martes, junio 17, 2025
cero

Calacas

0

La presencia constante de la muerte en la cultura mexicana palpita no sólo en los lugares de culto, sino en los objetos  de uso cotidiano. Para la muestra , este breve texto de nuestro colaborador Gustavo Vargas, residente en ese país y de quien seguiremos publicando  otros artículos.

Olvidamos la mirada del hacedor, sus muecas, el sonido de sus palabras. Olvidamos su nombre, poco nos interesa esa designación caprichosa al entregar un juego de llaves o una taza de café.

Recurrimos al movimiento de sus manos. Detallamos las hendiduras de la piel, los destinos cruzados en las líneas de las palmas, los rostros de ancianos formados en las articulaciones de los dedos. En una de sus muñecas cuelga un ojo de venado. En la otra se aferra un reloj de pulsera sin manecillas. Sobre la mesa de trabajo reposan los palillos de madera y los vaciadores. Serán el trazo, el orificio, la cicatriz, la carga de la muerte en los pómulos del barro inicial, esa posibilidad del todo.

Con los pulgares hundidos aparecen las cuencas de los ojos y la profundidad del mentón. La dentadura rechaza el disimulo de la carne. Es la carcajada, quebrante del silencio en un cementerio, la burla hacia las fotografías escondidas en cajones o los retratos empolvados bajo las mantas. El hacedor moja los pinceles en las pinturas de acrílico. Por eso los bigotes revolucionarios, los tatuajes de flores, las enredaderas de plantas, las cejas unidas. Y luego las calacas esperan al doblar la esquina, apretujadas en un mantel extendido cerca de un semáforo o en una tienda de recuerdos. Allí las encontramos, y sabemos cuál es la nuestra. Solo con tomarla recordamos un elote con chile y mayonesa, el recorrido por una feria, la máscara de Mil máscaras, el sonido de un violín, las décimas de un son. Cada memoria reunida en una calaca, el ofrecimiento de un punto de reencuentro cuando estemos en casa y demos forma a las manos que moldearon el barro.

Imágenes tomadas en el Museo de Arte Popular, CDMX, México

Caricatura de opinión: ¿Las construcciones en Cali son puro corazón?

0
Por Don Barbarias, un personaje de Don Fingo

Vidas inusuales II. El último invierno de Roland Barthes

0

París, 25 de febrero de 1980. A sus sesenta y cinco años, familiarizado como estaba en interpretar los signos de la ciudad laberíntica que en una semana del siglo melancólico diseñaron las manos amuralladas del Barón Haussmann, Roland tuvo un leve descuido cuando se disponía a retornar a su piso alto, en las inmediaciones del Quinto Distrito.

Al orientar su mirada hacia un frontispicio, al querer atrapar, al nivel de la vereda, un olor de adolescencia parecido a la vainilla chantilly, obvió una señal de tránsito. Había acabado de abandonar el campus del Collége de France, en uno de cuyos auditorios discurrió largamente sobre los alcances experimentales de cinco talleristas de la escuela Ou Li Po. Estaba satisfecho con sus argumentos, en especial con los que le endilgaba a Marcel Benabou un sitio exclusivo en el altar de los panteistas. Sabía que esa no era una sensación frecuente en sus rutinas académicas. Lo suyo era el inconformismo. Mientras imaginaba en colores una cartografía del deseo para trasmutar en un collage de planos la secreta arquitectura del puente Neuf, Roland sintió que algo muy pesado, similar a un corchete, lo estrellaba contra el pavimento.

No fue grato verlo tirado en el borde de la Rue de Écoles, frente a una de las entradas de La Sorbonne, mientras el conductor de la furgoneta, lelo, descuidado en su atuendo de part time, escarbaba en su nariz granulada, y un clocharde desde un resalto de la Rue de Saint-Jacques, maldecía a gritos su destino de árabe indocumentado. Olía a orines de gato.

Un estudiante serbio, experto en caligrafía china y discípulo del profesor Barthes en un pasado curso de verano, se acercó a los labios del hombre atropellado para intentar comprender lo que regurgitaba. Sacó una libreta, anotó unas frases enigmáticas, factibles para iniciar una tesis doctoral en deconstrucción y se esfumó entre la multitud de jóvenes estudiantes que se preguntaban, vacilantes, qué había pasado en la calle, por qué la algarabía había interrumpido su descanso. Una chica rubia mahometana, abrigada hasta la cabeza con pieles de Borneo, fina y coqueta, lanzó una frase que le brotó de su rica experiencia discursiva:

–Es, a no dudarlo, la muerte del autor.

Una voz sin cuerpo, surgida de la breve multitud que relataría años después este accidente ordinario como una polifonía de conjunciones urbanas, derivadas de un complejo acto comunicativo, propuso en tono recóndito:

–Para él, igual que para nosotros, es el lenguaje, y no el autor, el que habla.

En efecto, tirado sobre la vía teñida por el hollín, no había autor que respondiera a la imputación. Solo podía registrarse, como en la cámara oscura, una escena silente: supuraba el lenguaje de un dolor corporal próximo a la agonía. Era la muerte convertida en estallido sanguíneo. Esta era la esencia de ese texto dérmico extendido en el afuera.

Un hombre de mediana edad, calvo y brusco en sus modales articuló, para quien quisiera escucharlo:

–Vive en el treinta y dos de la rue Madame. Es un escritor, lo conozco. Escribe libros. Esto le tenía que pasar, los escritores son distraídos.

Una voz latina, sin cuerpo, pero molesta, como si se sintiera asaltada en la buena fe, espetó:

–Miente usted, descarada y librescamente. Sospecho que está citando un fragmento de la vida de Morelli, el personaje de Cortázar. No hay juego de rayuela que oculte su falsedad.

Perpleja, la multitud comenzó a dispersarse, a desdibujar su silueta en la urbe como insignificantes guiones, a comprender que la literatura se hace rumor en la colisión, conjura inevitable de las posibles causas. ¿Lograba vislumbrarse el mensaje simulado? ¿Cortázar? Una adolescente, hija de los juegos intertextuales de la era posestructuralista, se alineó con el cuerpo del moribundo y formuló, en un francés de escuela, que ese destino, que ese hombre que estaba tirado allí emulaba la fatalidad de Morelli, ese viejo escritor que Oliveira y sus amigos del Club de la Serpiente fueron a visitar al Hospital Necker de la Rue de Sévres.

Veinte minutos después de aquel infausto suceso lingüístico, el hombre fue trasladado a la sala de urgencias del Hospital Pitié-Salpêtrière. Entró como N.N. Sin embargo, una enfermera croata, en un acto de solidaridad histórica, prefirió registrarlo con el nombre de Danko. Le recordaba a su tío anarquista, escribió después en su diario. Lo reanimaron, le tomaron radiografías, lo estabilizaron y fue llevado a un cuarto cómodo. Allí permanecería durante un mes, ensimismado, con una cara mustia que nadie supo cómo mejorar. Ninguna de las enfermeras sabía quién era el atropellado Danko. No obstante, una auxiliar de cuidados intensivos recordaría, años después, haber leído en un periódico esta misteriosa frase que guardó en su memoria: “Barthes vio la señal a tiempo, pero no alcanzó a interpretar el signo”.

Al cabo de los días esta misma mujer, de nacionalidad argelina, notó que el sujeto estaba deprimido –más de lo habitual– que invocaba un nombre sonoro, quizá el de su madre y que ayudaba poco en su recuperación.

Un martes, a eso de las nueve de la mañana, mientras una lluvia gruesa bajaba por los tejados, mezclada con la mierda de los gatos; mientras una teja de asbesto, en otra calle, en otro alero, era desprendida por el viento para matar, según lo supo Bachelard en su experticia de los nodos espaciales, a “un transeúnte en la calle”, a un “peatón tardío”, el médico de turno advirtió que algo no estaba bien en la semiosis de esa cama blanca. Se acercó al hombre, lo olió como se huele un paréntesis; lo miró de reojo, desconfiado, como si se tratara de un famélico punto y coma inmigrante. Lo auscultó, a la manera como se examina una nota al pie. Desnudó su tórax, de la misma forma en que desnudamos el uso artificial de los puntos suspensivos. Al fin lo volteó con precaución, como se voltea la página deteriorada de un incunable y anunció, con ímpetu estructuralista, a la enfermera que deseaba llegar a su cama:

–Es una lástima. Este individuo no tiene signos vitales.

Caricatura de opinión: ¿Es verdad que los médicos tienen corona?

0
Don Barbarias un personaje de Don Fingo

#QuédateEnCasa lecturas recomendadas para este fin de semana

0

Página 12: El filósofo Darío Sztajnszrajber analiza el transcurrir de la cuarentena
“La pandemia va terminar pero el confinamiento va a continuar”

BBC Mundo: “El sueño americano es una farsa”: qué es la “trampa de la meritocracia” (y cómo afecta tanto a pobres como a ricos en Estados Unidos)

La desigualdad en Estados Unidos es parte del efecto que ha generado la “meritocracia”, dice el economista y filósofo Daniel Markovits. | GETTY IMAGES

El País: Los audios de Niixon

Los secretos sobre el final de Franco que ocultan las cintas de Nixon

Revista Gatopardo: Las Áreas Naturales Protegidas de México están en grave peligro ante los recortes presupuestales

Parque Nacional Zona Marina del Archipiélago de Espíritu Santo, Baja California Sur / Fotografía de Alejandro Rivas.

The New York Times: La paradoja de Bolsonaro y Trump

Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, y Donald Trump, presidente de Estados Unidos, en la Casa Blanca en marzo de 2019 | Foto: Doug Mills/The New York Times

Fragmentos del libro: La ciudad interior, Freddy Téllez

0

Cada sábado tenemos la sección Antojos, un espacio para leer fragmentos de libros publicados por Sílaba Editores. El día de hoy nos comparten el prefacio y apartes del primer capítulo del libro.

Prefacio

Este libro fue publicado en 1990 por la editorial madrileña Orígenes, desaparecida hace ya un buen número de años. Eugenio Suárez-Galbán, su fundador y director, me confesó en aquel entonces no querer distribuirlo en Colombia, “porque allá no pagan”. Fue por eso que en un viaje posterior a Bogotá dejé dos o tres ejemplares en consignación en una librería de la avenida Jiménez.

Mucho tiempo después, en otro de mis espaciados viajes a mi país natal, tuve el agrado de conversar con dos críticos literarios (los llamo así por pura pereza), que habían leído La ciudad interior en fotocopia. Uno de ellos llegaría a ser Decano de una de las facultades de la Universidad Javeriana, y el otro propietario de una librería-galería-café y cineclub con nombre literario, cercana a los puentes de la 26 con carrera 5.a. Ambos terminarán siendo mis amigos, a la vez que escribiendo sobre mi novela y, uno de ellos, dirigiendo incluso una tesina al respecto. Puedo atestiguar asimismo que en esa misma universidad hubo otros dos docentes que dedicaron sus esfuerzos a analizar la obra. Estoy enterado también de otra tesina universitaria en la que se examina mi novela por parte de una estudiante venezolana. Fue la investigadora misma la que se carteó conmigo desde París, ciudad donde la sostuvo académicamente[1].

He ahí la corta historia de este libro, comido después por el silencio.

Agrego que si La ciudad interior brilló por su ausencia en los estantes de las librerías colombianas, no dejó, por el contrario, de manifestar su presencia en Cuba y otros países aledaños, por obra y gracia del mismo Suárez-Galbán. Él mismo, autor de una enorme suma acerca del teatro del Siglo de Oro español, mantenía relaciones con aquel país “revolucionario”, por haber publicado las Cartas de Lezama Lima entre los años 1939 y 1976. Fue así como al desaparecer en cuanto editor, envió a dicho país sus libros publicados y acumulados en un depósito. Entre ellos, las existencias invendidas de La ciudad interior.

Para corroborar lo dicho, comento ahora que yo mismo recibí en una ocasión la noticia de la existencia del libro en un supermercado de Puerto Rico, gracias al testimonio directo de una pareja amiga residente en ese país. Y para termimar este corto anecdotario, añado que mi esposa lo reconoció un día en el bolsillo de la blusa de una enfermera del hospital universitario de Lausana. Sorprendida por esa casualidad, se enteró así de que la persona en cuestión lo había adquirido en un viaje a Cuba.

He ahí los avatares de un escrito agotado, y prácticamente muerto, aunque resucitado hoy por Sílaba Editores. Que reciban aquí mis sinceros agradecimientos.

Por último, una anotación de corte editorial. Esta edición reproduce el texto original, salvo pocas y necesarias correcciones y addenda. Solo las fotos que lo acompañan no son todas las mismas.


[1] He aquí el nombre de todos ellos: Jaime Alejandro Rodríguez, Carlos Luis Torres, Luz Mary Giraldo, Cristo Figueroa, Carolina Belalcázar Canal, Mayleh Sánchez. Menciono asimismo a Consuelo Triviño, quien escribió una reseña del libro publicada en Cuadernos Hispanoamericanos en febrero de 1995. No olvido tampoco a Darío Ruíz Gómez, autor de un temprano comentario aparecido en la revista Vía pública de Medellín en 1991.

I

Entré al apartamento. Elfie había viajado a Berlín, pero allí estaban las llaves, las plantas y una botella de vino con notas de Bienvenu. Coloqué el manuscrito en un lugar visible, para no perderlo de vista, y al catalejo lo puse a reposar entre unos libros.

“Que se vaya acostumbrando al mundo”, pensé.

La realidad del lugar fue tan aplastante, que me sentí como si nunca hubiera salido de allí. Supuse que al franquear la puerta venía de la panadería o de un bistrot cercano, jamás de otro continente situado a miles de kilómetros y horas y horas de vuelo sobre el mar.

Busqué el pan por todas partes, pero no lo encontré.

Estaba en esas, cuando tropecé con un montón de periódicos. Abrí el primero, atraído por el “Miller” escrito arriba, sobre el borde, con la letra de Elfie. Hojeándolo, me acordaba de los recortes de prensa que de tanto en tanto recibía de ella en Caracas. Todos me ponían a soñar.

Leí, leí y de pronto me entró una comezón extraña; subía desde las pantorrillas como oleadas de calor agradable y se ponía a hacer círculos alrededor del ombligo.

Me levanté lentamente y caminé distraído hacia el baño, miré de reojo al manuscrito y en el pasillo salí disparado hacia la puerta. Corrí como un poseso por las escaleras; creo que las bajé volando.

Me paré jadeando en la Plaza de Rungis. Abrí el periódico que tenía apretado entre las manos y volví a leer.

Henry Miller: París higiene
Un simple paseo a pié por las barriadas inmediatas a París:
Montrouge, Gentilly, Kremlin-Bicêtre, Ivry, bastaban
para hacerme perder el equilibrio durante el día. Yo gozaba
la voluptuosidad particular de sentirme descentrado
a una hora temprana de la mañana. (Esos paseos antes
del desayuno eran de orden “higiénico”; con el espíritu
libre y vacío me preparaba fisica e intelectualmente a
mis largas jornadas de trabajo en la máquina de escribir).
Tomando la calle de la Tombre Issoire, giraba hacia los
bulevares exteriores, después penetraba en las barriadas,
dejando que mis pies me condujeran según su fantasía.
De regreso me enrumbaba invariablemente por la Plaza
de Rungis, que misteriosamente me hacía pensar en ciertas
escenas de la película de Buñuel, L’Age d’Or, con sus
nombres curiosos de calles bizarras y su atmósfera llena
de niños y monstruos salidos de otro mundo. Era para mí
un barrio irreal y seductor…

La Plaza de Rungis, sí. ¿Cómo no iba a responder a su llamado? A mí también me traía recuerdos cotidianos cuando venía a comprar comestibles en el supermercado que quedaba en uno de sus costados. De tanto verla, la rutina le había quitado el encanto que se adhiere a veces a las cosas.

La primera vez que estuve en ella fue de mañana, bien temprano. Me senté en un café esquinero a desayunar, pero no pude hacerlo. La medialuna que había pedido se me atoraba con la vista horrible de un depósito de mercancías que veía a través de la ventana. Frente a mí, una brasileña loca que me acompañaba, hablaba y hablaba con la misma facilidad con que engullía medialuna tras medialuna. Salí de allí mareado y ahíto con el chorro de palabras y comida ingerida por ella.

Era otoño y las hojas de los árboles caían lentamente. En ese momento me di cuenta de que la Plaza era irreal, de que yo no estaba allí. Irreal, irreal como la carrera que acababa de emprender desde el boulevard Arago hasta aquí, Place Rungis y Bobillot. Corriendo por las calles, impulsándome con su aroma, deslizándome sobre un lecho de rosas para llegar aquí, rue Bobillot.

La remonté, como lo había hecho esa mañana después de despedirme de la brasileña. Me sentí libre, sin más ataduras que los cordones de mis zapatos, porque hasta los recuerdos me servían de tiovivo, de impulso vital.

Saqué de mi bolsillo el catalejo y observé a lo lejos, apoyándome en un árbol, el depósito aquel que me había quitado el apetito. Lo vi bello, esplendoroso, lleno de mercancías y promesas, de países lejanos, de paqueticos, ¡de sorpresas! Lo vi en toda su irrealidad, como hay que mirar las cosas.

En ese instante me pareció ver a Buñuel volteando la esquina de la rue de la Fontaine-à-Mulard; iba con Miller enfrascado en un diálogo severo.

Volví a abrir el periódico y continué leyendo.

Subiendo por la calle de la Fontaine-à-Mulard, luchaba
frenéticamente por contener mi éxtasis, luchaba por fijar
y guardar en mi espíritu (hasta después del desayuno), tres
imágenes enteramentre disímiles, que si lograba fundirlas
en conjunto, me permitirían atravesar una esquina en un
pasaje difícil (de mi libro), donde me había sido imposible
introducirme el día anterior.

Me paré ahí porque yo también estaba en un pasaje difícil, acordándome de mi manuscrito y sin saber qué hacer, si continuar escribiendo (perdón, paseando, quería decir), o si debía regresar al apartamento a darle a las teclas cual un escritor serio. Sin saber qué hacer: eso era lo maravilloso. Siempre vagando por una hoja en blanco sin saber cómo acabaría, cómo daría vueltas por un recodo, deteniéndome aquí y allá, haciendo figuras, dando sentido, enhebrando contextos, realidades.

Viñeta de Paz-Rudy publicada en Página 12

0
Publicación original en Página 12

La balada o la invención del amor

1

                                “¿Qué se hicieron las nieves de antaño?”

                                                      Francois Villon

Promediada la segunda década del siglo XXI casi nadie discute que Don Quijote de Cervantes constituye uno de los tópicos perdurables de los últimos quinientos años. De hecho, el adjetivo “quijotesco”  forma parte del acervo cultural, tanto entre especialistas en distintos campos como en el habla coloquial.

Foto por formulario PxHere

Como en un juego de cajas chinas, ese tópico contiene además muchos otros, aplicados al universo de la guerra, la filosofía o la acción política. Para el que nos ocupa, la figura de Dulcinea del Toboso constituye una valiosa atalaya: entre los aparentes desvaríos del personaje cervantino, esta mujer ha sido interrogada desde todos los frentes imaginables, incluyendo los de la mística, la filosofía, el ocultismo y, por supuesto, la mitología amorosa.

Muchos críticos literarios postulan una interpretación de El Quijote como una parodia de los libros de caballería. Aunque es posible que haya algo de eso, la tesis resulta simplificadora: bien sabemos que un texto literario es una y muchas cosas a la vez, en una experiencia incesante en  la  que cada lector aporta lo suyo.

Por eso es posible – y probable-  que a través de Dulcinea Miguel de Cervantes haya intentado responder a la pregunta de   Francois Villon, el escritor francés  que murió casi un siglo antes del nacimiento del autor de las Novelas Ejemplares.

“¿Qué se hicieron las nieves de antaño?” se pregunta ese predecesor ilustre de los llamados poetas malditos. A continuación enhebra una lista de nombres: Flora, Romaine, Archipiada,Thaís, Eloísa, Juana, Berta, Beatriz.

Por poco que uno ahonde en su obra, encuentra que la respuesta es más compleja de lo que parece. 

Foto por formulario PxHere

Lejos estaba Villon de padecer de un acceso de nostalgia, esa suerte de enfermedad del espíritu que casi siempre conduce a “Añorar lo que nunca jamás sucedió”, para decirlo con palabras del músico y poeta andaluz Joaquín Sabina.

En esa medida la búsqueda de Villon fluye en otra dirección. El autor se cuestiona en realidad si esas damas existieron alguna vez fuera de la imaginación de quienes las forjaron como respuesta a una necesidad profunda. Dicho de otra manera, en  1450 ese poeta desaforado se mostraba convencido de lo que hoy nadie discute: como todos los hechos surgidos a la lumbre de la cultura, es decir, del quehacer humano en el  mundo, el amor es también una invención.

Don Quijote lo sabe: no por casualidad es un hombre poseído por la lucidez, esa forma suprema del conocimiento que para los más prosaicos constituye un síntoma de locura. Él sabe que está frente a una rústica aldeana. Solo que necesita con urgencia recrearla, es decir,  volverla a inventar, para darle sentido a una existencia a todas luces absurda.

Y eso es lo que hemos hecho los mortales desde el advenimiento del amor romántico, una manera de concebir y vivir la experiencia afectiva y sexual de origen reciente: para un hombre o una mujer de la Grecia clásica resultaría impensable una expresión como esta: “Si te vas, me moriré de amor”. Al fin y al cabo, para los hombres de esa época existían pretextos más  importantes por los que vivir y morir.

Foto por formulario PxHere

Esa diferencia nos ubica de plano en el terreno de un género musical que ha contribuido a moldear la experiencia amorosa o, si se quiere, la educación sentimental de varias generaciones en Hispanoamérica y el mundo de ascendencia latina en general, por lo menos desde comienzos de los años sesenta del siglo XX.  

Hablamos de la balada, esa expresión que echa raíces en el lenguaje de los juglares que desde el medioevo recorrían el mundo conocido. Sus relatos y tonadas abarcaban desde asuntos religiosos y paganos, pasando por las gestas de la comunidad hasta llegar a los más íntimos goces y desastres de los individuos. En ese recorrido surgieron las damas de antaño cuyo peso específico preocupaba tanto a Francois Villon.

No por casualidad son los italianos quienes han llevado la balada a sus  más altas cotas líricas: su manera de cantar y contar echa raíces en un romancero que se remonta al menos a la temprana Edad Media.

Si bien en el siglo XX podemos hallar precedentes en los crooners anglosajones tipo Frank Sinatra o Tony Bennett,  derivados de algunas estéticas del jazz, es entre los latinos donde la balada adquiere su lugar como expresión de los sentimientos en un momento histórico dado. Para decirlo de otro modo, la balada contemporánea surge y se consolida en un mundo donde, para bien o para mal, el capitalismo ha liberado a los individuos de los convencionalismos heredados de la era feudal para dejarlos a merced de las llamadas fuerzas del mercado. En ese punto ya no son la familia, el estado o la iglesia las instituciones que trazan las pautas a seguir.

A partir de ese momento hombres y mujeres tienen que arreglárselas en solitario con las urgencias del corazón y del deseo. Los intérpretes y compositores de baladas están allí para contar las dichas y desventuras de esa nueva forma de jugar al azar.

Foto por formulario PxHere

“El amor romántico no es otra cosa que la libido sublimada. Ante la imposibilidad de acceder al objeto del deseo por impedimentos sociales, económicos, religiosos o culturales, el sujeto frustrado se conforma con amar una abstracción”, aseveran algunos discípulos de Freud, tan proclives a encerrar el mundo en una fórmula solo en apariencia incontrovertible.

Tan convencidos están, que no paran mientes en la perogrullada: por supuesto, los impulsos sexuales nos hermanan con los animales y nos devuelven de plano a nuestra ligazón con el orden de la naturaleza. Es la imaginación lo que le da un rumbo a esa turbulencia de instintos y hormonas.

Porque los humanos somos en esencia seres simbólicos, lo cual equivale a decir que la vida solo adquiere sentido cuando es narrada, cuando los eventos cotidianos adquieren la categoría de representación. Sobre esa idea se soportan los credos religiosos, las ideas políticas y las convenciones sociales. 

Al igual que todas las formas de comunicación, la música forma parte de esa estructura de símbolos.

Por eso, a poco que uno se devuelva en el tiempo, la encontrará ligada a todos los rituales de la vida, empezando por los de la seducción erótica.

Foto por formulario PxHere

El cuerpo del otro como fortaleza a conquistar sigue siendo una de las fórmulas más socorridas para resumir el empeño tenaz del sujeto de deseo en su intento por acceder a un objeto que de no ser alcanzado dará origen a frustración y amargura. Por uno u otro camino el elemento trágico no tardará en irrumpir: si el anhelo es satisfecho, de todos modos el sentimiento se disolverá en el hastío. En cualquiera de los dos casos, el cancionero popular- y en especial la balada- estará presente para dar cuenta de ello, reinventando una y otra vez Dulcineas y Quijotes con  la obstinación solo permitida a los grandes desesperados.