Los cuerpos femeninos han sido olvidados por la ciencia y la educación, y ese vacío de información se ha llenado con miedos injustificados. Es momento de cambiar esto.
Por, Samantha Hunt. Publicado en The New York Times
TIVOLI, NUEVA YORK — Cuando mi primera hija pasó al quinto grado, me contó que las niñas de su escuela pronto verían el “video de la menstruación”. Me dijo: “Nuestro video dura una hora, y el de los niños dura como cinco minutos”.
Yo solicité que también les mostraran a los niños el video sobre la menstruación. Afirmé que los niños tienen derecho a recibir esta educación crucial sobre la biología humana.
Me dijeron que los niños no estaban listos. ¿Listos? Me pregunté. ¿Para qué? ¿Para ser humanos?
Mi hija, quien tampoco estaba lista en muchos aspectos, empezó a menstruar ese año, y ahora se esperaba que la misma niña que a los 6 años presumió su primer diente caído lleno de sangre por todo un restaurante de pronto se volviera una experta en guardar secretos: esconder tampones en su lonchera, reconocer los guiños de las otras niñas y recurrir al viejo y confiable truco de amarrarte una chamarra alrededor de la cintura.
¿Mantenemos en secreto los cuerpos de las niñas para proteger a los niños? Y si es así, ¿de qué protegemos a los niños? ¿De la realidad de que la anatomía femenina es complicada y maravillosa?
Emily Wilson de Babe.net tiene una estupenda serie de entrevistas llamada “ManLibs”, en la que les hace preguntas a los hombres sobre los cuerpos de las mujeres. “Si a una mujer le viene el periodo, por lo general, significa que no está ___________”. Las respuestas varían mucho. “Ovulando”. “Fértil”. En otro episodio, pregunta qué es lo que reprime la píldora anticonceptiva. Un hombre dice: “Creo que tendría que saber esto”. Wilson le responde: “Yo también creo que tendrías que saberlo”.
¿Qué son las adolescentes? Cuando camino por la calle con mis hijas, a menudo escuchamos: “Ay, ay, ay, cuidado…”. ¿En qué mundo perverso habría que cuidarse de mis hijas? Ya ni hablar de otros comentarios más simplistas y ofensivos que les dirigen. Las niñas son caudales biológicos inagotables de reacciones químicas, aminoácidos y enzimas, y para ser honesta, ni siquiera yo sé lo que son. Engendré a tres niñas y yo soy una mujer, y aun así no lo comprendo. Una de mis hijas una vez me preguntó: “Mamá, ¿Cómo le hiciste para que saliera leche de tus pechos?”, y mi primera respuesta (que desde entonces ha mejorado) fue: “No tengo idea”.
¿Cuánto de esa falta de comprensión es la razón por la que el mundo finge que las niñas encajan en categorías estrechas con intereses superficiales, como las selfis, las compras y los bailes de TikTok? Históricamente, los cuerpos femeninos han sido olvidados por la ciencia y, con demasiada premura, ese vacío de información se llena con miedos injustificados. ¿Por qué no podemos solo decir: “No sé qué son las niñas”? Y después emprender el camino para averiguarlo.
Las adolescentes, hasta donde yo sé, sienten de manera muy profunda y a menudo les cuesta trabajo comunicar todo lo que sienten de manera adecuada. Vivir con tantas emociones en un mundo que no valora las emociones es un reto. En la obra maestra de Octavia Butler La parábola del sembrador, Lauren de 15 años “sufre” un padecimiento conocido como hiperempatía. Lauren siente las emociones de otras personas. Lauren siente. En el mundo de La parábola del sembrador, la empatía es peligrosa. A Lauren a menudo le aturde el dolor que experimenta a raíz de las emociones de otras personas. Si bien Butler es conocida por sus obras de ciencia ficción, para mí el sufrimiento de Lauren se entiende como la pura verdad. Vivimos en un mundo en el que es un riesgo sentir emociones y donde aquellos que expresan sus sentimientos están en peligro.
Sentir emociones es un acto de valentía. Piensen en Claudette Colvin, Greta Thunberg y Emma González. Piensen en todas las niñas tímidas que jamás han escuchado mencionar. ¿Qué pasaría si dejáramos de ver la magnitud inimaginable de las emociones de las adolescentes como ansiedad o histeria (una palabra detestable derivada del término griego hystera, que significa útero) y en cambio equiparáramos esta magnitud emocional con la exploración espacial, el buceo en el mar profundo, la investigación científica sobre lo que nos hace humanos? Nuestras niñas son exploradoras y experimentadoras. ¿Por qué no escuchamos entonces a quienes sienten con más profundidad, a aquellos humanos que nos podrían mostrar la mejor manera, y la más humana, de avanzar? ¿Por qué nos comportamos como si sentir emociones fuera bobo y lindo?
La autora bell hooks escribe: “El patriarcado siempre ha visto el amor como un trabajo de mujeres, una labor degradada e infravalorada”. Como si amar fuera fácil, cuando en realidad, aprender a amar a las personas es una búsqueda feroz para los más fuertes.
Claro que los niños sienten emociones igual de profundas que las niñas. Los sentimientos no le pertenecen a un género. Por un lado, les decimos a las niñas que son débiles por sentir emociones y, por otro, les decimos a los niños que, si sienten emociones, son niñas.
Motivemos a los niños a mostrarnos sus emociones más profundas, a acabar con los secretos y la vergüenza, y dejemos de apartarlos de las maravillas de la biología humana. Me encanta recordarle a la gente, sobre todo a los hombres, que la sangre de la menstruación fue su primera forma de nutrición. Si no les enseñamos a los niños lo que necesitan saber sobre los cuerpos de las niñas, van a inventarse cosas. Y algunas de las historias que los niños han inventado sobre los cuerpos de las niñas han tenido consecuencias devastadoras.
En una columna publicada en este periódico, titulada “The Children of Pornhub”, Nicholas Kristof cuenta la historia de Serena Fleites, quien tenía 14 años cuando un muchacho que le gustaba le pidió que le enviara videos de ella desnuda. El joven luego compartió los videos con otros chicos. Uno de ellos los publicó en Pornhub, un sitio que promueve videos bajo términos de búsqueda como “adolescente abusada”, “adolescente muy joven”, “14 años”, “adolescente gritando”, “adolescente degradada” y “no puede respirar”.
A menudo parece que el siguiente paso lógico para la pornografía son los videos de operaciones o las autopsias de mujeres. ¿Cuánta interioridad quiere la gente? ¿Queremos ver el intestino grueso de una niña de 15 años? ¿Acaso eso sería sexi? Fleites trató de suicidarse. ¿Ese es el video que la gente quiere ver?
Mi hija mayor tenía 9 años durante las elecciones de 2016. Alguien en su escuela le había contado sobre la transcripción de la grabación en la que Donald Trump presumió que a las mujeres podía “agarrarlas por la vagina” (“grab ’em by the pussy”). Mi hija me preguntó: “Mamá, ¿sabías que él toma a las mujeres de sus partes privadas?”.
“No te preocupes”, le dije como consuelo; un humano tan terrible jamás llegaría a ser presidente.
Cuatro años después, ahí estaba, amenazando a Mike Pence. “Puedes pasar a la historia como un patriota o como un cobarde” (volvió a usar la palabra “pussy”, que además de “vagina” también puede significar “cobarde”). Ese comentario dejó demasiado claro que Trump no sabe absolutamente nada sobre vaginas, pues son la fuerza pura que nos empujó a todos nosotros hacia la existencia.
Después de que Joe Biden y Kamala Harris ganaron (no en la noche de la votación sino unos días más tarde, cuando parecía claro que la victoria era real), mi hija mayor, quien ahora es una adolescente, salió de su habitación y empezó a bailar con desenfreno en nuestra sala, sin nada de música, levantó las piernas, sacudió los brazos y bailó como si no le importara quién viera su alegría y libertad.
Esto provino de la misma niña que suspiró de alivio cuando su escuela migró al modelo remoto en marzo, porque así nadie la vería más. Podría apagar su cámara. Podría andar en pijama. Nadie vería su brote de acné ni interpretaría los mensajes de sus hormonas. Escondida y sola en su habitación, mi hija podría ser lo que fuera que ella quisiera.
He estado pensando mucho en la expresión “me siento visto”. La gente suele usarla como algo positivo: “Me siento comprendido”. Pero para una adolescente, en este clima social, ser vista puede ser traumático. Hemos transformado lo que es visible en lo que es valioso.
Fleites dice que alguna vez creyó que “ya no valía nada porque todos ya vieron mi cuerpo”. Yo quiero decirle a ella, y a mis hijas, que el valor de sus cuerpos no tiene nada que ver con ser vistas. El valor de sus cuerpos radica en cómo usarán sus piernas y sus pulmones para moverse por el mundo, así como sus corazones y sus cerebros para pensar y sentir.
La vicepresidenta Harris tiene muchísima relevancia. ¿Cómo es que nosotros, como Estados Unidos, tardamos más de dos siglos en impulsar el ascenso de una mujer al poder ejecutivo? En el libro Sisters in Spirit, Sally Roesch Wagner escribió que las sufragistas “creían que la liberación de las mujeres era posible porque conocían a mujeres liberadas, mujeres que poseían derechos más allá de sus sueños más alocados: las mujeres iroquesas”. Las mujeres de las Seis Naciones de la Confederación Iroquesa vivían en una sociedad matrilineal. Ellas nominaban y deponían a sus líderes. El matriarcado está presente en la historia de esta tierra.
Cuando mi hija terminó su baile, dijo: “¡Mamá, podemos volver a colgar la bandera!”. Vivimos en una zona rural, y a últimas fechas, la bandera se ha utilizado como un arma de asedio. Hay jóvenes que compran banderas enormes y las montan en la parte trasera de sus camionetas, con lo que podría decirse que están violando el Código de la bandera de Estados Unidos, aunque estos jovencitos se consideran patriotas. Aceleran sus camionetas hasta los parachoques de otros autos, como si estuvieran dispuestos a arrollar a otros estadounidenses. Aunque quizá los inspira una euforia juvenil y el amor por su país, para el resto de nosotros su conducta es amenazante.
Después del baile de mi hija, busqué nuestra bandera, sé cómo amar algo imperfecto. Amo a las adolescentes, y amo a Estados Unidos, pero ya me cansé de la palabra “patriota”. Es hora de que Estados Unidos haga sitio para las matriotas, una palabra que mi corrector ortográfico dice que ni siquiera existe. Les decimos a los estudiantes que nuestra bandera fue hecha por una mujer, una matriota. Aún no lo logro, pero intento verla e imaginar una madre patria.
En nuestra bandera buscaré los parques nacionales, las bibliotecas públicas, los artistas y los innovadores, la tierra donde están enterrados mis difuntos queridos, la diminuta pero magnífica sociedad de ayuda mutua que organizó mi localidad en la pandemia, los profesores y entrenadores mal pagados de mis hijas, los árboles y los ríos y los niños. No olvidaré el genocidio, la avaricia, el odio y la increíble desigualdad en nuestra bandera. No pasaré por alto las fallas de mi nación.
Y tampoco pasaré por alto las de mis hijas. Mi hija de 13 años me dice que soy irritante. Dice que mi ropa es fea y que soy una mala escritora. Me dice que soy controladora y se rehúsa a comer la cena. No va a doblar la ropa limpia. Dice que me odia. Y yo hago mi mejor esfuerzo por ver más allá de sus intentos de hacerme enojar, la manera en que se acerca a mi parachoques. Respiro profundamente, la interiorizo y miro con asombro el derroche de emociones que siente, un revoltijo confuso de sentimientos que se esfuerza por comprender, para darle sentido a la profundidad con la que siente en un mundo que no quiere que sienta nada. La veo agitarse y me cuesta trabajo entender.
Estados Unidos, mi sensible adolescente, te amo.
Samantha Hunt es autora de la colección de cuentos cortos The Dark Dark, su publicación más reciente.