Greta Tintin Eleonora, la activista con un sueño, retratado por Rigoberto Gil Montoya.
Tras un desmayo que duró dos días, Greta Tintin Eleonora tuvo al fin la certeza de su soledad y su derrota.
Despertó sobresaltada a las tres de la tarde, casi desnuda, con su piel tostada por el sol y la garganta seca. Tenía una brújula en la mano, una mochila con hierbas medicinales del norte de Borneo y a su lado yacía, bocarriba, una tortuga de agua dulce. Le bastó levantarse de la arena y divisar a lo lejos las ruinas de un faro de granito para comprobar que había regresado a Flaten, el lago de su infancia, ese lugar en que vio por primera vez cómo brillaban, en olas frágiles, los peces aborre como si se tratara de arcoíris itinerantes.
Enderezó su cuerpo, pero cuando pretendió dar los primeros pasos rumbo al oriente del lago, en busca de una cabaña de madera en la que solía jugar a las escondidas con su hermana menor, advirtió que no tenía pies: solo tenía un pedazo de piel que le colgaba de una de sus extremidades inferiores.
Sufría, admitió, los efectos del síndrome Forrest Gump.
Volvió a sentarse sobre la arena, leyó como un enigma apocalíptico los números que señalaban la aguja imantada de su brújula; escuchó a lo lejos el ruido estridente de un avión de British Airways y empezó a acariciar el lomo áspero de la tortuga. Cerró sus ojos lastimados, casi sin párpados y se vio a sí misma caminando en las alturas de un cielo profundo sobre un cable trenzado, de dureza industrial.
Buscando mantenerse en pie con la ayuda de una garrocha, Greta Thunberg, la adolescente que decidió cargar con el desastre del planeta, estuvo a punto de perder el equilibrio cuando descubrió que algunos árboles de su mundo en peligro eran metálicos.
Entonces lo recordó todo: su correría interminable por cuatro continentes con una biblia ambiental en su mano pregonando el evangelio según Francisco de Asís; sus discursos ambientales, algunos surrealistas y amazónicos, en ONGs y parlamentos, para molestia de unos mandatarios bufones, que no ocultaban sus deseos de castigarla como a sus nietas melindrosas; sus viajes en velero por las aguas torrentosas y frías del Océano Atlántico a bordo del Malizia II, como si fuera la protagonista femenina de Waterworld.
Greta Tintin recordó, además, la no menos cinematográfica huida por las calles laberínticas de Marrakech, cuando una caterva de neofascistas magrebíes quiso lincharla en la plaza de Jamaa el-Fna. Pero un chico de diecinueve años, alto, vigoroso, de pelo rubio, la trenzó en sus brazos de sultán multicultural, la subió en su caballito Royal Enfield de 350 centímetros cúbicos y la condujo, sana, salva y enamorada, hasta los muelles del puerto de Essaouira, donde la esperaba un barco azul con víveres veganos para quince días. Badi Bichir, su Jack Frost, la besó con eterna dulzura ecológica y le prometió abanderar, por Instragram, una campaña para salvar las ballenas de Islandia.
Fue entonces cuando más lamentó que el mundo se fuera a extinguir, sin refugio para el amor, como en esas películas fantásticas de DreamWorks.
Mientras buscaba sin suerte la cabeza de la tortuga, Greta recordó que en enero cumpliría veinte años y recordó también su última discusión familiar.
Así como impuso su soberana voluntad para no volver al colegio, había querido imponer en noviembre un deseo: tener hijos. Perplejos, sus padres, nuevos practicantes del Tao, escogieron los argumentos más políticamente correctos que habían aprendido en su larga correría por el mundo al lado de su hija, pero no lograron hacerla cambiar de parecer.
–Quiero concebir un niño y una niña para perpetuar la especie –sentenció Greta, mientras se alimentaba con frutos secos.
–¿Acaso crees que nuestra casa es el Arca de Noé? –la cuestionó su hermana Beata Mona, feminista radical y activista en favor del alquiler de vientres.
Pero Greta no escuchaba a nadie ni parecía dispuesta a hacerlo. Solo quería escuchar lo que su corazón le dictaba.
El Día de la Bestia nos recuerda, que por más que seamos indiferentes, ya sea abstraídos en centros comerciales o atrapados en las pantallas de nuestros dispositivos electrónicos, el infierno continúa para muchos a lo largo de estas fiestas.
La película El Día de la Bestia (1995), del director español Álex de la Iglesia, narra la historia de Ángel Berriatúa, sacerdote y profesor de teología, quien tras leer el libro del Apocalipsis, cree haber descifrado la fecha y lugar de nacimiento del Anticristo: el 25 de diciembre en la ciudad de Madrid.
Provisto de dicha información, se dirige a la capital española con el propósito de impedir el aciago suceso. Para conocer el escenario exacto donde irá a nacer el hijo de Satán, el padre Ángel debe primero acercarse al demonio, y en consecuencia, pecar.
Así, tras empujar de un pedestal a un mimo callejero que fingía ser una estatua, robar un libro de magia negra y golpear con una plancha al supervisor de la librería, el clérigo busca una señal en una tienda de música death metal. Allí, solicita al dependiente reproducir las cintas al revés.
El vendedor es un metalero mofletudo, de cabello largo, brazos tatuados y piercings en el rostro. Se llama José María. Él le ofrece hospedaje al sacerdote en el hostal de su familia. El lugar es administrado por la madre del metalero, una mujer despiadada que condena la mala fama que ha adquirido el vecindario:
“No hay más que ver cómo se pone esta calle cuando llega la noche. Todas son putas, negros, drogadictos, asesinos. Qué asco”,
sentencia mientras cercena a machetazos el conejo que cocinará para Navidad.
El sacerdote le comenta al metalero la frustración que lo aqueja: debe vender su alma al diablo esa misma noche, pero no sabe cómo hacerlo. Le muestra el libro que lleva consigo, y lamenta que el texto no explique en detalle tal procedimiento. José María reconoce al autor del libro robado: es el profesor Cavan, un charlatán que realiza exorcismos en televisión. Entonces el padre Ángel y José María secuestran al exorcista en su apartamento, y lo obligan a realizar un ritual de invocación a Satanás.
Entre los elementos que necesitan para oficiar el rito se encuentra la sangre de una virgen. Para conseguirla, el sacerdote regresa al hostal, vierte un sedante en el café de la recepcionista, y cuando esta pierde el conocimiento, le extrae sangre del cuello con una jeringa. La madre de José María lo descubre, le dispara con una escopeta, lo azota contra las paredes, y lo empuja por los escalones. Al intentar defenderse, el cura arroja a la mujer por el vacío que forman las escaleras. Los espectadores vemos al cuerpo rebotar repetidas veces contra las barandas, y quedar colgado del segundo piso. El padre Ángel abandona el hostal con el arma en mano.
La invocación a Lucifer es llevada a cabo en la sala del apartamento del charlatán. Un pentáculo dibujado en el suelo y rodeado de velones es escenario de la misa negra que oficia el clérigo. El padre Ángel, José María y Cavan comulgan hostias improvisadas a base de tostadas, empapadas en la sangre de la joven virgen. También consumen alucinógenos. Tras leer el conjuro de invocación, no pasa, inicialmente, nada.
Sin embargo, poco después aparece Satanás, en forma de macho cabrío, ante la expresión atónita de los presentes. Se para en dos patas, mira al sacerdote fijamente, y se va sin revelar la información anhelada.
Al sentir fuertes golpes en la puerta, los tres escapan por la ventana, se cuelgan de un luminoso anuncio publicitario, y el presentador cae aparatósamente sobre unas luces reflectoras. El cura y el metalero continúan su búsqueda por las cada vez más atiborradas calles de Madrid. En su premura y desesperación, el padre Ángel asedia a un pastor que citaba a Nostradamus, y entonces aparece la policía. El clérigo, visiblemente angustiado, se escabulle en el mar de personas que, ataviadas con gorros de Santa Claus, transitan contemplando tiendas y alumbrados navideños. Luego se sube a una tarima desde donde los Reyes Magos reparten dulces a los transeúntes. Los policías lo identifican, y apuntan con sus armas.
José María, escondido entre la multitud y portando la escopeta de su difunta madre, abre fuego para salvar a su compañero. La muchedumbre corre despavorida, los Reyes Magos caen abatidos.
Logran escapar y mientras el metalero va en busca de un auto, el padre Ángel es testigo de cómo, en una vía solitaria, un grupo extremista incinera a un habitante de la calle.
En la pared, se observa una consigna, escrita con pintura aún fresca de aerosol: “Limpia Madrid”.
Se encuentran con Cavan, quien ha sobrevivido a la caída, y tras examinar la firma del diablo en sus escritos, cree haber descifrado el misterio: el hijo de Satán nacerá en la Puerta de Europa, edificación madrileña formada por las Torres Kío, los segundos rascacielos más altos de España.
Al pie de las torres, el trío descubre a una pareja de indigentes y a un bebé que llora, acostados en el suelo y cobijados por cartones sucios. Aparecen nuevamente los Limpia Madrid, con bates, pistolas y un bidón de gasolina. Uno de ellos golpea a Cavan y le prende fuego. Otro, dispara a quemarropa a los mendigos y al bebé. Este último porta un gorro de Santa Claus. El sacerdote y el metalero, perseguidos por los verdugos, suben al último piso. En las alturas de la Puerta de Europa, uno de los Limpia Madrid adquiere la figura de Satán. Desde allí, lanza a José María al vacío. El clérigo se apodera de una de las pistolas y da muerte a la Bestia.
La cinta culmina presentándonos al padre Ángel y al profesor Cavan –quien volvió a sobrevivir, aunque luce desfigurado por las quemaduras– sentados en una banca de un parque público, en andrajos. El cura duerme cabizbajo, mientras Cavan ve en televisión a un nuevo charlatán en el programa que solía conducir. Se queja:
“Lo que más me jode de todo esto es no poder contárselo a nadie… Hemos salvado al mundo ¡No lo sabe nadie!”.
A lo cual el sacerdote, recién salido del letargo, contesta resignado:
“No te entenderían… olvídalo”.
Toman sus bolsas y abrigos, y se ponen de pie. Magullado y desplazándose con dificultad, el otrora profesor Cavan se apoya en quien fuera el clérigo especializado en teología. Sus figuras se pierden en el horizonte de un día soleado.
Más allá de los rasgos quijotescos y de la nomenclatura eclesiástica de los personajes de este film satírico, El Día de la Bestia destaca porque veinticinco años después de su estreno, la trama no pierde actualidad. En efecto, no es gratuito que el lugar elegido para el nacimiento del Anticristo sea un centro financiero e inmobiliario, emblema del sistema neoliberal, en tanto las leyes del mercado continúan situándose en el corazón de las festividades navideñas.
Basta ver cómo a medida que transcurre diciembre, los centros comerciales rebosan de compradores a la caza de enormes y costosos obsequios. Basta ver cómo a medida que se acerca la Nochebuena, los consumidores se llenan de bolsas y cajas inmensas, envueltas en papeles resplandecientes y moños cada vez más descomunales –que seguramente terminarán en el basurero–, dotados de la suerte de satisfacción que genera el haber cumplido un deber.
Porque el sistema nos ha enseñado que así se demuestra el afecto, por el tamaño y costo del regalo –aunque tengamos que pagarlo en numerosas cuotas– parece determinar el aprecio que sentimos por los demás.
Los villancicos apresuran la marcha. En la vía pública, no falta el transeúnte que empuje a otro en un intento por abrirse paso, ni el conductor que no ceda el paso a un anciano. Si El Día de la Bestia se filmara en el presente, las calles estarían atestadas de compradores tomándose selfies con los Reyes Magos, o de personas caminando como zombies con la mirada fija en la pantalla del celular.
Lo realmente aterrador del film es la vigencia del odio que abiertamente manifiestan ciertos personajes. Las expresiones racistas y discriminatorias de la madre del metalero, la “limpieza” que perpetran entes siniestros, asesinando con placer y en plena Nochebuena a quienes hasta no hace mucho eran, en nuestro contexto, denominados “desechables” constituyen una muestra innegable de una violencia que queda impune.
El hecho de que los “Limpia Madrid” sean presentados como sujetos de estrato acomodado –el tipo de vestimenta que exhiben refleja la ausencia de premuras económicas– lleva a pensar en la deshumanización de aquellos miembros de los grupos dirigentes que matan o dejan matar, al encontrarse completamente desconectados de la realidad de quienes ocupan el último eslabón de la pirámide estamental.
Es así como El Día de la Bestia nos recuerda, de manera tanto impecable como escalofriante, que en diciembre la maldad no cesa, y que por más que seamos indiferentes, ya sea abstraídos en centros comerciales o atrapados en las pantallas de nuestros dispositivos electrónicos, el infierno continúa para muchos a lo largo de estas fiestas.
Este especial dedicado al Día Internacional del Migrante presenta datos sobre el flujo migratorio colombiano al exterior y en particular del eje cafetero. También compartimos con ustedes historias de migración y literatura que al respecto tenemos sobre el tema. Este es un recordatorio de que todos somos migrantes
Algunos datos…
Desde 1999 la Organización de las Naciones Unidas – ONU evoca el Día Internacional del Migrante o de las migraciones. Esta fecha es importante porque entre otras cosas, aspira al reconocimiento global de la movilización humana y se realizan actividades en torno a la difusión de los derechos humanos y las libertades fundamentales de los migrantes.
La fecha es un llamado a la sensibilización sobre los desafíos sociales que enfrentan los migrantes, los desplazados y los refugiados en el mundo. Es una búsqueda constante al diálogo y a la discusión sobre el aporte de los migrantes a las sociedades de llegada y un llamado a crear políticas de integración eficaces.
Este año la temática se centra en las historias de cohesión social bajo el lema Nosotros juntos:
Aprendemos juntos, creamos juntos, trabajamos juntos, cantamos, bailamos y jugamos juntos. Vivimos juntos. Ese es el significado del Día Internacional del Migrante y su mensaje.
A través de la Organización Internacional para las Migraciones se pretende en este día aplaudir a los migrantes y a las comunidades a las que se unen, y las comunidades que se reconstruyen a través de esfuerzos mutuos.
Al respecto António Guterres, Secretario General de la ONU enuncia:
“Todos los migrantes tienen derecho a igual protección de todos sus derechos humanos. En este Día Internacional, insto a los líderes y a las personas de todo el mundo a que den vida al Pacto Mundial, para que la migración funcione para todos.”
En 2019, el número de migrantes alcanzó la cifra de 272 millones, 51 millones más que en el 2000.
Consulta de informes y más detalles sobre el Día Internacional del Migrante propuesto por la ONU, haciendo clic aquí
Migraciones en el eje cafetero
El poblamiento del eje cafetero, después del exterminio de los grupos indígenas en la conquista española, es el producto de un amplio y masivo movimiento migratorio interno, conocido en el país como “colonización antioqueña”; durante el cual se ocuparon las zonas de vertiente localizadas al sur del hoy departamento de Antioquia.
El grupo mestizo, conocido como “paisa”, que realizó tal colonización y que predomina hasta hoy en el eje cafetero, es identificado en Colombia, desde vieja data, como emprendedor, laborioso, extrovertido y amante de los negocios y el dinero; además de “andariego” (que gusta de migrar). José María Samper (1861) lo describía, en la segunda mitad del siglo XIX así:
Se le halla siempre andariego, soldado valiente de infantería, trabajador sufrido, viajero infatigable á pié, laborioso, inteligente para todo, frugal, poco sobrio, aficionado al juego como todos los pueblos mineros, apasionado por el canto, ascético y poco accesible en su país, notablemente ortodoxo, rumboso y gastador como individuo, pero parsimonioso y algo egoísta en comunidad. Además, en todo tiempo le hallareis negociante hábil, muy aficionado al porcentaje, capaz de ir al fin del mundo por ganar un patacón, conocido en toda la Confederación por la energía de su tipo y por el cosmopolitismo de sus negocios, burlón y epigramático en el decir, positivista en todo, poco amigo de innovaciones y reformas y muy apegado a los hábitos de la vida patriarca.
La movilidad poblacional en el eje cafetero ha sido y es importante en su doble vía: mientras unos llegan, otros van de salida; lo que hace que sea, en forma simultánea, un territorio receptor y expulsor, en el que se combinan, además, movimientos internos e internacionales.
Caracas en la década del 70 era considerada una de las ciudades vanguardia en modernidad de Sudamérica. Tomada de BBC.com
El proceso migratorio de colombianos hacia Venezuela se dio fundamentalmente a partir de los años 50 y 60, con mucha intensidad, en los 70, cuando ocurrió el ‘boom’ petrolero, donde hubo una elevación del ingreso per cápita y, en general, de las condiciones.
Nunca se ha tenido una cifra precisa. Se llegó a hablar, en los 80 y 90, de alrededor de cinco millones de personas de origen colombiano en Venezuela. Pero eso nunca fue demostrado. Dice Antonio de Lisio, profesor titular de la Universidad Central de Venezuela.
Comenzó en los años ochenta y tuvo un momento de mayor afluencia durante la época de la bonanza económica de finales de los noventa hasta la crisis económica de 2008.
Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) al 1 de enero de 2018 había 165.608 colombianos inscritos como extranjeros en alguna localidad española, seguidos de los ecuatorianos (135.045) y los venezolanos (95.474). No obstante, si se tiene en cuenta aquellos que tienen doble nacionalidad, la cifra asciende a 394.038. Dice Manuel Alcántara, catedrático del Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca.
En el 2000 la población colombiana era de 502.000 habitantes en EE.UU. y en 2017 esa cifra se elevó a 1,24 millones de personas, representado un aumento de 148% en 17 años. La Florida (31%), Nueva York (14%) y Nueva Jersey (12%) son los estados donde está la mayor concentración de colombianos. Datos tomados del informe del Centro de Investigación Pew, basado en la Encuesta de la Comunidad Estadounidense (AEC) de la Oficina del Censo de los Estados Unidos,
Gran parte de los colombianos que vienen a Chile, y sobre todo a Antofagasta, son desplazados por la violencia que tienen habilidades en construcción y servicios de limpieza y atención.
Cifras oficiales calculan que al 2018, 27.000 colombianos viven en Antofagasta. Una cuarta parte del total que hay en Chile.
Evolución del total de emigrantes colombianos 1960 – 2005
Fuente: Banco de datos CELADE y censos de población del DANE
Según estimación realizada desde 1985, el DANE calculó que para 2005 había una población de 3.378.345 colombianos residiendo de manera permanente en el exterior. Los destinos elegidos por los migrantes colombianos según el DANE, son: Estados Unidos (34,6%), España (23,1%), Venezuela (20,0 %), Ecuador (3,1%), Canadá (2,0%), Panamá (1,4%), México (1,1%), Costa Rica (1,1%), y con un porcentaje mínimo Australia, Perú y Bolivia.
Experiencia migratoria en el Eje Cafetero hacia el interior según el DANE 2018
Historias de migrantes…
Colombianos por el mundo: búscame en el face
Ledys Llanos, así dijo que se llamaba.
Pero como nuestro encuentro fue apenas un momento repentino, un disparo de luz tan deslumbrante como fugaz, un día cualquiera del otoño pasado en un tranvía de Rotterdam, no pude preguntarle si esa era la ortografía completa de su nombre. Leer historia completa haciendo clic en la imagen.
Crónicas de migración realizadas por Gustavo Colorado Grisales. Clic en el texto que sigue para ir a las crónicas.
La violencia contra las mujeres en contextos de migración
Huesos en el desierto, un libro que narra y denuncia el asesinato de mujeres en México por el machismo y la misoginia. Clic en la imagen para ir al texto.
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La hora de llegada
Cuando diciembre asoma detrás de la última hoja del calendario una saludable confusión, combinada con una refrescante laxitud, se instala en la vida de la gente. Para muchos de los que regresan, la ciudad que tenían en la memoria ya no existe y les tocará forjarse otra para llevarse de recuerdo. Clic en la imagen para ir a la nota.
Y ahí estaba. Una chica de 16 años, viendo como la vida le cambiaba con una decisión, en un segundo. ¿Es posible que tu vida dé un giro tan atroz de 180°? Pues yo lo certifico. Clic en la imagen para ir a las historias
Soy venezolana, y creo que al decir esto muchos se imaginarán por lo que he pasado, sin embargo, lo contaré de todas formas, porque sino, mi relato carecería un poco de sentido.
Recordamos las memorias de Dulce en el marco del Día Internacional del Migrante
Y ahí estaba. Una chica de 16 años, viendo como la vida le cambiaba con una decisión, en un segundo. ¿Es posible que tu vida dé un giro tan atroz de 180°? Pues yo lo certifico.
Mis últimos meses en Venezuela fueron como un camino de aprendizaje y armonía en mi alma, que creo que deberá pasar bastante tiempo para volverlo a obtener. Sabía que todo estaba hecho un desastre, que cada vez se iban más amigos de mi país.
¿Y quién no estaría cansado de no comer bien? Cualquiera echa el vuelo a otra parte. Sin embargo, hay algo que siempre nos impide irnos así como así: el amor a nuestro país. “Irse de Venezuela es como divorciarse estando enamorado”.
Mis amigos y maestros, mi mamá y mi abuelo hicieron que volar de Venezuela fuera algo más liviano, sin tanto dolor, sin quitarte la esperanza. Y a su vez, que mis ganas de volver se hicieran más fuertes.
Gustavo Colorado Grisales, comparte fragmentos de su libro de crónicas YO ME BAJO EN ATOCHA, un libro que relata las vicisitudes que pasan los migrantes en el exterior.
Recuperar algunas voces y rostros; seguir las huellas y registrar las dichas y dolores más personales de algunos de los protagonistas de esa versión moderna del éxodo es el objetivo de este libro titulado, no por azar, YO ME BAJO EN ATOCHA, pues en buena medida, la concurrida estación de trenes madrileña es para muchos inmigrantes algo así como la expresión visible de sus anhelos y temores. Allí puede estar el contacto para un trabajo, pero allí también pueden tropezarse con el agente de la policía que habrá de mandarlos de regreso a casa con solo firmar un papel.
Circunstancias como las muchas violencias que, sumadas, dan lugar a lo que se puede llamar Historia de Colombia; fenómenos tan complejos y dolorosos como el desarraigo familiar y cultural; intereses políticos y económicos que entran en juego apenas se tocan temas ten sensibles como el de las remesas y el de las leyes de extranjería o dramas terribles como el de las familias de las víctimas de la explosión de trenes del 11 de marzo de 2004,son seguidos a través de la experiencia particular de hombres y mujeres que están unidos a su tierra natal mucho más de lo que quisieran admitir, en un intento del autor por hacer del periodismo literario, una herramienta para aproximarse a lo más certero e irrecuperable de la aventura humana.
EL TREN DE LA IRA
A las cinco de la mañana José Ever se bebió de un sorbo el café con leche y masticó de prisa las galletas saladas que constituían su desayuno de lunes a sábado y diez minutos después salió a la calle donde ya se veían entre la bruma las siluetas de los hombres y mujeres que, bien arropados en sus abrigos negros, azules y grises se apresuraban hacia la estación de los trenes que conducían el ganado humano hasta las fábricas, almacenes, depósitos, casas de familia y edificios de oficina regados por todo Madrid, en los que habían logrado engancharse después de mucho recorrer calles y visitar oficinas de empleo en una búsqueda infatigable que se repetía día tras día desde su llegada a esa tierra donde en poco tiempo habían aprendido a decir piso en lugar de apartamento, donde no se decía auto o carro si no coche y donde el simple, reconfortante e irreemplazable acto del sexo se nombraba con una palabra que sugería el acto a la vez mecánico y gozoso de insuflar vida a través de una bolsa llena de aire: follar.
En la entrada de la estación se fijó en los rostros ansiosos y cansados de antemano de los que vivían más lejos y estaban levantados desde las dos de la mañana, pues bien pronto habían aprendido que llegar cinco minutos tarde al trabajo podía significar el despido, el paro y la vuelta a empezar de las caminatas por recovecos y pasajes en procura de un empleo que significara, ya no el bienestar de las familias en los países de origen sino la mera supervivencia en esa ciudad que veces les escocía el alma con el tamaño de su indiferencia.
Cuando se acostumbró a la luz incierta de las bombillas reconoció algunos rostros que, a fuerza de encontrárselos en los viajes de ida y vuelta, de alguna manera había hecho suyos. Allí estaba la mujer entrada en la treintena, con el cabello teñido y las uñas pintadas de rojo furioso, saludando a sus conocidos con acento venezolano, la mirada fija en el resplandor metálico de las líneas férreas y apretando contra su pecho una bolsa de El Corte Inglés. A su lado, un joven no mayor de veinticinco años, de rasgos peruanos o bolivianos, en todo caso alguien cansado de respirar el aire de la sierra que se había echado al camino para probar fortuna, masticaba los restos de un emparedado al tiempo que hurgaba en los bolsillos de su pantalón de dril buscando tal vez unas monedas o el boleto del viaje.
Más atrás, un argentino o uruguayo con el pelo atado en una cola de caballo y un bandoneón terciado a la espalda trataba en vano de atrapar con los dedos los acordes de una tonada que se resistía a materializarse en el aire helado que revoloteaba en el andén.
A sus espaldas escuchó el sonido de la sirena de una ambulancia que a lo mejor se dirigía a un hospital cercano y al volver la vista, descubrió unos metros más allá al colombiano que vivía con su familia en un piso cercano al suyo y con el que, a pesar de ser originario de Dosquebradas, el suburbio industrial donde residía su madre, no había cruzado una sola palabra.
Le intimidaba su mirada taciturna, la mirada de la clase de hombre que no acaba de sentirse bien en ningún lado y que puede terminar sus días sentado en un andén, rumiando sus nostalgias y ahogando la desazón en largos tragos de alcohol comprado en una farmacia y mezclado con Coca Cola Sin embargo, por alguna razón, su paisano se había levantado esa mañana más jovial que de costumbre y no sólo lo saludó con un movimiento de la mano, sino que se acercó y le dijo que ese día no tenía que trabajar tan temprano, pero que igual había madrugado para enseñarle las rutas del tren al tipo que lo acompañaba. Un ecuatoriano bajito y grueso de nombre Ramón, acabado de desembarcar de su país y que de momento ocupaba un cuarto en su piso, por el que pagaba una pequeña suma.
En ese instante, el movimiento nervioso de la masa humana que se apilaba en la plataforma de espera le indicó que se acercaba el tren encargado de conducirlos hasta el lugar donde lo aguardaban doce horas de trabajo, interrumpidas solo por la pausa para tomar un almuerzo basado en la vieja y conocida fórmula de arroz, papas, plátanos y carne que a diez mil kilómetros de casa se le antojaba un regalo providencial, destinado a ayudarle a resistir mientras su madre en Dosquebradas y su mujer y sus hijos en Belén de Umbría aguardaban sus envíos de dinero como el legado de alguien que un día regresará portando en sus manos el cofre de la redención…
PERDIDOS EN LA NOCHE
A las seis de la tarde del jueves el doctor Rozo recibió la vista de un hombre asignado por un departamento de la cancillería para brindar información a los familiares de las víctimas. Tendría unos treinta y cinco años y dijo llamarse Roberto Sánchez. El médico le entregaría de manera periódica reportes sobre el estado de los pacientes, de modo que Sánchez haría las veces de intermediario entre el diagnóstico profesional y la angustia de los demandantes.
Un alivio, pensó el doctor Rozo, inquieto y débil como se sentía después del encuentro con la muchacha caleña. La fila de personas que aguardaban noticias sobre sus parientes, amigos o vecinos recorría un pasillo bordeado de plantas raquíticas y daba la vuelta por un corredor que desembocaba en un amplio jardín desde el que se escuchaba el sonido de una fuente. El médico contempló una vez más al funcionario. Vestía saco y corbata y cada uno de sus movimientos denunciaba ese aire intimidatorio y ceremonial de los burócratas que tanto lo irritaba desde niño.
Antes de entregarle el primer informe se fijó en las uñas de sus manos pintadas con esmalte transparente y decidió que no había remedio. La primera persona de la fila era una mujer de unos treinta años que llevaba de la mano a un niño de siete que no paraba de llorar. Somos venezolanos de La Guaira y buscamos a Ricardo Marañón, trabajador de la construcción, le dijo al hombre que la examinó con la expresión imperturbable de un cajero de banco y se concentró en un listado de nombres que alcanzaba las treinta páginas. Después de repasar las palabras con el dedo índice, el funcionario levantó por fin la mirada y le dijo que hasta ese momento no aparecía ninguna persona con ese apellido en los listados. Que estos se actualizarían periódicamente en el transcurso de la noche y que lo mejor sería que regresara a la mañana siguiente o se diera una pasada por otros hospitales.
En ese momento el niño aumentó el volumen de su llanto y se aferró a la cintura de la mujer que miró al funcionario con una expresión que iba del odio al desamparo y se marchó sin despedirse. Su lugar fue ocupado por dos niñas de rasgos indígenas que no pasaban de los quince años y no se soltaron de la mano durante el tiempo que Roberto Sánchez tardó en revisar el listado. Ni siquiera se habla de guatemaltecos en las noticias, fue su único comentario y el doctor Rozo apenas pudo resistir a la tentación de castigar con su propia mano ese automatismo que por momentos se transformaba en insolencia. Lo detuvo el convencimiento de que el pobre tipo se limitaba a cumplir una tarea que lo privaba de su tiempo de descanso y que, después de todo, mal hubiera hecho en ponerse a llorar con el relato de cada uno de los desesperados que se acercaban a su mesa.
El turno fue para un hombre que se identificó como Iván Galeano Moreno y dijo que buscaba a dos amigos: Diego Salazar y Harold Montoya, con quienes había llegado de Pereira un par de años atrás. Tuvieron que abordar uno de los trenes, porque nunca utilizaron otro medio de transporte, insistió ante Sánchez cuando este le señaló con un movimiento de cabeza que tampoco aparecían personas con esos nombres y se levantó de la silla para acomodarse las mangas de la camisa. El hijo de puta no tiene remedio, musitó para sí el doctor Rozo y se alejó para otra ronda por las habitaciones.
Hasta ese día no tuve conciencia de que tantos compatriotas vivieran en España y en especial en Madrid. Declara el médico sentado frente a una copa de granizado en un Café al paso de la calle Junín en Medellín.
Uno escuchaba a los funcionarios españoles hablar de lo que ellos llaman el problema migratorio, pero todo sonaba como una cuestión de números. De cualquier manera, algo impersonal. Que si eran más los ecuatorianos o los colombianos, que si estos últimos alcanzaban la cifra de los doscientos o los quinientos mil, que si los gobiernos extranjeros manipulaban las cifras según hacia donde soplara el viento de las conveniencias.
En fin, uno paseaba por las calles de Madrid y de otras ciudades como Valencia o Barcelona y de pronto captaba en la conversación de quienes caminaban a su lado el tintineo propio del habla de los habitantes del cono sur, la cadencia de los brasileños, el susurro de viento de los nativos de Los Andes o la estridencia sin par de los colombianos cuando damos rienda suelta a la alegría o la furia.
A lo sumo sentía que España se estaba convirtiendo poco a poco en lo que los retóricos llaman un crisol de razas y me complacía por disfrutar del privilegio de estar allí. Al fin y al cabo no era un fenómeno tan reciente: Después de la muerte de Franco y aunque permanecía anclado en el atraso económico, el país se convirtió en el objetivo de cientos y más tarde miles de africanos y de habitantes de Las Antillas, convencidos hasta la médula de que nadie podía ser más pobre que ellos. Pero la noche del 11 de marzo, después de atender a varias decenas de pacientes que podían tener escoriada una pierna o la espina dorsal rota, pero igual blasfemaban o suplicaban en un español con acento de todas partes, comprendí que los latinoamericanos llevábamos años abandonando nuestro continente como si se tratara de un barco que se hunde. Mexicanos del D.F, Misquitos de Nicaragua, marineros de Panamá, campesinos del Puno, médicos de Caracas, ingenieros de Montevideo o poetas de Rosario le habían apostado, todos a una y sin ponerse de acuerdo, a una especie de salto al vacío que los juntó esa mañana, atónitos y hermanados por el dolor y la indignación, frente ese montón de escombros que parecía una espina incrustada en el corazón de Madrid.
Entre toda esa masa de angustia resaltaban, por supuesto, los colombianos. Pero no sólo era el hecho de que se tratara de mis compatriotas o de esa condición nuestra que nos hace proclives a la histeria en los momentos de pena o alegría. Somos personas dramáticas, en el sentido de que nos gusta hacer de nuestras experiencias extremas una puesta en escena y no lo digo con sorna. A lo mejor eso es lo que nos mantiene vivos en medio de nuestro desastre nacional. El hecho es que mientras la gente de otras nacionalidades vagaba sin rumbo fijo, a la espera de una señal providencial, los nuestros formaban, a lo mejor sin darse cuenta, una red de comunicaciones y de ayuda mutua en la que se suministraban datos y se intercambiaba información que podía servir para encontrar a los muertos o los sobrevivientes pero también para alimentar el temple de quienes los buscaban. Por esa vía muchos se enteraron de que sus parientes no habían abordado ninguno de los trenes esa mañana, porque habían preferido viajar en uno de esos servicios de transporte clandestino controlados por tres hermanos nacidos en Calarcá, Quindío, que mantenían con los pelos de punta a las autoridades de tránsito.
De labios de un desconocido que agitaba los brazos y vociferaba con acento costeño, la madre de una niña de seis años se enteró de la desaparición de ésta a bordo de una camioneta conducida por un hombre con aspecto de inmigrante de Europa Oriental, que la recogió luego de que su cuerpo cayera sobre una especie de carpa publicitaria, a varios metros de la explosión. En un corrillo, una mujer sintió que el alma le volvía al cuerpo y en otro lugar no muy distante a su marido le aconteció lo mismo, cuando alguien, siempre alguien sin nombre, contó que, por una de esas bazas que se juega el azar, los dos habían perdido los trenes que, separados por minutos, habrían de conducirlos a sus respectivos trabajos. Por ese medio y no por otro, varios vecinos nativos de Pereira se enteraron de que su compañero José Ever Londoño había sido rescatado con vida, aunque inconsciente y con graves lesiones en distintas partes del cuerpo y por eso pudieron llamar a su madre, que vivía en el municipio de Dosquebradas, en Colombia para comunicarle que a pesar de todo todavía quedaba lugar para la esperanza.
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Ledys Llanos, así dijo que se llamaba. Pero como nuestro encuentro fue apenas un momento repentino, un disparo de luz tan deslumbrante como fugaz, un día cualquiera del otoño pasado en un tranvía de Rotterdam, no pude preguntarle si esa era la ortografía completa de su nombre.
Ledys Llanos, así dijo que se llamaba.
Pero como nuestro encuentro fue apenas un momento repentino, un disparo de luz tan deslumbrante como fugaz, un día cualquiera del otoño pasado en un tranvía de Rotterdam, no pude preguntarle si esa era la ortografía completa de su nombre.
Nosotros íbamos como turistas, recorriendo con los ojos muy abiertos esa fantástica ciudad.
Rotterdam es una de mis capitales preferidas de Europa, por su vitalidad y por la potencia de su economía, por la belleza del urbanismo.
La amplitud y disposición de sus parques, la cuidada arquitectura de sus barrios, la estética de sus puentes que le ayudan a atravesar el río que la parte en dos: ramificaciones del Mossa (un tributario del Rin) que se han transformado a medida que la ciudad ha ido construyendo canales y consolidando su vocación de gran puerto.
Estas, entre muchas otras condiciones hacen de Rotterdam una de las grandes urbes del viejo continente y del mundo.
Digo que recorríamos la ciudad con destino al barrio Kralingen, un vecindario situado enfrente de un gran espacio público que rodea al lago del mismo nombre -al que vale la pena escribirle un texto aparte-, y lo hacíamos usando el tranvía.
Allí, en esas tierras bajas y lejanas, conversábamos en español. Pero aunque lo hacíamos en voz baja, ya que es característico y seña de respeto hablar en un tono discreto en las ciudades de Europa, nuestro acento, la cadencia del castellano que usamos, fue un señuelo que llevó a otra pasajera a preguntarnos “¿de donde son?”
En estos países es una verdadera excepción que un desconocido le dirija la palabra a otro en el espacio público, así que inmediatamente volvimos la mirada para contemplar a una mujer con facciones latinas que nos sonreía.
Bueno, esa era Ledys, o Ledis, colombiana, barranquillera para más señas, que llevaba en ese momento doce años viviendo en Rotterdam, y que aunque nos dijo que hablaba el holandés, también nos refirió como desde su perspectiva todo allí era muy difícil para nosotros los latinos.
Antes de descender del tranvía y perderse para siempre me dijo “búscame en el face”, y lo hizo en un tono bajito que en esas latitudes se amplificó gracias a su acento costeño, hasta el punto de convertirse en un grito para los demás viajeros.
O por lo menos así lo percibí en aquel momento.
Mi mirada la siguió hasta que, con su andar cadencioso, se perdió dando la vuelta a una esquina.
Sus palabras acompañaron nuestro viaje, aumentando su resonancia en la medida en que el frío otoño nos mostraba qué tan lejos de estos ambientes habita nuestra filiación de sujetos caribeños.
Cubiertos con bufandas y abrigos de invierno, pasamos aquella temporada que se nos vino encima con temperaturas de hasta dos grados en pleno octubre, todo un desafío para nuestro ser tropical.
Una vez en Colombia, me di a la tarea de rastrearla en esa especie de repositorio mundial que es el negocio del multimillonario Mark Zuckerberg, el “face”.
Pero nada, mi búsqueda, hasta ahora, ha sido infructuosa.
Encontré algunas Ledys, otras Ledis, pero ninguna parecía ser la mía, la protagonista de ese encuentro casual e inolvidable, de la que solo me quedaron sus palabras, tan memorables como profundas, “Es mejor en Colombia”, nos dijo, después de haber accedido a tomarse conmigo dos escasas fotografías.
Este especial de inicio de navidad nos lo brinda Martha Alzate, contándonos de sus recuerdos decembrinos de infancia e invitándonos a seguir prendiendo esas luces de colores en la casa y en nuestros corazones.
Una escena viene a mi mente cuando evoco esos años de infancia en los que la navidad era el momento más esperado del año: mi padre y yo abrazados, mirando la iluminación navideña, constituida por escasos bombillos de colores, instalados en la verja del balcón de mi casa.
¿Qué envolvía aquel gesto simple que se grabó en mi vida como un momento inolvidable?
¿Qué hay en las luces de colores que evocan viejas añoranzas? ¿Qué de esas pequeñas luciérnagas eléctricas nos lleva a la rememoración del fuego como entidad trascendente en la conformación de lo humano?
No lo sé, pero la navidad ha sido desde siempre sinónimo de calor de hogar, de alegría, de tiempo compartido en familia, de afecto.
La navidad es una de las tradiciones más arraigadas y universales que existen, aunque cada día se deslice un poco más hacia una especie de rito asociado a ese nuevo dios que viene a ser el mercado y su correlato el consumo.
Compartimos con amigos, familiares, compañeros de trabajo, incluso con más intensidad que el resto del año, pero lo hacemos alrededor de algo, y generalmente con una excesiva carga hacia el gasto.
Ese algo está constituido por no muchos componentes: comida, música, bebidas alcohólicas, decoración navideña, iluminación y regalos.
Es la fórmula que puebla los días navideños, y cuya resaca se siente duro en enero cuando empiezan a llegar las cuentas, mezclando tradiciones viejas y otras recién incorporadas.
El pesebre, la noche de las velitas, la novena de aguinaldos, los buñuelos y la natilla, esta última en vía de extinción como otros platos que hoy se han tornado anacrónicos (el mondongo, la mazamorra, el tamal, entre otros), hacen parte de un repertorio que hoy parece estar fuera del tiempo.
El árbol, la decoración exhaustiva de la casa con todo tipo de ositos y galletas de navidad, las luces que se instalan en cada casa hasta el encandilamiento de los atribulados vecinos, los alumbrados en las ciudades, entre otros, son gestos más recientes.
Ahora, eso de ponerle orejas de renos a los vehículos, y una corona navideña en la puerta de cada vivienda, los inflables con papás Noel en compañía de los semovientes que impulsan el trineo, el infinito número de aditamentos que se proveen en abundancia en los almacenes especializados o en cualquier tienda de barrio, eso ya es otra cosa, y hace parte de un movimiento de homogeneidad planetaria que amenaza con arruinarlo todo.
En contraste, para dar una medida que relativice estas épocas de orgía consumista, vale la pena recordar algunas cosas no muy lejanas en el tiempo.
Cuando éramos niños no teníamos árbol de navidad. Por esa razón seguíamos a los hermanos mayores a una expedición muy particular. Machete en mano nos adentrábamos en la pinera más cercana, a cortar un espécimen de talla mediana. Y cargábamos con él hasta nuestra casa con el propósito de incrustarlo entre piedras acumuladas en un balde cualquiera (el nuestro, lo recuerdo bien, era zapote), para luego proceder a llenarlo de esferas navideñas.
Eran hermosas épocas en las que no existía el comparendo ambiental.
Cuando la “cacería” no llegaba a buen término por cualquier motivo, entonces la familia usaba lo que llamaban un chamizo, y éste, dispuesto de igual forma, reemplazaba el follaje ausente en las ramas secas por un nutrido recubrimiento de algodones.
Así, siempre caíamos parados: si no teníamos pino verde a lo colombiano, teníamos árbol sin hojas y con nieve, muy europeos nosotros.
Cuando tuve edad recuerdo haber tomado la batuta de la decoración navideña del hogar, la cual empezó a incluir pequeñas piezas de mi inventiva, que hacía en paño lency aprovechando para desplegar las dotes manuales adquiridas en el colegio.
Mi padre separó una tarde completa y se ausentó del trabajo para ir conmigo a las ferreterías del centro de la ciudad a comprar luces de colores, un destornillador probador de bombillos, y una batería. Con esas herramientas yo no solo disponía la iluminación, sino que reparaba cualquier eventualidad.
Para el pesebre usábamos unas ovejas más grandes que las casas, y hasta unos gallos gigantescos a juzgar por la escala de los pastores. La mamá de mi amiga de cuadra, incluso, disponía pequeños recipientes en los que ponía granos de arroz, de maíz, de lentejas o fríjoles: todo un mercado vivo para animar la recreación del antiguo Belén.
Mis tardes se iban en añoranzas, enderezando las figuras del pesebre que inevitablemente se derrumbaban una y otra vez, reparando luces, observando su brillo mágico arropada por el beneficio de la oscuridad.
La cena, así la del veinticuatro como la del treinta y uno, la hacía mi madre y también se me invitó a hacer parte la preparación en cuanto pude ser de utilidad.
Era algo majestuoso para los austeros años que precedieron a esta disponibilidad infinita de recursos característicos del tiempo de la globalización: pernil de cerdo al horno, arroz dulce con uvas pasas, ensalada rusa, y de postre flan de caramelo.
Todo elaborado en la propia cocina, puro “hecho en casa”.
Aprendí a preparar natilla, aunque de caja, la misma que intento repetir todos los años a pesar de que la población de comensales esté entrando peligrosamente en edad avanzada sin ninguna esperanza de relevo generacional.
Siento pena por las nuevas generaciones, que no tienen tiempo de disponer un nacimiento, de hacer ellos mismos el árbol, que hoy es plástico y que, además, al igual que la decoración se sienten obligados a cambiar cada año. Los veo tan ocupados en sus teléfonos móviles, sin prestar la más mínima atención a lo que hacemos los más viejos, repudiando los platos tradicionales, esperando la orden de comida chatarra hecha a través de la plataforma Uber Eats.
Los buñuelos sí les gustan, porque de mantener esta preparación al orden del día se han encargado las panaderías. Y competir con ellas es difícil en control de calidad de esta fritura, porque claro, ellos cuentan con freidoras eléctricas que mantienen la temperatura controlada, es decir, han descifrado y a la vez mutilado la magia que antes constituía una suerte de ciencia oculta.
Así pasan ahora las navidades. Son los días en los que el alumbrado público es una suerte de competición nacional en la que se juegan la popularidad alcaldes que no tienen una agenda más nutrida; aunque justo es decir que aunque la tuviesen: el descrédito de hacer un mal alumbrado es un costo que ningún mandatario quiere asumir por más vacías que se encuentren las arcas municipales.
En mi memoria sigue vivo el recuerdo de esos alumbrados hechos por sectores, que hoy se conservan aún en algunos barrios populares. Un espectáculo de trabajo comunitario y de calidez ciudadana, que hoy a muchos nos lo ha robado el encierro en condominios privados, entre más elegantes más vacíos de vida en el espacio público.
Asistimos a la entronización de una vida sosa, insípida e higiénica. Para decirlo en castizo, la gente ya no se unta, mucho menos los jóvenes, y la navidad se reduce entonces a los objetos prefabricados que se disponen mecánicamente, vacíos de su contenido simbólico.
Acompañando todo de una verdadera avalancha de trago y regalos, y de música estridente que se esparce inmisericorde por todos los rincones, imponiéndose hasta avasallarlo todo en función del tamaño de cada billetera.
Mientras tanto, en mi cocina, yo gozo haciendo menjurjes. Engordo, cómo no, comiéndome la natilla entera, raspando la olla del arroz con leche, o llenándome la barriga con los buñuelos que yo misma hago.
Yendo y viniendo a hurtadillas una y otra vez, siguiendo el camino que desde mis recuerdos conduce al fogón o a la nevera, guardo la esperanza de que algo de ese espíritu navideño se impregne en mis hijos, para que recorran su propio camino en las navidades futuras, en busca de los días felices en que su mamá les hacía buñuelos.
Texto de Martha Alzate,
Directora de La cebra que habla
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En esta ocasión, Rigoberto reflexiona sobre los sabios, aquellos quienes convirtieron el conocimiento en asombro permanente, y en esa evocación se pregunta, entre otras cosas, por el paradero del científico Raúl Cuero y la pertinencia de reunir 41 sabios para escribir un documento que oriente la abnegación científica de Colombia.
El primer sabio que habitó entre nosotros, cuando aún el mundo era muy reciente, pertenecía a una familia gitana. Se llamaba Melquiades, decía poseer las claves de Nostradamus y llegó a Macondo un mes de marzo como integrante de un circo que viajaba por el mundo exhibiendo, a cinco reales, los últimos inventos.
Era un hombre grande, de barba montañera y manos pequeñas. Primero exhibió un imán gigante y lo mostró como la octava maravilla de los alquimistas de Macedonia.
Al año siguiente Melquiades mostró los poderes de una lupa enorme y un catalejo y no dudó en promocionarlos como descubrimientos de los judíos de Amsterdam. Si bien dejó perplejos a todos los habitantes de la aldea con los poderes de estos objetos exóticos, nadie quedó más sorprendido con sus bondades que José Arcadio Buendía, tanto, que insistió en comprarle estos objetos al gitano para aplicarles reingeniería.
Con ellos emprendió sus propios experimentos y aunque no logró demostrar nada sobrenatural ni hacer de sus experimentos realidades asombrosas, al menos consiguió afinar su carácter sabio, pues “tenía la abnegación de un científico”.
José Arcadio fue el primero entre nosotros en detentar un espíritu científico. Y fue el primero, además, en construirse un gabinete, es decir, un laboratorio, fuera de su casa familiar, “para que nadie perturbara sus experimentos”. Gracias a su obsesión natural por la ciencia y el conocimiento derivado de sus observaciones experimentales, fue el primer habitante de Macondo en descubrir que la tierra era redonda como una naranja.
Cuando su mujer y los vecinos pensaron que José Arcadio se había vuelto loco, arribó Melquiades en su auxilio y pareció convencer a los aldeanos de que ese hombre era inteligencia pura y capaz de llegar a conclusiones científicas por cuenta propia.
Fue entonces cuando el gitano le regaló un laboratorio de alquimia y el mundo para los Buendía dejó de ser triste desde el martes, y fue más fácil comprender, en vida comunitaria, cómo funcionaba la máquina para olvidar los malos recuerdos y cómo transportarse en la estera voladora.
Fue simple entender, sin aspavientos, por qué Melquiades podía quitarse la dentadura postiza; por qué una gallina ponía huevos de oro y un mono amaestrado poseía la terrible virtud de adivinar el pensamiento. José Arcadio tuvo el deseo de construir una máquina de la memoria en la que pudiera almacenarse el recuerdo de todo lo nuevo que llegaba a su pueblo.
En fin: el conocimiento se tradujo en asombro permanente, como cuando una segunda generación de gitanos, tras la muerte de Melquiades, llegó a Macondo con otros inventos.
El mayor de todos fue un bloque de hielo, esa “portentosa novedad de los sabios de Memphis”, al que José Arcadio confundió con el diamante más grande del mundo. El capitalismo empezó a hacer su agosto y eso lo comprobó nuestro primer científico al pagar treinta reales para ver el hielo, otros cinco para tocarlo y otros diez para que sus hijos pudieran hacer lo mismo y experimentar con lo nuevo.
He aquí los gérmenes de nuestra proclividad a ser sabios. El actual gobierno anunció la creación del Ministerio de la Ciencia, aunque antes anunció la conformación de una comisión de 41 sabios capaces de proyectar el destino del país por los caminos de la ciencia, la tecnología y la innovación naranja.
Pero ya que estamos en los tiempos del capitalismo inconforme de las masas y en la época en que las cosas dejaron de valer los reales de Macondo, me pregunto si vale la pena reunir tantos sabios para escribir un documento que oriente la abnegación científica del país.
¿Qué pensaría José Arcadio Buendía de esta comisión? ¿Se arriesgaría a participar en ella en el remoto caso de que fuera convocado? ¿Alguno de los 41 sabios de esta nueva comisión –la primera se creó hace 26 años y solo tenía 10 sabios, entre ellos el biógrafo de Melquiades– habrá leído el libro Una triste aventura de 14 sabios, escrito por José Félix Fuenmayor en 1928?
Antes de que alguien me aclare estas inquietudes, permítanme deslizar otros interrogantes: ¿Sabe usted del paradero del científico Raúl Cuero y por qué este microbiólogo no hace parte de la última comisión de sabios? ¿Qué protocolos experienciales lo apartan de la posibilidad de ser el sabio número 42?
Propongo que este hombre, heredero de los planteamientos teóricos del monje Hermann y ex científico de la Nasa, sea el primer ministro del Ministerio de la Ciencia.
Es hora de exaltar los orígenes y las realidades inventadas por un gitano sapiente, que sucumbió a las fiebres en los médanos de Singapur.