ese niño y se perciban los temblores de su llanto.
“Cuando nacemos, ya traemos nuestra muerte escondida” Macario 1960
La noche era fría y hacía un poco de viento. Regresamos de la casa de los abuelos, circulamos sobre el boulevard Libramiento Sur, en dirección a Santa Fe, había poco tráfico, todo transcurría con calma. A lo lejos, sobre la orilla de la carretera, las luces de nuestro carro alumbraron una especie de bulto, que parecía tener dos pequeños ojos, que con las luces del carro, le brillaron. Mi esposa y yo nos volteamos a ver y le pregunté: ¿lo viste?… sí, contestó… Mira, ahí está el panteón… me dijo. La luz de la luna dejó ver la silueta de algunas tumbas. Qué día es hoy… le pregunté… 31 de octubre… respondió… pues por eso vemos “cosas”, es noche de brujas… y pronto será Día de Muertos… le dije.
Días antes de la celebración del Día de Muertos, las calles se empiezan a colorear de amarillo y naranja: vendedores se adueñan de esquinas y banquetas para vender la flor que adornará las tumbas y los altares de los muertos: el cempasúchil.
Cada año el Estado Mexicano se esmera porque está tradición prehispánica no se olvide. Instala espectaculares altares, pintorescos, coloridos, con ofrendas abundantes y exquisitas. Además, son adornados con hermoso papel picado; altares llenos de catrinas y de veladoras que con sus luces guían a sus muertos, (a aquellos que estando vivos, el Estado Mexicano no pudo proteger) para que regresen al mundo de los vivos a reencontrarse con sus familiares, los cuales aún los buscan con vida, “porque vivos se los llevaron y vivos los queremos”, pero ellos ya están en el Mictlán, en el inframundo.
Es probable que, como cada año en Tijuana, el mes de noviembre sea frío, pero esta vez habrá algo que cala más los huesos, son las más de mil seiscientas muertes que van en el año 2020 producto de la violencia (o, ¿alguien tiene otros datos?) y las más de tres mil defunciones provocadas por el “bicho maldito” que aqueja al mundo entero. Me pregunto: ¿Habrá sobrepoblación en el más allá?
El “bicho maldito” será el protagonista de este Día de Muertos, se burlará del dolor de los que perdimos al amigo, al padre, a la madre y al hijo, por culpa de él.
Unas personas observan una ofrenda colocada por la festividad del Día de los Muertos en Los Ángeles, el jueves 29 de octubre de 2020. (AP Foto/Damian Dovarganes) (ASSOCIATED PRESS). Tomada de latimes.com
Por disposición de los gobiernos locales de algunos municipios, este Día de Muertos, algunos panteones permanecerán cerrados. Lo cual ha provocado que amigos y familiares de los difuntos adelante su visita a los panteones. Algunas tumbas lucirán adornadas de flores, veladoras, comida y fotografías. Pero no todas, otras no tendrán la misma suerte, lucirán tristes, sucias y abandonadas, como casi todo el año. Habrá muertos a los que nadie les llevará flores de cempasúchil, ni comida, ni música.
Los difuntos, al darse cuenta que ese día no estaremos en el panteón, irán a nuestras casas por la madrugada a “jalarnos la patas”; sentiremos su aliento diciéndonos: “aquí estoy, no me olvides…” También andarán en pena las almas de los santos inocentes, anhelando el calor de la madre.
Esta tradición se vive en todo el país, es una celebración que “antepone el recuerdo, antes que el olvido”. Aunque su origen tenía otros matices, ahora, entre otras cosas, sirve para reconciliarse con los que se fueron.
Ese día, entre papel picado de colores, catrinas, luces e inciensos, lloraremos, reiremos y cantaremos con ellos, con nuestros muertos. Ellos vienen del más allá a convivir con nosotros en el más acá. Los mexicanos rezaremos por sus almas, haremos fiesta, nos regocijaremos con su recuerdo; nos burlaremos de ellos, no porque los detestemos sino porque al burlarnos también los recordamos.
Ahora empiezo a montar mi altar, honrando la memoria de mi maestro de lucha libre, Marcos Mireles, El Depredador: luchador emblemático del mundo luchístico de Tijuana. Pienso en lo afortunado que fui de ser su alumno y lo afortunado que soy al saber cuál fue su última morada. No tuve que pasar por la angustia y la desesperanza de muchos otros que aún no conocen el paradero de sus familiares, que como pueden estar muertos en el inhóspito desierto por intentar cruzar “al otro lado”, lo pueden estar en una fosa clandestina, o apilados en la caja de un tráiler o en alguno de los cuartos fríos del SEMEFO.
A los muertos habrá que honrarlos en el recuerdo, en la memoria: ponerles un altar en casa, con sus fotos; hablar con ellos, así como antes, sentirlos cerca, ofrecerles sus comidas y bebidas preferidas, hay que consentirlos y mimarlos.
Este Día de Muertos, el color amarillo y naranja del cempasúchil ayudará a olvidar el rojo de la sangre derramada por la delincuencia en este país, y el copal cubrirá su olor.
En los últimos años, México se ha vuelto una especie de cementerio clandestino, una fosa común en donde cientos, y quizás miles de personas han sido enterradas en el anonimato. Muchos de estos muertos fueron víctimas de la guerra contra el narco, de los feminicidios o del Estado Mexicano, que se olvida de que su razón de ser es protegernos, no desaparecernos (nos hacen falta 43).
Ellos también necesitan que los recuerden, ellos también necesitan que les guiemos hacia su descanso eterno, necesitan que no los olvidemos para mantenerse vivos entre los muertos.
Observe las flores, el camino del muerto, las calacas de azúcar y el pulque junto al tabaco. Cuelgue el papel picado alrededor del altar y busque la fotografía del difunto. Ponga las frutas, los recuerdos que pueda encontrar: algún disco de Agustín Lara y un torito veracruzano para sufrir la música.
Visite el panteón y coman juntos. Quizá usted salude con una broma y pregunte sobre la salud. Quizá respondan encogiendo los hombros y agradezcan tener la tumba en calma, sin pegatina de familiares, sin los desvaríos de quienes escriben sus nombres y deseos antes de partir.
Pueden cantar, ahuyentar la solemnidad, conversar sobre días luego del trabajo o viajes para conocer el mar. Lleve el chocolate, el pan de muerto, compártanlo con otros hombres y mujeres bajo sus epitafios, cada uno junto a sus cruces y murmullos comunes. Alguien tomará su palabra y será tamal de mole, café de olla, mezcal sin etiqueta. Alguien estará con los suyos y será olor a cempoalxochitl y tierra mojada, fiesta a la pelona, una línea en el árbol de la vida tallado por un artesano de Michoacán.
…si revisitamos la historia, encontramos que antes de los narcos mexicanos lo mismo hicieron los reyes asirios, los faraones egipcios y los emperadores aztecas.
“El día que la mataron/ Rosita estaba de suerte/ de tres tiros que le dieron/ no mas uno era de muerte”.
Así reza una de las estrofas de “El corrido de Rosita Alvirez”, una de las más célebres composiciones del cancionero popular mexicano.
El fragmento es una muestra de la inagotable dosis de humor negro que, durante siglos, nos ha servido a los latinoamericanos para sobrellevar las encrucijadas más amargas de nuestro destino. Ese humor es el mismo que permite ver, conviviendo en paz en el cementerio “Jardines de Humaya” ubicado en Cualiacán, Sinaloa, norte de México, las tumbas de “El Nacho” y “El jefe de jefes”, dos narcotraficantes que en vida fueron enemigos irreconciliables.
En ese cementerio, algunos mausoleos poseen línea telefónica, aire acondicionado, música ambiental, salas de espera y lujosos mobiliarios, según un informe publicado hace casi una década por la página de Internet de la BBC de Londres.
¿Declaración de principios pos mortem? ¿Excentricidad demencial de quienes durante buena parte de la vida sufrieron privaciones sin cuento y emprenden por esa vía un ajuste de cuentas con el mundo? ¿ puro mal gusto de las clases emergentes? ¿revancha contra las elites que nunca les hicieron un lugar en sus centros de reconocimiento social?
Fotografía extraída de: Animal Político.
De todo un poco, pero también hay otras cosas. Como aquélla bien sabida de que durante millones de años el mundo no ha hecho otra cosa distinta a dar vueltas y por lo tanto no hay nada nuevo bajo el sol.
Sobre todo esto último, porque si revisitamos la historia, encontramos que antes de los narcos mexicanos lo mismo hicieron los reyes asirios, los faraones egipcios y los emperadores aztecas.
Todos a una se gastaron fortunas, y no pocas veces el patrimonio público, levantando tumbas colosales equipadas con todos los lujos del momento, en un intento por conjurar, aunque fuera desde la precaria solidez de los símbolos, la más inapelable de todas las certezas: que el tiempo nos arrasa y que la democrática muerte nos reduce a menos que nada.
“Los narcos, si pudieran, se enterraban dentro de sus camionetas Hummer”, le dijo el periodista Diego Osorno a la BBC, en la mencionada entrevista. También se enterraban con sus bienes más preciados los Incas y los Chibchas, al igual que las figuras de poder de pueblos expandidos por todo el planeta, en un último intento por prolongar en el otro mundo las dichas disfrutadas en su fugaz paso por la tierra.
Fotografía extraída de: cdnb.20m.es
Cuenta también el periodista que los albañiles del cementerio han construido tumbas varias veces más grandes que las casas donde habitan. Igual cosa aconteció con las pirámides egipcias, que según todas las evidencias fueron edificadas con el trabajo de miles de esclavos, que pusieron su cuota de sangre y sudor al servicio de la inmortalidad del Faraón.
A lo mejor estamos asistiendo, en el más depurado estilo de la canción popular mexicana, a una virulenta parodia de la pretensión de eternidad implícita en toda búsqueda del poder.
Pienso en el cadáver embalsamado de Lenin y en el periplo errático del cuerpo de Eva Perón. Recuerdo las inscripciones en latín escritas en las tumbas de muchos presidentes colombianos. Me inquietan las profundas raíces fetichistas de lo que llaman una velación en Cámara Ardiente. Aquí nada más, en la aldea, se construyen mausoleos al estilo griego y romano.
Así que después de todo, los narcos mexicanos no están haciendo nada distinto a reeditar, en clave de corrido y ranchera, la antigua obsesión humana por diferenciarse hasta en la muerte.
Movimiento social de caricaturistas colombianos independientes que busca, por medio del colegaje, promover, difundir y defender la crítica social a través de manifestaciones artísticas.
Por, Claudia Marcela Páez Lotero, University of Massachusetts, Amherst
Tomado del libro: DIMENSIONES. El espacio y sus significados en la literatura hispánica
Un viejo que leía novelas de amor (1989), novela del escritor chileno Luis Sepúlveda (1949), relata cómo Antonio José Bolívar Proaño se ve forzado a participar en la caza de una tigrilla para mantener seguro al poblado en el que vive. A través de esta historia se cuenta la vida de Bolívar Proaño, un hombre viejo, oriundo de la sierra de Ecuador que gracias a un acuerdo con el gobierno decide irse a vivir en condición de colono a un pueblo en el Amazonas. Durante su viaje hacia la Amazonía ecuatoriana, Bolívar Proaño se detiene en tres espacios y en cada uno de ellos su identidad se ve afectada. El presente trabajo tiene por objetivo analizar cada uno de esos espacios y su relación con la construcción de la identidad del protagonista de Un viejo que leía novelas de amor. A su vez, se pretende observar si los cambios de esa identidad terminan idealización a Bolívar Proaño, en la medida en que este podría ser asumido como un sujeto ejemplar pues a pesar de que no logra dominar la selva si consigue convivir con ella (1).
Fernando Aínsa explica cómo la Amazonía ha sido objeto de diversas representaciones literarias en Latinoamérica generando un subgénero temático, esto es, la novela de la selva. Y observa que en el corpus que compone este subgénero se presenta un tema constante: el del «viaje-búsqueda, especie de peregrinaje iniciático, de despojamiento de lo fútil del mundo desarrollado y de encuentro con valores primordiales en el corazón de la selva virgen americana» (2); viaje que se realiza en un movimiento centrípeto, desde las orillas del continente hacia su interior, y que además tiene como consecuencia la disolución de la identidad del héroe en una selva que no tiene centro y que tampoco puede ser pensada como punto de llegada (3). Ese peregrinaje del que nos habla Aínsa también se presenta en Un viejo que leía novelas de amor.El viaje del protagonista de esta novela se inicia en la sierra, en San Luis, y tiene como punto de llegada El Idilio, un poblado colono. No obstante, el viaje no termina allí sino que se continúa hacia el interior de la selva del Amazonas.
En un principio, el viaje de Bolívar Proaño no se realiza como búsqueda sino como huida. El espacio de San Luis le impone al protagonista unos condicionamientos de los que decide escapar. Son pocas las descripciones del paisaje físico de San Luis que nos entrega el narrador de la novela, apenas nos hace saber que se trata de un territorio frío, ubicado en las montañas de los Andes, cerca al volcán Imbabura. Pero en lo que sí se detiene un poco es en describir las costumbres de la comunidad que habita ese espacio. Nos dice entonces que se trata de una comunidad campesina pobre, dependiente de la agricultura y la cría de animales, y en la que además existen unos roles de género que se espera sean cumplidos.
A la edad de trece años a Bolívar Proaño lo comprometen con Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñan Otavalo, y dos años más tarde los dos jóvenes contraen matrimonio. Se espera entonces que en algún momento Dolores quede embarazada pero esto no ocurre a pesar de los esfuerzos de la pareja. Comienzan así los murmullos, primero, sobre la condición de la mujer: «Está muerta por dentro. ¿Para qué sirve una mujer así? —comentaban» (4); y luego, sobre la fertilidad del mismo Bolívar Proaño. Hasta que un día, para remediar el problema de la falta de hijos, le proponen al protagonista dejar sola a su esposa durante los festejos del pueblo para que en «la gran borrachera colectiva» (como la llama el narrador) logre quedar en cinta. Bolívar Proaño se niega a ser padre de un hijo de carnaval y decide partir aprovechando un programa del gobierno que ofrece tierras y ayudas a quienes quieran poblar los territorios en disputa con Perú. Más que una búsqueda de una mejor vida, la partida de Bolívar Proaño es una huida, escapa de las convenciones sociales de su comunidad y del peso que debe cargar al no cumplirlas.
Luis Sepúlveda (1949-2020)
Esa huida tiene como punto de llegada El Idilio, el poblado colono en la Amazonía que apenas se está construyendo: «La única construcción era una enorme choza de calaminas que hacía de oficina, bodega de semillas y herramientas, y vivienda de los recién llegados colonos. Eso era El Idilio» (5). Allí la pareja recibe un documento que los acredita como colonos, dos hectáreas de tierra y herramientas para trabajar el terreno. La fundación de El Idilio inicia con la intervención de los colonos, quienes se lanzan a construir viviendas y a limpiar el terreno ocupado por la selva para destinarlo a la agricultura. Sin embargo, no lo consiguen ya que la selva reclama su territorio y como consecuencia los colonos comienzan a morir ya sea de hambre, por enfermedad o por los mismos animales que intentan cazar para alimentarse. Hasta que un día, cuenta el narrador: «La salvación les vino con el aparecimiento de unos hombres semidesnudos, de rostros pintados con pulpa de achiote y adornos multicolores en las cabezas y los brazos» (6). Son los indígenas shuar que deciden enseñarles, como dice el narrador: «el arte de convivir con la selva». Les enseñan entonces a cazar, pescar y construir viviendas duraderas y les advierten sobre la imposibilidad de cultivar en esas tierras. Aun así los colonos siguen empeñándose en sembrar en un terreno poco apto para la agricultura.
A pesar de las ayudas, las dificultades no cesan y durante el segundo año Dolores muere. La razón de la huida se extingue y Bolívar Proaño culpa a la selva: «Quería vengarse de aquella región maldita, de ese infierno verde que le arrebataba el amor y los sueños. Soñaba con un gran fuego convirtiendo la Amazonía entera en una pira» (7). No obstante, se da cuenta de que no puede odiarla pues realmente no la conoce. Es así como Bolívar Proaño decide irse con los shuar a conocer la selva. Es en ese momento cuando el viaje de huida se convierte en viaje de conocimiento. Este le permite conocer, por un lado, a la cultura shuar: Bolívar Proaño aprende su idioma, sus técnicas de caza, participa en sus celebraciones, conoce el amor con ellos, etc.; y, por otro lado, conoce la selva: sus ciclos, su comportamiento, la vida en ella. Todo esto termina transformando radicalmente a Bolívar Proaño: «La vida en la selva templó cada detalle de su cuerpo. Adquirió músculos felinos que con el paso de los años se volvieron correosos. Sabía tanto de la selva como un shuar. Era tan buen rastreador como un shuar. Nadaba también como un shuar. En definitiva, era como uno de ellos, pero no era uno de ellos» (8). En otras palabras, se transforma física y espiritualmente, lo cual le impide odiar a la selva, pues en ella se descubre libre y a gusto, hasta el punto de aprender a amarla y hacerla su hábitat.
Hombre Shuar con maquillaje tradicional. Tomada de udapt.org
El protagonista de la novela de Sepúlveda logra integrarse al espacio de la selva pero lo que no logra es ser integrado dentro de la comunidad shuar. A pesar de que dentro de ella supera la prueba de aceptación (sobrevive a la mordedura de una serpiente equis, lo que los shuar consideran poco usual), Bolívar Proaño termina deshonrándose al dar muerte al asesino de Nushiño, su compadre, con un arma de fuego y no en un combate valiente, como indica la tradición indígena, lo que condena a Nushiño a vagar por la selva como un pájaro ciego y odiado por quienes lo conocieron. A pesar de su transformación, Bolívar Proaño no logra ser un shuar enteramente, sus experiencias pasadas lo marcan, no deja de ser un extranjero para ellos, de ahí la frase que se repite constantemente a lo largo de la novela: «era como ellos, pero no era uno de ellos».
Es así como ya en su vejez regresa a El Idilio y lo que se encuentra allí es un poblado ya constituido: «El lugar estaba cambiado. Una veintena de casas se ordenaba formando una calle frente al río, y al final una construcción algo mayor enseñaba en el frontis un rótulo amarillo con la palabra Alcandía» (9). El Idilio crece y se convierte en zona de contacto ubicada en la frontera, en el límite con la selva. Por él transitan diversos sujetos: los colonos, los buscadores de oro, los cazadores gringos, los jíbaros, los indígenas shuar; cada uno de ellos con una visión distinta de la selva: para los colonos y los buscadores de oro, esta resulta ser un medio para hacer fortuna; para los cazadores gringos, un lugar de aventuras; mientras que para los shuar es su hogar, el cual se reduce con la llegada de los foráneos, pues estos construyen, como explica el narrador: «la obra maestra del hombre civilizado: el desierto» (10). Es en El Idilio donde Bolívar Proaño se asienta para pasar sus últimos años, se ubica en esa frontera para de algún modo estar a las puertas de su verdadero hogar y de su verdadera comunidad, la selva y los shuar, mientras esta se desplaza en un éxodo hacia el oriente, hacia su interior.
En cada uno de los espacios descritos: San Luis, El Idilio y la selva; Bolívar Proaño presenta una identidad que responde a las circunstancias que allí lo rodean. En San Luis se asume como campesino, participe de una comunidad y sujeto a ciertas condiciones sociales, económicas y culturales. Su traslado a El Idilio significa un cambio en esa identidad, pues este pueblo es un lugar de dislocamiento. Allí Bolívar Proaño pasa de ser campesino a ser colono, es decir, a ser un sujeto que intenta conquistar y dominar una tierra ajena. Dominio que no consigue y que le genera un terrible odio que lo lleva a relacionarse con los shuar y a adentrarse en la selva. Es su relación con este espacio el que significa un gran cambio en su identidad, allí es donde se observa como parte constituyente de ese mundo y así se lo hacen saber los mismos indígenas: «declararon que no eras de ellos, pero que eras de ahí» (11). Bolívar Proaño se asume como un elemento de la selva y bajo esa identidad vive en El Idilio. Se convierte así en modelo de convivencia con la naturaleza porque responde a una ética: vive en la orilla de la selva atendiendo a su sistema de valores y a las normas que la regulan. Comprende la selva de tal forma que se ve a sí mismo como parte de ella (desde la orilla pero parte de ella), hasta tal punto que se identifica con los animales en dignidad, valor e inteligencia. Esto se puede apreciar sobre todo en la relación que establece con la tigrilla con la que debe enfrentarse. No se trata de ir tras ella para cazarla sino de darle muerte en un combate digno, de igual a igual, y esto se lo comunica la misma tigrilla a Bolívar Proaño porque es él el único que puede comprenderla.
Campamento EXSA: Denuncian represión a indígenas que reclaman territorios en Morona Santiago. Tomada de larepublica.ec
Scott De Vries afirma que Un viejo que leía novelas de amor es una novela que responde al discurso ecologista, ya que en ella se aboga por una ética en las interacciones entre los humanos y los animales, así como un rechazo del uso desmedido de los recursos naturales y la deforestación, en favor de un modo de vida sostenible y que ayude a conservar la naturaleza. Además de esto, para De Vries, en la novela se ofrece una visión de la selva idealizada pues es presentada como un espacio nutriente y vigorizador, un espacio de experiencias trascendentales en las que el sujeto llega a identificarse con la naturaleza para así asumir un compromiso espiritual y emocional con ella (12). La transformación de Bolívar Proaño responde a esta visión. El viaje que emprende este personaje no es un viaje-búsqueda con el que se quiera llevar a cabo la fundación de un nuevo territorio. Es más bien un viaje de huida que se convierte en viaje de conocimiento, y este lo lleva al descubrimiento de un espacio civilizado, sostenible, en el que los recursos se administran de manera adecuada y, por esto mismo, un espacio que necesita ser protegido. No se busca en la novela presentar la derrota del hombre a manos de la naturaleza, si este sale derrotado es más bien por su falta de comprensión e ignorancia; por el contrario, se quiere mostrar cómo el hombre necesita de la naturaleza y cómo él puede habitar la selva en una relación de pertenencia y protección.
Bolívar Proaño no vence ni conquista la selva, más bien se deja conquistar por ella, esto le permite transitar en ella a su antojo porque «Era como dicen los shuar:
“De día, es el hombre y la selva. De noche, el hombre es selva» (13).
No obstante, hay una clara advertencia sobre el futuro. Cada uno de los espacios de la novela en la vida de Bolívar Proaño representa no solo una identidad sino también un tiempo, es decir, su pasado, presente y futuro. San Luis es un pasado como campesino sumido en la pobreza a causa de un modo de vida poco sostenible. El Idilio es el presente como colono, también en condición de pobreza, que pretende instaurar unas prácticas económicas (agricultura, ganadería, explotación de la madera) que tampoco se sostienen y por tanto traen la instauración del «desierto». Y la selva es su verdadero lugar de pertenencia, su hábitat y su futuro; pero un futuro que cada vez se hace más incierto: «Pero los animales duraron poco. Las especies sobrevivientes se tornaron más astutas, y, siguiendo el ejemplo de los shuar y otras culturas amazónicas, los animales también se internaron selva adentro, en un éxodo imprescindible hacia el oriente» (14). Es un futuro en el que están en peligro no solo las especies de la selva sino también las culturas que habitan en ella, que realmente la conocen y saben cómo preservarla, son las que ofrecen un modelo de vida sostenible y equilibrado. Y en última instancia, esa amenaza también se dirige a la vida humana.
Para resumir, en Un viejo que leía novelas de amor se pueden observar varios cambios en la identidad de su protagonista, cambios destinados a mostrar la formación y toma de conciencia de un sujeto ideal ya que es él quien puede convivir con la selva y conservarla. Antonio José Bolívar Proaño es el hombre humilde que logra entender el espacio de la naturaleza, que logra establecer una relación de identificación con ella y las especies que la componen, identificación en la que se iguala a ellas en dignidad y a las que les atribuye una serie de derechos. En otras palabras, es un modelo de vida sostenible y noble de imitar.
(1) Para ello, ha sido tenida en cuenta la siguiente bibliografía complementaria: L. Hazera, La novela de la selva hispanoamericana, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1971; J. Marcone, «Del retorno a lo natural: La serpiente de oro, la “novela de la selva” y la crítica ecológica», Hispania, vol. 81, núm. 2, 1998, págs. 299-308;D. Tavares y P. Le Bel, «Forcing the boundaries of genre: the imaginative geography of South America in Luis Sepulveda’s Patagonia Express”, Area, vol. 40, núm. 1, 2008, págs. 45-54.
(2) F. Aínsa, «¿Infierno verde o Jardín del Edén?», Espacios del imaginario latinoamericano, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 2002, pág. 104.
(3) Ibíd., pág. 104.
(4) L. Sepúlveda, Un viejo que leía novelas de amor, Barcelona, Tusquets, 1989, pág. 40.
(5) Ibíd., pág. 41.
(6) Ibíd., pág. 43.
(7) Ibíd., pág. 44.
(8) Ibíd., pág. 50
(9) Ibíd., pág. 59.
(10) Ibíd., pág. 60.
(11) Ibíd., pág. 122.
(12) S. DeVries, «Swallowed: political ecology and environmentalism in the Spanish American Novela de la selva», Hispania, vol. 93, núm. 4, 2010, págs. 357-58.
(13) L. Sepúlveda, ob. cit., pág. 103.
(14) Ibíd., pág. 60.
Bibliografía
Aínsa, F., «¿Infierno verde o Jardín del Edén?», Espacios del imaginario latinoamericano, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 2002, págs. 102-148. De Vries, S., «Swallowed: Political Ecology and Environmentalism in the Spanish American Novela de la Selva», Hispania, vol. 93, núm. 4, 2010, págs. 535-546. Hazera, L., La novela de la selva hispanoamericana, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1971. Marcone, J., «Del retorno a lo natural: La serpiente de oro, la “novela de la selva” y la crítica ecológica», Hispania, vol. 81, núm. 2, 1998, págs. 299-308. Sepúlveda, L., Un viejo que leía novelas de amor, Barcelona, Tusquets, 1989. Tavares, D. y Le Bel, P., «Forcing the Boundaries of Genre: the Imaginative geography of South America in Luis Sepulveda’s Patagonia Express», Area, vol. 40, núm. 1, 2008, págs. 45-54.
Se cumplieron 125 años del asesinato de Bridget Cleary, considerada “la última bruja en ser quemada en Irlanda”. Aunque su esposo la prendió fuego creyéndola hada, no hechicera: una polimorfa feérica.
Hace 125 años, se encontraba en una aldea del condado de Tipperary el cuerpo calcinado de “la última bruja que ardió en Irlanda”, como pasó a la posteridad Bridget Cleary: mujer de 26 que pronto devino parte del folclore popular, inmortalizada incluso por una rima infantil que aún se escucha en ciertas zonas rurales: “Are you a witch or are you a fairy, / Or are you the wife of Michael Cleary?”. Pocos casos del siglo 19 causaron más revuelo a nivel local: con ecos de hechicería, indicios de infidelidad, conspiración familiar y personajes sobrenaturales, no faltaba ingrediente para que la prensa anglo orquestase un cóctel sensacionalista, truculento. A punto tal que historia sigue inspirando poesías, telefilms, libros como The Burning Of Bridget Cleary: A True Story, de Angela Bourke… Meses atrás, por ejemplo, hacía olitas el track que lanzaba la cantautora folk Maija Sofia sobre Bridget, incluido en su celebrado disco Bath Time.
Bridget Cleary era modista, sombrerera y vendía huevos, no tenía hijos, sabía leer y escribir. Su marido, Michael Cleary, era tonelero; laburaba en una ciudad aleñada y pasaba muchas noches afuera. Aunque confortable, la casita que tenían en Tipperary contaba con una petite desventaja: había sido construida sobre los restos de un ringfort, léase un fuerte circular. Se sabe que estos asentamientos fueron levantados entre la Edad de Bronce y la Edad Media, pero en la Irlanda rural de 1895 estaban convencidos de que eran fortalezas de hadas, un portal hacia otro mundo que había que evitar a toda costa. Un día, caminó Bridget hasta un pueblo cercano, Kylenagranagh Hill, donde -al parecer- mantenía un affaire con un criador de gallinas. Allí se habría detenido en un fuerte de hadas que, para la superstición de antaño, fue su perdición…
La joven volvió a casa con un resfrío fuertísimo, que empeoró y empeoró. Su esposo llamó a un doc, que dijo que se trataba de una bronquitis y le recetó unos medicamentos. Pero Michael se negó a darle los remedios: en cambio, pidió consejo a un amigo seanchaí -un cuentacuentos, digamos, versado en la tradición feérica-, que aseguró que esa mujer no era Bridget, ¡era una polimorfa!, un hada cambiante que había tomado el lugar de doña Cleary en Kylenagranagh Hill. Llamaron entonces a un herbolario que confirmó la hipótesis, y así comenzaron los ritos para expulsar a la entidad. Con familiares y vecinos presentes, la obligaron a tragar curas a base de hierbas, y tres veces le preguntaron: “¿Eres Bridget Boland, la esposa de Michael Cleary, en el nombre de Dios?”. Ella solo respondió dos veces, y el tres, mal que pese, era número clave. La sentaron sobre brasas ardientes, por el terror de los polimorfos a las llamas. Intentaron que tragase tres trozos de pan, pero la pobre muchacha apenas pudo embucharse dos. En pleno suplicio, ella grita, resiste, hace notar lo absurdo de la situación: pide leche para beber (conocida es la afición de las hadas por la leche), y finge robar un chelín, como lo hubiera hecho un hada. Acusa a su esposo de tener una madre que escapó con estas criaturas, y un Michael frenético toma la lámpara de aceite… y la prende fuego. “¡Esa no es mi esposa!”, grita iracundo, y asegura que pronto aparecería la verdadera Bridget Cleary montada a caballo blanco.
Obvio es decirlo: no sucede. Días después, alguien notifica a las autoridades, que buscan el cuerpo. Lo encuentran enterrado, calcinado. Y Michael y compañía son encarcelados, llevados a tribunales. El juez ve el caso como un asesinato premeditado y sentencia al esposo a 15 años tras las rejas. Que cumple, antes de mudarse a Canadá para siempre. Cabecitas modernas arriman hoy distintas teorías: que Michael podría haber padecido el síndrome de Capgras, por el que la persona cree que un familiar ha sido reemplazado por un impostor idéntico. Que podría haber atravesado una psicosis transitoria. Que era, lisa y llanamente, un femicida.
Michael Cleary en 1910
Por aquellas fechas, mientras tanto, la prensa se hace un festín, e incurre en el error que persistiría por más de un siglo: habla de quema de bruja, acaso porque era más sencillo así atraer el mórbido interés de lectores. Difícilmente tuviera el mismo efecto referirse a seres polimorfos para los muchos rotativos que cubrieron el asesinato: periódicos británicos (que se hicieron un picnic escribiendo sobre el “oscurantismo medieval” de una Irlanda retrógrada que de ningún modo podía gobernarse por sí misma), estadounidenses, también mexicanos. Si había fuego, había bruja, y de tanto remachar, se instaló la idea.
Aunque la historia de Bridget en nada se pareciera a la de Alice Kyteler, primera mujer acusada y condenada por brujería en Irlanda, en el siglo XIV, tras amasar gran fortuna con la muerte de cuatro maridos. Familiares de los esposos RIP aseguraron que los había asesinado vía magia negra, sacrificando animales para obtener el favor de demonios. Aunque el jurado la condenó a la pira, logró huir Kyteler a Inglaterra. Menos suerte tuvo Petronilla de Midia, una de sus sirvientas, que confesó bajo tortura haber ayudado a Alice en las artes oscuras y pereció en la hoguera en 1324. Tampoco tiene nada que ver con el conocido caso de las brujas de Islandmagee, de 1710-11, último juicio de este tipo en Irlanda: ocho mujeres fueron encontradas culpables de atacar “en forma espectral” a una joven que presentaba signos de posesión demoníaca; lo típico, vamos, “gritar, jurar, blasfemar, arrojar Biblias, convulsionar cada vez que un clérigo se le acercaba, vomitar alfileres, botones, clavos, vidrio…”. En fin.