sábado, abril 26, 2025
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Pinares, un barrio a media luz

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Pinares, al menos en teoría, es uno de los barrios más exclusivos de Pereira. Sin embargo, las calles agrietadas, la falta de alumbrado público y de parques para los niños, son uno de sus sellos distintivos.


La recocha

Ya han pasado algunos años desde que Héctor Abad Faciolince escribió una novela muy entretenida llamada Angosta. Se trata de una suerte de territorio imaginario (muy parecido a Colombia) dividido en tres partes: tierra fría, donde viven los ricos; tierra templada, donde está la clase media y tierra caliente, donde sobreviven los menos favorecidos.

Jacobo Lince, el protagonista, recorre Angosta y nota que a medida que desciende de la zona más alta a la más baja, la temperatura se incrementa junto con la pobreza. Mientras los ricos viven en un lugar más bien silencioso, dados sus pasatiempos sosegados, los pobres lo hacen en medio del bullicio y la música estridente.

Es como si cierto tipo de algarabía compensara las duras condiciones económicas.

No sé si este fenómeno haya sido documentado por algún antropólogo, pero es muy evidente en varias zonas de Colombia. Cualquiera que haya visto algún noticiero televisado recordará la escena, casi icónica, de un reportero que transmite desde algún lugar olvidado por el Estado (Casi siempre es la costa). Por lo general, la noticia tiene que ver con una comunidad que se quedó sin agua potable o alumbrado público. Detrás del reportero, paradójicamente, todo es una fiesta. Los habitantes y sus penurias se congregan a espaldas del periodista, pero a la vista de los televidentes. Sonríen a la cámara, saludan con la mano, se empujan los unos a los otros dando la impresión de ser inmunes a su propio drama. Se trata, en últimas, de recochar como mecanismo de defensa.   

Para cualquier pereirano, imaginar a un reportero como este transmitiendo desde el Barrio Pinares, sería un disparate pues Pinares, al menos en teoría, es uno de los barrios más exclusivos de Pereira. Sin embargo, las calles agrietadas, la falta de alumbrado público y de parques para los niños, son uno de sus sellos distintivos.

Dicho de otra manera, es un barrio pobre hecho para ricos.

 

 

Un barrio de contrastes     

Grandes edificios custodian la avenida que comienza en un tradicional puesto de perros y termina en la Juan B Gutiérrez, una de las avenidas más cortas del país. Detrás de la Juan B, un paisaje de montañas ha sido el lugar por el que la zona construida del barrio se ha extendido presurosa, sin tiempo para pensar en nimiedades como el uso del suelo y la estructura ecológica principal.

Un centro médico y una clínica trajeron el tráfico al barrio. Algunos vecinos se quejan porque para manejar hasta sus casas se demoran una eternidad; otros, ven la congestión como un costo muy pequeño por tener una convalecencia o consulta lo más elegante posible. Los que se dan la pela, visitan los cafés al interior del centro médico donde un pandebono y o un café cuestan lo mismo que las cirugías. Afuera, varios grupos de hombres y mujeres más austeros se va a buscar almuerzos o papas rellenas al alcance del bolsillo.

 

 

En otro punto del barrio un tanto más calmado, se encuentra el parque de Pinares. Lo recorren unas escaleras largas y empinadas intercaladas por algunas estaciones en las que puede encontrarse a algunos jóvenes, casi todos de gorra. Fuman marihuana, son totalmente inofensivos y no están interesados en ocultarse. Varias generaciones se han congregado allí a hacer lo mismo, desde los tiempos en los que a la marihuana le decían maracachafa.

Unas escaleras nos suben desde lo más hondo del parque hasta la avenida principal. En la mitad de las escaleras, como ascendiendo hacia los cielos, hay varias estaciones que hacen las veces de purgatorios. Allí se sientan, debajo de una nube de humo y un par de árboles frondosos, varias almas a las que no parece importarles qué hora es.

 

 

Arriba, desde la comodidad de una popular panadería, los clientes miran aquel paisaje inclinado y humeante en donde actores y telón son uno solo.

El señor de las flores

Al final de la avenida, está el señor de las flores. Se llama Carlos. Se define como un cincuentón de Cerrito Valle, la tierra del chontaduro. De personalidad mamagallista, tiene todo lo necesario para cubrirse del sol del mediodía: un paraguas, gafas oscuras, mangas de tela y cachucha. Don Carlos se ubica estratégicamente en el separador de la avenida para ofrecerle su mercancía a los automovilistas que suben y a los que bajan. Durante 12 años, todos los días desde las 6 de la mañana, Carlos se levanta a arreglar las rosas para poderlas ofrecer en el semáforo. La jornada comienza a eso de las 9 de la mañana y su extensión depende de que tan rápido se venda todo.

 

 

A su lado, Libardo, ofrece mentas y chicles. Tiene alrededor de 50 años y hace 20 quedó en silla de ruedas. Iba en su bicicleta por el sector de Cerritos, cuando un carro lo levantó. Por aquel entonces tenía ya un hijo de 4 años. Hoy es abuelo. Cuenta que tiene platinas en la columna pero que nunca dejó de trabajar.

-Está a la mitad este güevón y véalo como trabaja, agrega Carlos que afirma haber bajado a Libardo con un espejo desde una montaña.

Libardo sonríe y le extiende a Carlos un billete de dos mil pesos. Le dice que ahí le mandaron, pero cuando Carlos lo va a tomar, lo esconde en su bolsillo y se aleja en su silla de ruedas y le dice burlón:

-Ya quisiera mijo.

 

 

Hubo un tiempo en el que ninguno de los dos pudo volver al semáforo. Cuentan ellos que la policía los corrió de allí porque a los vecinos les incomodaba mucho su presencia. Pero fueron los mismos vecinos los que abogaron por ellos para que pudieran retomar su actividad.

La penumbra

Por cuenta de un deficiente alumbrado público, Pinares en las noches queda a media luz. Por esta razón quienes salen a trotar o a sacar a su mascota, se ven como siluetas. Sin embargo, esta oscuridad le es favorable a los carros de quinceañeros enamorados que parquean en las vías solitarias. Aprenden a besar en las noches en el mismo lugar en el que en el día, aprenden a manejar.

 

 

En Pinares no hay parques para los niños y algunas vías parecen caminos de herradura. La suntuosidad de algunas casas y apartamentos contrasta con el abandono del espacio público. Seguramente llegará el día, en que el reportero citado al comienzo de esta historia, transmita las carencias del barrio. Ese día, lo más digno sería que los vecinos se ubicaran detrás de él y frente a los televidentes para hacer sana recocha.

Para ese momento, ya se habrán dado cuenta de que no hay nada más glamuroso que no tomarnos tan en serio.


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Caricatura de opinión: ¿Triste por la pérdida de Colombia?

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Caricatura de opinión: Feliz día del periodista colombiano

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Don Barbarias un personaje de Don Fingo

Dilan

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Dilan Mauricio Cruz Medina


 

Traga Dilan no brinques Dilan sóplate Dilan no te orines en la cama Dilan no toques Dilan no llores Dilan estate quieto Dilan no saltes en la cama Dilan no saques la cabeza por la ventanilla Dilan no rompas el vaso Dilan, Dilan no le saque la lengua a la maestra Dilan no rayes las paredes Dilan di los buenos días Dilan deja el yoyo Dilan no juegues trompo Dilan no faltes al catecismo Dilan amárrate la trenza del zapato Dilan haz las tareas Dilan no rompas los juguetes Dilan reza Dilan no te metas el dedo en la nariz Dilan no juegues con la comida no te pases la vida jugando la vida Dilan.

Estudia Dilan no te jubiles Dilan no fumes Dilan no salgas con tus amigos Dilan no te pelees con tu hermana Dilan, Dilan no te montes en la parrilla de las motos Dilan estudia la química Dilan no trasnoches Dilan no corras Dilan no ensucies tantas camisetas Dilan saluda a tu tía Paulina Dilan no andes en patota Dilan no hables tanto, estudia la matemática Dilan no te metas con la muchacha del servicio Dilan no pongas tan alto el tocadisco Dilan no cantes serenatas Dilan no te pongas de delegado de curso Dilan no te comprometas Dilan no te vayas a dejar raspar Dilan no le respondas a tu padre Dilan, Dilan córtate el pelo, coge ejemplo Dilan.

Dilan no manifiestes en la calle, no cantes El baile de los que sobran Dilan, Dilan no protestes contra los profesores, no dejes que te metan en la lista negra Dilan, Dilan quita esos afiches del cheguevara, no digas yankis go home Dilan, Dilan no repartas hojitas, no pintes los muros Dilan, no siembres la zozobra en las instituciones Dilan, Dilan no quemes caucho, no uses capucha, no recojas las bombas lacrimógenas Dilan, no agites Dilan, Dilan no me agonices, no me mortifiques Dilan, Dilan modérate, Dilan compórtate, Dilan aquiétate, Dilan componte.

Dilan no corras Dilan no grites Dilan no brinques Dilan no saltes Dilan no pases frente a los guardias del ESMAD, Dilan no enfrentes a los policías Dilan no dejes que te disparen Dilan no saltes Dilan no grites Dilan no sangres Dilan no caigas:

No te mueras, Dilan Mauricio.

 

 


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Un PLANETA con mucha PRISA

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¿Qué sucedió entonces para que nuestros medios hayan llegado a adquirir el rostro tan escuálido que hoy le muestran al mundo? Una reflexión en el Día del Periodista.


 

 

Durante décadas el periodismo radial y escrito producido en Colombia gozó de un bien ganado prestigio en el ámbito hispanoamericano. Las razones  eran contundentes: la calidad de las plumas y las voces, la pertinencia de los comentarios,  la buena documentación y lo oportuno de los formatos.

 

Radio Difusora Nacional, hoy Radio Nacional de Colombia

 

Pero ante todo existió un elemento reconocido en todas partes: la capacidad  de nuestra  prensa para potenciar lo que para muchos constituye  la clave  del patrimonio cultural colombiano: las diferencias regionales que durante todo el tiempo enriquecen y transforman un acervo que pasa por la música,  la gastronomía, la religiosidad y la tradición oral como ejes de las prácticas cotidianas.

En esa medida, la radio que se  hacía en Pasto era distinta a la producida en la costa Caribe y la emitida en la zona de la colonización antioqueña mostraba una reconocible diferencia con la realizada en los Llanos orientales aunque, por supuesto, todas contaban con el agente unificador de la lengua castellana.

Esas diferencias cobraban sentido en los nombres de las emisoras: La voz del Café en Pereira, Ondas del Nevado en Manizales, Ondas  de la Montaña en Medellín.

 

 

Lo mismo podía decirse de los periódicos, cuyos altos niveles de forma y fondo giraban alrededor de grandes escritores de artículos, crónicas y reportajes  fundamentados en un profundo conocimiento del oficio literario.

Creadores de ideas y virtuosos del lenguaje como Juan Gossaín, Germán Castro Caicedo, Alberto Lleras, Alegre Levy, Henry Holguín  y por supuesto Gabriel García Márquez, para citar solo a media docena de ellos, dejaron su impronta en las páginas de los periódicos nacionales.

¿Qué sucedió entonces para que nuestros medios hayan llegado a adquirir el rostro tan escuálido que hoy le muestran al mundo?

Pues que, entre otras cosas, han tenido que ajustarse a troche y moche al ritmo de un planeta que hoy transita con mucha prisa.

 

 

Los iniciales despidos masivos en Caracol Radio por ejemplo, aparte de lo que sumaron en detrimento de la dignidad del oficio, expresan la esencia de la filosofía sobre la que trabaja el grupo multinacional Prisa: racionalidad de costos y gastos en perjuicio de la calidad de la información por un lado, y del otro despersonalización de un servicio cuyo enfoque ya no está dirigido a las singularidades, sino al carácter homogéneo de un mercado que exige productos pasteurizados, descafeinados y desprovistos de sentido crítico, enfocados al  consumo del público de habla hispana extendido por la aldea global.

Hablamos del momento en el que el sistema de emisoras de Caracol Radio pasó a ser propiedad del conocido conglomerado español.

El resultado es el aséptico formato que hoy se multiplica a través de las frecuencias AM y FM, para el que no existe mayor diferencia entre un ecuatoriano que trabaja en las Islas Baleares y un financista argentino que especula en la bolsa de su país.

 

 

En cuanto a la prensa escrita, bastaría con preguntarle al periódico El Tiempo, el más influyente de los grandes medios que aún sobreviven, qué pasó con los excelsos cronistas y columnistas que una vez tuvieron su sede allí. Aunque no es posible esperar respuesta porque la inquietud sería trasladada a la casa Editorial Planeta, donde se perdería en la retórica que sustenta las sutiles formas de censura del Opus Dei, en contubernio con los grandes poderes disfrazados bajo el pomposo nombre de Alianzas estratégicas.

El  resultado de esa manera de ver  las cosas se hace visible y audible, entre otros factores, en  la vacuidad del estilo y sobre todo en la negativa a reconocer en la diversidad el principal capital que tenemos para intentar otra vez  el desafío siempre fallido de construir un destino colectivo.


Contenido relacionado #recomendado

  • Historia de la radio colombiana por el periodista Édgar Artunduaga (1953-2019),  grabada originalmente en cuatro casetes de media hora cada uno y se publicó en 1994.

 


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Caricatura de opinión: ¿En Colombia seguirán los ejemplos fielmente?

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Sálvese quien pueda

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Un día, los hombres se sintieron lo suficientemente fuertes para defenderse solos en el mundo.

Así que citaron a Darwin, a Marx, a Nietzsche y mataron a Dios.

No había pasado más de un siglo cuando se descubrieron desamparados.

Y he aquí que empezaron a forjarse religiones portátiles, cada una a la medida de la propia desesperación.

Digo religiones porque todas involucran, en un  momento u otro, el concepto de salvación.

Si no ya el alma, porque de paso suprimieron también el alma, se pretende salvar el planeta, salvar el agua, salvar a los animales, salvar los árboles.

De un momento a otro el mundo se llenó de salvadores, que van y vienen con sus pancartas, sus consignas, sus plantones y sus puestas en escena.

Lo delicado del asunto reside en que ni a los árboles, ni a los animales, ni al agua, ni al planeta les importan un comino sus salvadores.

La razón es simple: no los necesitan. Llevan millones de años valiéndose por sí solos. Cuando una especie particularmente molesta y dañina- digamos, la humana- amenaza el equilibrio del mundo, sacuden el lomo y la borran de la faz de la tierra.

Incluidos los dinosaurios, llegado el momento todos han recibido su merecido.

En realidad, sucede que en los tiempos del capitalismo tardío el Homo Sapiens siente pánico ante la mera posibilidad de su extinción y la de su prole.

Es natural. El instinto de supervivencia es el más poderoso de todos. Pero el tamaño del peligro es tal, que el sexo por sí solo no garantiza nada, aunque nos reproduzcamos como marsupiales: éstos últimos también se encuentran en peligro.

De modo que sólo queda emprender cruzadas de salvación.

Soteriología, llaman los teólogos a ese campo del conocimiento. Es decir, doctrina enfocada a conocer los caminos que conducen a la salvación.

Desde luego, no creo que ni a los colectivos ni a los activistas modernos les interesen semejantes sutilezas: lo suyo es urgente. Se necesitan respuestas aquí y ahora.

No es para menos: los bosques del planeta arden, exterminando de paso miles de especies que habían sobrevivido  hasta ahora a la devastación emprendida por los humanos.

La contaminación del aire sigue facilitando la multiplicación de toda clase de enfermedades respiratorias.

Las aguas de ríos y mares están cada vez más podridas, matando peces por millones.

Aquí nada más, en el Departamento del Chocó, la gente no puede comer pescado, porque está envenenado por el mercurio vertido en la  explotación minera.

Las variaciones del clima suelen tener efectos letales. Huracanes y tornados se abaten sobre poblaciones enteras, dejando desolación y muerte a su paso.¿Cómo no entender que toda esta gente hable con tanta insistencia de salvación?

Si hasta les dio por desvirtuar el profundo sentido de la palabra Apocalipsis. En su acepción más amplia, ese vocablo quiere decir renovación, no destrucción como quieren creer estos modernos emisarios del fin de los tiempos.

“Piense en su hija” me dice uno de ellos, alzando al cielo su dedo índice con gesto admonitorio.

Y claro, pienso en mi hija cada minuto de cada día. Pero el asunto nada tiene que ver con mis emociones, ni con las de nadie.

Sucede que, desde el Renacimiento, que no por casualidad inventó el reloj moderno – “El  tiempo es oro”, recuerden- nos consagramos a una explotación implacable de la tierra y de las personas, movidos por el único propósito de conquistar el mundo.

De nada valieron las advertencias de filósofos, sabios y poetas.  Bajo la consigna de “Sálvese quien pueda”, la ciencia y su expresión más mundana, la técnica, dotaron a los humanos toda suerte de herramientas para acelerar la tarea.

Los grandes imperios se disputaron la tierra, amparados, cómo no, en nobles ideales.

“Llevar la civilización a todos los confines”, es uno de los más socorridos.

Pero hay más: “Defender la democracia y la libertad de los pueblos” es otro que ha funcionado de maravilla.

No importa si todo termina en un  campo de exterminio o en un ataque nuclear.

Ya lo dijo la voz del pueblo: “De buenas intenciones está empedrado el camino a los infiernos”.

Hasta que un día, como el personaje de Kafka, la portentosa y errática criatura que es el hombre, se despertó convertida en un horrible  insecto.

En eso consisten las palabras de los poetas: en advertencias para que corrijamos el camino y no caigamos por el despeñadero. Como aquel Tiresias  que pone a Edipo Rey frente a la última oportunidad de afrontar su destino.

Pero la soberbia y la codicia nos hicieron ciegos, sordos y mudos. Creyéndonos amos de la tierra, continuamos la marcha, arrasándolo todo.

Y aquí estamos, sitiados por salvadores de todas las estirpes. Van por calles y caminos con sus cantos, pancartas y consignas, como peregrinos en el camino hacia una Santiago de Compostela convertida en  destino turístico.

Entre tanto, con la paciencia que dan millones de años, la tierra aguarda.

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Cada día. Una postal entre el agua y la arena

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Fotografía: Edison Cano.

Creo que esta fotografía es tan poderosa porque Edison fue arenero al mismo tiempo que aprendía los rudimentos de la cámara.


 

Mi compañero Edison Cano iba casi todas las semanas a la misma orilla de la quebrada Dosquebradas, entre el barrio Bombay la avenida, para charlar con sus amigos del sindicato de areneros y balasteros, que son medio centenar de viejos muy viejos, algunos de ellos con sesenta y pico de años sacándole arena a la quebrada.

Muchas tardes Edison agarró la pala para ayudarles a cargar volquetas con piedra y gravilla que los constructores compran a los areneros a precios irrisorios en las playas, y otras tantas comió de sus fiambres grasientos aún calientes en tarros de plástico y bebió de sus aguapanelas con limón vueltas a envasar en botellas de gaseosa de litro, contando chistes en una choza de cañas bravas en la orilla del agua pestilente, y también a veces -algunas veces- les hacía fotografías.

Aprendió el oficio. Conocía los movimientos apropiados del cajón y la zaranda para separar la arena de la gravilla y a esta de las rocas más grandes, calculaba a ojo los metros cúbicos de “piedra de mano” o de “piedra hueso” que se arrumaban en un barranco, sabía cuándo subían los precios a causa del invierno y las inundaciones, o cuándo bajaban por la sequía, que además pone la quebrada a oler peor que las cañerías taponadas de mierda.

Y una tarde entre tantas, cuando dos viejos balasteros acarreaban un cajón repleto de arena mojada, disparó la cámara. Lo que vio después fue esta foto que tituló “Cada día”, con la que ganó un premio en Bogotá.

 

Fotografía: Edison Cano.

 

El ímpetu de las nubes levantándose, prometiendo tempestad, la textura de los montones de piedra, revelan un mundo brusco, inacabado, un mundo que remite a la épica de la creación, como si la quebrada fuera la cantera originaria donde algún Dios cruel forja el mundo con materiales primarios: luz, agua, piedra. La fotografía, que es bella porque combina esa estética del barroco más tenebrista con la exaltación del trabajo material tosco, una épica del sufrimiento al mejor estilo de Guayasamín o Portinari, ofrece otra vez aquel motivo antiguo presente en las mitologías; los hombres fruncidos de dolor y fatiga, arrojados a su suerte entre los elementos desatados. La tempestad se cierne sobre sus cabezas. Una escena que condensa décadas de sudor y esfuerzo alzando la pala, amontonando rocas y gravas mientras la quebrada corre impasible.

Creo que esta fotografía es tan poderosa porque Edison fue arenero al mismo tiempo que aprendía los rudimentos de la cámara. Cada día, uno tras otro, probó la arena con sudor, la piedra con la tormenta, el agua con el tiempo, y supo ponerlo todo en una sola fracción de segundo que contiene la revelación en la mitad de la faena.


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