Jesús Pedraza es un campesino, o al menos a mi me lo pareció la primera vez que visité su finca, en las lomas que de Pijao conducen hacia Buenavista, en el departamento del Quindío.
Hombre de tez oscura y ojos profundos, indescifrables en su hondo mutismo pero suaves, más ligeros cuando comienza a narrar el proyecto que adelanta actualmente en su propiedad, cerca de 20 hectáreas en las cuales ha querido poner en práctica sus teorías sobre la agricultura sostenible y, de paso, sembrar diferentes variedades de café que ha venido procesando de acuerdo a sus conocimientos y a ciertas innovaciones que él mismo ha introducido, como agregar romero al café en cereza, para dotarlo de cualidades especiales mientras la pepa se fermenta al calor del mucílago que burbujea en reacción con el aire y los atributos de la cáscara.
Todos estos elementos los ha ido reuniendo Jesús, creía yo, en su experiencia como agricultor. Aunque también ha sido así, hay mucho más.
Sólo a partir de la tercera o cuarta visita que le hice, luego de conversar animadamente con la mujer que se encarga de la cocina y el arreglo de la casa, venida de las sabanas de Córdoba; después de conocer a su esposa e intercambiar cosas que solo podemos tratar entre mujeres, digo a partir de la tercera o la cuarta vez que nos encontramos, de embriagarme con los aromas siempre nuevos de las diferentes preparaciones y mezclas de café que hace Jesús; de comer un prodigioso sancocho de gallina criolla hecho en leña; de tomar como postre las mieles que él mismo procesa en su finca; ahí fue cuando vine a saber que Jesús no era un hombre de campo como tal, sino un citadino estudioso del café y del cultivo de la tierra.
Con razón, me dije, porque las explicaciones que le oía, cada vez me dejaban más asombrada. Desenvuelto, dueño de un saber documentado y profundo, iba dirigiendo con esa voz de hombre de polvo y barro, curtido en muchas trochas, pero con didáctica de maestro, una presentación que, frente a diferentes turistas internacionales que llevé a su finca para mostrarles una auténtica parcela cafetera, resultaba ser toda una cátedra.
Además, está su “laberinto de los sentidos”, aquel recorrido por la diversidad de los cultivos posibles de estas zonas, donde se intercalan granadillas, uchuvas, mangos y aguacates, con diferentes variedades de café, yuca, y otras plantas.
Por eso fue que tal vez, ensimismada como estaba en sus explicaciones, solo con el tiempo me vine a dar cuenta de que Jesús, además de labriego de vocación, era el encargado de los cafés especiales en el SENA y que llevaba más de veinte años especializándose en el saber que después decidió poner en práctica en su propio terruño.
Fue su mujer la que me contó. Porque Jesús es modesto y no habla de sí mismo, se limita a exponer las propiedades del suelo; la combinación de altitud y temperatura; los diferentes procesos de secado a los que se puede someter el fruto; las bondades de la diversidad que aportan insectos y nutrientes evitando así tener que usar fungicidas; las características de las distintas variedades de café que tiene plantadas en su terreno.
Su esposa me aclaró que por más de veinte años Jesús se ha encargado de formarse en campos relacionados con el café, y que la Escuela Nacional de Calidad del Café, inaugurada en el 2016 por el Presidente Juan Manuel Santos en el SENA Quindío, había sido un proyecto suyo.
Tuve que buscarlo detenidamente en internet, porque cuando tecleaba el nombre de la escuela me aparecían los lagartos de siempre, directivos, burócratas, ministros, políticos. En el fondo de un artículo de la Crónica del Quindío publicado en el año 2013, aparecía una cita a Jesús María Pedraza, para la época coordinador académico del centro agroindustrial del SENA en el departamento.
“La escuela nacional se proyectará como centro de formación especializada en calidad del grano, bajo estándares internacionales, donde se desarrollarán actividades de formación tecnológica, se prestarán servicios tecnológicos empresariales a los caficultores y se llevarán a cabo acciones de investigación bajo alianzas con entidades especializadas”.
Esas fueron las palabras de Jesús, alma y nervio del proyecto, y después relegado a un costado de la foto, empujado al rincón del olvido por la horda de burócratas y políticos que siempre aparecen al momento de las inauguraciones.
Pero venía contando que a Jesús se le notaba ese algo especial. Qué campesino tan particular, me decía yo en las primeras entrevistas, cómo explica de bien todo, hay que traer a más turistas aquí, pensaba para mí.
¡Pero claro!, cultivador, investigador, pedagogo, coordinador de procesos, formulador y gestor de proyectos, si todo eso era Jesús; y fue su compañera la que tuvo que venir a abrirme los ojos, porque yo todavía no bajaba del asombro ante su solvencia explicativa atribuida tontamente por mí a un milagro, o a las propiedades de la tierra bajo sus pies, o a la calidad del aire que respiraba este campesino único llamado Jesús Pedraza.
Fue en la última cita que tuve ocasión de conversar extensamente con su esposa, nuestra última reunión efectivamente realizada, ya que para la siguiente visita programada la pandemia que volteó el mundo patas arriba y todavía nos tiene así, en modo coronavirus, vino a dar al traste con mis propósitos de verlo una vez más.
Un poco atontada todavía por la velocidad de las circunstancias, por la violencia del cambio que se nos ha impuesto, en este encierro que para mí ya completa 21 días, recuerdo el último mensaje de Jesús enviado por whatsapp en relación a nuestro compromiso: “estoy un poco indispuesto”, me dijo. Y yo entendí que podría ser que sus hijos o su pareja le hubieran advertido de los riesgos que corría, hombre ya mayor, si me recibía con mi visitante que, aunque llegado de Los Ángeles, igual era un turista y francés, para colmo de males. Y eso en tiempo de coronaparanoía hizo que todas nuestras visitas fueran canceladas, no solo la de la finca cafetera en Pijao, sino la del chocolate Santo Aroma en Belálcazar Caldas, y otras tantas parecidas.
Qué se le va a hacer, pensé en ese momento. Son malos tiempos para hacer turismo, me dije. Habrá que esperar a que esto pase, medité. Pero ya no estoy tan segura de ninguna de mis frases surgidas como una reacción inicial e ingenua frente a la tragedia que se nos vino encima.
No obstante, me quedan los recuerdos, me digo para tranquilizarme. Las fotos, los videos, y la evocación feliz de una serpiente que se deslizó, delicada, por el talón de uno de mis turistas franceses favoritos, un médico calmado, persona especialmente espiritual que sólo dio un pequeño salto, mientras todos contemplábamos un poco entre risas y pavor a la culebra que, perturbada en su lugar de habitación, entre la espesura de diversidad y armonía de los cultivos ecológicos de la finca, se alejaba como queriéndonos decir ¡qué molestia ustedes!
Y a Jesús que nos advertía de dejarla ir, de no molestarla en su tranquilidad de siglos, para que la concordia que tanto le ha costado crear no se interrumpiera por un grito, por una voz salida de tono, por alguna reacción violenta fuera de lugar, y más bien, pudiéramos continuar apreciando el flujo eterno del tiempo que va y viene, como el viento, en su bella finca de Pijao, Quindío, Colombia.
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