Navidad es para mí, masa fermentando con fuerte aroma a anís que, por obra y magia de unas manos habilidosas de madre, se transformaba en suculentos buñuelos fritos
Estos días que la ciudad se viste de luces navideñas por todo lado -donde no se salvan árboles ni palmeras engalanados a toda marcha-, procuro evitar las plazas y paseos que rebosan de gente durante la noche, emocionada por esa luminosidad apabullante y multicolor que ha sido expresamente preparada por el gobierno municipal para que sepamos lo bien que trabajan en pos del “espíritu navideño” que, más allá de las buenas intenciones, es un espectáculo excesivo de luces colorinches y adornos ajenos a nuestras tradiciones culturales.
¿Qué tienen que ver con nuestra navidad, renos y papanoeles cuyas figuras son instaladas como atractivos de feria?
Bien alejado de este nuevo costumbrismo, a todas luces, muy comercial; recuerdo con honda nostalgia aquellas navidades de mi niñez, donde a lo sumo se adornaba un arbolito (casi siempre una rama de pino) con guirnaldas, esferas de colores, y lucecitas intermitentes que parecían resguardar el humilde pesebre del niño Jesús que yacía debajo. Sencillez y concordancia era lo que se buscaba siempre, acorde a las enseñanzas bíblicas.
Buñuelos navideños. Foto extraída de: Facebook
Para nosotros, chicos, era un asunto divertido recorrer los alrededores del pueblo, rumbo a las arboledas próximas en busca de musgo fresco, barbas de palo, caracolillos vacíos y hasta helechos para armar una suerte de pradera en miniatura, donde colocábamos vaquillas y otros animalillos de yeso o madera, que rodeaban al nacimiento.
Hoy todo eso se está perdiendo. De los arbolillos de plástico, para armar tal cual un rompecabezas, cuelgan figuritas de Santa Claus, gorros y calcetines rojos. Y, si hace falta, se remata la presentación con copos de nieve de algodón u otro material para simular los helados paisajes del norte. En verdad, adornarnos a todo blanco en estas latitudes de la América tropical no deja de ser un disparate. Y dejarnos llevar por la música en inglés que tanto nos machacan en los centros comerciales es la locura total. Como si no tuviéramos villancicos propios de toda la vida.
Navidad es para mí, masa fermentando con fuerte aroma a anís que, por obra y magia de unas manos habilidosas de madre, se transformaba en suculentos buñuelos fritos que devorábamos al instante con un chorro de miel de caña de azúcar. Y para chuparse los dedos, literalmente. Navidad es chocolatada, de la clásica barra Harasic, que luego de un fervoroso hervido la servían requetecaliente con pasteles de queso la mañana del 25 de diciembre.
Oferta que busca rescatar una tradición. Foto por: José Crespo Arteaga
Cómo no recordar esos pasteles de jigote (empanadas de carne con papas y pasas) que durante dos días (o lo que duraban) chicos y adultos disfrutábamos con té, café y más chocolate caliente. Por supuesto, no había cena especial o gala parecida. Navidad tenía sabor de niñez, de cosas dulces que siempre nos parecían golosinas.
Navidad me suena a canciones al “niño Manuelito”, con coro de pajaritos trinantes, que se escuchaban en los altavoces de la iglesia del pueblo, antes de la solemne misa de las diez, donde luego repartían más chocolatada con pan dulce espolvoreado con coco rallado (antes de la aparición del panetón tipo italiano) a todos los pequeños que asistían alborozados.
Ah, cuando la navidad sabía a chocolatada. Foto por: José Crespo Arteaga
Hoy, navidad me sabe a cena elegante, a familias reunidas en torno de un pavo relleno y regalos con papel reluciente, como imitación fiel de tradiciones foráneas. Quien todavía goza del mágico caldo de una Picana navideña con sus choclos humeantes o, alternativamente, de un suave lechón al horno que se deshace en la boca, debería sentirse afortunado; porque al paso que vamos, pronto serán otros regios recuerdos como si fueran de un pasado remoto.
¡A vivir la navidad!, mientras queda aliento en el corazón y campito en el estómago. ¡Salud!
P.S. Naturalmente, no podían faltar los entrañables villancicos y de alegres ritmos, que todavía caracterizan a Bolivia, mientras el tiempo lo permita:
Con ese panorama a cuestas Manuel decidió que era mejor volver a casa
De Cali se llevó, bien sembrados en el corazón, su pasión por el equipo de fútbol América, “ La mechita”, y una canción que es, de hecho, el otro himno de la ciudad : “Cali pachanguero”.
Ah… Y el recuerdo de la piel de Yuliana, una belleza llegada del Chocó profundo, bailarina de salsa y vendedora de jugo de borojó en el vecindario del estadio Pascual Guerrero.
Con esos afectos guardados en el morral, el niche Manuel Largacha se embarcó un día de julio de 2010 rumbo a una tierra de promisión resumida en cinco letras: Catar o Quatar, allá bien lejos, cruzando mares, montañas y desiertos.
Había escuchado ese nombre por primera vez en 1995, cuando la Selección Colombiana de fútbol fue a disputar un mundial sub 20 en esas arenas ardientes de día y heladas de noche.
Imagen extraída de: El Colombiano
Pero antes, Manuel tuvo que pasar por muchos insomnios.
Los de las noches interminables cuando, en compañía de su madre Herminia y de sus cuatro hermanos, tuvo que escapar del fuego cruzado entre guerrillas, paramilitares y ejército.
Vivían en un caserío perdido a orillas del río Atrato.
Fue en 1994.
Su único equipaje era la ropa que llevaban puesta. Al llegar a Cali se hacinaron en la casa de unos parientes, en el distrito de Aguablanca, una barriada de marginados que creció al ritmo del desamparo de quienes se refugiaban en la ciudad, perseguidos por la miseria y la violencia.
En las calles de Cali sobrevivieron vendiendo todo lo que podía ser vendido: botellines de agua, helados, muñecas, agujas, matacucarachas, ropa interior, mangos, chontaduros, chocolatines.
De todo.
Imagen extraída de: El País. Cali.
Entonces las causas del insomnio fueron otras: el miedo a que los echaran de la pieza cuando el producto de las ventas no alcanzaba para llegar a fin de mes. El pálpito de que sus hermanos se echaran a perder en las calles de esa ciudad donde cada esquina era una forma del abismo.
Y entonces volvió a oír la palabra mágica: Catar, Quatar.
Genaro, un albañil que jugó en las divisiones inferiores del América hasta que un rival le hizo trizas el peroné, le habló de un gringo- en realidad era un brasileño-, que estaba enganchando hombres jóvenes y decididos a trabajar duro en la extracción del cobre en ese país.
“Si uno es juicioso, puede ganarse el equivalente a nueve millones de pesos colombianos al mes. Además, el gringo le presta la plata para el viaje y apenas empiece a trabajar se lo va descontando”.
Le dijo Genaro.
Suficiente para que las ilusiones de cualquiera alzaran el vuelo.
Y Manuel, que a sus cuarenta todavía se sentía joven, pensó que esa sería acaso su última oportunidad de hacerles una casa a su mamá y a sus hermanos.
Imagen extraída de: Zona Cero
A partir de ese día las causas de sus insomnios tuvieron otro matiz.
“No pegué el ojo las diez horas que duró el viaje a Madrid, las doce que nos demoramos para llegar a Moscú y las seis del viaje hasta Catar. Imagínese el miedo de llegar a un país del que uno no conoce las costumbres, el idioma, la gente: nada”.
Pero hubo otro motivo para no dormir:
“Lo de los nueve millones resultó pura ilusión. Para esa época el país se estaba llenando de haitianos y venezolanos que llegaban por montones en barcos contratados por traficantes de personas. Como trabajaban por cualquier cosa, ese era el pretexto de los patrones para mantener los salarios bajitos. A duras penas uno podía pagar la cuota del viaje. Con el resto se pagaba la habitación y la comida”.
Así pasó un año. Durante el día Manuel y sus compañeros trabajaban a 42°C de temperatura, extrayendo bloques de cobre que después eran enviados a China.
En la noche y la madrugada la temperatura bajaba a menos 2°C: las temibles heladas del desierto.
Con ese frío era imposible dormir y reponer fuerzas para reiniciar la jornada. Entonces, en la alta noche las nostalgias del Chocó, de Cali, de Aguablanca, revoloteaban como pájaros nocturnos alrededor de su cama en el campamento.
Imagen extraída de: Maxinoticias
Sus picotazos no lo dejaban dormir.
“Por ejemplo, lo de la comida era tenaz. El pan no era el pan que comemos aquí, sino una masa plana sin huevo, ni levadura, ni sal. El plátano y el fríjol no se conocían. Era tan pobre todo que un tolimense montó un negocio de comida colombiana y se llevó un hermano panadero a trabajar en Catar. Rapidito se hicieron a un capital”.
Y entonces llegaron otras dificultades Para darles trabajo les exigían experiencia y recomendaciones. Imaginen: a alguien acabado de llegar. Además, los habían llevado con un visado de turistas que expiró a los tres meses y por el permiso de trabajo les cobraban mil doscientos dólares.
Un motivo más para no dormir.
Con ese panorama a cuestas Manuel decidió que era mejor volver a casa. A los besos de Yuliana. A los cada vez más escasos goles del América y a la brisa que refresca las calles de Cali cuando cae la tarde.
Imagen extraída de: El País. Cali.
Toda una fortuna, después de todo.
En esas andaba, vendiendo jugo de chontaduro y borojó cuando me lo encontré a la salida del estadio un domingo de agosto.
“Me gano casi lo mismo que en Catar, pero duermo mejor”, dice, mientras empuja su carrito al ritmo del contoneo de una mulata de ensueño que cruza la calle, toda de rojo hasta los pies vestida.
¿No dizque éramos la criatura más perfecta de la creación?
En el drama central de El mercader de Venecia, se nos cuenta la historia de Antonio, el comerciante obligado a pagar con una libra de carne extraída de su propio cuerpo la deuda contraída con un prestamista judío.
Imagen extraída de: filmin.es
Guardadas proporciones y de una forma tan sutil que se nos presenta disfrazada de hedonismo y bienestar, los seres humanos de estos tiempos nos vemos empujados cada vez más a sufragar con fragmentos del propio cuerpo el pagaré que no hemos firmado con las corporaciones que en un abrir y cerrar de ojos se apoderaron de ese mercado constituido por los anhelos, las obsesiones, los miedos y las veleidades de las personas.
Basta con echar una mirada a cualquier catálogo comercial para darse cuenta de que no hay un solo órgano del cuerpo humano que no cuente al menos con media docena de productos dirigidos a limpiarlo, redondearlo, afilarlo, depilarlo, encogerlo, agrandarlo, embellecerlo o camuflarlo.
Te quiero de la cabeza a los pies,es la consigna de los que se disputan ese mercado.
Imagen extraída de: dineroenimagen
Tintes para el pelo, remedios infalibles para la caspa o la calvicie. Artefactos para rizar las cejas o para quitar los pelos de las orejas. Brillo para los labios, cremas para esconder las imperfecciones del cutis, líquidos para el mal aliento. Sustancias para restablecer la blancura de los dientes, estructuras metálicas para enderezarlos aunque no estén torcidos. Líquidos para endurecer las uñas, cremas para ablandarlas. Limas para suavizar la aspereza de los codos, ungüentos para demoler los callos.
Pero paremos aquí antes de que el último lector se nos aburra. ¿A cuento de qué tanta fórmula mágica para corregir los descuidos de la naturaleza? ¿No dizque éramos la criatura más perfecta de la creación?
Lo éramos, antes de que los mercaderes de Venecia y de todas partes descubrieran que somos en realidad una canasta de supermercado ambulante, ansiosa de ser llenada con toda clase de cosas casi siempre inútiles , para ser vaciada a la mayor velocidad posible y llenada de nuevo siguiendo la lógica del deseo siempre insatisfecho.
Imagen extraída de: La Información.
En el principio las cosas funcionaron dentro de lo que algunos filósofos llamaron “El reino de la necesidad”… hasta que un día aparecieron los publicistas, enviados por no se sabe quién, para sembrar las mentes de deseos y terrores mientras sus empleadores llenaban el mundo de conjuros para satisfacerlos y neutralizarlos.
Fue entonces cuando emprendieron el asalto final, asesorados por expertos en la conducta humana así como por científicos que se dedicaron a explorar cada resquicio del cuerpo y de la mente, en busca de algún temor sin remedio o de una ilusión sin satisfacer.
En ese momento algún genio perverso recordó que de niños nos dormían con canciones de cuna y de inmediato se dio a la tarea de inventar ese engendro conocido en inglés con el nombre de Jingle, una tonada digna de una estirpe de idiotas que por eso mismo fue capaz de convertirnos en una tropa sumisa y despojada de todo sentido crítico, convencida de que lucir una camisa con un lagarto pegado al lado del corazón nos hace distintos e incluso mejores que los demás.
En la parte final de El Mercader de Venecia, la lucidez parece recuperar su lugar en el mundo.
Imagen extraída de: BBCMundo
Pero nosotros, tan lejos de Dios y de Shakespeare, caminamos sin voluntad y sin juicio hacia ese lugar donde, con seguridad, alguien ya le ha puesto precio al último fragmento de nuestro pellejo.
Rubiel Pinillo le devuelve a la vida todas las cosas que le ha dado: el legado musical de sus mayores, el olor a vacas y pasto fresco de la finca donde nació.
Canciones de cuna
Desde muy niño el hombre aprendió que el viento y el río podían ser padres severos o indulgentes. Todo dependía de lo que aconteciera montaña arriba. Muy arriba, donde se cosechan papas y florecen los frailejones. A veces, el viento soplaba desde la Laguna del Otún como una cuchilla que laceraba las espaldas y dejaba su marca de fuego en el rostro de los campesinos. Para no quedarse atrás, había días en que el río bramaba con la furia de una bestia herida y arremetía contra las orillas dejando a su paso una carga de piedras, leños y animales muertos.
Pero también había momentos de aguas mansas y cristalinas. Del viento susurrando en los oídos una suave melodía.
El hombre guarda esos recuerdos tatuados en alguna parte de su ser y siempre vuelve a ellos cuando necesita reconciliarse con alguna parte esencial de sí mismo.
Por ejemplo, cuando toma la guitarra y se sienta a componer una canción. Una que hable de atardeceres color malva, de la inefable melancolía de las tardes de domingo o de la piel dorada de una muchacha acariciada sobre una piedra ante la mirada cómplice de un pájaro barranquero.
Foto extraída de: i.ytimg.com
De esas cosas están hechas las canciones. En el corregimiento de La Florida, Pereira, o en el más remoto rincón del mundo. El hombre lo sabe y por eso, a sus cincuenta y siete años, sabe que ya no va a moverse de estas tierras. Que viajen sus canciones: es su única certeza.
El hombre se mira las manos y no para de sorprenderse: con todos los oficios que ha desempeñado con ellas y nunca ha sufrido una lesión grave que le impida tocar la guitarra, esa vieja compañera de viaje heredada de sus mayores.
He sido leñador, ganadero, amansador de bestias, pintor de brocha gorda, pescador de truchas, vigilante y unos cuantos oficios más. Sin embargo, nunca he sufrido accidentes delicados. Cuando me miro las manos pienso que es un milagro del cielo que tenga mis diez dedos completos para pulsar las cuerdas de mi guitarra. Aunque, a decir, verdad, creo que la tocaría aunque fuera con un solo dedo.
El hombre se llama Rubiel Pinillo y es uno de los más reconocidos intérpretes y compositores de música parrandera campesina en las zonas rurales que circundan a Pereira. En estos tiempos de glorias globalizadas Rubiel dice que con eso le sobra y basta.
Foto por: Jess Ar
La ciudad no me interesa para nada. En la ciudad le sacan a uno los ojos sin que se dé cuenta y lo dejan mirando las puras tinieblas. Yo respeto mucho los gustos y las opiniones ajenas, pero en mi caso, con lo que tengo me sobra y basta. Si me siento triste o abatido me voy a la montaña. Allí, entre el canto de los pájaros, el sonido del agua y el rumor del viento, encuentro toda la serenidad que necesito para vivir y para seguir haciendo música.
De esas incursiones en el bosque han salido canciones de este tinte:
Cuando uno está pequeñito
Todas lo quieren cargar
No saben qué hacer con uno
Lo quieren amamantar.
Cuando está más grandecito
Lo enseñan a encaramar
Le enseñan algo tan bueno
Que lo ponen a volar.
Con joyas de la picaresca como esta, Rubiel Pinillo alegra los festivales y las fiestas comunales al frente de un grupo de muchachos a los que triplica en edad, pero con los que comparte un territorio fuera del tiempo en el que los sonidos del tiple, de la guitarra, de la percusión y de las voces se hacen uno para saltar las brechas generacionales.
Foto por: Jess Ar
La música de adentro
Los primeros contactos con la música los tuvo Rubiel muchos años antes de nacer. En realidad ya anidaban en el corazón y las manos del abuelo, uno de esos hombres recios que durante el día descuajaban montañas y al caer la tarde, al calor de un chocolate humeante o de un aguardiente cerrero destilado en casa, amansaban las nostalgias de los suyos con tonadas que apuntaban directo al rincón del alma donde hacen nido las dichas y las desventuras de los mortales.
Cuentan que el viejo Pinillo era un maestro para sacarle el alma a las cuerdas. De él heredó mi papá José la gracia para tocar la guitarra como si fuera la cosa más fácil del mundo. Suena algo tonto, pero a los que se les dificulta la interpretación de un instrumento es porque no nacieron para esto. Mire, le voy a contar esto: de niño me quedaba horas enteras escuchando a mi papá ensayar con sus hermanos, que eran todos músicos. Un día, cuando me sentí listo, mejor dicho, cuando estaba lleno de música por dentro, tomé la guitarra y los sonidos empezaron a salir: se habían quedado grabados en mis oídos.
Muchas personas fracasan porque piensan que el aprendizaje de un instrumento es una cosa mecánica. Que ponga este dedo aquí y este otro por allá. Pueden pasarse la vida entera y no avanzarán un solo paso si no hay una fuente en su interior. Por eso, desde la primera vez que agarré la guitarra no he parado de componer y tocar. De tocar y componer. Tengo dos cuadernos grandes llenos de composiciones inspiradas en todo lo que veo: en el dolor propio y en el ajeno. En las aventuras de la gente.
En todas esas cosas que hacemos los humanos para llenar la vida. Yo no creo en la inspiración. Pienso que si el compositor no observa todo el tiempo lo que pasa a su alrededor nunca va encontrar la fuente. A lo sumo se puede pasar la vida repitiendo como un loro todo lo que hacen los otros.
Foto extraída de: simr.gov.co
Los hermanos Pinillo eran un trío conformado por José, padre de Rubiel, Heliodoro, el papá de la cantante Dora Libia y Florentino. Con una buena conjugación de voces y cuerdas interpretaban el repertorio de Los Trovadores de Cuyo, Lucho Bowen, Garzón y Collazos y todos esos grandes que supieron darle al cancionero popular el tono de la poesía. Los vecinos de La Florida, La Suiza y El Cedral todavía recuerdan las veladas amenizadas con aguardiente anisado y con las versiones que el trío hacía de Espumas, Hurí, Soberbía, La Ruana y una decena de tonadas más.
Por eso, salvo las canciones de Darío Gómez, a quien admiro y considero un buen compositor, no me gusta para nada el género del despecho y mucho menos todas esas vulgaridades cantadas que se estilan ahora. Una cosa es la picardía y el humor propios de la música campesina y otra muy distinta el mal gusto que usted encuentra en un montón de esos cantantes famosos.
Y no hay asomo de vulgaridad en las canciones de Rubiel. Ni en las de ahora, ni en las que grabó hace treinta y cinco años y que aún conserva en un puñado de casetes que resisten los embates de las sofisticadas tecnologías digitales. Esa obstinación en la limpieza de las imágenes le ha valido invitaciones a componer canciones relacionadas con la conservación ambiental, apoyadas en letras elementales y por eso mismo contundentes. Va una a modo de muestra:
Si no existiera el agua
Nada habría vivo:
Todo fuera muerte
***
Qué bello es sentir
El abrazo divino de un baño en el río.
Foto por: Juan David Ochoa
Con monedas de esta índole Rubiel Pinillo le devuelve a la vida todas las cosas que le ha dado : el legado musical de sus mayores, el olor a vacas y pasto fresco de la finca donde nació por los lados de El Manzano, la vocación de maestro que le permitió enseñarles música a sus hermanas. Aparte de eso le regaló muchas mujeres, dos esposas y un hijo de veintisiete años que no sintió el llamado de la música y prefirió dedicarse a otros menesteres. Razones suficientes para permanecer plantado como un árbol en mitad de esta tierra feraz que hoy se ve amenazada por hordas de turistas provenientes de otros lugares del país y del exterior.
Yo soy de aquí, hago mi vida aquí, por qué me van a mandar por allá, sentencia el hombre a modo de declaración de principios. Y allí va, con su sombrero y sus botas vaqueras blancas confeccionadas por zapateros de Ibagué. Igual que los acordes de su música, el atuendo puede ser el de un llanero enlazador de reses, de un gaucho montaraz de las fronteras entre Brasil y Uruguay o de un domador de caballos en las praderas de Texas. Detrás de sus facciones rudas y su poblado bigote de macho silvestre esconde una ternura que se desborda cuando empieza a buscar las hondas raíces de esta pasión que lo mantiene vivo.
Este rincón de tierra en apariencia tan pequeño, me lo ha dado todo: el aire, el amor, los amigos, el viento, el bosque, mis padres, el río y, por sobre todas las cosas, el don de la música. Para sobrevivir me ha tocado desempeñar toda clase de trabajos malucos. Pero por difícil que esté la cosa, pienso en la música, imagino la letra de una canción, la dejo sonar en mi mente y me olvido de todo lo demás. Así de simples son las cosas.
Maestría en puentes
A quien crece al lado de un río no le queda otra salida que aprender a tender puentes. Y no solo son los de madera o metal que llevan de una orilla a otra: también los que conectan a los seres humanos, por separados que se encuentren en el tiempo y el espacio. Diestro constructor de puentes, Rubiel Pinillo ha consagrado buena parte de su vida a crear lazos, como el que lo llevó a emprender una aventura al lado del cantante lírico Iván Mejía, al frente de Los parranderos de La Florida. Con canciones propias como La flaca, o con versiones de clásicos como El duende alegre recorrieron el vecindario devolviéndole el sabor rural a unos territorios cada vez más influenciados por los ritmos impuestos desde las estaciones radiales.
Foto extraída de: i.ytimg.com
Por eso decidí aproximarme a un grupo de jovencitos, estudiantes de bachillerato y entrenados en la chirimía creada por una profesora de música del colegio. Ellos son Sebastián, Carlos Andrés y Manuel, que me acompañan con las cuerdas, los vientos y la percusión. A pesar de la diferencia de edad- yo podría ser hasta el abuelo de ellos- y de que tienen sus propios gustos en materia de ritmos modernos, la música ha sido el puente entre nosotros.
Por eso, con unos cuantos entrenamientos ya estábamos sintonizados y tocando en distintas discotecas y estaderos, así como en festivales de veredas y pueblos vecinos. Esos muchachos tienen la gran ventaja de estar siempre abiertos a nuevas propuestas, gracias a unos oídos bastante finos, que les permiten coger el ritmo y encontrar la escala con mucha facilidad.
Quizá por esas mismas razones, Rubiel Pinillo consiguió hacer tan buenas migas con los músicos de la Banda Sinfónica de Pereira, una agrupación que ha obtenido distintos reconocimientos a nivel nacional. Sus montajes incluyen géneros como el rock, el jazz y la salsa, pasando desde luego por las músicas vernáculas que van del bambuco al pasillo, para pasar después sin contratiempos a lo más refinado de la tradición universal.
Con ellos fue amor a primera vista. Cuando me dijeron: Rubiel, queremos tocar con usted en un teatro, no me la creí. Yo soy un modesto músico de vereda y ellos unos profesionales formados en conservatorio. Sin embargo, una vez pasada la sorpresa empezamos a tocar. Imagínense: yo con mis letras y mis acordes y tremenda orquesta al fondo. Nadie puede imaginarse lo que sentí cuando vi el teatro Lucy Tejada lleno y menos cuando la gente se puso de pie y aplaudió durante un minuto que se me hizo una eternidad, de la emoción tan grande que sentí. Esa es una de las cosas bellas que me han pasado en la vida.
Foto extraída de: i.ytimg.com
Los días más felices de Elliot y Rubiel
Más allá de etiquetas y clasificaciones impuestas por la industria discográfica, las músicas del mundo entero nacen en un lugar común: el corazón y la memoria de todos los seres humanos. Luego fluyen a lo largo de una corriente subterránea hasta que alcanzan la superficie y se muestran con distintos ritmos y colores. Por eso, así se vistan de etiqueta o se enfunden los trajes más rústicos, en el fondo todas acaban por tener algo en común. Esa fuerza es la que permite los encuentros y las fusiones, en una permanente renovación capaz de inspirar conjugaciones imposibles.
Más o menos eso le sucedió a Rubiel Pinillo y Carlos Elliot Jr, el músico colombiano de blues que recorre el mundo con ese ritmo suyo tan particular al que, por sobradas razones, decidió denominar El blues de la montaña. Al fin y al cabo, ese ritmo surgido en las montañas donde nacen los grandes ríos de los Estados Unidos, es tributario de las músicas campesinas de la remota África, de India, de Brasil, de los altiplanos de Colombia o de la Pampa Argentina. Las une el desarraigo, la nostalgia, el dolor de lo irrecuperable y la imposibilidad de la redención.
La de Rubiel y la de Carlos Elliot son, pues, músicas campesinas, así se canten en distintos idiomas. Por eso, cuando se vieron por primera vez a la salida de la iglesia catedral de Pereira, donde se entregó en 2013 una condecoración a ciento cincuenta artistas destacados con motivo del sesquicentenario de la ciudad, la empatía fluyó entre ambos. Lo de menos era la pinta tan parecida: botas y sombreros vaqueros, montaraces bigotes de machos rudos, bluyines de minero.
En realidad esos milagros no tienen explicación: tal vez se miraron las manos y adivinaron en ellas un don especial para conectarse con la corriente secreta de la vida. No por casualidad Rubiel compone animado por el rumor de las aguas del río Otún y Carlos Elliot grabó un álbum titulado Del Otún al Mississippi.
Foto por: Juan David Ochoa
Después de ese evento lo vi caminando por La Florida. Empecé a verlo tomando cerveza en bares y cafés, hasta que un día vencí la timidez y me le arrimé. Usted y yo estuvimos en el evento de los ciento cincuenta años de Pereira, le dije. Al poco tiempo me regaló uno de sus discos. La verdad es que, si bien las canciones están interpretadas en inglés, siento algo muy bonito en ellas. No sé, es algo que me llega y por eso digo que un día me gustaría tocar algo con Carlos Elliot.
Las cintas de la vida
Desde hace cuatro décadas, Rubiel guarda en su casa un puñado de Casetes, esas viejas cintas que a las nuevas generaciones se les antojan reliquias prehistóricas. En ellas conserva las canciones que ha compuesto desde que tomó la guitarra por primera vez. Son el complemento de los cuadernos en los que escribe sus versos. Son el resumen de una aventura tejida con las voces del viento, los sonidos del bosque y el rumor del río. Son la esencia de una música con la que espera dormirse para siempre acunado por uno de esos recuerdos de infancia que constituyen la esencia de la vida de un hombre. De todos los hombres.
A protester waves a French flag during clashes with police at a demonstration by the "yellow vests" movement in Paris, France, December 8, 2018. REUTERS/Benoit Tessier TPX IMAGES OF THE DAY
¿Qué resta entonces de aquella idea romántica de la Europa poco consumista, ecológica, y usuaria asidua del transporte público masivo?
I
Le pouvoir d’achat
El poder de compra, esa es la cuestión de la realidad social de Francia al finalizar el otoño del 2018.
Comienza el invierno, que en toda la región centro europea inició oficialmente el pasado 20 de diciembre. Estas Hojas de viaje han servido para compartir con los lectores de La Cebra Que Habla mis observaciones en relación con las ciudades que visité el pasado verano. Vendrán otros relatos similares. Allí se incluirán las narraciones relativas a la culminación de mis viajes en la temporada cálida, algunos otros que realicé en otoño, y los nuevos destinos que abordaré desde comienzos del próximo año.
Imagen extraída de: roadtripandtips
II
Revueltas y revoluciones
Sin embargo, quiero suspender por un momento el tono habitual de esta sección de nuestro portal web de historias, para dar cuenta del fenómeno que espantó a Francia, y a todo el continente europeo a finales de la estación otoñal: las movilizaciones sociales de los autodenominados Gilets Jaunes.
Los efectos de este sismo que ha sacudido las entrañas de los centros de poder occidentales contemporáneos, más que cualquier otra protesta que se recuerde desde el emblemático mayo de 1.968, no los podemos prever completamente.
En relación a la continuidad de sus acciones, no sabemos si habrán de suspenderse completamente o no.
Para absolver este último interrogante, será obligado esperar al cierre de hoy sábado 22 de diciembre, día de publicación de estos escritos, porque han sido precisamente los días sábado, desde el pasado 17 de noviembre, los escogidos para realizar bloqueos, paros de transportes, marchas y tomas pacíficas de los centros de las grandes ciudades francesas. Todas estas acciones ciudadanas de un levantamiento espontáneo, cuyo poder reside en la cobertura y penetración de las redes sociales; y que, igualmente, se han visto ensombrecidas al ser desbordadas por una violencia ciega y destructora, como nunca antes se había presenciado en este país en los últimos años.
Imagen extraída de: linternaute
Esa violencia proviene de grupos radicalizados que aquí ubican en las extremas derecha e izquierda del panorama político.
Los franceses, pertenecientes a lo que podría denominarse una amplia clase media, han asistido perplejos a estos eventos.
Primero, observaron incrédulos cómo sus coléricos compatriotas se daban cita a través de las principales redes sociales en uso en el país, Facebook y Youtube, tras el anuncio del gobierno de incrementar los impuestos a la gasolina y al diesel a partir de enero del próximo año.
III
Buenas intenciones
Un incremento propuesto por el Presidente Macron, que en teoría tiene la intención de desestimular el uso de los vehículos basados en combustibles fósiles, y promover una renovación tecnológica del parque automotor francés, que ayude a mitigar las emisiones de carbono y los efectos que ellas tienen sobre el cambio climático, todo asociado al cumplimiento del acuerdo de Paris del que, por obvias razones, le es obligado marcar la pauta.
Por lo menos, es lo que sostuvo el Presidente para defender lo que los franceses consideran indefensable: castigar a la población más pobre del país, aquella que vive en la campiña, alejada de los centros urbanos, y cuya dependencia del vehículo particular se ha acentuado en las últimas décadas debido a la concentración en las grandes ciudades de los mayores recursos económicos, el desarrollo del transporte público masivo (trenes, tranvías y metros), el auge de los medios alternativos de desplazamiento (como las bicicletas, el mono patín eléctrico, entre otros), etc. y al retiro o ausencia de este tipo de infraestructuras o facilidades en los poblados rurales.
Para decirlo en palabras sencillas, tal y como lo expresó con vehemencia Jaclin Mouraud, una habitante de la región de Bretaña madre de tres hijos, quien compartió un video que alcanzó cerca de seis millones de visitas: “No podemos vivir todos en las ciudades, yo misma hago 25.000 km/año, no tengo otra opción que tomar mi carro, contamine o no contamine”.
A esta altura, es importante comentar que este video, al igual que la petición elevada por Priscillia Ludosky en la plataforma ChangeOrg, para lograr precios de los combustibles más justos, se han identificado frecuentemente como los inicios de las protestas.
Priscilla Ludoski. Imagen extraída de: El blog de Juan Raso
A ellas se sumó Éric Drouet, un conductor de camiones, quien fue aquel que se topó, en mi opinión por casualidad, con el fuerte símbolo que hoy congrega a quienes se pronuncian masivamente para exigir cambios en la política social del gobierno: el chaleco amarillo.
El hallazgo no es de ninguna manera irrelevante, ya que este alzamiento, que carece de estructura e institucionalidad y que ha surgido de la frustración profunda de un pueblo que se siente desconocido y maltratado por sus gobernantes, encontró en el chaleco fluorescente, obligatorio para todo aquel que conduzca un vehículo en Francia, una insignia que posee en sí misma un gran poder: el de igualar clases, ideologías, localizaciones, y motivaciones dispersas, aplanándolas todas, por así decir, logrando un fuerte poder de unificación e identificación.
Una razón poderosa para lograr el apoyo de 7 de cada 10 franceses, según lo detectado por los sondeos de opinión que se llevaron a cabo en los primeros días de los gilets jaunes.
Después de cuatro sábados seguidos de protestas, llevadas a cabo por todo el territorio, tanto en los centros de las ciudades como en las principales rutas de autos que conectan el país se produjo desplazamiento a Paris.
La presencia de los caussers (los dañinos, pues esta palabra es una extensión de la denominación que el idioma francés tiene para dañar o romper), les ha otorgado una relevancia mediática internacional y un poder de amedrentar sin antecedentes cercanos: hoy, la poderosa República, heredera directa del poder de Napoleón, orbita en la incertidumbre.
“Hay franceses que sufren” se oye decir con frecuencia.
Imagen extraída de: radiofrance.
Y es que, a pesar de que los gilets jaunes iniciaron como un levantamiento en contra de la subida a los precios de los carburantes, a ellos se han ido sumando otros sectores de la población que comparten preocupaciones similares aunque por causas diferentes: los impuestos a las pensiones, la abolición del impuesto sobre la riqueza y su sustitución por una tasa a la propiedad inmobiliaria.
A lo anterior se añaden los déficits presupuestales de los sectores salud, educación y defensa (el pasado miércoles 19 de diciembre La Policía Nacional entró en paro para exigir una mejora en los salarios), aparte de otras reclamaciones disímiles o consideradas extremistas, como la solicitud de la dimisión del Presidente y de la disolución de la Asamblea Nacional, al tiempo que se exige la convocatoria a un referendo ciudadano.
IV
Ecos del pasado
En la justicia y sensatez de sus demandas, allí es donde se juega el movimiento los apoyos de la mayoría de los ciudadanos, porque al momento corre el gran riesgo de pasar a ser considerado como un grupo que promueve la desestabilización del Estado y la anarquía, y así, es muy posible que pierda completamente la simpatía de la mayoría de franceses, a quienes la revuelta despierta temores que dan cuenta de que en su memoria todavía se encuentran latentes los ecos de la revolución de 1789.
Es cierto que después de la alocución presidencial del pasado 10 de diciembre, en la que Macron se desdice de muchas de sus propuestas más urticantes, y hace una especie de “mea culpa” en relación a lo que muchos han señalado como un distanciamiento casi autista de este gobernante con su pueblo, los ánimos parecieron descender: el acto V -cada una de las marchas de los sucesivos sábados han sido denominadas por sus organizadores como actos, un gesto sobradamente teatral-, tuvo casi la mitad de los asistentes en todo el país que el sábado inmediatamente anterior.
Las escenas de vandalismo en ciudades como Bordeaux, Lyon, Nantes que asistieron aterrorizadas el pasado 8 de diciembre a actos de violencia a los que no están acostumbrados sus habitantes, no volvieron a repetirse el pasado 15 de diciembre, y la violencia en Paris, sobre la zona de los Campos Elíseos (escenario de las peores batallas en los días anteriores) disminuyó ostensiblemente.
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O tal vez, el gobierno se preparó mejor.
Un despliegue sin precedentes de 90.000 efectivos policiales a lo largo y ancho del país, la judicialización de quienes ocasionaron disturbios, y asimismo el procesamiento de aquellos que han hecho llamamientos a la violencia, han sido algunas de las respuestas con las que Macron, y el Primer Ministro Édouard Philippe, han intentado contener el vendaval que los azota.
La expectativa sigue puesta en lo que suceda hoy sábado 22 de diciembre, dos días antes de la Fêt de Nöel.
V
El “derecho” al consumo
La máquina de las compras está tan prendida en los hogares franceses, tanto como las chimeneas en sus residencias.
Es de ello de lo que se trata: en últimas, todo lo acontecido, el motivo que ha logrado aunar tantas quejas dispersas, tal vez el único objetivo transversal de esta protesta, que considero histórica y he tenido la fortuna de presenciar: recuperar el poder de compra de una clase media que se ha ido empobreciendo sistemáticamente año tras año en las últimas dos décadas: una clase trabajadora que es propietaria de un vehículo, y que se esfuerza para llegar a fin de mes en función del nivel de vida que desea llevar.
Las cuentas son sencillas. El salario mínimo en Francia bordea los 1.500 euros/mes. De ellos, cerca del 10% deben destinarse al pago de los servicios públicos esenciales (agua, gas, electricidad). Los transportes tienen en los grandes centros urbanos precios relativamente asequibles. Por ejemplo, una tarjeta del TBM (Transporte Metropolitano de Bordeaux), cuesta 240 euros/año (20 euros/mes) y permite usar todos los modos de transporte. Las escuelas públicas son gratuitas y solo debe pagarse el consumo en el restaurante escolar, que tiene un costo promedio de 50 euros/mes.
¿Y el resto?
Los alimentos son muy costosos en este país, y además parte del ingreso debe destinarse al pago de un alquiler o de las cuotas del préstamo relativo a la vivienda propia, aunque aquellos que son realmente pobres tienen muchísimas ayudas y subsidios, así como la posibilidad de habitar en las viviendas sociales, que son verdaderas mansiones comparadas con la misma categoría en Colombia.
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Es verdad que, al sumar y restar, queda poco espacio para las compras. No obstante, comprar pareciera ser el gran deporte nacional de la clase media en Francia, a juzgar por la cantidad y el tamaño de los centros comerciales, que se multiplican.
En ellos, se ofrecen todo tipo de mercancías acumuladas en construcciones de gran formato, muy similares a las que pueden observarse a muchos kilómetros de distancia, por ejemplo, en Orlando y La Florida, en Estados Unidos: en ambos, aquí y allá, es tal el tamaño de los almacenes y la proporción de la estructura comercial es tan elevada en relación con la escala humana, que es obligado usar el vehículo para ir de un establecimiento al otro.
Sin olvidar, por supuesto, las compras por internet. Amazon en el país galo es el rey, pero todos los grandes jugadores del comercio, hasta los supermercados, tienen servicios de venta en línea, y es tan alta la demanda que ello ha contribuido a mantener en perfecto estado de salud a La Poste (el sistema nacional de correos franceses), que logró sobrevivir a la era del mail gracias a la cantidad de despacho de mercancías que hoy realiza desde su plataforma logística.
No se trata solamente de la campiña, en donde el vehículo es el único medio de transporte posible para ir siquiera a una cita médica o a la escuela. Tampoco de los centros de las grandes ciudades en donde la escasez y los altos precios del parqueo espantan a todos los conductores, pero donde los comercios están estratégicamente ubicados cerca de las principales estaciones de transporte y, por supuesto en las zonas céntricas.
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Pero el fenómeno es más impactante en las denominadas zonas metropolitanas: son las pequeñas o grandes villas, otrora poblados, que por la presión inmobiliaria de las grandes ciudades se han anexado e incorporado a sus dinámicas, pero que, al igual que el campo, subsisten a partir del uso del vehículo particular y replican en sus dinámicas habitacionales y en sus comportamientos de consumo a los grandes suburbios norteamericanos.
¿Qué resta entonces de aquella idea romántica de la Europa poco consumista, ecológica, y usuaria asidua del transporte público masivo?
Es una buena reflexión que no parece estar en el centro de la discusión. La concentración del poder de compra está en las grandes ciudades, sobre todo en el centro del país y en su capital Paris, y se va difuminando, extendiéndose y replicando el modelo en los principales centros urbanos, hasta desfigurarse del todo cuando se trata del entorno rural.
Es por ello que, pienso, para protestar en la capital, la campiña tuvo que desplazarse masivamente y realizar una especie de “toma de Paris”.
Los parisinos solo aportaron el escenario: refugiados en sus veinte distritos de lujo, sofisticación y altos ingresos, su interés por participar de la protesta que ha sacudido al país es prácticamente nulo.
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Así es que, además de desinstitucionalizada, la mezcla de diversos malestares sociales autodenominada los gilets jaunes contempla una variada gama de reivindicaciones, fragmentarias y altamente interesadas, en donde cada grupo gestiona sus reclamos en virtud de un único objetivo: aumentar los ingresos, liberando mayor cantidad de dinero de los gastos fijos para ir a cumplir con el mandato contemporáneo: buscar la felicidad en las compras compulsivas, y no pocas veces innecesarias, que mueven la maquinaria del capitalismo y al parecer son el gran motivo de vivir de las clases medias, también, en el primer mundo occidental.
La paradoja del sistema que nos gobierna consiste en que, comprar que es la base de toda producción y empresa privada, es también motivo de las demandas por la redistribución de los recursos que el mismo sistema acumula de manera despiadada: una paradoja sin aparente solución.
Adicionalmente, en épocas del capitalismo financiero, los gobernantes del estado nación en crisis son apenas los tramitadores de los intereses de las grandes multinacionales. Si les aumentan a éstas los impuestos, se irán con sus dividendos e inversiones a otro lado donde “los traten mejor”. Pero, si recortan las tasas a quienes las producen abundantemente, los presupuestos públicos se menguan dramáticamente, y entonces tienen que voltear los ojos al contribuyente primario, que parece una categoría etérea, pero en realidad está conformada casi de manera exclusiva por una clase media asolada que no aguanta más asaltos a su menguado bolsillo.
Mejor dicho, como reza el refrán popular, si en Colombia llueve con la Ley de Financiamiento, en Francia no escampa.
Y para seguir con la sabiduría popular, se podría concluir que en todas partes se cuecen habas. Ya no hay lugares seguros sobre la tierra, y en todas las regiones del orbe se agitan las banderas de la inconformidad. Por lo demás, es probable que las manifestaciones, dadas sus características, se detengan solas. Pero ello no atenuará la ira de los ciudadanos que no asisten ya indiferentes a la repartición de los recursos que genera el sistema, y que reclaman airados una mayor porción del pastel.
PDT: para finalizar quiero compartirles que esta será mi última Hoja de viaje del 2018 y a través de ella quiero desear a todos unas felices fiestas y un buen año próximo. Espero estar de vuelta con nuevo aliento y más historias a partir del 26 de enero del 2019. ¡Feliz navidad a todos!