La Cuadra
Por encargo de Jesús María Calle, que agradezco, para que reconstruyamos la constitución de un experimento cultural que propusimos en Pereira, hace ya varios lustros, recurro a mi memoria, confiando en que su fragilidad no sea un obstáculo. Al hecho lo bautizamos con el nombre de: La Cuadra, que a simple vista no sugiere nada, pero que en si tiene implícitos varios referentes.
Las primeras voces señalaron el hecho circunstancial de que en la misma cuadra y sus anexos vivían varios de los más prestigiosos artistas plásticos de Pereira como Carlos Enrique Hoyos Baena, a quien simplemente lo señalábamos con el nombre cariñoso de “El flaco”, Calle a quien conocemos afectuosamente como “Chucho”. Cercano a esos talleres funcionaba el taller de Viviana Angel Chuffi; en las inmediaciones el taller de fotografía de Javier García; por los mismos lares el Centro Colombo Americano, sede de la circunvalar, cuya directora era Lucia Molina que organizaba exposiciones. Además funcionaba el taller Raíces y otros grupos y centros de arte cuyos nombres en este momento se me escapan. Lo interesante era que todos compartían su incansable labor de trabajadores culturales sin que llegasen a formar conceptualmente una escuela de arte, porque cada quien tenía sus propias militancias pero los hermanaba la amistad, además de ser proponentes de estéticas interesantes todas. Aparte de su vocación por el oficio y su entrega a la ciudad, eran todos disciplinados y consagrados al arte.

El segundo elemento en común era la edad: hombres y mujeres generacionalmente ligados, y con la fruición expresa en todos de mirar, observar e interpretar la ciudad.
El tercer elemento que explica el éxito de esta empresa es el concepto ancestral de la cultura pereirana y más de la generación aludida. El barrio, la cuadra, el vecindario fueron en la niñez de todos. Y este modo de asumir la vida en colectivo vecinal es igualmente una marca visible en América Latina, porque eran espacios de regocijo, de entretenimiento compartido y sostenido, pero sobre todo de hermandad. Eran tiempos cuando el espacio público urbano estaba aún en la transición de pueblo a ciudad y en consecuencia no se habían entronizado ni el miedo ni el terror de la violencia que después azotaría las calles de los pueblos y ciudades colombianas. Estos artistas que de niños habían crecido asumiendo la cuadra de sus viviendas como una prolongación de sus casas y sin duda lo más importante, de adultos y hermanados en la profesión de oficiantes del arte, proponen abrir sus talleres al público y con ello recuperar e incorporar la cuadra compartida a la exposición artística con propuesta estética, abriendo sus talleres, para convertir la calle en una especie de cátedra abierta, gratuita, generosa y sin restricciones de ningún tipo. Es decir, un nuevo y contestatario concepto museográfico.

El último punto, talvez el de mayor impacto, está en relación con la tradición pereirana de la construcción mediando el esfuerzo colectivo; solidaridad social que le da identidad a la realización de las grandes obras pioneras en el desarrollo local.
Pero no sería sano dejar de señalar que en su creación intervinieron otras personas que si bien no habitaban justo ese espacio de las artes o porque no tenían talleres sino otras profesiones o porque su tablado artístico estaba ubicado en otros lados de Pereira, pero todos los convocados ofrecieron su concurso. Recuerdo con claridad el entusiasmo manifiesto en la necesidad de construir esta idea con bases sólidas. Entre estas personas recuerdo a Hugo López Martínez “el Che”, Guillermo Constain, Cecilia Caicedo, James Llanos, Hernando y Álvaro Hoyos y Clara Inés Bojanini. Asistieron más personas cuyos nombres se me escapan, pero sé que otros que están escribiendo esta misma crónica los recordarán sin duda.
De las primeras reuniones jubilosas salimos con el compromiso de construir un proyecto que se pudiera convertir en una acción cultural efectiva para la transformación cultural de la ciudad.

Entrando en el proceso de desarrollo del proyecto recuerdo un escenario: un balcón en el taller de Chucho Calle, segundo piso, mirando hacia la calle, casi siempre desierta. Un tinto y sendos cigarrillos para Carlos Alberto Hoyos y la suscrita, Chucho se conformaba con su tinto y divagábamos soñando con ese espacio de noches futuras pero muy cercanas, lleno de gentes circulando de taller en taller, todos hablando del estado del arte en Pereira y el mundo y por supuesto de ahí las conversaciones se derivarían hacia la literatura, la filosofía y tantas y tan variadas presencias culturales. Animaba nuestra reflexión el hecho de pensar nuestra nación como una comunidad imaginada. Con unos referentes simbólicos en la geografía, en la forma de llevar la vestimenta hombres y mujeres, en el embrujo de la noche, incluso en los ámbitos de la cocina y sus marcas culinarias. Ese carácter público de la cultura que expresa formas de vida, de clases, de conductas religiosas, de prácticas de credo de distintos talantes y todos los roles posibles que corresponden al desenvolvimiento cotidiano del hombre en y con su entorno son los que se constituyen en procesos de negociación de sentido.

Y en ese proceso interviene la construcción del proyecto La Cuadra como realidad en si misma que entra en relación holística con el proceso cultural de Pereira, partiendo de la aceptación de que la cultura no sólo es una mediación necesaria y de la mayor importancia en la interacción social, sino un proceso de negociación de sentido y que resultaba imperiosa la ampliación del carácter público del taller del “Maestro” a esas cuadras magnificadas el último jueves de cada mes para abrir las puertas de los talleres personales en un mismo y gran espacio donde se comparta el acto creador como un proceso de aprendizaje y de lúdica para hacer, aprender a aprender, leer desde una perspectiva nueva el concepto de museo y museografía y especialmente disfrutar de un espacio lúdico y colectivo.

Lo que en efecto fue.
Seguimos en compañía Carlos Enrique Hoyos Baena ensamblando el proyecto, llegando a avizorar la posibilidad de convertirlo en un modelo nacional al que propusimos llamar Corredor del Arte en la idea de prolongar la experiencia pereirana hasta otros espacios. Este concepto finalmente lo desarrolló Viviana Ángel en compañía de Jesús María Calle y Carlos Enrique Hoyos que con un amplio equipo de trabajo consiguieron excelentes resultados. En estas discusiones nos acompañó el artista plástico James Llanos, quien a su vez fundó “La cuadra del centro”, bajo idénticas directrices. Esbozado el proyecto, Hoyos se encargó de llevar la discusión al colectivo de artistas y de amigos del arte. La experiencia fue magnifica y sin duda el proyecto como tal tiene una lectura muy particular si se lo potencia por su capacidad de correr fronteras y de armar el pensamiento artístico desde una nueva franja de la memoria, porque la historia social, que tiene sus propios ritmos, busca despertar la sensibilidad estética de los jóvenes y de los transeúntes en general.
Cecilia Caicedo Jurado
Imágenes para ilustrar la nota, tomadas del perfil de Facebook de La Cuadra Talleres Abiertos
Álvaro Mutis: “Lo que no hagas por amor pertenece a la muerte”

“Lo que no hagas por amor pertenece a la muerte”
Juvenil y vigoroso, se mueve por el cuarto del hotel. Dice que es mejor hablar allí para evitar la interrupción de los intelectuales. Sonríe. Se cambia una camiseta amarilla por una camisa de marinero que compró en Saint Maló —tiene un velero bordado cerca del corazón— y, dentro de ella, Mutis se siente como en su casa. Dice a su hijo Santiago que no le deje olvidar La Nieve del Almirante que le va a regalar a María Luisa Bemberg. Se pone cómodo y habla: “Bueno muchachos”, con una voz rotunda, áspera y serena, como el primer trueno de una tempestad.
Dolor y alegría
El momento más doloroso ha sido para mí, hasta ahora, la muerte de mi hermano, Leopoldo, que fue durante toda la vida como un cómplice secreto de mi vida y de lo que yo escribía.
El hecho más espléndido, para mí, son los años de mi niñez que viví en Bélgica y, paralelamente, durante las vacaciones, los años que viví en una finca de mi madre y de mi abuelo que se llamaba Coello, en el Tolima. Una finca de café y caña. Los días que pasé en Coello sencillamente fueron para mí los días del paraíso.
A mí no me tienen que mostrar dónde queda y cómo es el paraíso, porque yo ya lo conozco. La finca está en la carretera entre Ibagué y Armenia, a doce kilómetros de Ibagué. Por eso fuimos con Santiago, cuando murió mi hermano, a echar sus cenizas en el río Coello y espero que se haga lo mismo con las mías, para regresar, aunque sea en forma simbólica, al sitio donde he sido más feliz.
Por eso muchas veces me dicen que soy tolimense y yo nunca lo rectifico, porque en el fondo tengo tal amor por esa tierra que pienso que eso, que es un error de tipo biográfico, es una verdad profunda.
Maqroll
Cuando comencé a publicar los primeros poemas que yo creí que eran publicables (que por cierto eran poemas en prosa, como uno que se llama La corriente), yo sentí que escribía una poesía de un escepticismo, de una desesperanza, tan grande que no iba con mi edad, con la edad de un muchacho de dieciocho o diecinueve años que liquida de repente toda esperanza y todo sentido frente a lo que hacen los hombres durante su paso por la tierra.
Entonces pensé que la voz de otro que sí tuviera experiencia y, atrás, un dolor ya sufrido y un conocimiento del mundo ya probado, le daría verdad a esa poesía. Y así nació Maqroll.
Ahora, lo que pasa —y siempre lo aclaro—, es que la vida ya alcanzó a Maqroll y ya he pasado yo por pruebas, viajes, andanzas que me permiten hablar así. Pero yo sigo teniendo un gran cariño al gaviero y, además, él es ya hoy un personaje con su propia vida, con su propio pasado, con sus propios intereses, con sus propias relaciones con sus amigos: hechos que voy narrando y que le van dando cada vez más peso y más verdad. Ya Maqroll es un ser vivo que me hace la vida a veces imposible.
Yo muchas páginas las estoy escribiendo con la presión del personaje muy evidente y muy sentida sobre mí. Algunas veces, por ejemplo, se me ocurre decir: “Bueno, ahora voy a escribir un viaje de Maqroll a tal parte” y me doy cuenta de que él va para otro lugar, con otro fin y a buscar otras cosas ya por su cuenta. Entonces tengo que parar mucho la oreja, antes de escribir, porque él está ahí.
Un solo libro
Cuando yo escribí La nieve del almirante lo hice simple y sencillamente para darme una idea de si —a partir de un poema en prosa del mismo nombre—, lo que yo vi como el fragmento de una novela, en verdad podía ser una novela. Cuando terminé, dije: ‘Bueno, sí es una novela; lo voy a publicar y con esto termina el experimento’.
Eso creía yo. Pero inmediatamente empezó la presión de los personajes y empezaron a reclamar espacio y a pedir cancha, para decirlo en una forma un poco familiar. Creo que todas las novelas son en realidad un solo libro. Y sí, en verdad, yo he pensado que se pueden publicar las novelas como un solo volumen.
Lo inexplicable
Me doy cuenta cada vez más de que lo inexplicable, lo inefable, el lado oscuro en el destino de los hombres, me interesa profundamente y creo que existe, creo que hay una parte nuestra y en nuestro destino que es indescifrable.
Cuando me preguntan si creo en Dios, siempre contesto una cosa que parece una paradoja y que es lo que me sale contestar: lo que me sucede es que no entiendo cómo se puede no creer en Dios. Para mí el gran misterio que hay es ser ateo: el tipo que de veras puede vivir un minuto en la vida pensando que es el dueño y el autor de todo lo que le rodea, y que atrás y encima de él y antes de él no hay nada. Eso es una conclusión tan absurda que si yo llegara un día a esa conclusión me pegaría un tiro.
Entonces sí hay un interés muy grande en precisar y denunciar la presencia de ese otro lado nuestro que no tiene nombre. Podría decirse que, en buena parte, mis personajes vienen de ese otro lado, sobre todo los personajes femeninos. Mis personajes femeninos vienen de una zona que yo mismo no conozco. En Flor Estévez, por ejemplo, evidentemente hay un trasfondo de misterio.
El regreso de los muertos
La muerte de mis personajes es algo que me han cobrado mucho con un personaje que yo quiero mucho, y al que las lectoras le tienen gran cariño, que es Ilona. La verdad es que a mí se me murió Ilona de repente, yo no tenía proyecto de matarla.
Abdul, por ejemplo, a pesar de que murió, vuelve a salir y se prolonga. Como mis libros no tienen una secuencia cronológica, yo puedo volver a Abdul y, en efecto, en Adbul Bashur soñador de navíos está Ilona de nuevo.
Yo aquí escribiendo
A mí nunca me ha dado por escribir novela. Para mí, cada novela es la continuación de un poema y el ambiente que yo siento, la tensión interior que yo siento cuando estoy escribiendo una novela es la que siento cuando estoy escribiendo un poema.
Tal vez por eso, lo reconozco con franqueza, las novelas tengan ciertos puntos flacos —como novelas, como estructura novelística—, pero eso a mí ni me interesa, no me importa. Lo que me interesa es que esa condición de poesía y esa esencia poética siga corriendo por esas páginas como corre por mis libros de poesía.
En Europa, eso los tiene muy intrigados. Como los franceses, gracias a Descartes, y al carácter racionalista, no resisten una situación así, es muy curioso conversar con ellos porque lo que me dicen es que eso no es posible: o se es poeta o se es novelista. Y entonces yo siempre contesto: ‘Ni soy poeta ni soy novelista’.
Yo no me siento en la máquina y digo yo poeta voy a escribir. Es más, yo he evitado siempre, me parece profundamente abusivo y además de muy mal gusto, decir el “yo poeta” que aparecía tanto en la poesía romántica, la de los simbolistas y los modernistas.
¿Yo poeta? Uno no puede darse un título que le corresponde a alguien como el Dante o Baudelaire o a alguien como Keats o como Ezra Pound. Me parece una confianza un poquito abusiva.
Yo no me atrevo y no puedo decir “yo novelista”, mucho menos. Para mí novelista es Tolstoy o Dickens.
Diría: “Yo aquí escribiendo, yo aquí luchando a brazo partido con las palabras”.
Cada vez me cuesta más trabajo escribir, mucha dificultad. Pero ahí voy, cumpliendo con un destino. Escribo todos los días.
El destino
Es una vocación evidente que no la ves al comienzo. Al comienzo la ves como el gusto por las letras y, desde luego, en mi caso, la condición de lector devorante, insaciable, te ha llevado a escribir y de repente te das cuenta de que has tomado una responsabilidad, y de que ésa es tu vida.
La responsabilidad es contigo. Con ese otro que esta allá adentro queriendo decir una serie de cosas, sintiendo que el decirlas es su destino, y yo, que he vivido en realidad dos vidas completamente distintas, lo sé muy bien, he puesto a prueba esa vocación.
Yo jamás he vivido de mis libros, jamás he vivido de la pluma, jamás he colaborado en un periódico en forma continua, para vivir. No es que me parezca mal, y no lo digo por ustedes que están sentados ahí, pero una de las cosas que admiro más en García Márquez, fuera de las muchas que admiro en la persona y en el escritor, es que jamás ha hecho ni ha vivido de otra cosa que de su escritura.
Esa es una condición muy bella, casi parecida a la del santo. Yo no, yo fui más cobarde y, para poder vivir más cómodamente y tratar de que mi familia viviera con cierta facilidad, acepté desde muy joven puestos que nunca tuvieron que ver nada con la literatura.
Un camino de salvación
La literatura sería un camino de salvación. Yo insisto mucho en lo que llamo “el poder de salvación de la poesía”. Hay una bella página de Jorge Zalamea sobre eso.
Otra cosa sobre la que insisto muchísimo es que la poesía o es visionaria o no es poesía, es otra cosa, es prosa, es un mensaje político, es un panfleto, no me importa cómo se pueda llamar. Pero la poesía tiene en su esencia la condición de visionaria, eso quiere decir que es una visión que trasciende el marco de la realidad que nos están dando nuestros sentidos, es el otro lado también de las cosas, del mundo y de los hechos, ese lado que se ha quedado sin descifrar. La poesía intenta descifrarlo. En los grandes poetas, como el Dante, como Antonio Machado, lo descifra.
Al vuelo
La poesía la he escrito en todos los instantes que me dejaba libre el trabajo. Libros enteros como Los emisarios, como Caravansarí, como el Homenaje y siete nocturnos, los he escrito en aeropuertos.
El avión es el método más lento de viajar que ha logrado inventar el hombre. La cantidad de tiempo que se pierde en demoras y, después, a cantidad de tiempo que se pierde volando en esa especie de nada que es el tiempo dentro de un avión, a mí me ha servido para escribir.
La desesperanza
Yo creo que hay que tener gran atención a lo que dicen y narran los vencidos, entre otras cosas porque no hay vencedores. No existen los vencedores, todos terminamos vencidos.
El diálogo de Belem do Pará: “Procura que tu propia muerte la hayas esculpido y la hayas modelado tú mismo y no los demás. En eso no dejes que los demás se metan”. No es fácil, puede venir el azar y destruirte, destruir ese sueño y esa posibilidad. Si es así, mala suerte; hay cosas en las que tú no puedes intervenir. Pero procura, es lo que digo yo, procura que lo sea. Si no fue posible, pues en fin.
La política
A mí me interesa la política cuando ya han pasado trescientos años por lo menos. Ahora empieza a interesarme la batalla de Lepanto, por ejemplo.
Y jamás he firmado un manifiesto. Jamás. Jamás he votado. Jamás he emitido una opinión política, porque sencillamente ni entiendo, ni me he ocupado de eso, ni hablo de lo que no sé… Ahora, del golpe de estado de Napoleón sí podemos hablar varias horas, si quieren.
La isla desierta
Yo leo muy poca literatura latinoamericana ya, muy poca.
Yo llevaría, desde luego, a la isla desierta, las memorias de Saint Simón porque, claro, son veintitantos tomos y son divertidísimas, y mientras tanto espero que ya me hayan rescatado.
La obra de Valery Larbaud, su obra en prosa y poesía. Todo Dickens, que me deslumbra y me encanta. Y, desde luego, el que yo llamo EL LIBRO, con mayúsculas, que es el Quijote, para caer en el lugar común absoluto. Pero, cómo decía en las palabras que tuve que decir en la Alcaldía, yo recomiendo un regreso a los lugares comunes y no descartarlos tan rápidamente, porque por algo han sobrevivido a muchas cosas que resultaron bastante más tontas que los lugares comunes.
El libro Don Quijote, para mí, en mi experiencia personal de lector, no se agota jamás, tienen una novedad permanente.
El otro día, arreglando los libros, en una edición grande, presuntuosa que no sé quién me regaló o dónde me robé (ilustrada con unos dibujos horribles de Dalí), abrí totalmente al azar el capítulo de la muerte de Don Quijote y se me llenaron los ojos de lágrimas y volví a sentir eso: ‘Se murió este loco, ahora qué hago yo, solo en el mundo. Se me murió este hombre, carajo’.
Ese sí que era un lúcido. No hay tal locura en Don Quijote, sino el poder maravilloso de transformar el mundo y de hacer del mundo un lugar de poesía.
Los niños
Ponle cuidado a los niños porque son absolutamente impresionantes. Yo tengo ahora un nieto que cada día me deja más asombrado. La certeza con que el niño va hacia el mundo, va dominando y va escogiendo su parcela de realidad es asombrosamente maravillosa. Luego la pierde con la razón, cuando empieza a pensar. Así se pierde todo.
La forma como los mayores nos comportamos con los niños es absolutamente grotesca. Los niños a veces se nos quedan mirando, como diciendo: ‘¿a usted qué le pasó?, ¿se volvió loco?’ Porque el niño ya vio cómo es la vaina.
El niño no parte de la realidad, parte precisamente de donde debe partir el poeta que es de la condición visionaria. Ellos van kilómetros adelante.
Yo tengo con Nicolás, mi nieto, unos cuidados y un respeto que desgraciadamente no tuve con estos hijos queridísimos. Yo tengo aquí tres hijos: María Cristina, que es fisioterapeuta; Santiago, que ése sí es poeta, y Jorge Manuel, que estudió cine en Londres. Tengo otra hija en Chile, de otro matrimonio, y sólo ahora me doy cuenta de la infinita torpeza con que uno se acerca a ese misterio extraordinario.
De niño yo era muy travieso, insoportable, inaguantable. Todavía mis primas a veces me dicen: ‘Usted era invivible’. Interrumpía a los mayores, echaba mis cuentos. Era muy inquieto.
El miedo
Yo a lo que le tengo miedo es a lo que pudiéramos llamar el deterioro de la mente: cuando la mente no te sirve para lo que te ha servido siempre. A eso le tengo temor, a la muerte no. No es que me guste, pero ahí está.
El amor
No hay otra cosa que el amor. Acuérdate siempre de un verso de Walt Whitman (lo digo siempre en la traducción de León Felipe, que encuentro muy bella aunque no se ajusta exactamente a las palabras): “El que camina una sola legua sin amor, camina directamente hacia su propio funeral”.
Lo que no hagas por amor pertenece a la muerte.
Cartagena, marzo de 1992.
La entrevista a Álvaro Mutis se realizó en colaboración con el periodista Gustavo Tatis Guerra. El texto apareció publicado originalmente en el suplemento Dominical, de El Universal, de Cartagena.
Ni ciudad maldita ni no lugar: la Tijuana Fronteriza de Luis Humberto Crosthwaite
Por, Elena Ritondale, Universidad Autónoma de Barcelona
Tomado del libro: DIMENSIONES. El espacio y sus significados en la literatura hispánica
Hablaré hoy de Estrella de la Calle Sexta (2000), de Luis Humberto Crosthwaite, escritor tijuanense, columnista, autor de adaptaciones para el teatro y la radio, y director del proyecto editorial independiente Yoremito. De entre sus obras más conocidas se encuentran, además de la antología que se presenta aquí: Idos de la mente (2001), Instrucciones para cruzar la frontera (2002), Aparta de mí este cáliz (2009), Tijuana crimen y olvido (2010).

A continuación se analizarán los tres cuentos presentes en Estrella de la Calle Sexta, titulados «Sabaditos en la noche», «Todos los barcos» y «El gran preténder» (ya publicado como novela corta en 1990).
La lectura que aquí se propone comparte la tesis propuesta por Diana Palaversich en «Ciudades invisibles. Tijuana en la obra de Federico Campbell, Luis Humberto Crosthwaite, Francisco Morales y Heriberto Yépez» (1) , según la cual la representación que Crosthwaite realiza de Tijuana se aleja del binomio algo maniqueo («ciudad maldita» o «no lugar») con que se ha narrado la ciudad hasta ahora. La Tijuana de Crosthwaite es un lugar bien concreto y, hasta, querido, por lo menos en una cierta medida y en la obra objeto del presente análisis.
Aquí se propone que dicha diferencia de mirada hacia la ciudad por parte de Crosthwaite —que de acuerdo con Palaversich cartografía la Tijuana de las clases populares de la cultura «chola» (la crítica aquí se refiere específicamente a «El gran preténder»)— se realiza a través de dos elementos en particular: el tiempo, tanto colectivo como individual, y la contraposición de dentro y afuera, que hace hincapié en la dimensión concreta de la ciudad como en la de sus barrios. Además, a continuación se hallarán los puntos de esta obra que ayudan a entender cómo, incluso un elemento como la violencia, que parecería confirmar los estereotipos con que se ha relatado Tijuana, cobra un sentido distinto y opuesto de acuerdo con Crosthwaite, porque contribuye a dibujar la imagen de un lugar familiar o comunitario, que tiene que ser defendido.
Antes, cabe explicar por qué en el presente estudio se ha elegido este texto, de entre los otros del autor que también están dedicados a Tijuana. Se describirá, además, el marco teórico en que el estudio se coloca.
Estrella de la calle Sexta es quizás la antología más comentada de Crosthwaite con respecto a su valor como exponente del carácter «híbrido» o «transnacional» de las culturas en las ciudades de la frontera. Refiriéndose a ella, Juan Villoro afirmó que Crosthwaite es «el gran mitógrafo de Tijuana» (2). Parece útil, entonces, enfrentar la obra a las teorías más debatidas sobre el contexto en que se ha realizado.

Desde el punto de vista teórico, los trabajos sobre la frontera han ido cobrando público tras el desarrollo de los estudios chicanos, y esto presenta algunos temas que merecerían más espacio y atención para debatirse. Antes que nada, de acuerdo con Pablo Vila, «la teoría de la frontera anglosajona y chicana se ha convertido en el único discurso legítimo» (3), sobre todo con respecto a la formulación de la idea de la frontera como tercer espacio. Vila opina que dicha teoría, que describe la frontera como un «tercer espacio» entre los dos estados vecinos, es «una iniciativa estadounidense»(4), que ignora otras versiones que surgen en el mismo espacio provenientes de diferentes maneras de apreciar los procesos sociales e históricos del territorio. En general, la perspectiva mexicana en los estudios sobre la frontera se muestra más descriptiva, mientras que la estadounidense resulta más teórica y ahonda en conceptos como la metaforización de la frontera, tema que se vuelve muy popular gracias al texto de Gloria Anzaldúa, Borderlands, la frontera, de Perla Ábrego, en su artículo «La frontera como sistema simbólico en la literatura contemporánea», opina que tanto la teoría poscolonial, a través de conceptos como tercer espacio e hibridación, como la teoría posmoderna, en manos de principalmente García Canclini, proponen la frontera como el paradigma de la posmodernidad. Sin embargo, la idea de espacio híbrido ha sido cuestionada por distintos críticos —entre los cuales Misha Kokotovic (5) y Gilberto Giménez (6)—, porque quitaría al sujeto y al espacio su pertenencia al territorio y convertirías estos en elementos imaginados.
Con respecto al caso específico de Tijuana, de acuerdo con García Canclini la ciudad representa «el mayor laboratorio social de la posmodernidad». Según Kokotovic dicha teoría subestimaría «la desigualdad creciente de las sociedades latinoamericanas» porque:
por más que García Canclini insista en la naturaleza conflictiva del concepto, la hibridez sugiere, por el contrario, una combinación armoniosa, casi natural, de diversos elementos culturales, y de esta manera se presta, por lo menos en la academia norteamericana, a un multiculturalismo oficialista cuidadosamente depurado de referencias a conflictos de intereses materiales (7).
El mismo Canclini volvió a hablar de su teoría y afirmó, en una entrevista con Fiamma Montezemolo de 2011: «Diría que ya para mí Tijuana no es, como escribí en Culturas híbridas, un laboratorio de la posmodernidad sino quizá un laboratorio de la desintegración social y política de México como consecuencia de una ingobernabilidad cultivada» (8).
La obra de Crosthwaite no encaja por completo en ninguna de estas teorías y su(s) frontera(s) son espacios concretos y definidos, lejos de utopías y metaforización. No obstante, puede resultar interesante la visión propuesta por Anzaldúa; no tanto por lo que se refiere a la idea de la existencia de una «nación» nueva nacida en la frontera entre EE. UU. y México, como por la aplicación del concepto de frontera a los aspectos más privados e íntimos de la existencia (el género, las raíces personales y familiares, etc). Crosthwaite también ofrece la posibilidad de reflexionar sobre aspectos personales relacionados con la idea de frontera, sobre todo en «Sabaditos por la noche» y en «Todos los barcos».

Diana Palaversich, investigadora y autora de, entre otros textos, De Macondo a McOndo. Senderos de la postmodernidad latinoamericana, sugiere en distintos artículos dedicados a Tijuana la existencia de un grupo de escritores contemporáneos (Federico Campbell, Luis Humberto Crosthwaite, Francisco Morales y Heriberto Yépez) que narran la frontera como un espacio en el cual es posible arraigarse y se refieren a Tijuana como a un lugar concreto, lleno de historia y de memorias.
Lo que permite a Crosthwaite salir de los maniqueísmos en Estrella de la calle Sexta —comienzo de su reconocimiento fuera del ámbito local e incluso nacional— es una narración subjetiva, donde la ciudad está vinculada a episodios biográficos de los personajes —directamente o indirectamente— y a su horizonte emotivo. Los puntos de vista, múltiples y heterogéneos, nunca llegan a coincidir y a crear una perspectiva global o estereotipada.
Crosthwaite cuestiona el carácter exclusivamente nómada y utópico de las identidades de la frontera. Su Tijuana es más bien un lugar donde permanecen líneas de división entre clases sociales, géneros y sujetos con vidas a veces profundamente distintas. Sus personajes representan un ejemplo de lo que, de acuerdo con Tabuenca Córdoba en «Aproximaciones críticas sobre las literaturas de la frontera» (9), sería un sujeto fronterizo con profundas raíces familiares y culturales en la región. El énfasis en lo cotidiano, en las distintas rutinas, pero también la capacidad de otorgar a la ciudad una profundidad histórica gracias a la superposición de los cuentos de personajes de generaciones distintas, son algunos de los elementos que permiten una narración menos convencional de las que se han dado durante muchos años.
La narración de Crosthwaite en el texto que aquí se presenta hace hincapié en los elementos locales, justamente los que han quedado algo afuera de la discusión sobre la ciudad como modelo cosmopolita de la posmodernidad.
Vuelvo a hacer referencia al trabajo de Diana Palaversich, porque de acuerdo con ella los narradores de las obras de Federico Campbell y del grupo de autores antes mencionados son caminantes que hacen recorridos seguros por los pasillos de su memoria, a través de la cual reconstruyen los episodios símbolos de la historia colectiva y personal.
En el caso de «Sabaditos en la noche» esto resulta evidente, porque el protagonista apenas recorre unos cien metros desde la esquina donde pasa su tiempo a mirar la gente andando, corriendo y conduciendo, hasta el bar donde se emborracha. En su caso se puede hablar justamente de un paseo por las memorias y, al mismo tiempo, de un contrapunto entre la imagen de Tijuana en movimiento constante, la Tijuana del cruce y de los tráficos por un lado, y la Tijuana de los que se quedan y miran al movimiento de los demás como algo ajeno pero al mismo tiempo «natural», aceptado.

Mi propuesta de lectura de Estrella de la Calle Sexta quiere destacar este otro enfoque posible con respecto al espacio fronterizo, una lectura menos «metafórica» y más concreta aunque lírica, cotidiana, atenta a temas y conflictos del territorio.
Un elemento central, que permite otorgar lo concreto a la ciudad es el tiempo. Las referencias al pasado son constantes tanto en el primer cuento, «Sabaditos en la noche», donde la reflexión tiene un carácter individual, como en el tercero, «El gran preténder», donde se refiere a la dimensión colectiva del barrio y a su transformación. En este segundo caso la narración se lleva a cabo a través de la sucesión de dos momentos distintos, gracias a un montaje alternado: por un lado se encuentra el presente del narrador, quien sin embargo es una voz interna al barrio, y por el otro el presente de los acontecimientos narrados por él. De esta forma su visión personal se vincula a la vida de sus compañeros de barrio y desemplea el papel de un comentario nostálgico, alternando presente y pasado.
Paradójicamente, incluso el segundo cuento, «Todos los barcos», en parte distinto de los demás, confirma esta centralidad del tiempo y de la memoria. En este caso el protagonista, un chico estadounidense que acaba de cumplir dieciocho años, está obligado por el hermano a celebrar su cumpleaños en Tijuana. Mientras sus amigos buscan los atractivos de la ciudad (alcohol, mujeres y droga), el protagonista aparece atrapado en su memoria y en el recuerdo de la chica que ama al otro lado de la frontera. Aunque sin quererlo, Tijuana resultará vinculada con su vida y con una fecha tan importante como la en que llega a ser adulto.
La frontera ya no es solo un elemento espacial sino temporal.
En «Sabaditos en la noche» el tiempo es un elemento que lleva a la formación de una identidad. El protagonista afirma:
Bueno, la verdad es que en la historia del ser humano hay delantes y patrases, y si pudiera hacerte un dibujo pensarías que es una carretera, simón, pensarías que es un mapa porque eso es la vida, rectas, curvas, vados, puentes, accidentes… Mira esta raya: el punto de origen es cuando naces, luego le sigues y pasa tu infancia y adolescencia y por allí el camino empieza a convertirse en dos. En esa época tomas decisiones elementales que bien podrían cambiar el rumbo de la carretera (10).
Lejos de ceder a metáforas teóricas, el protagonista está hablando aquí de su propia existencia y de los acontecimientos que lo han llevado a elegir una esquina de una calle de Tijuana como lugar donde quedarse: «Yo escogí los caminos y escogí también que mis sábados pasen en esta esquina» (11). El protagonista reivindica su elección y muestra una relación particular con aquel pedazo de mundo, al punto que quería defenderlo de la tristeza.
[E]so sí que sería extraordinariamente mala onda, un bato llorando por una morra, y luego en mi esquina […] Espera espera —le digo— no me digas que vas a chillar porque eso sería extraordinariamente mala onda, no se hace en público, compa, aliviánase o márchese que en esta esquina solo hay lugar para un corazón flagelado (12).
El espacio y el tiempo coinciden en este cuento, en el sentido de que cambian en el mismo momento para el protagonista.
Soy papá de nadie; fui papa de alguien, pero ya no. Se me acabó la paternidad justo en este punto de la carretera, mira, aquí donde la curva se vuelve muy pronunciada, donde es peligroso, donde uno debe bajar la velocidad porque si no… A partir de ese instante el camino volvió a cambiar, dio una vuelta en u, se desgradó, se acabó el asfalto, se volvió terracería… Así fue cómo volví a nacer (13).
El pasado y el presente en cierta medida no dejan de dialogar y el tiempo se vuelve circular, tanto que la mujer amada por el hombre tiene la misma edad que tendría la hija de este.
Volviendo a referirnos a las teorías de Canclini y al debate sobre el reconocimiento del elemento conflictivo por parte de las teorías sobre Tijuana, en Estrella de la Calle Sexta Crosthwaite ahonda también en las contradicciones, que son parte del territorio. El conflicto está presente en las distintas «fronteras» (e insisto, no teóricas sino muy concretas) que se hallan a lo largo de la narración: fronteras que separan los personajes por clases, por género, por experiencias de vida. En «El gran preténder» se lee: «Si se muere un cholo nadie hace de tos. Si se muere otro bato, un yúnior, un influyente entonces sí, ¿de verdad? Entonces chínguense a los cholos» (14).

Junto con el tiempo, también la representación de la violencia contribuye a construir una imagen concreta y cotidiana de Tijuana porque ayuda a entender que, lejos de ser una «tierra de nadie», está percibida por los protagonistas como un lugar para defender, con confines precisos, un dentro y un afuera. Mejor dicho, cada barrio de la ciudad tiene su frontera, que lo separa de los otros barrios y donde se desarrolla la vida de comunidades territoriales. Esta se caracteriza, en el relato de Crosthwaite, por códigos de conducta cuyo respecto está garantizado —en «El gran preténder»— por el protagonista, el Saico, personaje carismático del barrio; y por la violencia «interna». Sin embargo estas comunidades se perciben amenazadas por la violencia que llega de afuera.
Lo que se acaba de afirmar resulta muy evidente cuando una de las chicas del barrio es violada por un chico de una familia importante de San Diego. Sin que tenga la menor importancia la pertenencia a otro Estado o la dimensión transfronteriza, la comunidad responde a la violencia con la venganza, de acuerdo con un código de conducta común a miles de barrios de otras ciudades en el mundo. En ese caso la decisión sobre qué acción llevar a cabo para recordar a «los de afuera» que «el barrio se respecta», está tomada por el Saico con el apoyo de los otros hombres del barrio: «En el barrio no hay jefes. En el barrio somos carnales, home boys, raza de acá. Pero el Saico es el más felón y esto se sabe. […]
Ahí estamos con el Saico y esta vez somos más, está la clica completa. Hasta los rucos están ahí» (15).
Sin embargo, resulta interesante notar cómo se representa de forma distinta la violencia «cotidiana» —en muchos casos contra las mujeres por parte de sus parejas o de sus padres, que está más o menos tolerada— y la que llega desde afuera.
La representación de la violencia como algo muy cotidiano recuerda las palabras de Rossana Reguillo con respecto a las consecuencias del neoliberalismo y de la globalización en el contexto latinoamericano en «Formas del saber. Narrativas y poderes diferenciales en el paisaje neoliberal» (16). Reguillo analiza la búsqueda de sentidos de pertenencia dentro del contexto neoliberal; búsqueda que en muchos casos lleva a la vuelta a formas de organización jerárquicas, encabezadas
por líderes carismáticos o autoritarios según el contexto, que ofrecen respuestas a la falta de certidumbre sufrida por los sujetos en la «sociedad líquida», tomando las palabras de Bauman. Eso resulta muy evidente el «El gran preténder»: «La única neta es que el Saico era el bato más felón del barrio, o no? Tú ibas al taller donde jalaba, y si tenías algún problema (que si buscabas un toque, que si querías chingarte a un bato, que si te urgía una feria…) el mero Saico era quien te hacía el paro»17. En «El gran preténder» el destino del líder del barrio parece coincidir con la decadencia de este último. El sentido de pertenencia, la violencia y el papel central del tiempo encuentran en las palabras del narrador de «El gran preténder» su síntetis: «ya se acabó, comentan los morros. El Saico no está, el Mueras no está, el Chemo no está» (18).
Desde el punto de vista estructural la antología juega con la imagen de la frontera. El volumen se compone de tres textos. El primero y el tercero, largos, relatan las historias de personajes que, como se ha visto, tienen o han desarrollado a lo largo del tiempo una relación de pertenencia con Tijuana. El cuento más corto, «Todos los barcos», se encuentra en el centro y muestra ciertas diferencias interesantes de los otros. En este caso sus personajes no tienen vínculos con Tijuana; como se ha visto, solo quieren celebrar un sábado por la noche. Son los turistas del fin de semana, el estereotipo del ciudadano estadounidense en búsqueda de diversión. Propongo que este cuento y sus personajes se encuentran en el medio del volumen porque representa el cruce, la relación con el vecino del norte: representa la Frontera con F mayúscula y por esto se sugiere que tiene que encontrarse en el medio.
El estilo de Crosthwaite logra respetar las diferencias entre los personajes: el protagonista de «Sabaditos en la noche», un gringo desplazado hace mucho tiempo a Tijuana, en su monólogo alcohólico da fé de su procedencia, mezclando palabras de los dos idiomas pero eligiendo ya la forma escrita del castellano, transcribiendo así los sonidos del inglés. El narrador en tercera persona de «El gran preténder» demuestra su procedencia del barrio del Saico, su mirada de adentro, a través de un habla fiel a la jerga y al lenguaje verbal utilizado por los personajes del cuento, confirmando su cercanía con ellos. El narrador de «Todos los barcos», al relatar las hazañas del chico estadounidense de paso a Tijuana, muestra su distancia del contexto en el que se encuentra, a través de un lenguaje correcto y de frases cortas, fragmentadas, que nos muestran la dimensión mental en el que el protagonista busca refugio, en el intento de huir de la realidad Tijuanense, que no le inspira ninguna empatía.
(1) D. Palaversich, «Ciudades invisibles. Tijuana en la obra de Federico Campbell, Luis Humberto Crosthwaite, Francisco Morales y Heriberto Yépez», Iberoamericana, XII, núm. 46, 2012.
(2) J. Villoro, «Estrella de la calle, de Luis Humberto Crosthwaite», Letras Libres, México D.F., 2000.
(3) Citado por P. Ábrego, «La frontera como sistema simbólico en la literatura mexicana contemporánea», Revista Surco Sur, vol. 2, University of South Florida, 2011, pág. 47.
(4) Citado por P. Ábrego, ob. cit., pág. 49.
(5) M. Kokotovich, «Hibridez y desigualdad: García Canclini ante el neoliberalismo», Revista de crítica literaria latinoamericana, núm. 52, Lima-Berkeley, 2000.
(6) G. Giménez, «La frontera norte como representación y referente cultural en México», Culturas y representaciones sociales, México D.F., Universidad Nacional Autónoma de México, 2007.
(7) M. Kokotovich, ob. cit., pág. 290.
(8) F. Montezemolo, «Cómo dejó de ser Tijuana laboratorio de la posmodernidad. Diálogo con Néstor García Canclini», Alteridades, vol. 19, Universidad Autónoma Metropolitana, México D.F., 2009.
(9) M. S. Tabuenca Córdoba, «Aproximaciones críticas sobre las literaturas de las fronteras», Frontera Norte, vol. 9, Tijuana, Colegio de la Frontera Norte, 1997.
(10) L. H. Crosthwaite, Estrella de la calle sexta, México D.F., Tusquets Editores, 2000, pág.32.
(11) Ibíd., pág.13.
(12) Ibíd., pág.18.
(13) Ibíd., págs. 34-35.
(14) Ibíd., pág.110.
(15) Ibíd., pág. 106.
(16) R. Reguillo, «Formas del saber. Narrativas y poderes diferenciales en el paisaje neoliberal», Cultura y neoliberalismo, Buenos Aires, CLACSO, 2007.
(17) L. H. Crosthwaite, ob. cit., pág. 82.
(18) Ibíd., pág. 82.
Bibliografía
Ábrego, P., «La frontera como sistema simbólico en la literatura mexicana contemporánea», Revista Surco Sur, vol. 2, University of South Florida, 2011, págs.47-52.
Anzaldúa, G., Borderlands/La Frontera: The New Mestiza, San Francisco, Aunt Lute Books, 1987.
Crosthwaite, L. H., Estrella de la calle sexta, México D.F., Tusquets Editores, 2000.
—Instrucciones para cruzar la frontera, México D.F., Tusquets Editores, 2011.
Giménez, G., «La frontera norte como representación y referente cultural en México», Culturas y representaciones sociales, México D.F., Universidad Nacional Autónoma de México, 2007, http://www.culturayrs.org.mx/revista/num3/Gimenez.pdf.
Kokotovic, M., «Hibridez y desigualdad: García Canclini ante el neoliberalismo», Revista de crítica literaria latinoamericana, núm. 52, Lima-Berkeley, 2000.
Montezemolo, F., «Cómo dejó de ser Tijuana laboratorio de la posmodernidad. Diálogo con Néstor García Canclini», Alteridades, vol. 19, Universidad Autónoma Metropolitana, México D.F., 2009, http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0188-70172009000200010
Palaversich, D., «La vuelta a Tijuana en seis escritores», Aztlán, vol. 28:1, Los Angeles, UCLA Chicano Studies Research Center, 2003, págs. 97-125.
— De Macondo a McOndo. Senderos de la postmodernidad latinoamericana, México D.F., Plaza y Valdés, 2005.
— «Ciudades invisibles. Tijuana en la obra de Federico Campbell, Luis Humberto Crosthwaite, Francisco Morales y Heriberto Yépez», en Iberoamericana, XII, núm. 46, Berlín, 2012.
Reguillo, R., «Formas del saber. Narrativas y poderes diferenciales en el paisaje neoliberal», Cultura y neoliberalismo, Buenos Aires, CLACSO, 2007, biblioteca clacso.edu.ar.
Tabuenca Córdoba, M. S., «Aproximaciones críticas sobre las literaturas de las fronteras», Frontera Norte, vol. 9, Tijuana, Colegio de la Frontera Norte, 1997.
Villoro, J., «Estrella de la calle, de Luis Humberto Crosthwaite», Letras Libres, México D.F., 2000, http://www.letraslibres.com/mexico/libros/estrella-la-calle-luis-humberto-crothwaite.
#Lacebraenimagenes. LA CAUSA. Asociación de Caricaturistas Colombianos Independientes
Movimiento social de caricaturistas colombianos independientes que busca, por medio del colegaje, promover, difundir y defender la crítica social a través de manifestaciones artísticas.





Sigan a La Causa en Facebook, Instagram y Twitter, los encuentran como @lacausaresiste
Fragmentos del libro: La bailarina sonámbula, Alberto Bejarano
Gracias a Sílaba Editores compartimos fragmentos del libro de poesía La bailarina sonámbula de Alberto Bejarano. Una novedad de esta casa editorial.
La bailarina sonámbula. Noches y nieblas
Alberto Bejarano
Poesía
Parte I
Noches y nieblas
Yo no estuve en Auschwitz
Yo no estuve en Hiroshima
Yo no estuve en Okinawa ni Nagasaki
Yo no estuve en Bojayá
Yo no estuve en El Salado
Yo no estuve en La Gabarra ni en Trujillo
Las palabras NO se repiten.
NO doblaban campanas en un entierro popular.
En procesión las palabras como las pieles quemadas.
El vecino escuchaba rap, se colaba el olor a hierba.
Ritmaba el aire en los alrededores, tambores de mis recuerdos me estremecían.
No alumbraban noches en mí. Nieblas si.
Fumaba desteñido amarillos papeles armados con retazos de hojas sueltas.
Los periódicos se apilaban en la escalera del edificio:
crucigramas a medio armar
bigotes sueltos a las fotos de hace 100 años.
Un punto muerto.
¿Dónde creí estar?
…YO NO ESTUVE EN…
Dejé de ser una persona natural
me puse un nombre nuevo
de santo popular del medioevo español.
Dejé de vestirme de negro
A la tarde y a la noche
se me vio de repente tarareando canciones de rocola.
Trabalenguas de guarachas.
En un taller oblicuo, de paso al boquerón
me tomé unos tragos de más sin desvariar culpas
fueron alambiques rebosados de la vía al mar.
Ave rara avis me dijeron.
Más no me importó
busqué refugio entre los tejados verdes y blancos
preparé pócimas con hierbas amargas del mercado
escribí en una libreta aforismos
salidos de viejos recetarios de mi abuela María
Teresa
Me sentí más mortal, más perecedero.
Menos predecible.
Menos fatal.
Tal vez la escritura
Tal vez la escritura
cómo (no) saberlo
sea el aguijón hacia dentro
repetirse
Los dioses no tienen instintos ya
doy vueltas en la cama
me levanto, tomo gotas homeopáticas
orino a cuenta gotas
casi
no me duermo
tal vez
vengo a escribir, no,
vaciarme en la oscuridad
qué poca tinta se requiere para eso
la muerte acecha en cada esquina
línea
anoche soñé algo parecido
yo, solo, bomba de gasolina, motos que van a mil
¿qué hora es?
las últimas bombillas titilan.
La noche no da espera
Otro nombre nuevo
No supo arrancarse el corsé:
desapareció de los cafetines
el vestido negro ceñido se empolilló
su piel se fue marchitando
atrás quedó el sudor, el brío, el rumbón melón
soñando despierta se espantaba así misma
antes había hecho de sus caderas el tam tam
cabalgadura de potros jóvenes
danza de los siete velos salpicada por rones baratos y
cigarros negros
Ya no sabía cómo hacer desvariar a un hombre
¿surcir con sus labios y dientes al viento el pudor
apretar las piernas en el minuto indicado
gritar nombres de cualquiera?
Al irse el pasajero, se desprendía del olor sofocado del
macho
ni lamiendo sus heridas
ni con sal conseguiría su propio orgasmo
Sonámbula la bailarina
(Poema teatral ahora con la actriz Isabela Córdoba Torres)
Es un monólogo de interiores en primera persona interpretado por una sombra de mujer que se desliza por un espacio cerrado, oscuro, con tenues destellos que entran por una ventana con persianas medio abiertas. Velas sutiles se mueven con el viento. La salsa acecha en las memorias del cuerpo. Rifirrafe en las pistas del pasado: guaracha vs. boogaloo.
Al inicio se escucha una ducha en alta presión y se ve el vapor que asciende hasta empañar el espejo. Entonces aparece una silueta, con bata, aproximándose al espejo. Dibuja su rostro suavemente frente a ella. Se cierra la ducha. Ella canta una canción de salsa en volumen bajo, “El Diablo” de Willie Colón, ya sin Héctor ni Rubén… “no firme el papel, no firme el papel, que ese hombre es el diablo te digo y al infierno te quiere llevar”. En el mismo álbum Tiempo pa’ matar, se escuchan otros temas de “tiraderas”, de descripciones de luchas en el amor.
La mujer baila a ritmo de bolero. Al principio no canta. La cámara está fija en el espejo.
La bailarina sonámbula lleva los ojos abiertos, curados de viche.
Como si fuera una llorona loca
Susana soca
Susana san Juan
despojada de sí misma
es más bien, digo yo, una usurpadora del ritmo de
su madre.
Quienes todavía se cruzan con ella
rincón oscuro de las madrugadas heladas
revulú de hombres abatidos y de jóvenes apurados,
saben que no miento.
¿Hablo conmigo mismo como si estuviera hablando
con ella?
contigo
esfinge solitaria
patinadora mocha
fañosa saltimbanquiadora
acompasada perra de los dioses muertos: bailarina
sonámbula.
No te vistes de seda ni a la moda ni ciñes adornos de
Menina fatal.
Tu pelo corto, tus gafas caídas, tus largas bufandas
que colgaban de la silla,
no alcanzaban a decir nada de ti
era tu corsé interior el que te definía
como buena mujer bogotana de abolengos coloniales
descendiente de vascos mercaderes que en estas
tierras se enriquecieron.
Judía o mora o las dos
mora Morita Mora la la la Ladina
Dima,
como un lamento guajiro de contrabando
apretujado bajo los rieles del tranvía quemado.
El origen, tu origen, es traqueteo de bueyes cansados, de mulas embarradas,
de fango, fango fango.
Sabes que estoy hablando de ti en voz alta.
¿Te chocará cuando me escuches?
Tintineo de copas de fondo acompañan este ron roneo,
seguidilla de flashes de la memoria azotan,
el tiempo que se disuelve,
lenta y a la vez presurosamente
como la escarcha de los viejos nevecones que no se
desfrizaban solos,
a los que había que apurar manualmente, cincelarlos
con cuidado,
evitando que el gas saturnal se escapara de su eterno
cautiverio entre los hombres.
Así como hay ladrones del fuego, los hay del hielo.
Los del fuego buscan la libertad, los del hielo el olvido.
Los desfrizadores somos parias, animales malditos,
ratas de laboratorio que roen las partidas de
matrimonio de las notarías.
Ronroneadores del run run: rinrines congelados.
Las sílabas se me pegan a la lengua seca.
Dejaré de dictar un momento (…), salud, brinda
conmigo por los muertos, nosotros, tomate este viche curado conmigo bailarina sonámbula.
Mi voz ahora es ronca.
Quizá no la reconocerías si me escuchas
A estas horas, buscando quien nos desfrice,
a los ropavejeros tullidos, nos toca encomendarnos
a san Felipe,
el santo de los no madrugadores,
de las gentes de poca fe que no creen que al que
madruga dios le ayuda.
Rompe saraguey.
Rompe. Digo rompe, no digo Suelta como en otros
tiempos
cuando conocí a la bailarina.
Ya lo sé, no le hablo a la misma persona,
ya no tienes el pelo corto ni tus gafas cuelgan ni
usas bufandas.
Eres más ligera ahora.
Fragmentos del libro: El Laberinto de las Secretas Angustias, Rigoberto Gil Montoya
Agradecemos al escritor Rigoberto Gil Montoya por proporcionarnos un fragmento de su novela El Laberinto de las Secretas Angustias, para el especial de hoy: 35 años de la toma del Palacio de Justicia por parte del grupo guerrillero M-19.
Fragmento 22 de la novela
***
DE
4:10 a.m. El comandante Almarales conmina a su gente a abandonar los camarotes. El salón angosto y largo se llena de voces y ruidos de cartucheras y reatas, de botas y fusiles. Boris reza en silencio. Pensó que la hora de levantarse no iba a llegar, qué insomnio tan desesperante.
4:30 a.m. El agua helada revive los huesos. No ha visto a Mariana, ha de estar en la habitación contigua con las demás muchachas, pensó. Observa a sus compañeros. Se ven alegres, una buena señal. El comandante se le acerca, recibe una hoja de instrucciones.
4:40 a.m. Se viste con uniforme militar, procura no hacer ruido al ponerse las cartucheras alrededor de su cintura. El sótano es confortable. Todos hablan en voz baja. Alguien enciende un radio. Habla un dirigente campesino, qué vaina, nada parece cambiar. Tiende su cama, guarda la toalla y prepara su cepillo dental, dónde diablos dejé la crema.
4:50 a.m. Busca en un pequeño baúl debajo del camarote el libro que lee. Ahora no entiende por qué el interés por ese tipo de literatura precisamente en días como éste, de tensión y nerviosismo. Sábato no es un tipo agradable que se diga, es negativo, depresivo y lo peor es que sus razonamientos obedecen a la lógica natural de una cotidianidad que podría ser la suya. Abre el libro en cualquier parte, lee para sí: “Mientras tanto, en los sórdidos sótanos de una comisaría de suburbio, después de sufrir tortura durante varios días, reventado finalmente a golpes dentro de una bolsa, entre charcos de sangre y salivazos, moría Marcelo Carranza, de veintitrés años, acusado de formar parte de un grupo de guerrilleros”. La misma edad que Mariana, pensó. Qué es esto de estar leyendo vainas tan deprimentes; arrojó el libro al baúl que permanecía semiabierto. Lo cerró de una patada seca, muchos ojos en la penumbra lo miraron, ¿por qué la crema dental debajo de la almohada?
5:12 a.m. Los diecinueve hombres en el centro del lugar, alrededor de una mesa improvisada. La voz de Almarales entre queda y parsimoniosa. Sí, ya lo había dicho tantas veces, la acción no era un juego ni mucho menos. Debían permanecer optimistas pero siempre alertas. Los planos, quiero que revisemos los planos y recordemos la ubicación respectiva. Boris explicó de nuevo, preguntas, respuestas. Otra vez el comandante, nada de protagonismos, no queremos mártires sino elementos capaces de enfrentar lo que se avecina. Mejor morir que caer en manos enemigas, no lo olviden, deber antes que vida, como rezan las consignas de los artilleros. Los ojos de Boris encontrándose apenas entre la perezosa luz de la lámpara central con los ojos perplejos de Mariana. Un beso en el aire de los buenos días. Miraflores y la Doctora informan sobre sus gestiones para conseguir el medio de transporte. A las ocho menos cuarto recogerán el vehículo. Ningún problema, papeles en regla. ¡A limpiar el armamento!
6:00 a.m. Boris y Mariana, juntos, sentados en el suelo, los fusiles desarmados sobre dos toallas. Ambos tiemblan, tal vez por el frío que baja las estrechas escaleras del primer piso, tal vez por el miedo que sigue bajando por sus cuerpos. Hacen planes para el futuro; para el futuro que será esta noche, mi amor, o mañana. Qué va, seamos optimistas. Es posible que tener un hijo nos haga falta ya. ¡Qué buena idea! ¿Hay más aceite en el armerillo?
6:45 a.m. A petición de Almarales, Boris extiende nuevamente los planos sobre la mesa improvisada, tengo dudas en unas cositas. Todos alerta. A cada quien va dando las instrucciones precisas de movilización y ubicación. Los otros puntos serán cubiertos por los hombres de Jackin. Ayer se les dio las últimas instrucciones. Andrés, Plinio y César se encargarán de las tulas que contienen municiones. Nohora y Mariana llevarán los botiquines. Miraflores, Rincón y Alfonso se encargarán de los víveres. Almarales designa otras funciones, Boris perdido en la contemplación de los planos. Sus dudas otra vez, se resiste; busca a Mariana, ella lo alivia. Si fueran detenidos en el camino, expresa Almarales con calma, primero quemar documentos que van en esta tula, hacer frente al enemigo con todo nuestro poder; emprender la retirada como elemento individual; cuidar del armamento como de sí mismo. No entregarse jamás, oído, no entregarse jamás. Otra cosa: serán dos los vehículos, el otro al mando de Jackin. Creamos por un momento que fueron descubiertos, que estamos solos en este operativo: seguir adelante, ni un paso atrás. Estaremos nosotros para conseguir lo propuesto. Igual les podría suceder a ellos. Para tales casos, estudiar detenidamente el siguiente manual. ¿Alguien se siente en malas condiciones para llevar a cabo la Toma? Silencio absorto. De allá arriba vino un ruido de vehículo, rumor descompuesto, la ciudad empieza a caminar. Bien, los walkie talkie los llevaré yo. He acordado con Jackin una serie de claves que difícilmente serían descifradas si nuestra comunicación fuese intervenida. Así sabremos coordinar el viaje; en esto no podemos equivocarnos. Debemos entrar a la fortaleza al mismo tiempo; de otro modo las vainas serían más riesgosas; ¿alguna pregunta?
7:10 a.m. Miraflores y la Doctora suben las escaleras. Se dejan escuchar chistes. Boris y Mariana concretan algunos puntos. Si hay problema, ella estará siempre muy cerca de él. Tienen que cuidarse a toda costa, mañana hay muchas cosas que hacer. ¿Compraste las boletas para el concierto? Me las entregan el viernes; ya las pagué, descuida. Hablemos de poesía. Está bien, empieza tú. ¿Quién es ese poeta de Avianca?
7:50 a.m. Almarales sube al primer piso. Llama por teléfono, dos, tres veces. Las cosas por el sur marchan a las mil maravillas. Le han dicho que espere. Se ve tranquilo, acomoda unos libros sobre el escritorio. Saca una libreta de apuntes de su chaqueta. Anota números. Indica algo con flechitas de colores. Enciende la grabadora. Según las noticias, el país se levantó bajo una tensa calma. No se nombra el movimiento para nada. Solo se habla de los diálogos de paz, de un cargamento de droga incautado en Medellín y de la agenda de trabajo del señor Presidente para el día de hoy: reunión con ministros de su cartera, discurso en la Escuela de Policía General Santander, ascenso de oficiales. Se pronostica mal tiempo en la sabana, posibles lluvias al medio día. Va hasta la ventana, descorre la cortina y mira hacia la calle. Qué calma se observa, algo ocultan los días grises, como el corazón de los hombres. Mejor sitio para hacer nuestra caleta no pudimos escoger. Timbró el teléfono. Confirmación de la hora cero, a más tardar a las once y cuarto. Jackin dio instrucciones del lugar donde debía estar el vehículo a las once en punto. Almarales anotó en su libreta. Cambiaron de tema, hablaron de unas consignaciones y cuentas bancarias. Los elementos ardían en deseos de entrar en acción, el equipo de fútbol tenía los uniformes puestos y los implementos deportivos listos para ser transportados. Confiamos en que será un gran partido, dijo Almarales.
8:05 a.m. Almarales repasa por enésima vez los documentos. Se dice para sí que ellos son más importantes que las armas mismas. Tengo fe en que lo primordial será ejecutado, estoy convenciéndome de esto. Bajó las escaleras. Suena el teléfono y se devuelve. Es la Doctora, el vehículo está en sus manos; excelente noticia. Se disponen a ejecutar la otra parte del plan. Cuídense. Desciende por las escaleras, sin despegar los ojos un instante del teléfono.
8:32 a.m. Nohora invita a sus compañeros a acercarse a la cocina, muévanse, que el desayuno se enfría. Una buena taza de chocolate y unas cuantas tostadas cubiertas de mantequilla animarán el cuerpo. Hacen tan poco ruido, caminan con tal parsimonia, que podría pensarse en los ejercicios que Brecht practicaba con sus discípulos minutos antes de la puesta en escena. Si la caleta colindara con un cuartel militar sería imposible despertar sospechas con tales movimientos, pensó Mariana, al advertir el desplazamiento de los demás. Boris a su lado, amándola en silencio. Está más flaco.
9:01 a.m. El Turco distribuye a cada hombre una pañoleta y brazalete distintivos del Movimiento. Por el azul y el blanco ofreceremos este día, susurró Boris. Que Dios proteja nuestra bandera. Mariana cerca, sus ojos perdidos en el revólver que limpia con destreza. Deposita a un lado los distintivos. Los observa por un segundo y se encuentra con la mirada de Boris. Te amo. Yo también.
9:23 a.m. El timbre suena dos veces. Almarales se para bruscamente de la silla, impaciente. Vuelve a sonar el timbre, ahora con pereza. Sube las escaleras en tres zancadas. Los del sótano se preparan, por si acaso. Se ubican con rapidez en sitios que les son familiares. Reconocen a la Doctora. Baja luego Almarales y por último Miraflores, quien muestra sonriente las llaves a sus compañeros. Momento de alegría rígida. El personal se concentra en lo suyo. Dentro de poco empezaremos a organizar la salida, le expresó Mariana a Boris. ¿Ya tienen todo listo? Sí, mi amor, ¿y tú? Desde hace un rato. Tengo impaciencia por salir de una vez. Ah, la chaqueta. Ya vengo, la tengo en el baúl.
9:40 a.m. Almarales los ha numerado. Subirán en parejas, cada hombre llevando lo que le corresponde. Esperarán la señal de Gutiérrez que se encuentra vigilando la calle. Oye, Martínez, ponte la chaqueta de una vez, tenemos que salir todos bien camuflados. No olviden los distintivos; ¿de quién es éste? Y Mariana alargó su mano tímidamente, los ojos de Almarales profanando la intimidad de los ojos de Mariana. Procuren no moverse dentro del vehículo y menos hablar, pues ya todo está dicho. Muévanse, muévanse, debemos aprovechar que la calle está llena de neblina; lástima que no hayamos podido conseguir una caleta con garaje, murmuró el comandante. Yo iré en el puesto delantero. Miraflores conducirá, él conoce la ruta. Suerte, compañeros, la necesitamos.
10:05 a.m. Gracias a Dios no se han presentado inconvenientes, suspira Mariana, me siento más segura aquí, en esta oscuridad. El vehículo en marcha, la mano de Boris indicándole a Mariana que están juntos, que nada los separará, ni mis berrinches existenciales. Alguien dice: quítense las camisetas, pónganse las chaquetillas y no olviden las capuchas, los distintivos. Mariana reconoce la voz severa de la Doctora. Boris, ¿trajo los planos? Sí. Menos mal. Le habían hablado tanto acerca de ella que creía conocerla. Ojalá crezca la amistad entre las dos, piensa, mientras cumple la orden. Se acomoda lo mejor que puede sobre un montón de tulas, están blandas. Se alista, como todos, con su galil por si se presentan problemas. Quiere imaginar por qué calle o carrera se desplazan; inútil, la oscuridad borra todo contacto con el exterior. Se recuesta un poco en Boris quien la abraza con cierta timidez, aunque luego retira su brazo porque se siente incómodo. Esta oscuridad me recuerda la última pesadilla, suspira nerviosamente Mariana, fue horrible todo aquello. Siquiera la claridad del día me hizo regresar; ¿cuándo desapareció don Ignacio? ¿Me habrá confesado algo bajo su enigma de bronce? El vehículo frena en seco y esto hizo que Mariana olvidara sus misterios. Un semáforo, tal vez. Almarales no señala nada, así que nada hay que temer, se dicen, pero eso sí, no bajar la guardia. El vehículo continúa su marcha, se siente la respiración agitada de los muchachos. Los pies helados y uncalor que arde en la cara. ¿Cuánto llevamos de recorrido? Veinte minutos, no, treinta, cállense. El vehículo se detiene más adelante. Almarales toca dos veces en el vidrio opaco de la cabina. El operativo va bien, estamos en el lugar prefijado. Desde aquí Almarales se comunicará con Jackin. Si las vainas van a pedir de boca, pronto estaremos en el Laberinto. ¡Las linternas, jueputa! Sabía que algo se me había olvidado. Ni modo, mejor me callo, eso puede encender los nervios. Ojalá no las necesitemos. Deben ser las once, quizá. Se acerca a Mariana y la siente temblando, es como si nos hubiéramos detenido en la mitad del abismo. Le soba las manos, le dice te amo a los oídos. Parece que el camión va a continuar la marcha.
11:03 a.m. Por fin la tan esperada señal de Almarales. Se acercan al Laberinto, listos compañeros. No lo olviden, vamos a triunfar. Mariana se apoya en los hombros de Boris, se levanta, ordena las cartucheras, estira un tanto las piernas, se persigna, aprieta entre sus manos el galil, se pone la capucha verde, te siento conmigo, Madre, no me desampares, no como en el sueño, no me abandones nunca, Boris da las últimas instrucciones al grupo, recuerden: allá adentro están los guías, aprendan a respirar, carajo; todos concentrados, bulle el miedo, la ansiedad, la angustia, “¡Nunca más!”; cuervo malparido. Ultima señal, se acercan al sótano. El Ford 350, verde claro acelera, sube una rampa, baja otra, ¡a tierra muchachos, a tierra! Se abre fuego, bueno, eso se sabe.

***
Tomado de El laberinto de las secretas angustias,
Rigoberto Gil Montoya,
Medellín: Editorial Lealón, 1992.
IX Premio Nacional de Novela “Aniversario Ciudad de Pereira”
35 años de la toma del Palacio de Justicia por parte del grupo guerrillero M-19
Les compartimos un especial de literatura relacionado con la toma del Palacio de Justicia por parte del grupo guerrillero M-19, otro acto que sacudió profundamente a Colombia.
TRES LIBROS

“En Las Horas Secretas toda la telaraña de hechos irá a desembocar al Palacio de Justicia. La tragedia –que es una sola– asume dos perfiles consustanciales. Por una parte se consolida el deterioro cada vez más evidente de la relación afectiva entre la narradora y el protagonista, un comandante guerrillero conocido como el Negro Jacquim. Por otro lado se describe el atolladero político del M-19 una vez rotos los diálogos de paz. A los románticos y enamorados les sucede con frecuencia que se dan de bruces contra la realidad. El desencanto del 6 y 7 de noviembre iba a ser horroroso.”
Lee una reseña del libro escrita por Camilo Alzate, aquí

Lee el libro aquí

Rigoberto Gil Montoya,
Medellín: Editorial Lealón, 1992.
IX Premio Nacional de Novela “Aniversario Ciudad de Pereira”.
Lee uno de los capítulos haciendo clic aquí
Crónica del jueves 7 de noviembre de 1985
Por, Armando Neira*, Publicado en Revista Arcadia

Fue un día aciago: el Palacio de Justicia estaba cercado por el ejército, cientos de rehenes se encontraban en el interior del edificio tomado por un comando del M-19. Con crónicas sobre cada uno de los días entre el 6 y el 14 de ese mes, este libro publicado por Semana Libros recuerda el horror de una semana que transformó al país. Un adelanto.
El teléfono timbró a las 7:00 a.m. en su apartamento del norte de Bogotá. Exhausto, sin haber dormido y con la radio encendida a todo volumen, el periodista levantó el auricular:
–¿Aló?
Escuchó la voz inconfundible de Gabriel García Márquez que lo llamaba desde París:
–Oiga, acabo de hablar con la señora Thatcher, quien me llamó por petición de Brigitte Bardot… ¿me entiende?
El mensaje cifrado le decía al periodista, quien mantiene el anonimato, que Gabo recién había conversado con el embajador de Colombia en Londres por petición del presidente Belisario Betancur. El encargo del jefe del Estado le había dado la vuelta a medio mundo: había salido desde la Casa de Nariño, había volado hasta el Reino Unido y de allí había saltado hasta Francia para volver finalmente a la capital, donde estaba el periodista. El mensaje decía que el mandatario estaba dispuesto a abrir un diálogo con la guerrilla para que se retirara del Palacio de Justicia.
Betancur, que conservaba intacta su amistad con el escritor a pesar de que este le advirtió en las elecciones que no votaría por él, porque “a ti te falta carácter”, creyó que no había nadie mejor que Gabo para contactar a cualquier militante del M-19 con capacidad de mando y transmitirle la propuesta.
–Muévase rápido que no hay mucho tiempo. Brigitte necesita una respuesta antes de las 10:00 de la mañana –le dijo García Márquez.
Así documentaban el horror en Medellín los reporteros en la década de los ochenta.
El periodista se marchó presuroso hacia un punto donde se encontró con dos miembros del M-19, quienes le contaron su oferta. “¡Queremos irnos con dignidad!”, le dijeron. Pidieron una delegación humanitaria para entregarles a los rehenes y un avión que los llevara a Cuba o a Nicaragua. “Nada más”, concluyeron.
El periodista corrió entonces hacia el centro de la ciudad. Era una mañana extraña. Parecía que todos sus habitantes hubieran perdido la capacidad de hablar, y también la de sonreír. Y, en cambio, hubieran agudizado el oído para escuchar el ronroneo con las noticias provenientes de la Plaza de Bolívar. En las tiendas, en los taxis, en las busetas, en cualquier esquina llegaba el eco incansable de la agitada narración radial que se había iniciado el día anterior, miércoles 6 de noviembre, con el extra de las emisoras dando la noticia de la toma del Palacio de Justicia.
En el momento en el que entró presuroso a la Casa de Nariño, en el Consejo de Ministros ya se discutía qué rumbo tomar, lo que no sabían era que en el Palacio de Justicia la suerte estaba echada. Jaime Castro, ministro de Gobierno, en cuestión de segundos leyó el papel con las peticiones y despidió al periodista:
–Nosotros no necesitamos hacer nada de esto, dígales que lo único que tienen que hacer es rendirse.
–García Márquez tiene una propuesta.
–Gabo es un charlatán –replicó Castro.
Su comentario se perdió por una frase aún sonora que gravitaba adentro en el recinto y que acababa de soltar, con su voz de hierro, el general Miguel Vega Uribe, ministro de Defensa.
–Una operación exitosa.
¿A qué se refería cuando dio ese parte? ¿Sabía de los sucesos que ocurrieron la tarde anterior en el cuarto piso en el que estaba gran parte de la cúpula de la justicia?
El control absoluto del piso cuarto del Palacio era una cuestión de vital estrategia tanto para los guerrilleros como para los militares. Allí funcionaba la Corte Suprema en pleno, y por esa razón Andrés Almarales, el comandante del M-19 que dirigía la toma, ordenó agrupar al máximo de rehenes, con la convicción de que por su importancia y número no se atreverían a atacarlos, y así podrían ellos imponer sus demandas. Era una contradicción porque, a punta de tiros, Almarales quería imponer un mensaje que él llamaba “de paz”.
La intención de la fuerza pública era llegar en helicóptero, descender por la azotea del Palacio y copar por completo el cuarto piso, pero una puerta metálica obstruía la entrada de los hombres del Goes, a cargo del general Víctor Delgado Mallarino, director de la Policía. Alguien, en la Casa de Nariño, soltó la tesis de usar dinamita, a lo que algunos ministros se rehusaron, por el peligro que eso implicaba para los magistrados. Pero hacia las seis de la tarde entró el general Delgado Mallarino con la noticia de que ya habían entrado y recuperado todo el piso. Su testimonio inicial fue tranquilizador:
–La tropa entró al cuarto piso y no encontró a nadie, ni vivo, ni muerto.
Sin embargo, los informes de criminalística dirían lo contrario. El rosario de muertes que se produjo allí estremece. Entre otros, los magistrados Alfonso Reyes Echandía, Fabio Calderón Botero, Pedro Elías Serrano Abadía, Darío Velásquez Gaviria, Alfonso Patiño Roselli, Carlos Medellín Forero, Ricardo Medina Moyano, Fanny González Franco, José Eduardo Gnecco Correa. Es decir, de un solo manotazo, la violencia se llevó a uno de los grupos más honestos y mejor preparados en la historia judicial del país. Algunos de ellos, durante décadas habían iluminado sus mentes con horas y horas de estudio, y perecieron devorados por el fuego y cercados por las balas de una acción bárbara.
Todos sus cuerpos quedaron totalmente calcinados. En el acta de levantamiento número 1101, correspondiente a Reyes Echandía, se escribió: “Hombre en estado de carbonización cuya causa de muerte no pudo establecerse por autopsia”.
Su deceso ocurrió a una hora incierta, pero ese jueves 7, en la Casa de Nariño nadie tenía idea. Al contrario, buena parte del gabinete de ministros tenía confianza en la gestión de Carlos Martínez Sáenz, director de Socorro de la Cruz Roja, a quien el presidente Betancur le acababa de pedir que fuera hasta el Palacio de Justicia y buscara establecer contacto con Almarales. La idea era entregarle un walkie-talkie para tener una línea directa de comunicación. Lo que no sabían es que el emisario llegó hasta la Casa del Florero, en donde los militares no lo dejaron pasar, con el argumento de que su vida podía peligrar, debido a los combates que se libraban dentro del edificio. Así lo tuvieron hasta las 11:00 a.m. Cuando finalmente pudo entrar, todo fue inútil. El ruido ensordecedor de las balas impidió que su voz se oyera, y el mensaje se perdió para siempre.
Desde temprano, todos los miembros del gabinete estaban reunidos en un agitado consejo de ministros. Enrique Parejo, ministro de Justicia, se mostraba muy molesto. “Yo no tengo la impresión de que el presidente Betancur esté dirigiendo la operación”, le dijo a una persona de su entera confianza. “Los ministros en principio aceptamos que el presidente no pueda decirles a los militares qué hacer porque no está al frente del problema, pero él se confía de lo que le dicen los militares. Lo único que se decidió con la anuencia del Presidente es que ese operativo del cuarto piso no se haga”. Y se hizo.
*
Pasada la medianoche, cuando el 7 de noviembre apenas comenzaba a andar sus horas, el Palacio de Justicia ardía en llamas. Después de más de doce horas de batalla, el incendio atroz borraba para siempre una parte del rastro de los hechos. En un dictamen forense de lo que ocurrió se indicó que entre las muestras recogidas en el Palacio de Justicia se encontraron fragmentos de vidrios de seguridad de los ventanales “ablandados”. Si en esa madrugada eso ocurrió con los materiales, ¿cuál sería la sensación térmica sufrida por quienes estaban dentro de la edificación? Dice el documento que para fundir un vidrio común se requieren temperaturas de mil cien grados centígrados, y para ablandarlo, de ochocientos grados centígrados. El fuego había sido de proporciones apocalípticas y había reducido las fuerzas de los guerrilleros. Sedientos, acosados por las llamas, hambrientos y con muy poco margen de movilidad, habían perdido el control de la situación.
Sin embargo, no se rendían. Para hacerle frente, ordenaron meter en los baños del costado noroccidental a los rehenes, que angustiados trataban de sofocar las llamas con las mangueras empotradas en las paredes. El combate se vivía con intensidad. Los guerrilleros salían para disparar y entraban para aprovisionarse de municiones y bombas. Los civiles, entre tanto, continuaban angustiados gritando que cesara el fuego. Los miembros de las Fuerzas Armadas, por su parte, exigían en vano la rendición incondicional de los insurrectos.
A las 2:30 a.m., Almarales repitió a sus cautivos el propósito de tan disparatada acción. Les dijo que su intención era reunir a la Sala Plena, de la que, según decía, era la última reserva moral que le quedaba al país, para hacer venir al presidente de la república, y que allí esa corporación lo juzgara por el incumplimiento de los pactos de cese al fuego del Hobo, Corinto y Medellín. La explicación se dio cuando aún gravitaba el eco de un estruendo de lo que creía había sido un cañonazo. Después, los tanques parecieron quedarse inmóviles, cesaron los disparos, y hasta los guerrilleros pensaron que iba a haber negociación. De hecho, Alfonso Jacquin Gutiérrez, un samario de 32 años, abogado de la Universidad del Atlántico, profesor universitario y brillante orador, se levantó, se quitó el uniforme de combate, se puso un traje particular y tuvo tiempo para hacer el ademán de que se afeitaba, y bromeó:
–Vamos a pedir asilo a Francia. ¡Por fin vamos a conocer París!
En medio de eso, entró una guerrillera con un radio transistor y dijo que había oído que hacia las 5:00 o 5:30 a.m. iba a comenzar una nueva operación. Jacquin cambió su semblante y empezó a armarse de nuevo. Uno de los rehenes preguntó qué pasaba. Almarales explicó con sus palabras lo que se venía:
–El ejército llega, dispara, y luego pregunta quién queda.
Cuando empezó a aclarar, se reanudaron los disparos. El estruendo sacudió, otra vez, a las palomas que rodeaban la estatua de Simón Bolívar. Fue un revoloteo angustiante.
A las 6:00 a.m., los militares comenzaron a ejecutar lo que llamaron “Operación Rastrillo” con la intención de copar hasta el último recoveco del Palacio. En hileras, y sin saber muy bien contra quién disparaban, continuaban su avance. No daban tregua. Los guerrilleros que sobrevivían comprendieron que no tenían ninguna posibilidad de lograr su objetivo. Por esa razón, a las 8:30 a.m., el M-19 permitió la salida del consejero de Estado Reynaldo Arciniegas Baedecker, con la misión de que en persona contara lo que se estaba padeciendo, y buscara un alto al fuego. Llevaba consigo una lista firmada por los rehenes del baño para que el mundo supiera que adentro no había únicamente guerrilleros.
–Es un magistrado, es un magistrado –se gritaba desde el baño–. No es un guerrillero, repetimos, no es un guerrillero.
Los militares lo dejaron pasar y lo llevaron a la Casa del Florero. Tomó agua y les narró, profundamente conmovido, lo que pasaba dentro de las paredes. Les explicó a los militares que, si bien allí estaban los insurgentes, también había varios miembros de la cúpula de la justicia, que estaban heridos, como ratones en una trampa sin posibilidades de escapatoria. “El doctor Arciniegas no pudo regresar y su clamor transmitido quedó en eso, simplemente”, habría de escribir impotente el juez Uriel Alberto Amaya Olaya del Juzgado Treinta de Instrucción Criminal tiempo después, cuando hizo la reconstrucción de los hechos.

Ni los rehenes ni los guerrilleros hacinados en el baño pudieron comprender por qué razón la batalla se recrudeció después de la salida del doctor Arciniegas. Poco después de que saliera con la lista de personas estalló una poderosa carga explosiva en una de las paredes del baño del segundo piso, la cual arrancó, literalmente, un toallero que se encontraba en la pared. El Departamento de Balística del Instituto de Medicina Legal conceptuó en su informe técnico pericial que se usó un explosivo del tipo plástico y dinamita. Una vez hecho el boquete se abrió fuego hacia adentro con rockets y granadas. El sargento Segundo de la Escuela de Artillería Ariel Grajales Bastidas, en su declaración juramentada ante el juzgado, reconoció que él disparó uno de los rockets cumpliendo órdenes impartidas por el mayor Carlos Fracica Naranjo.
La explicación dada por los militares fue tan desatinada como inverosímil:–Abrimos un cráter en la pared para permitir que saliera el humo y los rehenes no se murieran asfixiados.
*Periodista.(Este es un fragmento de la crónica completa que aparece en 1985. La semana que cambió a Colombia, publicado por Semana Libros).
Recuerdos de un sobreviviente del Palacio
Hernando Tapias Rocha, uno de los tres magistrados que sobrevivieron, recuerda la sangrienta acción en la que murieron 98 personas. Por, Laura Gallo Tapias Publicada en cerosetenta.uniandes.edu.co
Mi abuelo Hernando Tapias Rocha habla despacio. Escoge con cuidado sus palabras; nada es impulsivo, nada fuera de lugar. Hoy tiene 78 años y una historia de la que sólo hace poco entendí la magnitud. Con libreta en mano, le pedí que recordara de nuevo ese 6 de noviembre de 1985, cuando un comando armado del M-19 se tomó a sangre y fuego el Palacio de Justicia, en pleno corazón de Bogotá. Él fue uno de los pocos rehenes que salió con vida y uno de los tres magistrados que se salvó de que lo ejecutaran de un tiro en la cabeza. Su tragedia es sólo una de las muchas que ese día enlutaron a Colombia.
En ese momento él tenía cincuenta y un años y era presidente de la Corte de Casación Civil. Estaba casado y tenía dos hijas: mi mamá, Dominique, y mi tía, Ximena. Ese día estaba en su oficina con su secretaria Amanda Leal, en el tercer piso del Palacio de Justicia, uno de los edificios que enmarcaban la Plaza de Bolívar. Eran las once y media de la mañana. Recuerda que oyó gente que desde el corredor gritaba “Somos del M!, Somos del M-19!” e iban llamando a cada magistrado de la Corte Suprema de Justicia por su nombre diciendo: “no teman, les garantizamos la vida”.
Él se escondió bajo su escritorio; sabía que a ninguno de los magistrados les podía esperar nada bueno y como no mencionaron su nombre prefirió no llamar la atención. Pasó cerca de diez horas encerrado en su oficina. Se fumó seis cigarrillos (los que le quedaban) y las colillas que quedaban en el cenicero. En su escritorio guardaba su carnet de Magistrado. Mientras fumaba lo atormentaba una pregunta: ¿debía decir que casualmente visitaba el Palacio ese día, o sería mejor identificarse? Finalmente, optó por la segunda opción; se guardó los papeles en la chaqueta y esperó.
Retoma a sangre y fuego

La toma del Palacio era una nueva acción cinematográfica del grupo guerrillero Movimiento 19 de abril, o M-19. Nacido en 1970, este movimiento insurgente reivindicaba en un principio unos ideales políticos de izquierda y abogaba por una mayor participación democrática. Su estrategia no se limitó a la propaganda política: secuestros masivos como la toma de la Embajada de República Dominicana, atentados y golpes mediáticos como el robo de la espada de Bolívar en 1974 lo convirtieron en un grupo con gran ímpetu en el campo militar, y en especial en las acciones urbanas. La Toma del Palacio, sede de la rama judicial del poder político en el país, constituía uno de sus golpes más ambiciosos y mejor planeados. Los guerrilleros, muchos nacidos entre la élite de las ciudades, querían forzar un cambio constitucional tomando a los magistrados de las altas cortes como rehenes.
El asunto, no obstante, se les salió de las manos: la respuesta del gobierno, encabezado en ese momento por el expresidente Belisario Betancourt estuvo fuera de todo cálculo. El gobierno se negó a negociar. En lugar dió la orden de retomar el edificio en un contrataque militar. El Palacio fue sitiado y bombardeado por el ejército, más con el objetivo de acabar con los guerrilleros que de salvar a los rehenes: 98 personas murieron. Otras 11 personas están desaparecidas sin que la justicia haya establecido aún su paradero.
Pero todo esto mi abuelo, acurrucado bajo su escritorio y en medio del fuego cruzado, no lo supo sino hasta varios días después. Mientras estaba en la oficina, recibió varias llamadas. Periodistas, amigos, chismosos y gente que le preguntaba “¿Qué está pasando ahí dentro? ¿Puede contarle al mundo qué es lo que ve?”, a lo cual él respondía “yo estoy encerrado y escondido debajo de mi escritorio, no tengo idea de lo que pasa allá afuera. Por favor, ¡cuéntenme ustedes qué pasa!”
El caos que se vivía dentro y fuera del edificio, la falta de información y el evidente riesgo en el que estaba no evitaron que se mantuviera sereno y reflexivo. Ni siquiera cuando unas horas después recibió un balazo en el costado. No pensaba en planes a futuro, en despedidas, en las cosas que no haría. Pensaba sólo en el momento que tenía que vivir: “en esa situación se está tan abstraído… lo único que existe es el peligro”, recuerda.
El palacio en llamas
El método del ejército para cumplir con la orden del gobierno fue tan burda como escalofriante: varios tanques Cascabel apostados en la Plaza dispararon. A punta de cañonazos abrieron varios boquetes en las paredes y en la puerta principal del Palacio. Hacia las diez de la noche el edifcio comenzó a arder en llamas (unos dicen que fue la guerrilla quemando expedientes que los implicaban a ellos o a otros delicuentes, otros dicen que fue el efecto de las balas de cañón). Mi abuelo y la gente que lo acompañaba en la oficina tuvieron que abandonar la oficina. Amanda, su secretaria, estaba al borde del desmayo a causa del humo, y él tuvo que ayudarla a salir. Al bajar las escaleras, la única vía de escape en ese momento, se toparon de frente con unos hombres armados. Iban vestidos de campaña, cargaban ametralladoras y granadas. En un primer momento él pensó que eran militares. Le gritó a uno: “¡cúbrame, yo soy magistrado!”, para luego descubrir que se trataba en realidad de un guerrillero.
Lo tomaron como rehén y lo llevaron al baño que quedaba en un nivel intermedio entre el tercer piso y el segundo. Allí pasó cerca de 17 horas en compañía de unas treinta personas más y diez guerrilleros del M-19. Entre ellos, estaban Irma Franco y Andrés Almarales, ambos en ropa de civiles. En este punto, como él mismo me lo ha dicho muchas veces, comienza un nuevo capítulo: las 18 horas de hacinamiento en el baño, desde las diez de la noche a las tres de la tarde del día siguiente.
Los combates habían alcanzado su clímax. Los guerrilleros salían por turnos a contestar el fuego. Almarales les decía: “sigue compa, ve y quiébralos”. El ruido era ensordecedor. Las explosiones no cesaban. Pese a la batalla que se libraba, recuerda mi abuelo que no hubo violencia o intimidación por parte de los guerrilleros hacia los rehenes. Quizás estaban demasiado ocupados repeliendo el fuego. La convivencia con los captores fue pacífica e incluso cordial. “Éramos amigos porque estábamos todos igual de jodidos”, dice mi abuelo. Me cuenta también que el silencio era muy importante. Por una parte, de esta manera podían oír lo que pasaba afuera; por otra, porque aun cuando había tanta gente en un espacio tan pequeño, no había de qué hablar, pues, como dice, “cada uno vivía su tragedia solo”. Amanda, su secretaria, era la única que lloraba. Lloraba por su hija, porque no quería dejarla sola. Un grupo de señoras comenzó a rezar, pero varios les piedieron que se callaran.
El enviado que no regresó
Los bombazos y cañonazos se fueron volviendo intermitentes, hasta que cesaron hacia las tres de la mañana del 7 de noviembre. Algunos rehenes incluso dormían. Él pudo tomar agua en una lata de leche condensada. Luego los guerrilleros lo prohibieron, alegando que el ejército seguramente había envenenado las tuberías. Tampoco podían prender la luz ni mucho menos salir del baño. Mi abuelo cruzó algunas palabras con Almarales, que tenía un pantalón de pana y un buzo verde. Recuerda claramente que éste le dijo, entre otras cosas al respecto del ejército, lo siguiente: “magistrado, usted no sabe esta gente quién es”.
Se reanudó el combate. El ejército había entrado al Palacio con tanques de guerra que habían logrado ascender por las escalinatas de la puerta principal. Los soldados que se habían agazapado detrás de los blindados le disparaban a cualquier cosa que se moviera; disparaban indiscriminadamente. Los rehenes gritaban a los militares que no dispararan, que había civiles y heridos. La respuesta fue más disparos y gritos como “¡cállense hijueputas!”.
“Necesitábamos que hicieran algo por nosotros porque el ejército nos iba a acabar”, recuerda. Pensó en postularse para salir del baño y mostarle al ejército que ahí estaban ellos, magistrados, civiles y heridos. Finalmente decidió quedarse: la incertidumbre al pasar la puerta era mucho mayor que la relativa seguridad del baño. “De la puerta para afuera, nada se sabía, salvo que allí había balas y había cañonazos”, dice.
Al verse acorralado, Almarales ordenó entonces a los magistrados que se alinearan contra la pared y depronto una ráfaga de balas los cogió a todos por sorpresa y él tuvo apenas el tiempo de protegerse el pecho. Los del M-19 habían decidido fusilar a los rehenes.
El grupo eligió a Reynaldo Arciniegas como delegado. Para mostrar que iba en son de paz necesitaban algo blanco y le pidieron la camisa a mi abuelo. En ese momento mi abuelo pensó que si se quitaba la camisa y la corbata y llegaba a salir vivo (o, en el peor de los casos, si llegaban a encontrarlo muerto), nadie lo reconocería sin el “disfraz” de magistrado. Se le ocurrió entonces una salida que le quitara esa preocupación: se quito la chaqueta, la corbata y la camisa, entregó su camiseta interior y volvió a vestirse. “Usted es increíble Hernando, le dijo el magistrado Manuel Gaona al verlo abotonarse de nuevo. “Mire cómo estamos todos nosotros, y usted encorbatado e impecable”. Arciniegas, aunque pudo escapar, nunca regresó por ellos.
Paredón de fusilados

Finalmente llegó la crisis. Los guerrilleros estaban completamente sitiados y sin municiones. Pero el M-19 no se rendía. Al verse acorralado, Almarales ordenó entonces a los magistrados que se alinearan contra la pared y depronto una ráfaga de balas los cogió a todos por sorpresa y él tuvo apenas el tiempo de protegerse el pecho. Los del M-19 habían decidido fusilar a los rehenes. Mi abuelo recibió un disparo que entró por el costado izquierdo, le perforó un pulmón y salió por el costado derecho. Casi todos cayeron muertos. Él cayó sobre el montón y se quedó quieto.
En ese momento dijo Almarales: “los que quedamos nos morimos todos”. Y tras una pausa, añadió: “salgan las mujeres y los heridos”. Mi abuelo logró levantarse y salir. Pero no todo estaba ganado. Los soldados que ya habían entrado al edificio por poco lo fusilan, pensando que se trataba de un guerrillero vestido de civil. Una de las ambulancias que esperaban a la salida del Palacio lo llevó al Hospital Militar. Hoy es el día en que no sabe muy bien de dónde sacó fuerzas para eso. Insiste en que salió vivo de puro milagro.
En total, pasó más de 28 horas sin comer y sin dormir. En la clínica, estuvo dos semanas en cuidados intensivos y sin visitas. La decisión la tomó el hospital cuando encontraron a un periodista que se hacía pasar por enfermero y restringieron la entrada. Tardó casi dos años en recuperar completamente la movilidad de los brazos y el funcionamiento del pulmón.
Él es uno de los tres magistrados que sobrevivieron. Once más fueron asesinados. Sorprendentemente, nunca sufrió de estrés postraumático y dice que nunca ha tenido pesadillas, ni ha sufrido de ansiedad o ataques de pánico relacionados con la Toma del Palacio de Justicia. Me ha dicho, eso sí, que aun veintisiete años más tarde los truenos le recuerdan el sonido de los tanques. Cuando se recuperó, regresó por cuenta propia al Palacio. No habían limpiado nada, todo seguía lleno de sangre tal y como él lo recordaba. Unos días más tarde demolieron el edificio, y con él todas las pruebas. Él puede hablar tranquilamente del encierro, de los cadáveres en el suelo, de los amigos que murieron. Sabe, sin embargo, que para muchos no es el caso; que la gente guarda rencores y tristezas. La exactitud de su relato y lo agudo de su memoria rinden homenaje a los desaparecidos y asesinados, y dan cuenta de la honda cicatriz que este incidente dejó no sólo en su vida sino también en la de muchos colombianos
*Laura Gallo es estudiante de Psicología y Literatura. Ésta nota se produjo en la clase Crónicas y reportajes de la Opción en periodismo del CEPER (2012).