martes, abril 29, 2025
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Tradiciones decembrinas: música y gastronomía

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Buñuelos

Música y comida van de la mano, y en diciembre ¡sí que más! por eso nuestros especial de hoy está dedicado a platillos y canciones que nos acompañan de manera tradicional en estas fiestas de fin de año.


 

 

Iniciamos hablando de la música y la comida en las tradiciones decembrinas mencionando a “El indio” Pastor López, ese músico excepcional que animó la vida de varias generaciones con canciones elementales pero cruzadas por unas cadencias capaces de hacer dulces las penas más amargas.

Gustavo Colorado, nos comparte una nota sobre este cantante tan querido y recordado por estas épocas en nuestras casas y reuniones decembrinas (clic en la imagen para ir a la nota).

 

 

Y junto a Pastor López presentamos otras canciones que no pueden faltan en diciembre.

 

Aires de navidad y Esta navidad de Héctor Lavoe y Willie Colón

Bella es la navidad de Richie Ray y Bobby Cruz

Farolitos en el cielo, un currulao interpretado por Gloria Estefan, autoría de Kike Santander

y las bailables de siempre…

Daniela de Rodolfo Aicardi

El mecedor de Jose A. Bedoya (a propósito de la natilla para acompañar los buñuelos)

Orquesta Guayacán con Pasodobles

https://www.youtube.com/watch?v=Kph1uZT_vEo

Maria Teresa de Los 50 de Joselito

Y así podemos seguir enumerando muchas canciones que están en nuestro recuerdo y que desempolvamos especialmente en esta época. Queda de ustedes hacer su lista de canciones (si no la han hecho) o ayudar a completar la que estamos armando con sus comentarios a esta nota.

No todas son canciones alegres

Para equilibrar las cargas, mencionamos también canciones que no son tan parranderas y alegres, en diferentes momentos de las festividades de diciembre las cantamos y las traemos a la memoria, porque no todos los que queremos que estén se encuentran cerca, y no siempre estamos tan contentos y festivos como quisiéramos. Por eso también dejamos tres canciones que recordamos mucho en navidad.

 

Mamá dónde están los juguetes de Los niños cantores de navidad

El ausente de Pastor López

Navidad sin ti de Los Bukis

Barriga llena corazón contento

Después de esta tanda de canciones nostálgicas, levantamos el ánimo con comidas y postres que consumimos en navidad.

Cada región tiene su tradición, aquí señalamos algunos platos y dulces que se consumen en Colombia, sobre todo en el centro-occidente del país. Estos alimentos generalmente se acompañan escuchando canciones como las que hemos puesto anteriormente.

 

 

Dulces, salados, ácidos, líquidos, viscosos, secos, esponjados, fritos, cocinados, asados, rellenos, son parte de los sabores y presentaciones de los alimentos que consumimos en estas fechas. Los entusiastas de la casa cocinan a sus anchas y comparten con familiares, vecinos y amigos. Es el tiempo de dejar la dieta y ceder al antojito. Los kilos de más no importan porque llegó diciembre y comer y bailar es parte de las actividades que hacemos.

Natilla y buñuelos, de los primeros invitados a la mesa cuando repunta el fin de año y se piensa en el mercado para el mes de navidad. Unos buñuelos calientes, acompañados de natilla de maíz o de sabores (según el gusto de cada quien), y de fondo los merengues que bailamos con nuestra familia, es nuestro primer plato a evocar.

 

 

 

Si a alguien no le gusta la natilla, se come los buñuelos con una taza de café o de chocolate caliente y hace la combinación perfecta de sabores mientras va charlando, bailando y comiendo. O se come unas brevas con arequipe, un manjar blanco o unas galletas navideñas, de esas que compran por montones para tomar con “vino” que sabe más a agua de uva fermentada que a cualquier otra cosa.

 

 

Y si definitivamente lo suyo no es lo dulce y lo que le gusta es lo grasoso, la harina, la carne y el arroz, les tenemos: lechona, rellena, pollo o pavo relleno, chicharrón, tamales y empanadas. Por nombrar unos cuantos platos.

 

 

Pero ojo, si sus invitados no comen carne, debe prepararse. En la actualidad hay muchos vegetarianos y veganos, tengan a la mano unas buenas ensaladas sin proteína animal, no vaya a ser que se lleven una sorpresa parecida a la de Miriam cuando su hijo llegó del exterior a visitarla.

Lea la historia haciendo clic en la imagen.

 

Con estas recomendaciones musicales y gastronómicas terminamos este especial. No olviden que también hay alumbrados que pueden visitar donde se encuentren, en nuestro especial anterior les mencionamos algunos lugares para ir este mes, les dejamos de nuevo la nota para que los recuerden o los conozcan si no han visto ese especial.

 

Tantas caleñas tan lindas que hay

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Dice Martín Caparrós que un gran cronista es un gran mentiroso. No sé  si Martínez lo sea, pero recuerdo a un par de mujeres, vecinas del barrio Corocito de Pereira, que presumían de haber amanecido en los brazos de Pastor López.


 

Descubrí el texto gracias al médico venezolano Evaristo Bohórquez, uno de los miles de estudiantes formados en Cuba durante la primera etapa del gobierno de Hugo Chávez.

Hasta hace unos días estuvo hospedado en casa de mi vecino, el poeta Aranguren, mientras esperaba la confirmación de un empleo en un hospital de Guayaquil, Ecuador.

Durante una larga tertulia amenizada con ron Tres Esquinas y canciones de Felipe Pirela, surgió el tópico del venezolano más admirado por los asistentes.

  • Simón Bolívar, dijeron unos.
  • El músico Gustavo Dudamel, sentenciaron otros.
  • El escritor Arturo Uslar Pietri, aseguró un veterano profesor, borracho como un corsario
  • ¡Pastor López!, exclamé con una vehemencia que dejó en silencio al auditorio.

 

 

 

“¡Coooñññoooo! Por allí tengo algo que te va a gustar, respondió el médico y en el acto se dirigió a una de las habitaciones del fondo. Esa donde el poeta Aranguren pintó un mural de caimanes, micos y guacamayas que conviven en medio de una plantación de marihuana.

A su regreso traía un ejemplar amarillento de la revista Perfiles, que se editaba en Caracas al finalizar los años ochenta del siglo anterior.

Las dos terceras partes estaban dedicadas a una crónica perfil de “El indio” Pastor López, ese músico excepcional que animó la vida de varias generaciones con canciones elementales pero cruzadas por unas cadencias capaces de hacer dulces las penas más amargas.

 

 

El texto estaba firmado por un autor llamado Christian Martínez, que para la época contaba veinticinco años, según la breve reseña biográfica publicada al final de la crónica.

En su relato, Martínez cuenta que acompañó a Pastor López y su banda durante una gira decembrina por veinte ciudades grandes, medianas y pequeñas de Colombia empezando, cómo no, por Santa Marta, Barranquilla y Cartagena, hasta finalizar en los Carnavales de Blancos y Negros en Pasto.

En el recorrido todos, empezando por el cronista, pisaron a fondo el acelerador de la bohemia: rumba, alcohol, drogas y mujeres, muchas mujeres.

Esa correría le sirvió a Martínez para corroborar una vieja intuición: que los hombres buscan la fama porque siempre llega acompañada de sexo.

 

Tomada de https://www.kienyke.com/

 

“El  cronista se comió a más de una a cuenta de la fama de Pastor López” dijo el médico Bohórquez.

A continuación empezamos a leer el texto, turnándonos  para hacerlo en voz alta.

Dueño de un estilo exquisito y de un ritmo heredado de las canciones de la Billo´s Caracas Boys, Christian Martínez describe paisajes, lugares, ambientes, rostros, sabores y formas de bailar, mientras intercala apreciaciones sobre los estados de ánimo del músico, a menudo bastante alejado de la dicha perpetua sugerida por su cancionero.

El indio vivía una pena de amor perpetua” leímos en uno de los capítulos de la crónica.

“El asunto es sencillo: como en cada lugar tenía mínimo una novia, resulta que siempre había sido abandonado o estaba a punto de ser abandonado por alguna. Y aunque a muchos les resulte inconcebible, a todas las amaba y les entregaba lo mejor de sí mismo, aunque fuera durante esa clase de eternidad que mediaba entre un concierto y otro”.

 

 

El relato me devolvió de golpe una imagen del final de mi adolescencia: un hombre de tez morena, parado en la puerta del Hotel Soratama, ubicado en la Plaza de Bolívar de Pereira.

Lo recuerdo ataviado de una manera bien singular: camisa roja estampada de flores de todos los colores, pantalón amarillo, mocasines blancos sin calcetines y enormes anillos dorados en todos los dedos de las manos.

A cada mujer hermosa que pasaba- y, por lo visto, todas le parecían hermosas- le obsequiaba un piropo.

Unas se sonrojaban, a otras parecía indignarlas, y a veces algunas cruzaban la puerta del hotel y abordaban el ascensor rumbo a las habitaciones del cantante.

 

Dulce colegiala

Reiniciamos la lectura de la crónica con un fragmento en el que Martínez pone a prueba su destreza narrativa.

“Un año antes de la gira en la que lo acompañé, Pastor López sedujo a una quinceañera, hija de un ganadero de Montería. Uno de esos patriarcas que no dudan en pistonearse a la hija del vecino pero están dispuestos a matar si les tocan la propia.

“Cuando el padre se enteró, el cantante ya estaba fuera de Colombia. Con paciencia de padrón vengativo esperó su regreso a Montería. Al llegar el día del concierto, desde muy temprano comisionó a dos de sus guardaespaldas con la orden expresa de matarlo y escapar luego rumbo a San Andrés, donde podrían vivir a todo timbal durante una temporada.

“En efecto, los pistoleros entraron desde muy temprano al lugar donde se realizaría el concierto. Muy pronto escogieron pareja, bailaron y se emborracharon. A la madrugada se acercaron a la tarima… pero a pedirle autógrafos al autor de Colegiala. Dice la leyenda que esa canción la compuso a la adolescente morena que durante años lo visitó en sueños en las habitaciones de hotel donde acababa de ponerle fin a su último romance”.

 

 

Dice Martín Caparrós que un gran cronista es un gran mentiroso. 

No sé si Martínez lo sea, pero recuerdo a un par de mujeres, vecinas del barrio Corocito de Pereira, que presumían de haber amanecido en los brazos de Pastor López. A modo de prueba, exhibían dos de esas viejas fotografías Kodak en las que el cantante las besaba mientras alzaba una copa que daba destellos ambarinos.

A lo mejor no fueron tantas mujeres, pero si las suficientes para inspirar la canción que le dio título a la crónica: “Tantas caleñas tan lindas que hay…”.

 

Los ojos del Atrato. Una postal del Chocó.

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En esta época deplorable de selfies repetidas en serie, de imágenes que como basura taponan las alcantarillas y asaltan hasta el último rincón del planeta, imagino a la niña a punto de zambullirse y a mi madre a punto de apretar el obturador.


 

 

 

Esta fotografía la hizo mi madre en marzo de 2018 en Riosucio, Chocó, sobre la orilla derecha del río Atrato. Yo quisiera pontificar acá sobre ese pueblo de mujeres y hombres anfibios que no quieren vivir sin las crecientes y los aguaceros, ese pueblo que aprendió a construir sus casas, no al borde de la corriente, sino encima del río mismo, sobre palos de chonta clavados en el agua que algunos llaman pilotes y otros palafitos.

Explicar, quizá, que el bajo Atrato es la frontera del Chocó con el Urabá, una rara encrucijada donde un río que es del Pacífico desemboca, por caprichos de la topografía, en el Caribe.

O quisiera volver a contar que las dos orillas del Atrato en aquellos lares separan mundos opuestos, mundos enfrentados a sangre y fuego. El del latifundio paisa y los empresarios con motosierra y las ganaderías y los monocultivos de palma, de banano para la exportación, y el otro mundo, el de los negros y los indios que eligen el bosque, la selva, la manigua, la vida austera sin prisas, sin ambiciones.

 

 

Hoy no quiero hablar de eso sino del hechizo que ocurre cuando veo otra vez la fotografía, pues intuyo la sonrisa mojada de la niña y los pies que juguetean con el pantano del fondo. En esta época deplorable de selfies repetidas en serie, de imágenes que como basura taponan las alcantarillas y asaltan hasta el último rincón del planeta para acabar desechadas aún antes de que alguien las mire, en esta época de ruido y furia imagino el segundo previo, imagino a la niña detenida por siempre en el río, imagino a mi madre al otro lado del cristal observándola fijamente, con los mismos ojos y la misma actitud, como si ambas jugaran un juego recién inventado por ellas, la niña a punto de zambullirse, mi madre a punto de apretar el obturador de una cámara prestada que ni siquiera sabía manipular.

El hechizo consiste en volver a mirar la fotografía cada tanto: esos ojos medio tristes, medio sonrientes que salen del río, esas gotitas de agua que escurren por los cabellos de pelo quieto, los brazos firmes aunque son de niña pequeña, ocultos hasta perderse su color con la corriente fangosa, casi diluyéndose en el río, diría uno. Y esa niña que se atrinchera detrás de un fardo de ropa, protegiéndose de la cámara pero insinuándose al mismo tiempo, una vacilación que me seduce a mí también.

 

 

El hechizo consiste en volver a mirar la imagen hasta comprender que ahí se oculta el secreto de los grandes fotógrafos, aunque mi madre ni siquiera lo sospeche. Ella, fotógrafa, sobresale justamente cuando consigue no aparecer, porque ella -la niña, la otra- aparece con toda la majestad de su existencia.

El hechizo consiste en volver a mirar y sentir que en ese momento mi madre y la niña fueron la misma persona.

La dictadura de la lechuga

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“Llegó diciembre con su alegría, mes de parranda y animación” y con las fiestas decembrinas llegó el hijo de Miriam, desde España, con su novia, y una noticia que darle: son veganos


 

I

Parábolas

Sucedió el martes 3 de diciembre en mitad de la Plaza de Bolívar de Pereira.

Llevaba por lo menos diez años sin verla y sin embargo no se permitió la mediación de un saludo.

Indignada como un líder de los Chalecos Amarillos franceses en su momento más alto de ruido y furor, me abordó mientras trataba de escapar al asedio de uno de esos mimos absurdos que extorsionan a los transeúntes, so pena de ser caricaturizados en vivo y en directo  ante decenas de mirones ocasionales.

¿Te puedes imaginar semejante abuso? Me espetó a la cara, manoteando como una de las Furias de la mitología clásica.

De inmediato pensé que había sido víctima de los abusos del Esmad o de alguna otra fuerza policial, de los que fueron tan frecuentes en  la seguidilla de protestas y marchas desatadas desde mediados de noviembre.

Pero no. Como suele suceder, la ofuscación de Miriam- así se llama mi antigua compañera de estudios- tenía orígenes mucho más domésticos y, por lo tanto, más letales.

Sucede que su hijo médico residente en Barcelona le anunció desde noviembre una de esas visitas navideñas que de inmediato reavivan en los clanes familiares el mito del hijo pródigo de regreso a casa.

 

 

De modo que Miriam  se consagró a preparar el recibimiento con esa clase de fervor solo posible en una madre solícita.

Voy con mi nueva novia, Almudena, le advirtió su hijo a través del teléfono móvil.

Aunque, de entrada, el nombre le generó suspicacias  las obvió con rapidez.

Nuera es nuera, así se llame Almudena, se dijo en un principio y siguió comprando sábanas nuevas, toallas, vinos, jamones, quesos y toda la artillería de ingredientes que exige la  tentadora gastronomía típica colombiana.

Pasó el penúltimo mes del año y “Llegó diciembre con su alegría, mes de parranda y animación”, según reza el estribillo de  esa canción que es casi otro himno de navidad.

 

 

Llegada la hora, Miriam tomó su automóvil tipo mujer-luchadora-de-clase media-media y, devorada por la ansiedad, partió  con destino al Aeropuerto Matecaña.

Como es de rutina, al bajar por la escalerilla del avión, el hijo buscó a su mamá con esa mirada ávida de reencuentros propia de quien pasa largas temporadas lejos de casa.

Ya en tierra, mamá Miriam lo despertó del Jet Lag con una de esas arremetidas impúdicas de pellizcos en las mejillas,  a las que las madres acostumbran  someter a sus críos, tengan cinco o cincuenta años.

De momento, ni siquiera  advirtió la  presencia de la muchacha flaca que caminaba detrás de su hijo arrastrando una maleta color limón y sosteniendo en el regazo un pequeño huacal con un todavía más pequeño animal que movía sus diminutos ojos negros con una curiosidad próxima al pánico.

Educada por el cine, como todos los de nuestra generación, Miriam asociaba a las españolas con la imagen de esas actrices ricas en carnes que se tostaban al sol en las películas filmadas después de la caída de Franco.

Ustedes ya saben: esas hembras desbordadas de las películas de Almodóvar.

Por eso, en principio, no vio a Almudena. Su blancura se aproximaba a la de esos ángeles casi transparentes que se ven en las natividades de algunos pintores flamencos.

II

Iluminaciones

Y  a esta altura del cuento llegamos a las razones para la indignación de mi antigua compañera.

Una vez instalados en casa, su hijo buscó un sitio propicio y soltó la noticia con el aire de quien formula una revelación.

Tengo que decirte algo, mamá. Advirtió en un tono de nervioso sigilo.

¿Voy a ser abuela? Preguntó Miriam, dando saltitos de alegría.

No mamá, quiero decirte que mi novia es vegana.

Un frío letal descendió sobre la casa, haciendo estremecer a María y José, a la burra y el buey, que esperaban impacientes la llegada del niño en su pesebre.

¿Qué dices, mijo? ¿Me puedes decir qué vamos a hacer con los jamones, los perniles, el lomo de res, las pechugas de pollo, los chorizos, la morcilla y los callos que tengo almacenados en la nevera?

¡Pero si me gasté la prima de fin de año comprando  comida para atenderlos!  Ahora le va a tocar a usted comerse todo eso solo, porque a mí ya se me quitaron las ganas! Exclamó  mamá Miriam, levantando el dedo índice como un ángel exterminador.

Lo siento tanto,  mamá, pero no puede ser: yo también soy vegano, fue la única respuesta de su retoño.

 

 

Fue ese el momento en el que Miriam salió a la calle, dispuesta a unirse a  la primera marcha de protesta que se le cruzara en el camino.

Había caminado unas veinte cuadras desde el barrio Providencia cuando nos encontramos.

Yo, que no puedo ver una vaca  sin pensar en un buen churrasco y que imagino el paraíso como un rodizio, fui  todo comprensión y solidaridad para con mi antigua compañera de aula.

Tanto, que me dediqué dos horas a escuchar su letanía, sentados a la mesa de un café al paso frecuentado por putas prepago que  pregonaban las maravillas de la silicona.

El problema de fondo -empecé a modo de consuelo- reside en que, arrinconados por esa obsesión contemporánea con la salud y la asepsia de quienes se niegan a envejecer y a morir, estamos sometidos a la dictadura de la lechuga.

Momento en el que Miriam “abrió unos ojos como platos”, según suelen decir los malos traductores de literatura gringa.

Animado por su interés le dije que, hasta finalizar los años noventa, este tipo de manías eran exclusivas de los Hare Krishna  y de unos cuantos prosélitos de las sectas Nueva Era.

Uno podía identificar a los primeros por sus túnicas color blanco y azafrán, a los segundos por su empeño en bautizar a los  niños con nombres de planetas y a los dos por el tono de  piel propio de los que consumen  mucha lechuga y poco sexo.

 

 

Esta última idea solo consiguió reactivar su estado de indignación.

De modo que continué: Pero al despuntar el nuevo siglo el asunto se masificó. Como había matado a Dios  apenas una centuria atrás,  he aquí que la gente se dedicó a inventarse pequeñas religiones portátiles a la medida  de la propia desesperación.

Paganos redivivos, empezaron a idolatrar toda entidad viviente o inanimada: gatos, perros, toros, bicicletas, tatuajes, pircins, barbas,  vegetales, árboles: cualquier cosa a la que aferrarse en medio del naufragio.

Y, como todos los conversos, se volvieron fundamentalistas y se dieron a la tarea de lanzar anatemas contra todo el que no adhiriera a sus cruzadas. Así que olvídate por ahora de la unidad familiar. Es cuestión de paciencia y amor filial: a lo mejor para el año próximo un cuadro severo de desnutrición les devuelva la sensatez  digestiva.

Revolviéndose en la silla, Miriam tuvo su propia iluminación, resumida en una pregunta:

Y, mientras llega el otro año… ¿No me recibirías ese montón de carne?

En una reacción primitiva, y sin consultar con  su enemigo el cerebro, mi estómago respondió que sí, que sí.

Y aquí  estoy, tratando de neutralizar mis excesos con dosis dobles de Atorvastatina genérica.

Todo por solidarizarme con una víctima de  la dictadura de la lechuga.

 

[N.I.E] Número de Identificación Extranjero: el libro como objeto

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Luz de Luna Editores, una editorial independiente de Pereira, presentó el mes pasado [N.I.E] Número de Identificación Extranjero, el libro como objeto.


 

El pasado jueves 14 de noviembre fue el lanzamiento oficial de la publicación [N.I.E] Número de Identificación Extranjero. Evento que contó con la presencia de Stefanny Rodríguez, autora del libro y directora de Luz de Luna Editores y Diana Franco Londoño diseñadora de la editorial.

 

 

[N.I.E] Número de Identificación Extranjero, es un libro objeto expandido, incluye dibujo y mucha imagen en su generalidad, en este caso, una secuencia de fotoacción: un desplegable que genera movimiento en el libro, además de videoarte, secuencia fotográfica y dibujo en el espacio.

 

 

La instalación contó con la colaboración de los artistas: Andrés Cuartas con su performance Noise: sintetizadores análogos, y Santiago Anaya y Franco Piccirilli con su DJ Set Technium.

 

 

El evento se llevó a cabo en la Galería Maga, un espacio dedicado al arte contemporáneo de artistas locales y nacionales dirigido por María García.

 

 

El libro se puede conseguir en Colombia y España:

En Pereira: Galería Maga, Museo de Arte y Librería del Centro Cultural

A nivel nacional en el Fondo de Cultura Económica de Bogotá y Lugar a dudas en Cali.

Y en España: Casa Encendida, Madrid y Fat Bottom Books, Barcelona

[N.I.E] Número de Identificación Extranjero
Stefanny Rodríguez
Luz de Luna Editores
Páginas: 65
2019

 

 

 

Pueden conocer más de esta publicación y otras de esta editorial en luzdelunaeditores.com

Lo positivo: preguntar por la verdad

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Falsos positivos = asesinato de civiles. Los civiles somos los que no pertenecemos a alguna de las armas del ejército ni empuñamos armas en nombre de una organización subversiva. ¿No había otra forma de llamarlos?


 

 

No es una estadística señalada por el Dane en materia de nuevas familias que han superado el índice de pobreza. Tampoco es una cifra de nuevos empleos y mucho menos el número de campesinos que se han profesionalizado en el Sena este año. La cifra señala un número de víctimas y un solo interrogante: “¿Quién dio la orden?”.

 

 

Vaya pregunta. ¿La orden de qué? La de asesinar a 5763 personas. Es difícil pensar que la orden la diera un solo individuo y por eso allí aparecen, en cadena, cinco oficiales de alto rango. Con unos números problemáticos sobre sus cabezas, como si cada número les diera un lugar de privilegio en un certamen, como si a ese número debiera colgársele una silueta humana por cada persona muerta.

Tremenda escenografía con sombras y sombras.

Le compete a la justicia esclarecer los hechos, dirá el lector, verificar esos números y determinar responsabilidades. ¿Pero cuáles? Bueno, responsabilidades en relación con los eventos en que 5763 personas perdieron la vida.

La cifra se ha conseguido en diez años, según cuentas de la Asamblea de Estudiantes Universitarios.

Pero hagamos esta simple operación matemática: si en diez años sumamos 3650 días y el número de víctimas asciende a 5763, quiere decir que por día fueron asesinadas cerca de dos personas. Si pensamos en las víctimas del municipio de Soacha, cuyas madres y parientes siguen llorándolos, estamos hablando de personas jóvenes en su mayoría. Los relatos de los deudos suelen coincidir en que un día cualquiera a estos chicos les prometieron un empleo, les pintaron un negocio, les hablaron de probar suerte en otra parte y luego aparecieron muertos.

Y no era una muerte cualquiera: sus cuerpos aparecían en una supuesta zona de combate. Así que en el argot militar habían sido dados de baja y en las estadísticas de la Seguridad Democrática, se estaba ganando la guerra. ¿Por qué darles de baja y no capturarlos? Porque presuntamente eran guerrilleros, subversivos, individuos beligerantes preparados para el combate y enfrentados a la autoridad verde oliva.

“De seguro, esos muchachos no estaban recogiendo café”, dijo en su momento un presidente de la república, es decir, el jefe máximo de las fuerzas militares.

Como si de este modo se justificara el acontecimiento: puesto que no estaban cogiendo café era necesario darles de baja y sumar con ello un positivo. Ilustro: entre las tropas en combate dar de baja a un guerrillero es un éxito, un acto positivo con el cual se asciende, se ganan medallas, se adquiere prestigio, se dispone de días de licencia para estar en familia, se hace mérito para engrosar la lista de los destinos heroicos.

Pregúntenle al general retirado Mario Montoya.

Pero lo positivo, después de todo, resultó falso. Digamos que estos 5763 colombianos no estaban cogiendo café ni aspiraban a ser gerentes de la Federación Nacional de Cafeteros, pero tampoco estaban en el campo de batalla ni se les pasó por la mente enfrentar los soldados de los generales Barrera, Hernández, Martínez, Evangelista y otra vez Montoya.

Lo que aún reclaman los familiares de los muertos de nuestra Comala son dos cosas: que a sus parientes les reconozcan el derecho al buen nombre y que se sepa la verdad de lo que sucedió con ellos. Porque el grafiti es claro en la ecuación: falsos positivos = asesinato de civiles. Los civiles somos los que no pertenecemos a alguna de las armas del ejército ni empuñamos armas en nombre de una organización subversiva. ¿No había otra forma de llamarlos?

Si de algo se precia la historia del país es la de tener una larga tradición retórica, la misma que permite hablar de la corrupción como un problema que debe reducirse “a sus justas proporciones”.

Falsos positivos. Aludimos aquí a una escena camuflada en gótico, de teatro en vivo, que nutre una amplia videoteca histórica: 5763 productos snuff. Hablamos de falsificar un escenario de guerra y ubicar en él, a la manera de un objeto de utilería, el cuerpo de un inocente caído en el combate de la perversión.

Ni Poe, tan afecto al  articulo mortis y a la necrofilia, imaginó escenas tan brillantes en su oscuro tratamiento de las sombras.

Tres recorridos entre la guerra y la paz

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Camilo Alzate narra sus recorridos por tres lugares de Colombia los últimos tres años. Viajes a pie, en chiva, por trochas y ríos, en los que intercambia conversaciones con la gente a su paso. Experiencias que dejan ver al lector las realidades que escuchamos de lugares como el Chocó, el Cauca y algunos sectores de Antioquia.


Juntas del Tamaná, Chocó. Diciembre de 2017.

La carretera que baja desde San José del Palmar termina un poco más allá de Curundó y La Punta. Carretera es un decir, se trata de un chorro de lodo donde hasta las motos se quedan pegadas. Al lado corre furioso el Ingará, que forma vallecitos estrechos entre unas montañas encajonadas. Entre la selva oscura a veces notamos parches de ese verde fosforescente e inconfundible que son los cultivos de coca. Seguimos a pie varias horas por una trocha que atraviesa los potreros de don Cheli antes de caer al punto donde el Surama (tan esmeralda y compacto) somete al Ingará (tan pedregoso y revuelto) y ambos se hacen Tamaná, el río al que le gusta cobrarse ahogados con frecuencia.

A Cheli nos lo habíamos encontrado al final de la carretera descargando unos bultos de abono de una Toyota blanca de la que también se apearon los dos guerrilleros que tienen la orden de conducirnos hasta donde Julio o “Caparrú”, un campesino paisa cincuentón del que se comenta que es el segundo al mando del frente “Ché Guevara” del Ejército de Liberación Nacional.

Los guerrilleros nos trepan a un bote de hierro, el río embiste al bote, el bote embiste al río, metal contra roca, agua contra motor. Navegamos con la corriente y eso facilita las cosas. Aún no lo sabemos, pero nos llevan a Juntas del Tamaná, un pequeño caserío de cuarenta o cincuenta ranchos de madera sin luz eléctrica ni carretera, donde Julio nos está esperando desde por la mañana. Son casi las cinco.

 

 

“Después de Juntas está el Salto” me dice un lugareño al que voy a llamar Genaro. Genaro va en la embarcación con nosotros porque necesita una audiencia con el comandante. “¿Y qué es el Salto?” le pregunto. “Una cascada del río por donde no pueden cruzar los botes” cuenta. “¿Cómo lo pasan, entonces?” replico. “A los totazos” dice él. Ahí junto al salto sigue varado y roto el bote en el que naufragó Cheli hace años. Cheli se salvó nadando, cuenta Genaro, pero a sus dos hijos se los tragó la corriente. “Los niños ya los recuperó” se apresura a aclarar la esposa de Genaro. “¿Los rescató del agua?” digo yo. “No” corrige ella como si fuera lo más obvio del mundo: “tuvo otros dos”.

El río nos vuelve a embestir. Mis botas mojadas, el pantalón, el morral también, y eso que apenas floto sobre la superficie. Esos intelectuales que nunca vinieron por acá hablan de todo esto con un nombrecito inspirado: “la Colombia profunda”.

“Este país no va a cambiar, decía Camilo Torres Restrepo”, el que habla es Julio durante la entrevista. “Si el gobierno no afloja el poder por las buenitas, pues toca por las malitas”. Los argumentos del comandante guerrillero parecen el recital de alguna cartilla mimeografiada de los años setenta. No vale que los periodistas le contemos cómo en las ciudades el grueso de la gente odia a las guerrillas, o que el proceso de paz con las FARC supuso una apertura política sin precedentes, ni que le expliquemos cómo el discurso de la insurgencia quedó desconectado de la realidad cotidiana de millones de colombianos, no vale que mis colegas le recuerden que el secuestro es un crimen atroz, tan injustificable como las ejecuciones sumarias que sus hombres aplican a los señalados de “colaboradores” del Ejército.

 

 

No vale porque acá, en Juntas del Tamaná, todos los pobladores con los que conversaré más tarde se sienten protegidos por la guerrilla y temen que vuelvan los paramilitares, que entre 2002 y 2006 anduvieron mochando cabezas en la misma trocha por donde bajamos desde San José del Palmar. En 2005 el Palmar tuvo la tasa de homicidios más alta del Chocó y una de las mayores en la historia del país: 385 sobre cien mil. Ni siquiera aquella Medellín desquiciada de Pablo Escobar alcanzó porcentajes tan aterradores.

Y ahora, hace un par de meses, en Juntas del Tamaná, una banda de rateros (no eran rateros, eran paramilitares, dice la guerrilla) mató a golpes al negro José Irineo Ibargüen para robarle el producido de una mina de oro.

Apenas una semana después de nuestra visita al río Tamaná se acabaría el cese al fuego que la guerrilla del ELN había pactado con el gobierno colombiano en el marco de unas negociaciones de paz que arrancaron y terminaron tan empantanadas como la trocha de Curundó. El nuevo presidente Iván Duque aprovechó un bestial atentado de la guerrilla en enero de este año, donde murieron 22 jóvenes policías, para patear definitivamente la mesa de negociaciones.

 

 

Pero nada de eso había ocurrido cuando estuvimos en Juntas del Tamaná y vimos a los negros bañándose entre los chorros de agua llovida que escurrían de los techos con el aguacero, y a las señoras arrancando ramitas de cimarrón del solar para darle gusto al sancocho, y a los veinte muchachos con los que andaba el comandante Julio tomando gaseosa y jugando billar en la tienda del pueblo, relajados, la camisa del camuflado desabrochada, aburriéndose con el fusil al hombro y el taco de billar en la mano, como si la cosa no fuera con ellos.

Así es la guerra nuestra, una mala combinación de pavor con tedio.

Vegáez, Antioquia. Septiembre de 2018.

Al lanchero le conocen como Arnold, o el Gringo, aunque es más negro y más chocoano que una astilla de oquendo. Arnold, el Gringo, señala las bocas del río Arquía, transparentes y hermosas, después explica que ahí fue donde los cogieron. En las bocas, ya saliendo al Atrato, no arriba en el Arquía, como dijeron en los noticieros.

Lo que sostiene Arnold lo van a repetir después el pescador Feliciano y el hostelero Tobías, en Vegáez, y también lo va a confirmar el sargento Henao que está al frente de un pelotón de reclutas ingenuos e imberbes en Vidrí, tan niños que hasta los cascos les quedan grandes, y también José Restrepo Penagos, un maestro rural que vive en Isleta, el último caserío del río Arquía. Que los cogieron en el Atrato, allá lejos, no por acá. Acá, dirán los unos y los otros, vivimos en un remanso de paz: nunca ha habido coca, no hay dragas sacando oro, ya no quedan guerrilleros, ni minas sembradas, ni emboscadas, ni operativos militares de mil hombres con aviones k-fir y helicópteros, como el que sucedió en 2014 cuando la guerrilla de las FARC secuestró al general Rubén Darío Alzate y lo escondió precisamente ahí, en las cañadas del río Arquía.

 

 

Pero todos los noticieros estaban asegurando lo contrario: que en la tarde del jueves 2 de agosto de 2018 tres policías, un soldado y dos contratistas fueron interceptados por un comando del Ejército de Liberación Nacional en aguas de ese río cuando sacaban unos equipos de la Zona Veredal que el gobierno estaba desmontando en Vidrí. Justo a eso vamos: a ver lo que quedaba de Vidrí. Somos tres periodistas y un lanchero al que le dicen Gringo.

Vidrí fue una de las Zonas Veredales Transitorias de Normalización donde los guerrilleros de las FARC se concentraron después de la firma de los acuerdos de paz en diciembre de 2016. Equipado para hospedar hasta 180 combatientes, en Vidrí llegaron a juntarse hasta quinientos guerrilleros de los frentes 5, 34, 57 y Aurelio Rodríguez, que controlaban los afluentes del Atrato y el San Juan, es decir, la mitad del Chocó.

Pero la logística en la región es complicada y desde el comienzo el gobierno tuvo problemas para llevar suministros hasta la Zona, donde sólo se puede entrar por canoa o helicóptero. La comida llegaba podrida o simplemente no llegaba. Hubo infinitos problemas para concretar la bancarización y el apoyo económico de renta básica que debía otorgarse a cada desmovilizado. Para ir a cobrar la plata a Quibdó (poco más de setecientos mil pesos) debían gastar casi doscientos mil en transporte fluvial. Además, nunca arrancaron los proyectos productivos con los que el Estado debía reincorporar a los ex combatientes. Eso terminó por derrotar la moral de los guerrilleros que fueron desertando masivamente. En septiembre de 2018 sólo quedaban treinta ex combatientes de las FARC en los pueblos del río Arquía. Ninguno vivía en las instalaciones de la Zona Veredal. La Zona era algo así como un plan de vivienda destruido y abandonado, un montón de casitas prefabricadas corroídas por la humedad en la mitad de la selva.

 

 

“Lo que ambas partes hicieron [el Estado y las FARC] fue algo indispensable para que esto generara confianza” dice Jhoan Romaña, uno de los ex combatientes que toma la vocería por sus compañeros. “Pero más allá de eso no hemos visto que se haga lo que está en el acuerdo y que es necesario cumplir, para que se genere algo de cambio”. Romaña se expresa con fluidez y elocuencia porque cursó todos los años de derecho en una universidad de Quibdó. Los otros asienten y lo respaldan, nunca habla sin que ellos estén presentes: cada palabra, por insustancial que pueda parecer, tiene que ser ratificada por todos.

Después habla Ezequiel, grandote y fornido, un poco tosco, un poco con mirada de atravesado: “nunca llegó nada. Nosotros creíamos en lo que veíamos y en lo que hacíamos, ya son dos años y no tenemos ni un proyecto donde digamos que podemos defendernos cuando se nos acabe la renta básica”.

Vidrí resumía la situación de todas las Zonas Veredales donde se agruparon los guerrilleros: el atasco y la inoperancia estatal, entre la burocracia y el desdén, impedían que el acuerdo de paz se materializara más allá del punto referido a la dejación de las armas, el único compromiso que se cumplió a cabalidad y en los tiempos estipulados por la sencilla razón de que dependía fundamentalmente de la voluntad de la guerrilla. Yo mismo fui testigo de la dejación de armas cuando en 2017 visité los campamentos de Llanogrande en Dabeiba (Antioquia) y La Elvira (Cauca).

 

 

Un día antes de nuestra partida, el primero de septiembre, se celebraron dos fiestas en Vegáez; la de los veintinueve años de Ezequiel, un negro que estuvo desde los catorce en las FARC, y la del primer año de la hija de Jhoan Romaña. Los noticieros insistían con los secuestrados, con los comandos insurgentes, con los elenos que iban a reconquistar los territorios dejados por las FARC, pero nosotros descubríamos un río que vivía en una paz tan asombrosa como inusual. Una paz llena de carencias.

Ezequiel, al que en la guerrilla llamaban “Malicia”, toma el micrófono y da un discurso dirigido a medio pueblo: “Malicia presta el motor y regala la gasolina para que los que quieran vayan hasta Isleta por ropa y después no digan que no pudieron rumbear en la fiesta de Malicia porque no tenían ropa”. Por las callejuelas de barro se oye la música estridente del equipo de sonido con vallenatos del río San Juan y chirimías chocoanas. Hay bailes, hay una vara de premios, hay un campeonato de fútbol con la tormenta desatada encima. Hay cerveza, aguardiente Platino y sancocho de costilla ahumada, hasta que dos borrachos arman una pelea y uno entra a su casa por una escopeta que sostiene tambaleándose en la mitad de la calle. Parece dispuesto a hacer fuego contra la fiesta. Miro la escena desde el segundo piso de la casa de madera de Ezequiel. La gente corre a esconderse, unas mujeres intentan agarrar al de la escopeta. “Muchachos, la guerra genera más guerra” les grita Ezequiel, o Malicia, que es como le decían en el monte y le siguen diciendo aquí, igual de borracho que ellos, pero quizá más lúcido, quizá más valiente: “yo estuve en la guerra y no quiero volver a ella”.

Tacueyó, Cauca. Octubre de 2019.

Voy por la destapada que sube rengueando a Tacueyó. Voy en una chiva cargada de curas y activistas y negras que no paran de cantar alabaos azotando a manotadas un tambor. A la chiva le gusta asomarse al abismo, más de lo que debería, creo yo, al frente se ven las parcelitas de marihuana con bombillos para iluminarlas toda la noche y contra el barranco una cantera abandonada. Voy dormido cabeceando y de pronto la chiva frena en seco y las negras se tornan silenciosas porque al frente aparece una camioneta atravesada en la mitad de la vía. Ya no es camioneta, ya sólo es un montón de latas que ardieron.

 

Nos bajamos en silencio y rodeamos el lugar. Acá ocurrió una masacre: mataron a la gobernadora indígena Cristina Bautista y a cuatro compañeros suyos hace apenas cuatro días. Alguien vino a prenderle fuego a la camioneta hace tres días. Ahora hay unos soldados de contraguerrilla mirándonos desde el barranco. Y acá cerca matarán un guardia indígena dentro de unas pocas horas. Uno de los curas entona una oración y otro intenta un tema de Mercedes Sosa con la guitarra.

Puedo volver a anotar lo que ya escribí antes tantas veces: que el Cauca es el nuevo epicentro del conflicto armado en el país (¿alguna vez dejó de serlo?). Que en ese departamento han matado más de cien líderes sociales en lo que va del gobierno de Iván Duque, una tercera parte de todos los asesinados en el país. Que la zona norte concentra alrededor de cuatro mil hectáreas de marihuana y otras tantas de coca, un botín nada despreciable para los grupos armados ilegales y para los legales también. Podría explicar que las rutas del narcotráfico bajan de Toribío, Miranda y Corinto, cruzan por Santander de Quilichao y remontan la cordillera occidental hacia Suárez, hacia Buenos Aires y Jamundí buscando el cañón del río Naya que las conduce directo al Pacífico. Que los indígenas han liderado una resistencia pacífica pero muy contundente contra los grupos criminales: les quitan cargamentos, les decomisan fusiles, les arrebatan secuestrados.

 

 

No obstante, me quedo con una imagen que martilla mi cabeza. Subiendo a Tacueyó volví a ver las trincheras y las estaciones de policía con mallas metálicas para repeler los ataques con granadas. Tenía ocho o nueve años y corría el año de 1996 cuando vine por primera vez a estas montañas con mis padres y mi hermano. Entonces vimos los mismos cultivos de marihuana y las trincheras, los campesinos borrachos en el parquecito del corregimiento del Palo y los buses pintados por la guerrilla y los milicianos que montaban en caballos y ahora montan en moto, pero siguen guardando sus fusiles debajo de las camas. Fue una iluminación perversa.

Sentí que estaba regresando a los años noventa, esos tiempos de nuestra gran catástrofe.

 

 

Fotografías: Ingrid Carolina Serrate.

Todas las fotos son tomadas en el río Arquía, entre Antioquia y Chocó.