El país de los árboles locos

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Una entrevista de John Junieles Acosta a Gustavo Arango, escritor, profesor universitario y colaborador de La cebra que habla, a propósito de la presentación en Cartagena de El país de los árboles locos.

Hay plantas que crecen en lugares inhóspitos, como en los tejados de las casas, donde precisan sólo de una reducida sombra de polvo para seguir insistiendo. Más extrañas aún son las que vemos colgando de los cables de luz eléctrica, y que sobreviven de los nutrientes del aire, o de lo que lleva el viento a su paso. 

Es posible imaginarse que esas plantas han aprendido a vivir con poco, hasta el punto de que ese poco, llega el día en que parece demasiado para ellas.  

Algún día esas plantas fueron de la tierra, y la tierra de ellas, pero su curiosidad, o fuerzas incomprensibles operaron sobre ellas, e impusieron, o despertaron, una necesidad de búsqueda. 

Imagino –tal vez sin acierto–, que los escritores en el exilio, como estas plantas aéreas, ejercen una nostalgia de orígenes, que es dolor y alimento. Exilio, esa palabra extraña, hija de los aeropuertos y estaciones de autobuses y trenes, que se duerme con la canción de cuna de las sirenas de los barcos.  Pero hay formas imperceptibles de exilio: abrir un libro y transportarse a la Florencia de Boccacio, cerrar los ojos mientras se escucha la música de esferas de Bach, o ese mongol que fatiga la estepa en su caballo (casi olemos el sudor del animal) frente a la fotografía que los eterniza a ambos. Cruzar las fronteras de la imaginación es también, sobre todo, un ejercicio de exilio (y de estilo, diría jugando Cabrera Infante).

Gustavo Arango es un exiliado en muchos sentidos (vive hace mucho años en Estados Unidos, actualmente es profesor de Oneonta College, de la State University of New York) pero hay un tipo de exilio que causa más curiosidad todavía: es un exiliado de los “temas hamburguesa” de la literatura colombiana (y latinoamericana) de hoy, sus novelas y cuentos todavía no han sido empacados y etiquetados por las editoriales masivas.

Arango es autor de Un tal Cortázar (reportaje), Bajas pasiones (cuentos), Su última palabra fue silencio (cuentos), Retratos (reportajes), Un ramo de Nomeolvides (reportaje sobre las vivencias y aprendizaje de García Márquez en el diario El Universal de Cartagena), La risa del muerto (Premio Internacional de Novela de la Casa Dominicana de Nueva York), y Criatura perdida (novela).  Hace poco en Francia apareció la Antología de cuentos colombianos del siglo XX, de la escritora y crítica literaria Christiane Laffite, Maitre de Conferences en la Universidad de París Sorbona. En esa antología hay un cuento suyo, El intruso.

Todo escritor funda gran parte de su literatura en la autobiografía, toda obra es una reescritura, o un deja vu distorsionado de la memoria. Gustavo Arango no escapa a esto, sin embargo, hay un pudor y un silencio natural que busca arropar el origen biográfico de sus invenciones.

Esta entrevista que nos ha concedido, es una invitación a volver del exilio de las fronteras inútiles, y del universo personal del creador.

Usted hace parte de la denominada diáspora de escritores colombianos, ¿en qué medida esa situación condiciona o influye en su trabajo? ¿El exilio ha modificado su percepción creadora?

— La palabra exilio se ha llenado con el tiempo de sentidos nuevos. En cierto modo ha perdido la connotación de castigo que solía tener y, hoy en día, podría decirse que es un privilegio. Muchos de los que estamos fuera de Colombia hemos salido impulsados por fenómenos económicos o sociales que no se parecen en nada a los destierros a la manera de Ovidio o, para no ir muy lejos, de los escritores latinoamericanos de los años setenta. En tiempos en que la mayor parte de la población de un país quiere o necesita marcharse, el exiliado es algo así como el sobreviviente de un naufragio.No quiero decir que no haya amenazas detrás de quienes abandonamos el país. Las amenazas existen, muchas veces he pensado que de no haber salido primero de Medellín y luego de Colombia, las probabilidades de estar muerto serían mucho mayores, pero es más significativa la sensación de haber conquistado nuevas perspectivas, cierta independencia y, en cuanto a la creación literaria, una mayor libertad creativa.

Cuando vivía en Colombia me sentía en cierta forma un exiliado interior. Ninguno de los textos literarios que escribí allá (una novela, dos libros de cuentos) están situados en espacios colombianos. Rara vez los lugares donde transcurren mis historias tienen un nombre. Vivir fuera de Colombia me ha servido para corroborar que la nacionalidad puede ser otra forma de la alienación.

¿Cuáles han sido sus recientes descubrimientos personales como lector, no sólo en materia literaria, y por qué su interés y valoración?

— Cuando quiero novedades las busco en el pasado. Creo, como dice el Eclesiastés, que no hay nada nuevo bajo el sol. Soy un convencido de que la gran mayoría de las innovaciones en literatura pueden ser halladas en épocas como el siglo de oro español.

Nada de lo que se ofreció como nuevo en las últimas décadas ha sido de verdad tan nuevo. Mucho de lo que hoy en día aparece promovido por la prensa está muy por debajo de lo que se hizo en literatura siglos atrás. Como decía el inevitable Borges: “Ochenta años de olvido equivalen, tal vez, a la novedad”.

Por eso mis hallazgos literarios suelen parecerse al descubrimiento del agua tibia. Llevo varios años fascinado con una escritora mexicana del siglo XVII, llamada Juana de Asbaje. Plutarco puede ser suficiente lectura para muchos años. Siempre me gusta escarbar en tiendas de libros de segunda y anticuarios, allí es donde suelo hacer los mejores hallazgos. Pero si me obligaran a mencionar un contemporáneo, hablaría de David Markson, el autor de Wittgestein’s Mistress y Vanishing Point, para los amantes de los chismes literarios sus obras son manjares.

En relación con lo anterior, ¿Cuáles han sido las lecturas que han sobrevivido al tiempo, y cuya relectura se ha convertido en una necesidad?

— Hay un libro que necesito leer cada cierto tiempo, se trata de Ortodoxia de Gilbert K. Chesterton. Pienso que sigue siendo un libro válido para entender nuestro mundo actual y para identificar las mentiras que lo constituyen, también para descubrir que casi nunca aquello que parece rebeldía constituye una verdadera rebeldía.

Tampoco me canso de leer a Juan Carlos Onetti, especialmente El astillero. Siempre que leo ese libro pienso que estoy frente a una obra que durará siglos. La razón parece obvia: dura más la ruina que el edificio. Otro libro de poesía que me reconforta es Cosmos, de Carl Sagan.

La literatura colombiana de hoy tiene varias corrientes temáticas o expresivas reconocibles, a veces por sus influencias. ¿Cuál es su opinión sobre esas tendencias, ha identificado alguna, o algunas, desde su perspectiva?

— Debo confesar que no leo mucha literatura contemporánea, aunque sí me entero a veces de los ires y venires de los escritores, de sus asociaciones y rivalidades.

Otra ventaja del exilio es que uno no tiene que sumarse a ningún bando ni pedir demasiados permisos para escribir sus tonterías. A pesar de que enseño literatura latinoamericana, he tenido la suerte de trabajar con períodos en los que ya las pasiones se han sosegado.

Mi impresión general es que hoy en día en Colombia son más los herederos de Andrés Caicedo que los de García Márquez. Sé que hay una corriente exitosa que emplea los personajes y situaciones de la violencia contemporánea: los narcotraficantes, los sicarios, los guerrilleros, los paramilitares. Supongo que esa corriente es heredera del realismo social y que, como su antecesor, no tiene un lugar preciso entre la denuncia y la apología.

Por mi parte pienso que no hay que rendirles tanta pleitesía a los criminales. Un matón no es un héroe, es una enfermedad.

Sé también que Colombia ha entrado en la moda de fabricar escritores como figuras del espectáculo, donde interesa más la pose que lo escrito. Todo eso es entretenido y no veo que sea demasiado reprochable. Un país teleadicto como el nuestro necesita ese tipo de celebridades. Por la calidad de la literatura no hay que preocuparse, muchas obras buenas ya fueron escritas y la vida no nos va a alcanzar para leerlas.

¿Qué temas o preocupaciones cree que son una constante en su obra creativa, y qué raíces u orígenes intuye o reconoce?

— Puedo hacer una breve lista de temas que me obsesionan y están en todo lo que escribo: la soledad, el silencio, la brevedad de la vida frente a la inmensidad de la nada, la incapacidad que tenemos para entender el universo, el absurdo y el sinsentido.

Creo que el origen de todo eso está en haber tenido desde niño una vida muy al margen de las relaciones personales. Las estrellas eran más importantes que los vecinos.

Por eso mis historias son casi siempre vagas, imprecisas, abstractas, tratando de agarrar al mismo tiempo el instante y la eternidad. Mi primera novela, Criatura perdida, habla de un hombre que viaja de ciudad en ciudad y todos los lugares a los que llega se van quedando desiertos, la gente desaparece hasta que él se queda solo.

La risa del muerto, mi segunda novela, habla de las huellas que las personas dejan después de morir, del paulatino borrarse de nuestros gestos y nuestras obras. Cada libro ha sido una experiencia distinta. Criatura perdida me tomó cinco años de escritura muy dificultosa, llena de interrupciones, de obligaciones que me alejaban. Fue una obsesión que se mantuvo viva por mucho tiempo. A veces me impuse la tarea de transcribir a mano lo que llevaba escrito para recuperar el tono del libro.

Con La risa del muerto ocurrió algo distinto. Un día me puse a revisar los cuadernos que he venido llenando desde hace veinte años y descubrí que allí estaba la novela casi lista. Me tomó mes y medio organizar los textos y darle una forma final al libro. Para mí ha sido una cosa rara que la novela ganara un premio aquí en Nueva York.

Comparto la opinión de mi madre cuando la leyó: “No me explico que le vio el jurado a eso tan enredado”.

Nunca he creído que mis libros lleguen a ser populares. Pero confío en que circularán por un tiempo de mano en mano.

¿Cuál ha sido la semilla, o el detonante, de alguno de sus libros?

— En los últimos años mi manera de escribir ha cambiado. Antes me preocupaba si pasaba mucho tiempo sin escribir, pensaba que algo andaba mal. Ahora sé que pueden transcurrir meses y años, que puedo leer y hacer otras cosas, porque cuando llegue un tema que de verdad me apasione me sentaré a escribir con todas las ganas. Así he escrito las últimas cuatro novelas. Tres de ellas las he reunido en un libro que he titulado Tríptico de la tristeza. Están inéditas y espero que un editor o algún jurado se “equivoquen”.

Una de ellas, Confieso que he matado, surgió a partir de una obsesión con el poema de Sor Juana, Primero sueño. Otra, Oscuridad variable, es un relato construido a partir de seis fotografías. La tercera, El origen del mundo, tiene su origen en el cuadro de Courbet con ese título.

¿Qué puede comentarles a los lectores sobre El país de los árboles locos, su último trabajo?

— El país de los árboles locos es una novela corta que también podría considerarse un reportaje. De hecho, al final del libro hay un reconocimiento a todos los autores de los que se nutre el relato. Las fuentes son muy diversas. Al lado de Plinio el viejo, José Asunción Silva o Robert R. Ripley (el de Aunque usted no lo crea), aparecen mis amigos Juan Carlos Pérez y Gustavo Colorado. Es otra historia de viaje. En cierto modo es un homenaje a Julio Verne, uno de mis autores preferidos cuando niño. Pero también es una historia de amor.

El país de los árboles locos es la historia de un hombre que está buscando a su amada, pero no sabe o no recuerda quién es ella. La única manera de saber o recordar es viajando hasta ese país legendario que ni siquiera es seguro que exista. El libro narra las aventuras del viaje, de la búsqueda, y al mismo tiempo reflexiona sobre la forma como cada uno de nosotros le da sentido a su vida a medida que la vive.

Creo que de todos los libros que he escrito éste es el que tiene más posibilidades de llegarles a muchos lectores. Después de nueve libros empiezo a escribir desenredado.

El cine y la televisión son factores influyentes a la hora de estudiar posibilidades creativas en los creadores actuales. ¿Qué significa para usted lo audiovisual?

— Muchas de mis influencias creativas son audiovisuales. Soy tan heredero de Cortázar o de Borges, como de la serie Dimensión desconocida.

El absurdo lo aprendí tanto de Beckett como del Superagente 86. Por cierto, me parecieron fascinantes los efectos que produjo en Colombia la muerte del protagonista de esa serie. Creo que en ningún otro país del mundo la noticia ocupó tantas primeras páginas de periódicos y hasta comentarios editoriales. Eso revela más de los colombianos como nación que cualquier estudio sociológico.

Como les sucede a muchos, mi vida está marcada por las películas o series de televisión que he ido viendo a medida que vivía. La película más hermosa que he visto es Cartas de un hombre muerto (también está en la bibliografía de El país de los árboles locos). Ahora no me pierdo un capítulo de la serie Monk, pienso que esa serie es una celebración de los actos de leer e interpretar.

Todas esas influencias aparecen tarde o temprano reflejadas en la literatura que uno hace. Pero las influencias pueden venir de cualquier lugar. De un amigo o pariente. De algo que nos llama la atención. Personalmente creo que mi estilo literario tiene alguna influencia del estilo futbolístico de Carlos Valderrama. Inmodestia aparte, creo que algunos de mis escritos participan de esa condición engañosa, inesperada y sorpresiva que tenía el estilo de juego del Pibe.

***

Ese es Gustavo Arango. Sus personajes son como un pianista que regresa de la guerra, entra a un café y se acerca a un piano para tocar las teclas con sus muñones.

Buena parte de la belleza o verdad de una obra, está en los lectores que la completan. Arango, a través de sus cuentos y novelas, a la manera de Velásquez y su aposento lleno de reflejos, ha hecho posible que vislumbremos dimensiones escondidas de nuestra realidad.

En un juego de espejos, el escritor usa sus palabras como reflejo para mostrarnos el lado oculto de nuestra cabeza, como espejos en manos de un peluquero. Historias e ideas que intentan hacer las preguntas centrales, y cuyas respuestas deben ser de la misma naturaleza del alimento de las plantas aéreas. Un intento por deshojar la cebolla desde adentro, o trazar los planos para edificar una ciudad en un grano de arroz.

Sobre la novela:

El país de los árboles locos es la historia de un hombre que está buscando a su amada, pero no sabe o no recuerda quién es ella o dónde encontrarla. La única manera de saber o recordar es viajando hasta ese país legendario que ni siquiera es seguro que exista. El libro narra las aventuras del viaje, de la búsqueda, y al mismo tiempo reflexiona sobre la forma como cada uno de nosotros le da sentido a su vida a medida que la vive.  El país de los árboles locos es una novela corta que también podría considerarse un reportaje. Es una novela de viajes y, en cierto modo, es un homenaje a Julio Verne. Pero también es una historia de amor.   Al final del libro hay un reconocimiento a todos los autores de los que se nutre el relato. Las fuentes son muy diversas. Al lado de Plinio el viejo, José Asunción Silva o Robert R. Ripley (el de Aunque usted no lo crea), aparecen parientes y amigos que le abrieron al autor las puertas del mundo y de la imaginación

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