lunes, junio 16, 2025
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Paisaje in situ: Pintura en autoaislamiento

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Los Inmodernos es un grupo de personas reunidas para pintar al aire libre, un poco retomando la tradición de las primeras vanguardias con la influencia del romanticismo; buscan salir de los talleres y pintar al aire libre, algo que se ha abandonado en la academia de arte por considerarlo anacrónico. Pero este colectivo le da un sentido de inmodernidad, porque están por fuera del espectro de lo moderno y lo posmoderno.

Con el virus el espacio de la reunión virtual tomó importancia, dejando de ser un ponerse de acuerdo para salir a pintar y convertirse en un espacio para que cada uno pintara desde su taller y compartiera la producción a través del blog.

Estos fueron los primeros resultados de la primera convocatoria desde casa: Paisaje in situ: Pintura en autoaislamiento.

Hayden Pérez

Mauricio Moreno en Salento

Sofía Buitrago en Pereira

Javier Aranguren en Bogotá

Lina María Vélez Trujillo, en Pensylvania, USA

Natalia Gómez en Pereira

Alejandro Múnera en Pereira

Óscar Salamanca en Pereira

Dibujo de Miguel Angel Gélvez desde Bucaramanga

*Primera actividad propuesta por el colectivo Inmodernos en la pandemia, publicada en el blog inmodernos.blogspot.com bajo el título: Paisaje in situ. 4 de abril. Pintura en autoaislamiento

Adrianas al azar

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“Después de haber interpretado a Chopin, me siento como si hubiese llorado por unos pecados que nunca cometí y llevase luto por unas tragedias que no me atañen”.

Óscar Wilde

Sus ojos parecen caleidoscopios. Cristalinos, llenos de trocitos verdes, azules y cafés. La figura que presentan varía con el ritmo de la charla, con el sol debilitado que nos llega después de haber pasado los oscuros ventanales, con la fuerza que le imponen desde adentro las Adrianas.

Adriana la que declama

Cuando tenía quince años decidió que era el momento de derrotar a la timidez. Escogió el poema quince de Neruda, se paró frente a todos los estudiantes del colegio y lo recitó.

Lo hizo tan bien que, como premio, recibió las obras completas de Óscar Wilde y el mundo de los libros la abrazó. “Óscar Wilde me enamoró de la literatura”. Me gusta toda su obra, los poemas en prosa, El artista, La balada de la cárcel de Reading”.

Al final del bachillerato se decidió por Lingüística y Literatura.

Al final de Lingüística y Literatura, la decana, su ‘ángel de la guarda’, le ayudó a decidirse por la poetisa mexicana Rosario Castellanos como tema para su tesis de grado.

“Rosario enseña a las mujeres a ver la vida de otro modo. Hay un poema suyo que dice que debe haber otro modo de ser, otra manera de ser, diferente a la de Safo y Cleopatra, casi siempre víctimas sumisas; dice que debe haber otra forma de ser en la que la mujer sea independiente, en la que la felicidad no dependa del otro, que generalmente es el hombre”.

“Lee a Rosario Castellanos para que puedas entender a las mujeres”.

Nunca ha dejado de serle fiel a ese mundo que le entregaron como trofeo aquella tarde en que le dio mate a la timidez.

Adriana infiel

Se propuso ganar el Campeonato Nacional del 93 en homenaje a su amigo, el maestro Luis Antonio Escobar, muerto hace cerca de dos meses.

“Hacíamos canjes, él me enseñaba piano y yo le enseñaba ajedrez. Tenía un concepto heroico del ajedrez, decía que no le importaba sacrificar a la dama”.

“En el segundo Nacional que gané me mandó un telegrama muy lindo. Yo llegué al tablero a jugar la partida y allí lo encontré. Es la carta más linda que he recibido. Decía: ‘Tus amigos Luis Antonio, Chopin, Bach y Beethoven, te esperamos para tocar marcha triunfal a ‘cuatro manos’ ”.

“Si algo me ha hecho llorar son los conciertos de Chopin. Lloro y no me da pena decirlo. Si existiera Chopin, me habría enloquecido, habría sido infiel”.

“Llegué cansada a este campeonato. Tomaba hasta diez tintos en una partida, pero me sobrepuse. Había prometido ganar el torneo por alguien”.

“Murió hace un poco más de un mes. Era un enamorado de Cartagena. Donde esté, debe estar contento con mi triunfo. Más que un diálogo, siento su risa. Este campeonato fue un concierto de jugadas para él”.

Adriana inexpresiva

La primera impresión se produce en un amplio salón donde varias parejas de mujeres se enfrentan casi sin moverse.

La violenta quietud es observada por familiares, jueces y delegados. Algunos van de tablero en tablero fingiendo que analizan las jugadas. Algunos las analizan.

Muchas de esas mujeres están tensas, obsesionadas. Sólo en la mesa más lejana se observa un gesto de placidez. No es propiamente de placidez, pero en la cara de esa mujer parece todo más relajado.

Adriana Salazar juega la última partida de un campeonato que ha ganado desde el día anterior. Por sexta vez se ha coronado Campeona Nacional.

Su piel es más blanca que las fichas blancas. Tiene un vestido azul y blanco. Su nariz es recta y fina. Su boca es delgada y dibuja un gesto poco convincente de desagrado.

No sonríe, gesticula poco, hace tiempo que encontró un gesto neutro para mirar las fichas, para mirar el entorno mientras el juego termina.

A veces, mientras espera a que juegue su rival, se pone de pie, camina entre las mesas, analiza partidas, se agarra las manos por la espalda. Sus movimientos son lentos, delicados, seguros y leves. Su oscuro cabello cae hasta su espalda, lo surcan algunos relámpagos blancos.

Constantemente, caminando o sentada, pensando una jugada, toma entre sus manos su cabello y hace con sus dedos una cola de caballo para ventilar su cuello.

De pie, alejada de la mesa donde transcurre su partida, acepta con severa simpatía la entrevista para después de que termine.

En el momento en que el juego se complica, algo se agita dentro de su tranquilidad.

Adriana Salazar se cruza de brazos. Su cara sigue sin decir nada. Entrechoca sus zapatos negros bajo la silla y luego se los quita. Tiene los talones irritados. Es posible percibir el vaivén acezante de su respiración.

Adriana la del corazón acelerado

“Si no hubiera estado ahí habría tirado los zapatos lejos. Eso es lo más apasionante del ajedrez. Nada en el mundo te hace latir el corazón en estado de quietud. Tú lo oyes que va a diez mil. Es sentirse uno vivo”.           

“Hay partidas en que uno se siente feliz, cuando sacrificas piezas, cuando le ganas a alguien que no le has podido ganar y a veces hasta cuando pierdes”.

“Recuerdo un juego de Chiquinquirá, una niña hizo fantasías conmigo, y yo estaba feliz. Las partidas son como cajoncitos, como cosas aisladas. Más que las partidas uno recuerda los torneos”.

“A veces, cuando juegas, se apagan la luces; cuando hay ruido en el corazón, cuando uno no está bien con uno mismo. Si estás alegre contigo juegas bien”.

“Las piezas son movimientos que se proyectan. Son como los rayos láser, importa es lo que generan”.

“Perder una partida es accidental, no es tan trascendental. Es molesto pero ahí es donde se ve la fuerza de un jugador para superarse. Si mi mundo fuera únicamente el ajedrez al perder me moriría. Pero hay otras cosas importantes”.

“El triunfo, depende de la época, tiene su sabor distinto. Ayer, por ejemplo, que sabía que era campeona pensé: ‘Está bien’, pero era una alegría tranquila. Antes era todo un acontecimiento de mi vida. No quiero decir que no me dé alegría, sólo que es distinta la felicidad”.

Adriana frente al piano

Sentada frente a su piano, Adriana se permite aquellos gestos que se niega ante un tablero.

“Tengo una suerte impresionante. Cuando tenía 18 años quería comprarme un piano. Un piano es carísimo. A esa edad no se tiene dinero para comprar un piano”.

“Lloraba por no tener un piano”.

“Pensé que la solución era salir y comprar la lotería. Recuerdo la convicción. El vendedor me dijo que llevara más fracciones y yo le dije que sólo necesitaba para el piano”.

“Cuando llegué a casa le dije a mi mamá: ‘listo, ya voy a tener el piano’”.

“En mi casa se reían”.

“Gané el dinero preciso para comprarme mi piano”.

Sentada frente a su piano, es posible que sonría. Paseando con sus dedos por un mundo en blanco y negro es posible que sus ojos se entrecierren de alegría.


Adriana feliz

“Me hace feliz el trabajo con los niños. Trabajo en una academia de talentos. Es un trabajo en el que nadie te da trofeos pero se gana todos los días. Educando un niño no te puedes equivocar. El niño representa lo simple, sin premeditación, siempre dice la verdad, sin refutarte te dice cuándo te has equivocado, es posible aprender mucho de él”.

“Mi esposo y yo trabajamos con los niños. Él se llama Guillermo López Acevedo, es filósofo, trabaja en el área de desarrollo del pensamiento. Para tener hijos creo que hay que prepararse muy bien. Estamos en ese proceso”.

“El trabajo con el niño se basa en la autoconfianza. Si logro que sea seguro, independiente de pensamiento, está sobrado en la vida”.

“Dentro de poco voy a hacer una ponencia en Brasil sobre el ajedrez como recurso pedagógico. La formación no debe ser, como usualmente es, sólo dar información. Hay que crear habilidades mentales y el ajedrez ayuda a concentrarse, a memorizar, a calcular, desarrolla la tenacidad, el análisis, el orden en el pensamiento, la precisión”.

“Así como se hace gimnasia y nadie lo ve raro, también debe haber tiempo para el pensamiento. Lo que hago en la academia es darles el ajedrez como hubiera querido que me lo dieran a mí, con títeres, con juegos. En ningún momento el propósito es que sean campeones, pero algunos  de ellos están en camino de serlo”.

“La gente piensa que lograr un pensamiento lógico y analítico es matar la fantasía. La fantasía tiene un proceso, no se es fantasioso porque sí, se es fantasioso cuando se tiene experiencia, es falso que se cree con la mente vacía”.           

Adriana familiar

“Muchas personas influyen en mí. Mi esposo, lo que dice, la forma como ve la vida. Las cosas que dicen los niños. Pienso que no hay que buscar personas complejas, hay que ir a lo simple. El adulto se pasa la vida buscando lo simple”.

“Mucho de lo que soy se lo debo a mi familia. Ellos hacen fuerza por mí, me ayudan. Si yo no hubiera nacido en esa familia tal vez no sería lo que soy”.

“Cuando mi maestro de ajedrez se murió yo me estaba enloqueciendo. Se llamaba Eliécer Bojacá. Me entrenó los últimos seis meses de su vida, me hizo como ajedrecista”.

“Después de su muerte yo pensaba dejar el ajedrez. Un hermano me dijo que si no me parecía triste que, alguien que me había dado tanto, yo decidiera olvidarlo”.

Adriana contra la muerte

“La muerte no la entiendo, y como no la entiendo, prefiero vivir haciendo. Hacer, para mí, es una obsesión. Soy terca, metida en distintos campos”.

“Espero escribir algún día un libro sobre ajedrez”.

“En ajedrez me gustaría ser Gran Maestra, pero el medio no ayuda. Se demorará más de lo normal, pero llegará. No dejaré el ajedrez, lo practicaré hasta los 82 años, a los 83 me retiro. Es como decir que deje la literatura o que no vuelva a oír música”.

“En el trabajo, quisiera producir el programa exacto que ayude al pensamiento de los niños”.

“Sueño con frecuencia con los niños, el niño es lo mejor que se ha inventado. Los adultos también me caen bien… me caen bien porque hacen niños (mentiras es una broma pesada)”.

Adriana decidida a no perder

“Tengo un recuerdo muy significativo para mí. Tenía cuatro años. Recuerdo el lugar, recuerdo el momento y casi hasta la hora del día”.

“Pensé, me dije, me prometí que iba a vivir la vida bien, sin equivocaciones, haciendo algo positivo, algo fructífero”.

“Ese recuerdo me ha golpeado mucho”.

“Me pregunto por qué a los 4 años se me ocurrió pensar en eso. Es obvio que mi familia influyó, pero no por eso deja de ser extraño”.

“Me impactó tanto que aún lo recuerdo. Recuerdo la sensación, como cuando me siento en una partida y me digo voy a ganar. Estaba sola en la habitación, paradita, mirando nada. Era como una promesa”.

Adriana y el azar

“La suerte no es que uno haya nacido con suerte”, dice con gesto relajado. “Uno trabaja, uno labora y la suerte le llega”.

Atrás ha quedado la inexpresividad de la última partida. Al final, después de las tablas con Gloria Zapata, las jugadoras se han quedado discutiendo amablemente el juego, planteándose posibilidades.

Después, Adriana ha sonreído a las personas que se le acercan a felicitarla, oficialmente es la campeona. Ha permitido que le tomen fotos y finalmente ha caminado a la salita de la entrevista.

Allí, de espaldas a un mar que resplandece detrás de unos vidrios opacos, Adriana nos ha ido presentando las figuras que componen los azares de su vida.

Y después de las sonrisas, de las muecas divertidas, se detiene y dice: ‘¡Oye!, de verdad que tengo suerte’ y en sus ojos de colores se dibuja una figura diferente.

Texto publicado en el suplemento Dominical  de El Universal,
el 7 de noviembre de 1993

El brillo de las balas, cuatro crónicas del conflicto armado

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Por Norvey Echeverry Orozco Ilustraciones, Stella Maris. Publicado en La Cola de Rata

¿Cómo nació El brillo de las balas, de dónde surgió el interés por narrar el conflicto armado en el Oriente antioqueño si nunca tuviste un encuentro con él?, esas preguntas, bien que las recuerdo, me las hizo un reportero interesado por mi trabajo hace muy poco. Quedé en silencio, mirando el tejado y la lluvia, pensando que no había ofrecido una valiosa respuesta en el momento. Es que para responder algo así se necesita tiempo. Me fui entonces a esculcar en la infancia, porque allí es donde están las palabras que el público merece escuchar de mi parte. Ni siquiera un rasguño me generó, siendo niño, la guerra de Colombia; aunque unos son los rasguños visibles de la piel, los que se curan con quince o veinte días de cuidado, otros son los que quedan en la mente y en el alma, esos no se ven, se sienten. ¿Cómo hace uno para sanarlos? Tal vez escribiéndolos. Aunque confieso que al poner el último, último, último punto final del libro –fueron muchas las ediciones antes de dar en el blanco– me sentía herido, mutilado, como si me hubieran disparado, o como si por culpa de una guerra, como los personajes del libro, me hubieran robado un futuro mejor.

En el 2006 tenía nueve años. Mis padres hacía poco tiempo se habían separado. Mi hermano Daniel y yo vivíamos en la casa de la tía Lucía, hermana de mi padre, a la que, supuestamente por envidia, le habían asesinado el esposo. Cursaba tercero. Era feliz. Hasta tal momento no conocía las frustraciones. Me gustaban las paletas de mora y fresa que vendían en la esquina del barrio Villa Amapola de La Ceja, donde están algunos de los recuerdos más felices siendo un niño. Las casas eran de dos pisos y la de mi tía tenía un amplio antejardín donde estaban sembradas tres palmeras y unos árboles que el vecino Fidel –hombre al que se le empezaban a ver las canas y las arrugas, dedicado al cuidado de ganado– podaba cada dos o tres meses en forma de hongos. Coleccionaba las figuritas brillantes, de unos personajes con forma de huevo, que salían en los paquetes de las galletas Festival de chocolate. Era un niñito al que dejaban salir a jugar en las tardes balón con sus amiguitos Julián, Esteban y Santiago. Esteban siempre tapaba. Me permitían salir, siempre y cuando hubiera terminado todas las tareas. Odiaba las canicas. A mi primo Manuel, un año mayor, le encantaban. Tenía un pulso de francotirador asquerosamente fino. Solo era empuñar el meñique para escuchar milésimas de segundo más tarde el chasquido de una bola contra otra. Siempre ganaba las que estaban encerradas en un círculo dibujado en la tierra con una chamiza. Teniendo nueve años me peinaba el cabello con gomina (creo que quedaba bien, porque cierto día uno de los compañeritos de la clase, Johan, el más elogiado por las niñas, me preguntó cómo hacía él para peinarse igual). No me gustaban las matemáticas, las detestaba; no habían sido hechas para mí. Tal vez di con malos profesores que me hicieron verlas como un monstruo imposible de solución, no lo sé. El chocolate lo bebía en tazas (de las que quebré varias, de las que me veía obligado a pagar con el dinero de las loncheras). En el colegio debía estar a las seis y treinta de la mañana. Las calles, muchas veces, aparecían repletas de neblina y de latas de cerveza que dejaban abandonadas en las aceras las fiestas de la última noche en la zona rosa, una calle compuesta por quince negocios donde los borrachos, cada dos o tres semanas, generaban los titulares de los periódicos regionales: riña entre tres hombres, pelea pasional terminó en feminicidio, voladura de botellas de ron a las dos de la madrugada, uno terminó en el cementerio y el otro en la cárcel. En fin. Los borrachos, en sus altos caballos, se creían los más machos.

La profesora se llamaba Gladys, una mujer de mal contados cuarenta años que siempre andaba en tacones. Malgeniada, muy malgeniada. Mis amiguitos, en los descansos, hablaban mal de ella por haberlos castigado, durante por lo menos una hora, de pie mirando el tablero. Nos hacía formar en el patio del colegio, en medio de los soles de las once, para que aprendiéramos a conservar la distancia en las miles de filas que nos iban a esperar en los bancos y en el transporte público cuando tuviéramos veinte años (hasta ahora, no le he encontrado otra función a la supuesta actividad pedagógica. No sé qué buscaba con ella, porque lo único que sí lograba era insolarnos). El primer día de tercero me gritó. Creo que me gritó malcriado o este muchachito es insoportable, porque, estando en la primera fila de los pupitres, no dejaba de hablar con mis amiguitos. Era feliz, ¿yo qué culpa tenía? Todos los niños tienen derecho a serlo. Había logrado el invento del siglo: pegar un sacapuntas sobre el techo de un carrito pequeño, de los que venden para las pistas de juegos. Los carritos pequeños estaban prohibidos, eran objetos altamente distractores, pero el sacapuntas era la excusa perfecta para que el carrito estuviera presente dentro del salón. Creo que lo intentó despegar con sus manos y no lo logró. Fue tanta la frustración, que más alzó la voz contra todos los estudiantes. Pobre mujer, me imagino que debe de estar pensionada sin voz. Nunca más me volvió a gritar desde el momento que se dio cuenta que mi papá era su primo. Yo nunca volví a interrumpir sus clases, por respeto a la prima de mi papá: fácilmente, con ella, llegarían los comentarios de mal comportamiento que me impedirían salir a elevar cometa en agosto.

No sé si era muy inocente –con seguridad sí–, pero la mayoría de mañanas, de camino al colegio –unas ocho cuadras–, veía pasar camionetas de RCN y Caracol televisión, sin preguntarme el por qué. Se habían convertido en parte del paisaje, como el camión negro, pequeño, que repartía la parva en todas las tiendas. Algo estaba pasando en La Ceja, Antioquia, que era noticia nacional. No tenía idea de qué era, pero me parecía chévere que mi municipio saliera en los noticieros. Uno de niño es muy iluso, muy noble y hasta muy bobo. En una de las esquinas de camino al colegio –la antepenúltima–, después de una estación de gasolina llamada Los Cristales, había una garita de policías, con dos vallas metálicas atravesadas, desde donde se controlaba el paso de carros particulares por una vía sin pavimento. Más allá estaba la noticia nacional; más allá era donde los periodistas –vestidos con chalecos verdes y azules– usaban sus cámaras y micrófonos. Una tarde, cuando terminé de elevar cometa, con los cachetes rojos muy rojos, entré a la casa. Eran las cinco. Mi tía Lucía hablaba en el teléfono con una señora de Rionegro: “Qué miedo donde a esos hombres les hagan un atentado. Al frente de la casa aterrizan los helicópteros. Gente muy armada. Mucha Policía”, decía, con el televisor prendido, tal vez esperando otro avance informativo de las cuatro o las cinco –de los que presentaban en medio de las telenovelas– donde fuera mencionada La Ceja, para suspender su vida y dejar quemar hasta las arepas que tenía puestas en el fogón.

Los ventanales eran los que temblaban cuando los helicópteros de la Policía Nacional aterrizaban en los potreros y hacían despeinar con sus aspas los pastos. Algo bajaban de ellos, eran como unas tulas negras donde podía ir dinero, alimentos o medicinas –ya se había informado en los medios que uno de los reclusos tenía médico privado–. Los niños más atrevidos (de los que yo no hacía parte), salían corriendo, se pasaban los alambrados –donde muchos dañaron camisas y pantalones– y conocían, con asombro, muy de cerca, lo que siempre habían visto pasar, cuatrocientos metros arriba de sus cabezas, con destino al aeropuerto José María Córdova de Rionegro: unas latas verdes y blancas unidas por un millón de tornillos. A tres cuadras de la casa, en un edificio blanco de cinco pisos construido por los jesuitas en 1960 –abandonado porque eran muy pocos con vocación de curas para la época–, con piscinas, canchas e inmensos pastos, cuadrillas de obreros a toda marcha pegaban puertas, prendían bombillos, medían ventanales rotos, ensayaban tuberías, raspaban humedades. En el 2006, por medio de la ley de Justicia y Paz, 59 exjefes paramilitares serían recluidos en un centro vacacional olvidado llamado, hasta 1980, La Montaña, perteneciente a Prosocial. En él, según mis tíos, se realizaban las fiestas de las empresas. Tuve la oportunidad de conocer su funcionamiento en un video que hay en YouTube: hombres y mujeres, en vestidos de baño, con canciones de fondo, corriendo por los prados. Árboles frondosos desde la entrada hasta el parqueadero. Carros de la época estacionados en fila. Niños, niños, más niños persiguiendo balones. Desde ese momento, los medios de comunicación se veían con frecuencia en las calles. Decían en sus informes rutinarios que La Ceja era conocida como “Vaticanito” por las muchas iglesias y seminarios. Que desde el traslado de los máximos jefes paramilitares, el municipio había perdido la calma, la cual solo era robada –a las seis de la mañana, al mediodía y a las seis de la noche–, por los campanazos estruendosos escapados desde la basílica del parque, los cuales alborotaban las palomas apacibles que dormían en los árboles. Que se veían prostitutas y camionetas de alta gama. Que los familiares de muchos de los reclusos, en inmediaciones al centro vacacional, estaban arrendando casas –situación similar a la que se había presentado en La Catedral, sitio de reclusión en Envigado donde había estado preso Pablo Escobar. Yo, sin embargo, no sabía quiénes eran esos hombres a los que los vecinos apodaban “los paras”. Mucho respeto sí infundían, porque hasta ponían a temblar las rodillas de quien se atrevía a mencionarlos en los cuchicheos del supermercado. Los vi muchas veces, desde lejos, mientras jugaban basquetbol o estaban sentados en sofás cafés. A mi tío José, mayordomo en una de las fincas aledañas al centro vacacional, le pedían los policías estacionar furgones, de los que se bajaban cuadrillas completas de la Policía. “Atención”, anunciaban los periodistas la última semana de noviembre de 2006 en sus noticieros televisivos, “Salvatore Mancuso y Macaco se fueron a los golpes en La Ceja. Intentaron buscar elementos para atacarse. Los compañeros los separaron”. Debí de pensar con la imaginación de niño, quizás, que Mancuso y Macaco eran los apodos de dos boxeadores, dos leyendas, dos glorias del ring como Kid Pambelé. Los mayores eran muy reservados para hablar de lo que ocurría a tres cuadras de la casa. Los profesores tampoco explicaban por qué a La Ceja la mentaban en los medios de comunicación día por medio, solo explicaban en sus clases de geografía e historia que el territorio donde estaba La Ceja había sido habitado, muchos años atrás, por los indios Tahamíes y que era el municipio de Colombia mejor trazado y que su nombre se debía a la forma de las montañas y que Juan de Dios Aranzazu –un tipo que tenía ambas patillas como dos tacones–, presidente de Colombia en la mitad del siglo XIX, era oriundo de él.

La Ceja, tomada de Wikipedia

Seguramente, por esa falta de contexto sobre el conflicto armado en la que vivía, llegué a pensar que Jorge 40, Monoleche, El Alemán, Gordolindo –demasiada ternura para un alias sindicado de desaparición forzada, tortura y hurto; pensé que eran un muñeco de los que veía en la televisión, de los que abrazaban niños–, Ramón Isaza, McGiver, Don Berna –todos ellos jefes de los paramilitares recluidos en La Ceja– también eran boxeadores, promesas nacionales, porque en los noticieros decían que se andaban noqueando. No eran ningunos boxeadores, lo descubrí en internet a medida que pasaban los años –pero también a medida que el modem, de pésima calidad, lo permitía–, eran tipos dedicados a ordenar masacres como la de El Salado, a traficar cocaína, a exigir extorsiones a camioneros y ganaderos, a dejar sin habitantes municipios enteros, a violar mujeres delante de sus maridos, a apoyar elecciones de congresistas y presidentes como Álvaro Uribe Vélez –así como lo ha asegurado en los medios Mancuso–, a formar militarmente a niñitos de nueve y once años –como yo– en el Magdalena Medio, para que fueran unos asesinos despiadados en su juventud, los cuales eran medidos, para probar lo que llamaban “finura” en el parlache de barrio, a disparar contra la humanidad del primer habitante de calle que se les atravesara en el camino, así ese habitante de calle fuera un hombre inocente de toda culpa. El historial se llenó de búsquedas como masacre, secuestro, tortura, desplazamiento, empalamiento, derechos humanos, armas, fundación de las Farc, fundación del Eln, fundación de los paramilitares, guerra en el Oriente, guerra en Antioquia, guerra en Colombia. Así fue como conocí el horror. Me di cuenta que estaba viviendo en un país de niños huérfanos. Sentí privilegios al tener a mis papás con vida y a que nunca, nunca, ni siquiera de lejos, haber escuchado el estallido de un arma o un tatuco. Descubrí que a Ramón Isaza, por ejemplo, le imputaban 620 delitos que iban desde secuestro, tortura, desaparición forzada y desplazamiento; a El Alemán le imputaban porte ilegal de armas de fuego, reclutamiento forzado con menores de edad, asesinato del alcalde de Unguía, Chocó, Alberto de Jesús Castro Mora, y narcotráfico; a Monoleche, quien participó en el asesinato de Carlos Castaño –su jefe– en abril de 2004, le imputaban crímenes, masacres, porte ilegal de armas, despojo de tierras; a Jorge 40, extraditado a los Estados Unidos por narcotráfico –sectores de la opinión pública han asegurado que su extradición se dio para que no hablara de los políticos y empresarios que apoyaban económicamente el funcionamiento de las autodefensas–, le sindicaban los delitos de desplazamiento forzado, homicidio y tortura.

El viernes 1 de diciembre de 2006, cuando los medios anunciaron el traslado a la cárcel de máxima seguridad de Itagüí de los 59 jefes paramilitares, muchos habitantes de La Ceja, como mi tía, le dieron gracias a Dios con un suspiro y una veladora. Por lo menos, como lo comentaban los vecinos, no estaba el miedo latente de que la guerrilla llegara con su odio (introducido todo en quinientos o más kilos de dinamita) y volara medio pueblo con una bomba. La causa del traslado, según el discurso del entonces presidente Álvaro Uribe Vélez, era porque desde La Ceja se estaban ordenando crímenes y se planeaba una fuga. La Fiscalía, al tiempo, denunció irregularidades graves en el tema de seguridad: hacían falta integrantes del Ejército Nacional en el cerco perimetral, estaban ingresando a las instalaciones obreros todos los días, las entradas y salidas del municipio no contaban con un circuito cerrado de cámaras, los reclusos tenían acceso a red de internet y computadores.

Recuerdo ver subir la caravana de carros, fuertemente escoltados, con sus sirenas azules y rojas prendidas alumbrando los bosques, por las montañas de camino a Medellín. Creía, entonces, que mi pueblo sería olvidado de nuevo por los medios de comunicación. Estaba triste, pero los mayores, sin yo comprender, estaban muy felices. Al día siguiente las cámaras de los noticieros transmitían en vivo desde el municipio de Puerto Boyacá, Magdalena Medio, las imágenes donde aparecían varios hombres –muchos de ellos paramilitares rasos desmovilizados– que habían optado por bloquear la autopista Medellín-Bogotá en señal de protesta. Pedían que sus jefes fueran trasladados de inmediato a La Ceja. Desde La Ceja, otras cámaras enfocaban el rostro pálido de Jorge Humberto Bedoya, el alcalde, quien proponía, asustado, trasladar a Prosocial las dependencias administrativas del municipio. Incluso comentaba que le había escrito una carta al presidente, donde le pedía que Prosocial nunca más fuera una cárcel. Los 59 internos, en Itagüí, cuatro por celda –como se anunció en los medios–, dudaban de la comida, temiendo ser envenenados.

Seguí creciendo. El Norvey de once años, en 2008, después de regresar del colegio al mediodía, escuchaba las noticias en el televisor –un tiesto que se salvó de morir quemado por los rayos de las tormentas en más de una oportunidad–: Karina, de las comandantes legendarias de las Farc –de las que se decía que jugaba balón con las cabezas de los muertos–, se había desmovilizado en zona rural del municipio de Sonsón, un pueblo desconocido, a dos horas y algo de camino, donde estaba la guerra. A mi primo David, cuatro años mayor, fue al primero que le escuché que en Sonsón la guerrilla quemaba los buses cuando sus dueños no pagaban extorsiones. La región del Oriente antioqueño, conmemorando fechas de atentados como la destrucción de Granada o Nariño con tomas armadas, era mencionada en los noticieros cada cierto tiempo. La imaginación fue la encargada de darle forma de hierro a los guerrilleros. Pensaba que eran mujeres y hombres sin sentimientos, indestructibles, malos. Qué equivocado, por culpa de los noticieros, estaba. Los hombres que se habían hospedado a tres cuadras de mi casa también lo eran, solo que no lo sabía, porque en muchos noticieros los reseñaban salvadores de la patria. Como yo, todos ellos lloraban y tenían miedos. ¿Miedos? El que más recuerdo, donde mi tío trabajaba como mayordomo, era cuando llegaba la oscuridad con la noche: cantaban las cigarras felices y mi mente imaginaba que entre los árboles estaban diez guerrilleros y nos iban a secuestrar o a matar en el momento menos pensado –así, tal cual, eran los relatos de las noticias–. Los medios me había deformado la realidad. Y sí, tal vez no vi mi casa destruida después de un bombazo, pero siempre me interesó imaginar cómo eran los enfrentamientos que mencionaban con miedo y dolor los periodistas en la radio.

Seguí creciendo. Fue hasta que llegué a octavo grado, con catorce años, cuando un profesor llamado Jhon Dayron Cárdenas nos leyó un capítulo de No nacimos pa’ semilla, libro pequeño, de pasta oscura, escrito por el periodista Alonso Salazar Jaramillo, en el cual se narra la cultura de las bandas juveniles en Medellín. Jhon Dayron leyó justo las páginas que me convencieron de estudiar Periodismo y no Arquitectura, una profesión que también estaba en mis planes universitarios. Era la historia de un niñito que, en uno de los municipios del norte del Valle de Aburrá –no recuerdo si era Girardota o Copacabana–, había vaciado el tambor de un arma en el cuerpo de un celador. La escena me brotó la piel de escalofrío. Páginas más adelante, leyó la historia de otro jovencito que vendía chicles en los semáforos. Se me arrugó el corazón. ¿Un jovencito, con la misma edad mía, rebuscándose la vida en las calles de Medellín? Yo pensaba, hasta entonces, que los jovencitos solo se debían dedicar a jugar, como me lo pedían mis papás. Me convencí, desde ese momento, que algún día intentaría contar historias así, las cuales permitieran reflejar dramas humanos. Hoy, por medio de El brillo de las balas, a punto de terminar mis estudios en el pregrado de Comunicación Social-Periodismo en la Universidad de Antioquia, es una realidad. El lector encontrará cuatro historias del conflicto armado en municipios como Sonsón, Granada, La Unión y La Ceja, la última de violencia urbana, una historia de vida de un muchachito –así como yo, solo que a él sí le fueron robadas las esperanzas– que se involucra en el mundo del sicariato después de que los paramilitares del Bloque Metro, teniendo once años, asesinaran a su madre; la de Granada de una maestra que, pese a la guerra, decide ser mamá –escrita en primera persona–; la de Sonsón de un campesino humilde al que los militares torturaron y por poco lo pasan como falso positivo; la de La Unión, relato de un jovencito que vivió la guerra sin comprender muy bien por qué los hombres se mataban entre sí, si en la iglesia el cura predicaba: amaos los unos a los otros. En El brillo de las balas está la guerra que no entendía, que no me explicaban, que me imaginaba disputada por seres con sentimientos de metal.

La cebra que raya

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Programa de radio Ecos Geek. | Jueves 10 de diciembre a las 8 am por ecos1360.com

Cómic Sin Fronteras, un programa de la Corporación Cine Club Borges, en asocio con la emisora en AM Ecos 13.60 y el proyecto Korobeiniki, hacen radio en vivo con el programa Ecos Geek, un espacio de una hora semanal en el que hablarán de la cultura Geek y el noveno arte desde una perspectiva educativa.

Habrá música, invitados especiales y conversaciones entre el equipo realizador del programa sobre los temas que les llaman atención y acercan a jóvenes y no tan jóvenes con las series de televisión, novelas gráficas, videojuegos y demás temas relacionados.

En esta emisión hablarán de zombies, pestes y otras pandemias, y tendrán invitado experto en estos temas desde la cultura Geek.

Escuchen el programa por la página web de Ecos 1360: https://ecos1360.com/, El perfil de Facebook de Ecos: https://web.facebook.com/ecos1360radioficial/?_rdc=1&_rdr o en la radio tradicional en el dial 13.60 am.


Inauguración exposición “Gráfica calcárea” | Viernes 11 de diciembre, 7 pm | En Casaparte de Armenia, Quindío.

Ésta es una exposición colectiva que recoge la producción de linograbados realizados en el seminario de investigación- creación de la Maestría en Estética y Creación de la Universidad Tecnológica de Pereira, la cual se podrá visitar hasta el 18 de enero de 2021. 

Casaparte es un espacio cultural de la ciudad de Armenia, ubicado en la calle 23d # 11-25. Se pueden agendar visitas cumpliendo con las normas de bioseguridad al correo [email protected].


Urban Sketchers Pereira | Encuentro monumento El Viajero, el sábado 12 de diciembre a las 2 pm.

Las redes sociales para estar en contacto con Urban Sketchers Pereira son:

“Urban Sketchers Pereira es un grupo muy importante para Pereira, no sólo porque agrupa semanalmente personas que quieren compartir un rato dibujando la ciudad y sus alrededores, sino también por su legado de inventario urbanístico dibujado como forma de preservación de la memoria. Su pasión, disciplina, talento, constancia y compañerismo son algunos puntos para resaltar en el grupo”.

La participación es para todos los que quieran dibujar, no tienen que ser profesionales.

Para el encuentro de este sábado pueden visitar sus redes sociales o llamar a los siguientes números: 304 566 70 44 / 315 726 93 59

FACEBOOK: https://www.facebook.com/groups/uskpereira/

INSTAGRAM: https://www.instagram.com/usk_pereira/


“Abismo civilidad” exposición individual de Adrián Estrada Mejía | Hasta el 19 de diciembre de 2020 en el blog de Muro Líquido: muroliquido.blogspot.com

Adrián Estrada Mejía Licenciado en Artes Visuales de la Universidad Tecnológica de Pereira, Tecnólogo en diseño de producto, Ilustrador y profesor. He participado en diversos proyectos de ilustración y muralismo en la ciudad de Medellín; y en diferentes exposiciones de arte e ilustración en Medellín, Pereira, Bogotá y Barcelona.

Las obras de Adrián Estrada al parecer se ubican en la dirección correcta por querer ir hacia adelante con el vértigo de la caída. Por lo tanto, se podría decir que es un arte ferial, un arte de reacción siempre, cuyo propósito consiste en producir aperturas, no sólo para su visión inclinada en ángulos, muchas veces virulentos en niveles de torción políticos, sino compartidos por identidades narrativas homoeróticas como efecto de posicionamiento generacional a partir de la fuerza de ensoñación.

Existe una diferencia fundamental entre un arte ferial y un arte hecho para la feria, pues un arte ferial alude al grito, a ese chillido producido por artistas que viajan en máquinas cuyo fin consiste en procurar a sus usuarios experiencias de inmersión. Como viajeros de sí mismos montados en los rieles de su propia montaña rusa hacia adelante y hacia abajo, pero también hacia adentro, revisan panorámicas, imágenes de exclamación, gritos, señales que por sus efectos traducen el sentimiento de remoción. Un arte hecho para la feria, es solo moda al servicio del capital, cuyo fin consiste en ampliar lanzamientos de más fraudes, más desatinos, más ofertas, más disposición a los públicos de los que el mismo campo cultural pueda absorber.

 La diferencia entre ambos mundos se encuentra en la redistribución del alarido y de la selfie, donde, por supuesto, conviene de sobremanera expiar el grito antes que entregarse a la decoración. Aquellos gritos de emoción vertical producidos por nuestra maquinaria de autoproducción artística conocidos por todos como expresión dominable son quizá, lo que más se acerca a lo posmoderno, si entendemos por posmodernidad una época dedicada a reparar heridas abiertas de las intuiciones otrora rotas, pero según las podemos estudiar en la obra de Estrada, surgen a través de dinámicas fuentes de civilidad. Texto completo, escrito por Oscar Salamanca aquí.

Síguelos en Instagram: https://www.instagram.com/muroliquido/

y en el blog de Muro Líquido:muroliquido.blogspot.com


Exposición: Relatos de autorreferencia desde la revista Deci-depu como medio de creación contemporánea. Hasta el 31 de diciembre de 2020 | Blog del Jardín de Artista de la Universidad Tecnológica de Pereirajardindeartista.blogspot.com

La revista como escenario de creación estética y artística ha venido transformando el medio de información que representa a convertirse en instrumento de producción bajo la negociación común. Para posibilitar su desarrollo es indispensable construir una temática lo suficientemente amplia que sirva para convocar múltiples formas de interpretarla de manera gráfica y teórica. La revista vista como medio para producir obra enriquece el campo propio del arte, la estética dentro de un planteamiento pedagógico, ya que la revista Deci-depu pertenece al ámbito universitario y su publicación siempre supone experimentación constante.

El objetivo de la presente exposición consiste en presentar los elementos que componen la realización de la publicación en aspectos que atañen al territorio conceptual, gráfico y metodológico, como una alternativa de investigación-creación realizada por el semillero de arte contemporáneo Decí-depu del Departamento de Humanidades de la Universidad Tecnológica de Pereira a partir de la pregunta ¿Desde qué enfoques e intuiciones se origina la creación participativa hacia el formato de revista como medio de negociación común? En este contexto, la creación estética y artística no depende de una ejercitación con resorte personal, sino un compromiso de un grupo de personas tras un fin compartido.

La pregunta de investigación se responde a través de un experimento de convocatoria pública frente a las creaciones que surgían en medio de la crisis mundial derivada del nuevo corona virus denominada “Soy yo en pandemia” y varios de los aportes de integrantes del semillero con el acompañamiento de su director el doctor Oscar Salamanca, profesor del Departamento de humanidades de la Universidad Tecnológica de Pereira, además de información ilustrativa de tres proyectos de Extensión e investigación y desarrollo del grupo de investigación L’H reconocido y con categoría B del Ministerio de Ciencia  de Colombia.

Las respuestas recibidas y que ahora hacen parte de los contenidos del número 26 de la revista Deci-depu titulada de manera sintética “Relatos de autorreferencia” muestran que existe una tendencia universal acerca de usar la autorreferencia desde múltiples enfoques gráficos y conceptuales. 

Por una parte, la figura de “relatos” hace pensar en la importancia del relato como fuente primaria que une experiencia, narrativa, discurso, en este caso como posibilidad en imagen, pero también literaria. Por otra parte, la autorreferencia no se presenta como un único campo homogéneo, sino que existen tantas formas de ver el fenómeno como naturalezas humanas. Se podrían realizar indagaciones similares en futuras ediciones de la revista Deci-depu porque no se ha agotado el tema, al contrario, se han visualizado nuevas búsquedas y posibilidades, todas igualmente ricas que sin duda alimentarán los estudios, no sólo dentro del espacio universitario, sino hacia el entorno del arte y la cultura con diversos impactos.

Redes de contacto con el Jardín de artista:

BLOG:  jardindeartista.blogspot.com

INSTAGRAM: https://www.instagram.com/jardindeartistautp/


Exposiciones del Museo de Arte de Pereira | Del 30 de octubre del 2020 al 28 de marzo del 2021

‘En este pueblo no hay ladrones’, Exposición colección Museo de Arte de Pereira 1974-2012

Es una adaptación curatorial del cuento corto del colombiano Gabriel García Márquez a través de escenas ilustradas por Saturnino Ramírez a modo de guión gráfico. Por medio de sus composiciones y narrativa visual se le incorpora una selección de obras de la #ColecciónMAP conformando una atmósfera cinematográfica que nos induce a estados emocionales como la ilusión, el desamor, la avaricia, la culpa, la pasión y otras representaciones de la naturaleza humana.

Exposición Indicios de fuga. Graffitti y arte urbano

Exposición colectiva con 22 artistas de la región, exponentes del arte urbano quienes abordan su práctica desde diversas perspectivas que nos hará preguntarnos sobre la paradoja de lo público y lo privado.

Un proyecto del #MAPereira con el apoyo de Khuyay en busca de un espacio de reconocimiento para dilucidar las diferencias, para dialogar y encontrarse alrededor de la creatividad y la libre expresión; un espacio pedagógico-artístico abierto a las posibilidades de la creación en los diferentes medios y formatos, abordando la relación entre lo global-local y lo llamado género urbano.

Detalles en las redes sociales del Museo:

Facebook: https://web.facebook.com/museoartepereira

Instagram: https://www.instagram.com/museoartepereira/?hl=es-la


A la venta: Relatos desde la incertidumbre, un libro de cómic pereirano realizado en colectivo

“Desde diciembre de 2019 un grupo de autores de cómic, habitantes de una ladera de los Andes, decidieron reunirse para escarbar, pensar e inventar relatos dibujando, para concebir historietas intangibles”.

El libro ya salió a la venta y lo puedes adquirir a través del siguiente link, donde encontrarás toda la información sobre el libro (costos y maneras de adquisición): bit.ly/comprarRDI

Relatos desde la incertidumbre, es un libro hecho por un colectivo de autores agrupados bajo el nombre Laboratorio de historietas intangibles, quienes publican bajo la editorial CAPIBARA (libros dibujados): Valentina López, Melissa Agudelo, Valentina Gallego, Yennifer G. Ballesteros, Valentina Aguirre, Gabriela López, Sergio Palacio, Jacques Duflos, Mirto Caballero, Daniela Cano, Andrés Matayana, Nelson Zuluaga son los artistas quienes junto al editor Ricardo Rodríguez se lanzaron a la aventura de crear relatos dibujados desde finales del año pasado.

Síguelos en redes sociales:

Redes de Historietas Intangibles

INSTAGRAM: https://www.instagram.com/historietasintangibles/

FACEBOOK: https://web.facebook.com/laboratoriodehistorietasintangibles

TWITTER: https://twitter.com/histIntangibles

Redes de CAPIBARA Libros Dibujados / @capibaralibros en instagram, facebook y twitter (editorial del Laboratorio) https://capibaralibros.com/

MAMÁQUINAS DE CASTIGO, objetos de Luis Felipe Cabrera Moreno

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El estar en el mundo representa la situación por ubicar al individuo en el centro neurálgico de la indagación. De hecho y para ser más concreto, nos interesa el estar en situación, como se ve, un estado tensionante, donde el ser se encuentra acuciado por la idea del viaje, un viaje necesariamente hacia sí mismo, que permita un posicionamiento ético de diferenciación.

Desde hace algunos años el grupo L´H, a partir de los proyectos de investigación “autorreferencia y segundas autorreferencias, ha venido configurando sus indagaciones acerca de dichos viajes desde diferentes espacios de reflexión, que, de manera siempre bienvenida, logra despertar la curiosidad, quizá porque el enfoque responde, no a viajes del ego, sino a inmersiones donde la experiencia privada se toma como tema.

En esta oportunidad la curaduría “Intertextualidades críticas” se ocupa del trabajo “MAMÁQUINAS DE CASTIGO” que fue parte del trabajo de grado en la Maestría en Estética y Creación “Máquinas de castigo, Estudio estético sobre el uso del objeto estético a partir de la experiencia privada traumática y el humor como vector de creación” de Luis Felipe Cabrera: enuncia un viaje, diría yo, de abyección, entendiendo la abyección como una búsqueda del lugar de atascamiento.

Buscar no significa encontrar, para tener éxito habrá que ejercitarse y en cada fase del recorrido a través de sí, tendremos que ir dejando rutas de escape pues se corre el peligro de perderse en el camino. Vemos con mucha frecuencia programas de creación basados en potencias inmersivas, un tanto nostálgicas de quien se despide prematuramente con la intención de saberse descubierto, reencontrado, como si fueran poseedores de un indicio.

Los objetos de Luís no pertenecen a un catálogo medieval de los castigos maternos. Es un trabajo que aborda la cuestión de la ubicación desde la importancia universal de su propia vida, desde prácticas abyectas tras lo abyecto, para poder ser hoy. Por ende, el trabajo de grado no se regodea psicológicamente con el hecho de haber hallado para su salvación el lugar, un lugar donde él nació. Quiere decir que Luís con su obra ha logrado desarraigarse, desprendiéndose de esa patria originaria basada en el dolor y el resentimiento. En su trabajo plástico, creativo, delicado y hermoso, la ubicación es la capacidad por abandonar el lugar para rodear la complejidad del mundo y finalmente volver a él después de todos los posibles virajes. Razón tuvo Joaquín Torres García cuando afirmó en su libro “El universalismo constructivo” que quién desee ser un creador debe vencer antes la autoridad materna.

Castigo Nariguera: penetración mecánica en fosas nasales. Identificación en los supresores de olores.
Castigo Nariguera: penetración mecánica en fosas nasales

Castigo Nariguera: penetración mecánica en fosas nasales
Castigo Nariguera: penetración mecánica en fosas nasales

La obra en su conjunto muestra la accesibilidad como palabra clave. El lector accede no sólo al detalle por las afectaciones de manera que el humor, con sus agentes de ironía, cinismo, anecdotario y recursividad, coloca la ubicación con intensidad, sino que se accede a un pensamiento creativo estructurado con diseño inquietante, como si estuviera tras el diseño de exquisitas maquinarias de extracción convertidas, según mi humilde consideración, en obras de arte.

Nos encontramos en una era de estar en contra de todo, por ello el trabajo de Luis plantea un contra-descubrimiento donde las cosas son reversibles. El viaje que hace el diseñador-artista no sólo nos da la posibilidad de ir como descubridores de otros, sino que nos convierte mientras descubríamos, también en objetos de descubrimiento, ya que arrojar las máquinas del castigo, significa esperar una respuesta, una provocación que implica ir más allá de miradas de extrañeza tipo “turista en clase económica”, para buscar inocentemente una mano auxiliadora. En ese sentido, las distancias en la ubicación se estrechan y las fuertes autorreferencias no se nos hacen tan extrañas.

Me queda claro que el creador partió de una circunstancia basada en la noción de “contra algo”, desde el cuál se detonó un extenso viaje alrededor de todo y que en su regreso “aún en ciernes” sabrá qué es la “ubicación”. Esto no es tarea fácil, saber cuál es la ubicación, saber en palabras de Borges y su Libro de arena, cuál es la primera página de la vida.  En su posición estética no se siente seguro con la noción de arte en su creación, deberá, como muchos de nosotros, echar mano de lo contra, para proponer que los otros, o sea, nosotros, no lo tenemos más claro que él y así poder ser perfectamente consecuente e incluso perfectamente contradictorios en la dificultad, una dificultad en grados que fue colocando en su proceso respecto a lo accesible.

Oscar Salamanca (curador)

Castigo Marcadora: dirige con precisión la jeringa
Castigo Marcadora: dirige con precisión la jeringa

Marcadora: permite al maestro/profesor volver figurativo el adagio popular “la letra con sangre entra”
Castigo Correa Conectada: ejerce una súbita presión dolorosa en el vientre controlada de manera remota
Castigo Correa Conectada: oculta una configuración de uso castigador como asimiento para dar correazos

SOBRE EL ARTISTA

Luis felipe Cabrera Moreno es Magister en Estética y Creación y Diseñador industrial de profesión, con capacidades para participar en los procesos de diseño de nuevos productos, sus ámbitos tecnológicos y lo relacionado con la fabricación de los mismos. Son estas habilidades las que le permiten entender globalmente cómo una decisión de diseño puede influir en la actuación de las organizaciones y los impactos posibles que puede tener un producto sobre los mercados y en general, sobre la sociedad.

Docente de vocación, Inquieto por la mejora de la práctica, incursiona constantemente en la elaboración de nuevos recursos y estrategias didácticas que le permitan potenciar los diferentes estilos de aprendizaje de los estudiantes.

SOBRE SU OBRA

De acuerdo con los pensamientos del creador, con base en la experiencia privada, surge el problema de narrar y exteriorizar la identidad o elegir los argumentos que permitan la manifestación genuina de sí mismo. Se trata de generar diálogos con las narrativas personales y las imágenes en familia, y de esta manera intentar develar el sentido estético de la existencia humana. Su estudio consulta teorías y propuestas estéticas sobre la función que cumplen lo subjetivo y lo introspectivo en el desarrollo actual del fenómeno artístico a nivel objetual y performático. Es así que mediante el ejercicio y práctica creativa se permite asistir a una conversación de entorno global sostenida entre el diseño de productos industriales y las prácticas estético-artísticas.

Su reciente obra, Las máquinas de castigo o de humillación, vejación, suplicio, abyección, como formas absurdas de tortura física y psicológica practicadas en hogares tradicionales, confesionales y rígidos, son metáforas de objetos presuntamente funcionales y útiles que procuran restregar el dolor con humor y subvertir el poder.

Las metáforas facilitan el traslado iconoclasta propio del arte contemporáneo de la experiencia de castigo al diseño industrial.

Encuentra más del artista en:

https://www.behance.net/luisfcabreramm

*Esta exposición llamada MAMÁQUINAS DE CASTIGO, objetos de Luis Felipe Cabrera Moreno, se publicó en el Jardín de artista UTP, bajo el proyecto intertextualidades críticas. Entre el 23 de junio y el 7 de julio 2020.

#Lacebraenimagenes. LA CAUSA. Asociación de Caricaturistas Colombianos Independientes

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Un resumen de opinión a través de la caricatura, por LA CAUSA, movimiento social de caricaturistas colombianos independientes que busca, por medio del colegaje, promover, difundir y defender la crítica social a través de manifestaciones artísticas.

 “Se le fue la mano” –  Una caricatura de Patán @patancartoon
“25N” – Una caricatura de @penelopeilustra
“2020, un año apabullante” – Diego @diegocaricatura


“Lavando mentes” – Una caricatura de El Verdugo @elverdugo_caricatura
“Tropezón” – Milton @milton_dibujo_libre
 “Incendiaron el páramo” – Una caricatura de @omicaricaturas

El fútbol como memoria sentimental del extrarradio en La inmensa minoría de Miguel Ángel Ortiz

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Por, David García Cames, Universidad de Salamanca. Tomado del libro: DIMENSIONES. El espacio y sus significados en la literatura hispánica.

El fútbol, cuando es juego todavía, representa una cuestión de equilibrio en el espacio. Encontrar la línea de pase, reanudar el encuentro desde el círculo central, tratar de provocar un saque de esquina en el último minuto.

El juego, separado de la realidad cotidiana, se revela siempre a partir de su particular geometría. Perseguir las diagonales del delantero centro cuando busca la espalda de los centrales, insistir con un balón en profundidad, mantener el dibujo táctico del entrenador. El juego será tanto más bello cuanto más se ofrezca como un ejercicio de tiralíneas. Llegar por fin al área contraria, sortear al portero, introducir el esférico tras la línea de meta con un levísimo toque. El fútbol se nos antoja una forma cuyo trazado se renueva de forma incesante: «Las líneas así creadas a lo largo del encuentro, de una variedad extraordinaria e imprevisible, se superponen a las fijadas en el terreno, lo suplantan en nuestra mente y el resultado de sus combinaciones viene a revelar la radiografía total del partido» (1).

Si lo contemplamos apenas como una actividad lúdica, si dejamos de lado las mezquindades del negocio y el fútbol moderno, el balompié no es otra cosa que una sucesión de movimientos en un rectángulo de juego. Para que el juego sea tal, siguiendo a Roger Caillois, es preciso considerarlo «una ocupación separada, cuidadosamente aislada del resto de la existencia y realizada por lo general dentro de límites precisos de tiempo y de lugar» (2). El espacio del juego tiene que ser autónomo, generar sus propios códigos, mantenerse al margen de la realidad. El juego crece mas como una ciudad invisible, cercado por una frontera que no puede traspasarse, donde resulta imprescindible respetar los límites de tiempo y de lugar para no terminar expulsado. Como afirma Johan Huizinga, «se demarca, material o idealmente, un espacio cerrado, separado del ambiente cotidiano. En ese espacio se desarrolla el juego y en él valen las reglas» (3). El fútbol, cuando es juego, cuando puede ser símbolo, se muestra como tensión entre el espacio y sus límites.

El escritor Miguel Ángel Ortiz (1982), nacido en Ciudad del Cabo de padre burgalés y madre uruguaya, ha concedido al fútbol un lugar de privilegio en las dos novelas que ha publicado hasta la fecha. En la primera de ellas, Fuera de juego (2013), nos llevaba al pueblo de Medina de Pomar para narrar las andanzas de un grupo de niños en los que el fútbol resulta parte esencial de su formación. El juego supone para ellos un continuo correcalles tras un balón desvencijado, territorio íntimo y renovado que apenas precisa de un par de cajas para poder existir: «Salió corriendo y entró en la Campa. Volvió con las dos cajas de botellines de cerveza vacías. Colocó una en un extremo de la pared, contó cinco pasos y colocó la otra. —Ya tenemos portería» (4). El escritor desarrollará en su segunda novela, La inmensa minoría (2014), los temas ya apuntados en su primer libro, tomando de nuevo el fútbol como motivo vertebrador (5).

En esta ocasión, Ortiz nos traslada a la Zona Franca, barrio del extrarradio de Barcelona, para contarnos el día a día de un grupo de cuatro adolescentes de clase obrera desde finales de 2009 a mediados de El libro entronca en la tradición de novelas en lengua castellana que han retratado con estética realista los barrios periféricos de Barcelona. Hablamos de la obra de escritores como Tomás Salvador, Juan Goytisolo, Francisco González Ledesma o, más recientemente, Carlos Zanón. El mismo autor nombraba entre sus influencias a autores ya clásicos como Francisco Casavella y Juan Marsé (6). Con muchos de ellos comparte rasgos de estilo entre los que podríamos destacar el empleo de un lenguaje coloquial, un acusado sentido del ritmo, el uso de catalanismos o el predominio del diálogo como forma de sostener el pulso de la narración. Es decir, toda una serie de recursos que ayudan a dar a su prosa un marcado y trabajado carácter de autenticidad. De todas formas, quizá el referente más directo de esta novela lo encontramos en la figura de Francisco Candel, escritor que durante la segunda mitad del siglo xx consagró su obra a retratar las condiciones de vida de los habitantes de la Zona Franca. En ella dio voz y nombre a esos «otros catalanes» situados en los márgenes de la ciudad de apariencia cosmopolita y que, al fin y al cabo, son los mismos catalanes que protagonizan la novela de Ortiz. Para ir entrando en materia, para ir ocupando el terreno de juego, el propio Candel nos dejó en su novela Han matado a un hombre, han roto un paisaje, publicada originalmente en 1959, la siguiente descripción de un campo de fútbol:

«En sus inmediaciones, a base de pisotear tierra, había surgido un abollado campo de fútbol, en donde las pelotas, debido a las desigualdades del terreno, rebotaban cual si fueran lanzadas con efecto, igual que en el billar, marcando tantos complicados, desconcertantes y geométricos» (7).

Nos hallamos en un terruño donde la pelota nunca sigue una misma trayectoria, en un campo de tierra donde el juego resulta del todo imprevisible, en un descampado, en un solar, en lo que en América Latina se conoce como un potrero. Ese es el espacio en el que juegan al fútbol los personajes de los libros de Candel y en el que también lo harán los niños y adolescentes de los libros de Miguel Ángel Ortiz. No hablamos ni mucho menos de grandes estadios, de recintos con un césped inmaculado, ni tan siquiera de césped artificial, hablamos del fútbol de la calle, del que se inventa entre amigos a la salida de la escuela, de ese juego que apenas precisa un par de mochilas para delimitar el espacio de una portería. Dice Mircea Eliade que «un signo cualquiera basta para indicar la sacralidad del lugar» (8).

Esas canchas improvisadas que se imaginan en cualquier terreno serán contempladas muchos años después como el escenario de un fútbol auténtico, esencial. Nos abocamos así al espacio consagrado de la infancia, lugar fijado en la memoria como metáfora de un paraíso perdido y roto: «Aquella plaza había sido nuestro estadio de la infancia: las patas de los bancos, los palos de las porterías; las baldosas, las líneas de banda» (9), recuerda el narrador de La inmensa minoría. La exaltación poética del espacio de juego se presenta como una fusión entre el personaje y su entorno, símbolo que subraya la comunión con el paisaje en el que ha crecido. El escritor retornará a todos esos espacios y los moldeará a través de la palabra hasta concederles un estatuto prácticamente sagrado cuando los vuelva a descubrir y recrear desde su mirada adulta: «Todos estos lugares conservan, incluso para el hombre más declaradamente no-religioso, una cualidad excepcional, “única”: son los “lugares santos” de su Universo privado» (10). Los lugares en los que hemos jugado, los lugares en que la realidad era absolutamente nuestra, intransferible y única, serán lugares a los que habrá de volver la memoria para concebirlos como parajes fundacionales de nuestra infancia, de nuestra adolescencia y de su posterior relato.

El fútbol forja un vínculo indisoluble entre los cuatro chicos que protagonizan La inmensa minoría: el Retaco, el Pista, el Chusmari y el Peludo. Todos ellos han crecido en el barrio, han pateado una pelota en cualquier esquina, han colgado balones «entre los zarzales de los campos de tierra o perdidos en las laderas de Montjuich» (18). El juego genera lealtades que habrán de mantenerse a lo largo de los años, su espacio resulta en efecto sagrado, expresión plena de la memoria en que los cuatro amigos se reconocen. El fútbol alumbra para ellos un mundo separado capaz de renovarse semana tras semana. A través de la mirada del Retaco, voz narrativa que se mantiene en primer plano durante toda la novela, conoceremos la vida cotidiana de estos adolescentes que se asoman al vértigo de la edad adulta mientras deambulan por la calle Mare de Déu del Port entre chicas, porros, badulaques, clases de la ESO, horas frente a la Play y canciones de Extremoduro. Los cuatro juegan en el Iberia, equipo del barrio cuyo campo también marca diferencias con el resto: «No era fácil jugar en nuestro campo, la
mayoría de equipos sufría en la tierra porque éramos los únicos que no teníamos hierba artificial» (67). Así como el terreno ayuda a resaltar el contraste con el resto de equipos de la ciudad, así el estilo de juego de cada uno de los personajes actuará como metáfora de su carácter. El Pista, líder del grupo, rebelde en el que se condensa la rabia de los excluidos de la novela, será de este modo el organizador, mediocentro que carga con todo el peso del equipo: «El Pista era el Pista. Atacaba y defendía, estaba por todo el campo. Si había que defender, era uno más; pero lo suyo era atacar» (32). El Retaco, por su parte, se definirá a sí mismo de la siguiente manera: «Siempre he jugado al fútbol y, por suerte, casi siempre de titular. No soy ningún crack, pero creo que aprovecho bien mis cualidades. Soy jugador de equipo. Peleo cada balón, corro hasta que ya no doy más de mí» (318). Ganarse el puesto, luchar por cada pelota, sobreponerse a las lesiones, mantener el impulso de atacar en todo momento. Alcanzamos a sentir de primera mano la cultura del esfuerzo que obliga a todos estos personajes a pelear para poder salir adelante, a la par que percibimos el sentimiento de grupo que se expresa a través del fútbol. El juego, entendido como una actividad incierta e improductiva, los une, los detalla y representa.

En este entorno dominado por el paro, con la crisis económica en su apogeo, la victoria de España en el Mundial de Sudáfrica durante el verano de 2010 traerá consigo un breve paréntesis de euforia colectiva. La segunda parte del libro de Miguel Ángel Ortiz se organizará en torno a los partidos de la selección en el torneo, dando «al argumento una inmediatez y una veracidad totales, un sustrato anecdótico más allá de la verosimilitud exigible a la narración realista» (11). La novela reivindica el derecho de los hinchas a que durante unos días la patria sea solo y exclusivamente un equipo de fútbol: «Empezaba el Mundial y estaba tan nervioso como si fuera yo el que saltaba a la hierba. Hacía años que no se llenaba tanto el bar» (144).

El fútbol se adueña del espacio, ocupando todos los rincones, creando una realidad nueva que parece borrar por un tiempo las fronteras del extrarradio donde habitan. Más allá de la guerra de banderas en los balcones, más allá de la futbolización de la realidad y del totalizador discurso nacionalista impuesto por las élites, el fútbol permite a estos chavales expresarse y construir «una pequeña patria» ligada al juego, encontrar en el fútbol un nexo con el resto de la sociedad que, por momentos, les permite abandonar y trascender los límites del barrio: «Los niños se asomaban a los balcones y saludaban a los coches. La calle era una fiesta, como un carnaval gigante, pero todos con el mismo disfraz. Fuimos a las fuentes de plaza España, donde estaba toda la peña» (187). La victoria de España en el Mundial de Sudáfrica se nos presenta así como una de las pocas válvulas de escape a las que consiguió aferrarse una población empobrecida, humillada pero necesitada de ídolos capaces de presentarse durante ese verano de 2010 como el único factor de cohesión social. La imagen de la Copa del Mundo permanecerá en la retina de los chavales como testimonio de aquel entusiasmo, de aquel verano donde la vida pudo ser maravillosa, símbolo de una victoria que, a pesar de todo, también sienten como suya:

«Ninguno nos cansábamos de verla, ni tampoco la estrella dorada de cinco puntas, en lo alto del pecho, sobre el escudo. Ese verano habíamos sido los mejores del mundo y nada, por muchas mierdas que nos pasasen, cambiaría eso ya» (227).

El fútbol se integra en la memoria sentimental que los chavales construyen de su barrio como una forma posible de pertenencia. Relegados a un segundo plano de la ciudad de diseño vendida a los turistas, abocados al interminable cemento sobre el que yacen sus bloques de pisos de protección oficial, el grupo de cuatro amigos reivindicará en todo momento su origen. La Zona Franca es el espacio periférico y simbólico al que se sienten ligados, su lugar en el mundo: «Yo no hubiera querido nacer en ningún otro barrio de Barcelona. No hubiera lucido otros colores que los del Iberia. No hubiera defendido otro escudo. Me gustaba vivir allí con lo bueno y con lo malo» (48). El equipo les ayuda a mantener ese vínculo nacido de la infancia vivida en las calles, cimentado en una adolescencia marcada por la falta de perspectivas, expresado a través de la resignación pero también del orgullo. Es una identidad moldeada en los campos anegados, en las horas de entrenamiento bajo la lluvia, en el vestuario y en las charlas que siguen a los partidos, espacios donde se revela «la fundamental noción de grupo, de equipo, la mágica relación establecida entre once jugadores que deben constituirse como uno solo» (12). En el campo del Iberia estos cuatro adolescentes parecen descubrir en el juego esa función llena de sentido que «rebasa el instinto inmediato de conservación y que da un sentido a la ocupación vital» (13). Su equipo se les antoja capaz de reunir todas las virtudes y defectos de un barrio obligado a mantener las distancias con el resto de la ciudad. Como se repite en la novela, dándole la vuelta a una de las proclamas recurrentes del nacionalismo, «Zona Franca is not Spain» (223) o, como dice el Pista en uno de los leitmotiv de la novela, «el que entra en Zona Franca, nunca sale como ha entrado» (48). El Retaco, el Pista, el Chusmari y el Peludo pertenecen a esa parte de la población que se diría permanece en silencio y no se muestra tras el confortable refugio de pancartas y banderas. Por ello, cuando en el último partido de la temporada pierdan en casa con un gol de penalti injusto, lo que más les dolerá no será la misma derrota, a la que en el fondo están acostumbrados, sino «escuchar sus putas celebraciones en nuestro propio campo, en el silencio de nuestra propia casa» (344). Dice al hilo Caillois en Los juegos y los hombres que «el terreno del juego es un universo reservado, cerrado y protegido: un espacio puro» (14). El campo del Iberia es para este grupo de chavales ese espacio puro en el que se materializa su fusión con el grupo, donde sienten plenamente el derecho de reivindicar su origen, el lugar que deben mantener a salvo y que, sin embargo, se ve profanado por los gritos de los contrarios después de perder una ocasión inmejorable para ascender de categoría.

Foto por formulario PxHere

Los personajes de la novela de Miguel Ángel Ortiz viven anclados a la cartografía sentimental del barrio que los define. Hijos de padres que se desloman en la cadena de montaje y de madres que se dejaron la vista frente a la máquina de coser, evocarán en sus conversaciones las figuras de aquellos ídolos de antaño cuya huella quedó marcada en la tierra. Como Carmen Amaya, recordada por el abuelo del Chusmari danzando eterna en la playa del Somorrostro, o como Eduardo Manchón, futbolista surgido de la barriada de Can Tunis que llegó a formar parte de la legendaria delantera del Barça de las Cinco Copas y que, al final de su carrera, decidió volver al barrio para jugar en el Iberia. Todos parecen retornar a ese primer terreno de juego que permanece a salvo en su memoria. El personaje del Legis, cuidador del campo y antiguo boxeador que sobrevive durmiendo en un Renault 19, será el encargado de transmitir a los chavales la historia de un barrio hecho de chabolas, barracas y miseria cuando hayan de enfrentarse al desahucio de algunos de sus vecinos: «Hay que pelear meses, a
veces una vida, decía, para que esa grieta crezca y algo cambie. Como luchamos nosotros, ¿o es que creéis que esto es nuevo?» (382).

En el fondo, se diría que nada ha cambiado. Historias de «un barrio olvidado, un universo aparte» (121), de aquellos que ni estudian ni trabajan, de quienes pasan tantas y tantas horas muertas, de los inmigrantes que al final siempre terminan por llegar y marcharse, y de la misma rabia reflejada en la impotencia de la pandilla de amigos cuando las injusticias les tocan de cerca. Historias que nos hablan de las Casas Baratas y de Can Tunis, del Polvorín y de las Estrellas Altas, de nombres y de colmenas, de edificios anodinos y de un límite entre dos ciudades que es posible apreciar a simple vista: «Atravesar la Diagonal lo cambiaba todo, como si la avenida fuese una barrera invisible que separase dos ciudades diferentes con el mismo nombre. La limpia y reluciente de la sucia de humo y alquitrán» (47). En este espacio de la periferia, orgullosos de vivir al margen, los protagonistas de la novela tejen lealtades y vínculos que habrán de moldear su identidad en un territorio donde, como decía Candel, la ciudad cambia su nombre. Los límites aparecen perfectamente definidos, en ocasiones infranqueables. El fútbol, entre ellos, será un lugar de reconocimiento, símbolo del origen que se plasma una y otra vez sobre el terreno de juego. La inmensa minoría está hecha así del relato de quienes crecen al otro lado de la línea divisoria, de quienes juegan en campos de tierra y cuelgan balones en las laderas de la montaña. El fútbol, cuando sigue siendo juego, acierta a revelarnos la memoria sentimental del extrarradio.

1 J. Peñate Rivero, «Fútbol y literatura: juego entre líneas», Versants: revue suisse des littératures romanes, núm. 40, 2001, pág. 112.

2 R. Caillois, Los juegos y los hombres: la máscara y el vértigo, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, pág. 32.

3 J. Huizinga, Homo ludens, Madrid, Alianza, 2008, pág. 35.

4 M. A. Ortiz, Fuera de juego, Barcelona, Caballo de Troya, 2013, pág. 82.

5 J. E. Ayala-Dip, «La realidad de un núcleo suburbano», El País, 10 de octubre de 2014,
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/10/08/babelia/1412780859_901429.html (Consultado el 05-09-2016).

6 I. Martín Rodrigo, «Miguel Ángel Ortiz: “Me gusta la idea de madurar al mismo tiempo que mis personajes”», ABC, 14 de septiembre de 2015, http://www.abc.es/cultura/cultural/20141230/abci-miguel-angel-ortiz-201412261359.html (Consultado el 05-09-2016).

7 F. Candel, Han matado a un hombre, han roto un paisaje, Barcelona, Círculo de Lectores, 1988, pág. 283.

8 M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Madrid, Guadarrama, 1981, pág. 19.

9 M. A. Ortiz, La inmensa minoría, Barcelona, Literatura Random House, 2014, pág. 18. A partir de aquí citaremos los fragmentos de este libro solo con el número de página entre paréntesis.

10 M. Eliade, Lo sagrado…, ob. cit., pág. 18.

11 S. Sanz Villanueva, «Antihéroes de hoy», Cuadernos hispanoamericanos, núm. 776, 2015, pág. 112.

12 P. Nacach, Fútbol. La vida en domingo, Madrid, Lengua de Trapo, 2006, pág. 45.

13 J. Huizinga, Homo ludens…, ob. cit., pág. 12

14 R. Caillois, Los juegos…, ob. cit., pág. 33.

Bibliografía
Ayala-Dip, J. E., «La realidad de un núcleo suburbano», El País, 10 de octubre de 2014, http://cultura.elpais.com/cultura/2014/10/08/babelia/1412780859_901429.html
(Consultado el 05-09-2016).
Caillois, R., Los juegos y los hombres: la máscara y el vértigo, México, Fondo de Cultura Económica, 1986.
Candel, F., Han matado a un hombre, han roto un paisaje, Barcelona, Círculo de Lectores, 1988.
Eliade, M., Lo sagrado y lo profano, Madrid, Guadarrama, 1981.
Huizinga, J., Homo ludens, Madrid, Alianza, 2008.
Martín Rodrigo, I., «Miguel Ángel Ortiz: “Me gusta la idea de madurar al mismo tiempo que mis personajes”», ABC, 14 de septiembre de 2015, http://www.abc.es/
cultura/cultural/20141230/abci-miguel-angel-ortiz-201412261359.html
(Consultado el 06-09-2016).
Nacach, P., Fútbol. La vida en domingo, Madrid, Lengua de Trapo, 2006.
Ortiz, M. A., Fuera de juego, Barcelona, Caballo de Troya, 2013.
— La inmensa minoría, Barcelona, Literatura Random House, 2014.
Peñate Rivero, J., «Fútbol y literatura: juego entre líneas», Versants: revue suisse des littératures romanes, núm. 40, 2001, págs. 101-130.
Sanz Villanueva, S., «Antihéroes de hoy», Cuadernos hispanoamericanos, núm. 776, 2015, págs. 111-114.

Fragmentos del libro: El brillo de las balas, Norvey Echeverry Orozco

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Compartimos gracias a Sílaba Editores fragmentos del libro (crónica): El brillo de las balas de Norvey Echeverry Orozco.


Del otro lado del cerco

César Alzate Vargas

Universidad de Antioquia

Se hablaba en la sede de la Universidad de Antioquia en Sonsón de un muchachito que hacía todas las preguntas y leía todos los libros, que tomaba notas sobre artículos sugeridos o encargados y para la siguiente sesión ya había agotado los títulos disponibles de cada autor, y que hacía una cosa extravagante: les pedía a los compañeros que plantaran su grabadora en los cursos a los que no podía asistir y registraran las clases. Se decía que pasaba horas escuchando las grabaciones.

Que deseaba aprender todo sobre el periodismo y la literatura.

Yo no creía en esta leyenda, y en realidad solo llegué a comprobar una parte de ella, hasta que asistí a un par de jornadas de un curso de redacción periodística. Sonsón era un sitio estupendo para dar clase; los estudiantes eran como los que se describían en los mejores tiempos de la Universidad: respetuosos, entusiastas, pletóricos de talento, críticos, interesados en lo que uno tenía para decirles y hasta ingenuos. Además era un lugar que toda la vida me había interesado bastante. Por allí había pasado incontables veces en ruta hacia el cañón del Samaná, la Ítaca de la que provengo y a la que no consigo volver. Sonsón tenía múltiples vínculos con mi prehistoria. De este pueblo que congrega, completos, las virtudes y los defectos de la cultura antioqueña, salieron todas las vertientes de mi familia en siglos que la era digital ha olvidado. Allí quería ir como quien regresa a sus orígenes. Sentía que al dirigirme a aquellos estudiantes entablaba un diálogo en el tiempo con los bravos colonos que durante el siglo XIX y la primera parte del XX partieron de municipios como este hacia los vastos territorios que aún no se domeñaban en los Andes colombianos (en realidad, como ocurrió en toda América, esos territorios estaban habitados por gentes que llegaron mucho antes y a las que no se trató con el debido respeto, pero esa es una discusión que no tendremos aquí). El diálogo con ellos me interesaba como una forma de obtener pistas sobre una parte de mi historia que deseaba recuperar por motivos literarios, pero a la que las múltiples argucias del olvido me han impedido acercarme. Los estudiantes provenían, en su mayoría, de diversos pueblos del suroriente de Antioquia. Al menos la mitad eran del municipio sede, pero los había también de Argelia, Nariño, La Unión, Abejorral y La Ceja. De este último procedía el muchachito del que se hablaba porque quería saberlo todo.

Su presencia, sin embargo, no parecía hacerle juego a la leyenda. Se sentaba en un rincón lejano del salón de clase y, al menos en voz alta, no hacía preguntas ni participaba casi. Uno tenía la sensación de que estaba calculando el tamaño del mundo y de la vida antes de atreverse a decir cualquier cosa, y a veces daban ganas de suplicarle que aunque fuera se mostrara necio. Nada. Allí, quieto, como con la intención de marcharse a otras esferas, no hablaba. Pero escribía. Escribía y escribía en sus libretas, y a la clase siguiente venía, aunque sin palabras, con las lecturas hechas, los autores agotados. Sí que lo leía todo. En plena adolescencia era una máquina de absorber información, lo cual le fue muy útil para descubrir pronto que su deseo de ser locutor estaba errado y que, a fin de cuentas, de haber persistido en este, de poco habría necesitado los estudios de Comunicación Social y Periodismo.

Nuestro diálogo no se produjo, pues, mientras fue mi estudiante. O, visto de otro modo, la relación estudiante-profesor no se limitó a las fechas que la academia estipulaba: él decidió retomarla en ese mundo del que es nativo y cuyas leyes permiten hacerle el quite a la timidez porque no obligan a que los ojos se miren y las presencias se perciban en las a veces incómodas dimensiones de la física. Los tímidos sabemos la enorme importancia de este recurso. Uno de los privilegios que nos permite la época es el de abordar al otro sin la incomodidad de la presencia y sin la rigidez de los horarios. El curso que el silencioso decidió que yo le siguiera dando más allá de las aulas comenzó el 26 de diciembre de 2018 a las 9:49 de la noche con un escueto saludo: “Hola, César. ¿Cómo va todo?”. Saludo que irrumpió en el WhatsApp de mi celular con un cálculo necesario: el de escribir correctamente cada palabra y rodearla de los signos de puntuación adecuados más para la tarea universitaria que para ese universo que lo permite todo y en el que la gente suele expresarse con irrespetuoso descuido. Él me había oído decir que la corrección es la mínima seña de respeto que le debemos al lector. Somos periodistas. Somos escritores. Que nos juzguen por el fondo de lo que decimos, no por la forma: esta no debería admitir discusión. El hecho es que, antes de que yo pudiera preguntar quién era el sujeto que me hablaba a esa hora, fue al grano: “¿Te puedo pedir un favor? ¿Me podés recomendar películas buenas sobre el oficio del periodismo?”. 

No sé qué estaba haciendo esa noche. Era 26 de diciembre, ¿no? Alguna simpatía debió causarme el atrevimiento, pues unas horas después le prometí en serio —siempre hemos hablado muy en serio nosotros— que le haría una lista y le recomendé un título de ese año que tal vez él ya hubiera visto: la magnífica The Post (torpemente traducida a nuestro mercado como Los archivos del Pentágono) de Steven Spielberg. Horas después respondió que no la había visto, pero que tenía tiempo y la vería al rato. Y la vio, desde luego. Lo que tiene de más maravilloso el universo digital en que nos hemos movido en este permanente curso que él me pidió y yo acepté darle es esa no necesidad de verse u oírse o leerse en tiempo real. A veces el diálogo discurre así, pero otras tantas veces entre una interpelación y una respuesta pasan minutos, horas y hasta días, y no han faltado los asuntos que uno de los dos corta sin ofrecer excusas y sin que el otro se percate de que lo dejaron con la palabra en la boca. Ha sido un diálogo intenso. Tanto, que ahora me atrevo a darme cuenta de que en el mutuo aprendizaje, en la interminable discusión y en la nula presencia material —no nos vemos desde nuestra última clase en la sede, en diciembre de 2017; casi ni sé ya cómo es su rostro— hemos ido construyendo una valiosa amistad. 

***

Hasta su paso por la Universidad, Norvey Echeverry Orozco no descubrió que la violencia era un fenómeno que le ocurría a la gente real. Para su fortuna, del mundo de las armas no conocía ni una pistola de juguete. Todo estaba en las noticias y estas siempre hablaban de cosas que pasaban lejos. Durante un tiempo, observó con ingenua melancolía que la guerra, en apariencia, no lo había tocado y sintió vergüenza de sus privilegios. El estudio del periodismo le mostró que esa lejanía no era cierta: las cosas sucedían aquí, a su alrededor, a sus compañeros de clase… a él mismo. La realidad era una cosa tangible y el periodismo la herramienta para acercarse a ella, estudiarla, relatarla y quizá comprenderla. Sospecho que debe seguir sin conocer las armas de verdad, pero la inmersión en las historias que narra en su primer libro le ha permitido comprender la catástrofe que esas armas producen en el destino de un país.

Puso como presentación en su cuenta de Twitter: “Escribo historias en libretas que sueñan, de grandes, ser libros para estar en las bibliotecas”. Miró el mundo en que se había criado y sus ojos de periodista le mostraron la guerra que antes aparecía, deformada, en las noticias. Se lanzó de lleno a las historias y de entre todas las que encontró seleccionó para este primer libro la de una maestra rural que se hace madre mientras la muerte campea en cada uno de los territorios a los que huye, la de un campesino al que estuvieron a punto de asesinar para hacerlo pasar por lo que no era, la de un jovencito que persiste en estudiar a pesar de los violentos y la de otro jovencito cuya madre es asesinada por vender drogas. Los agentes de todas esas violencias se repiten aquí como se repiten en la turbulenta historia de Colombia que la generación de Norvey no habría debido vivir: la guerrilla, los paramilitares, los narcos, el Estado.

El autor podría haber tenido el privilegio de formar parte de la primera generación de colombianos, en lo que va corrido del milenio y de la vida, con una verdadera oportunidad no de crecer, porque ya lo hicieron, pero sí de conocer al país en paz. Ellos y nosotros estuvimos a nada de lograrlo en aquellos acuerdos suscritos en 2016, pero la ilusión de la paz duró poco. “Este país, ¡este pobre país! ¿Hasta cuándo estaremos así, hasta cuándo?”, escribe en su diario Martha Higinio, la admirable profesora a cuyo relato el libro le presta la voz narrativa de primera persona. Es el mismo personaje que descubre la fundamental importancia de los nombres para conservar la memoria —es fundamental conservar la memoria, evitar el olvido— y nos cuenta al regresar al pueblo de Granada, luego de la masacre paramilitar del 3 de noviembre de 2000:

Cuando me acerqué al salón parroquial, más de medio pueblo lloraba por todos los muertos. Diecinueve ataúdes enfilados. Una escena triste. Yo solo conocí a María Leonor y a Pablo Emilio. A lo mejor con Jesús María, Juan Manuel, Jairo, Francisco Javier, Germán, María Edelmira, Andrés Arturo, Salomé, Conrado, Óscar Aníbal, John Ferney, Mario de Jesús, Jesús Heliodoro, Luis Fernando, Jenaro, Socorro y Nicanor, me llegué a cruzar en las calles de Granada, en una eucaristía, en una tienda, en el hospital, en el colegio en que dictaba clases, en un evento comunitario por la paz. A lo mejor hasta les sonreí.

“A lo mejor hasta les sonreí”, dice. No es posible dejar de mencionar la horrenda paradoja de la que antes de esta masacre se había enterado Martha en el corregimiento de Aquitania, de donde es oriunda: los paramilitares acercándose al puesto de salud para ofrecerle disculpas a un joven moribundo por haberle disparado cuando las balas que le robaron la vida estaban destinadas a alguien que tenía un nombre parecido. Creería uno que en esos actos de buena educación está oculta la semilla de la convivencia, pero habría que ser tan malvado como los asesinos para aceptar tales disculpas. O para aceptar la horrible venganza que ejecutaron los guerrilleros de las Farc un mes y tres días después de la masacre de Granada, cuando el 6 de diciembre destruyeron el centro del pueblo con un carrobomba y numerosos cilindros de gas convertidos en misiles y disparados desde casas a las que ingresaron sin respeto alguno, como la de Martha.

En el libro que Norvey investigó y escribió para enterarse del horror del que su crianza privilegiada lo había mantenido ajeno hasta su ingreso a la Universidad, la infamia contra los ciudadanos comunes y corrientes salta de muchas maneras al relato. Quizá la secuencia más intensa se encuentre en la historia de Gustavo, un campesino que decide regresar a su finca arrasada en la vereda La Quiebra, a dos horas de camino de Sonsón, porque a pesar de la presencia de los violentos tiene que trabajar para que su familia coma. Este hombre inerme ante los ejecutores de la guerra detalla el encuentro con un grupo de soldados ansiosos de matar a alguien, a él. Cuando los soldados le preguntan si ha ayudado a los guerrilleros a cargar sus morrales y le exigen que se quite la camisa, el hombre se hace una reflexión de la que no se olvidará nunca. Así está narrado el episodio:

Gustavo pensó: “Ay, jueputa, de pronto tengo callo en la espalda por cargar la fumigadora”. Era lo más obvio: una bomba de veinte litros con veneno, de metal, varios días a la semana, deja su huella en la piel. ¿Y cómo hace un soldado para saber que un hombre como Gustavo es guerrillero? ¿Por las botas? La mayoría de campesinos llevan botas. ¿Por el callo en la espalda? La mayoría de campesinos cargan bombas fumigadoras de veinte litros que tallan la piel. ¿Cómo carajos hace un soldado para saber si ese hombre que humilla es un guerrillero?

La respuesta es que no sabe ni le importa. El soldado necesita presentar resultados y muchos de esos resultados son lo que después se denunciará en el país como los falsos positivos. Ilustra el narrador: “Si los soldados hubieran decidido dispararle a Gustavo y presentarlo como una baja dada en combate, les hubiera significado desde un permiso de vacaciones para ver a sus familiares y novias, un aumento en el salario, un curso de formación, hasta un ascenso, una medalla que se puede conseguir por cincuenta mil pesos o menos en internet, o una felicitación de un general”. La desventura de Gustavo, tristemente, no se agota en el encuentro con los soldados del que salió torturado e insultado, aunque vivo. Es un campesino colombiano en tiempos de guerra y en esa coyuntura a los campesinos colombianos no les queda de otra que enfrentar las consecuencias de un conflicto en el que todas las facciones dicen que pelean para protegerlos, pero todas se ensañan contra ellos.

Esto y más es lo que descubre el autor cuando escucha y acompaña a Martha, a Gustavo, a Camilo Andrés (nombre ficticio, historia verdadera) y a su tocayo Norvey: una profesora rural que ha transitado por religiones y escuelas y no pierde el entusiasmo de las palabras; un campesino que ahora se dedica al cuidado del páramo; un hombre trasegado en las múltiples violencias que acepta que si su mamá, asesinada cuando él tenía once años, estuviera viva, “yo hubiera sido un gamín más hijueputa”; y un sobreviviente de la zona rural de La Unión al que a los ocho años un soldado contraguerrilla le puso su arma de dotación en la cabeza y le preguntó si se quería morir ese día.

En estas páginas está el país. Esperemos que el libro llegue a las bibliotecas, pero, sobre todo, que llegue a muchos lectores. Yo me quedo con la imagen de cada uno de los personajes en sus momentos de inocencia, a salvo en sus casas, amenazados en sus casas. Cada uno de ellos mira las montañas, las hermosas montañas donde la vida florece a pesar de la terrible historia de Colombia. Alrededor de cada casa hay un cerco, un perímetro de seguridad.

—Discúlpenos, hermano, nos equivocamos —cuenta Martha que le dijeron los paramilitares al muchacho moribundo de Aquitania al que le dispararon porque se llamaba como otro.

Del otro lado del cerco está la guerra.


Relacionado con el tema, Gustavo Colorado nos comparte este texto:

https://lacebraquehabla.com/senderos-de-sangre-y-fuego/

Senderos de sangre y fuego

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Dos imágenes convocan la atención del viajero que va de Medellín a Sonsón, un municipio levantado al pie del cerro El Capiro y visitado en las noches por el viento helado que baja del Páramo de la Paloma: familias enteras de campesinos ordeñando sus vacas pintadas de blanco y negro, a la orilla de cientos de quebradas que serpentean en busca de los cauces de los ríos Arma y Aures. Esas quebradas ostentan nombres caros a la imaginería católica reinante en estas tierras: Las ánimas, Las brujas, La Virgen, San Gregorio, San Martín.

De hecho, Sonsón parece una isla en tierra firme, rodeada de agua por todas partes.

Sonsón, Antioquia

Gobernado a lo largo de sus doscientos años de historia por la vieja y conocida dupla de iglesia y Partido Conservador, el pueblo cantado por Gregorio Gutiérrez González y moldeado en barro por el ceramista Pablo Jaramillo, fue en principio el punto de partida de los colonizadores que fundaron el rosario de poblaciones que se extienden desde Aguadas hasta Santa Rosa de Cabal, en los hoy departamentos de Caldas y Risaralda. 

Bendecido por una envidiable variedad de pisos térmicos- su territorio se extiende desde los fríos límites con La Unión, Rionegro y La Ceja, hasta la tierra caliente del Magdalena Medio- Sonsón pudo brindarles a sus habitantes unas condiciones de vida signadas por la prosperidad: la ganadería, así como los cultivos de papa, higos, zanahorias, café y caña de azúcar, generaron un dinamismo económico en el área urbana que permitía hacerse a una vivienda, educar a la familia y, de vez en cuando, darse una vuelta por algún lugar turístico. Nada hacía presagiar entonces que al llegar a su segundo centenario en 1998, esos caminos de agua se convertirían en senderos de fuego transitados por la muerte y el miedo.

Seducidos por tanta riqueza junta, a mediados de la última década del siglo pasado empezaron a llegar los ejércitos que marcaron con sangre la historia reciente de Colombia: los reductos del Epl después de su desmovilización en Urabá, el frente  47 de las  Farc, en cuyas filas llegó Karina, una mujer que se encargó, no de sembrar la vida sino el horror en estos parajes que supieron de sus degollinas, masacres, secuestros y desapariciones. También arribaron, cómo no, el Eln, las Autodefensas de Córdoba y Urabá, creadas por los hermanos Castaño, así como las Autodefensas del Magdalena Medio, afincadas en los corregimientos de La Danta y San Miguel, comandadas por Ramón Isaza, el mismo hombre que perdió la memoria de sus crímenes, y por su tristemente célebre yerno, conocido bajo el alias de McGiver.

Sonsón

En busca de fuentes para una investigación, hace unos cinco años visité Sonsón y pude hablar con una decena de víctimas de la barbarie. Escuché a quienes tuvieron que abandonar sus fincas. A quienes perdieron a sus padres, hijos, esposos, hermanos, vecinos. En la sede de la Casa de la Cultura vi los retratos de muchachos-  casi niños- torturados, despedazados y desaparecidos. Contemplé las elementales obras de arte, tejidas con hilo y cabuya o con pequeños pedazos de tela al modo de las viejas colchas de retazos. A través de ellas los sobrevivientes consiguieron restañar sus propias heridas como condición indispensable para seguir adelante. En ese tejido se lee el relato de comunidades que, como  as de los municipios vecinos de Argelia y Nariño, secuestradas en su propio pueblo, clamaban por ostias y sal que les permitieran sobrevivir en medio del asedio de la guerrilla.

De labios del alcalde de esa época, de nombre Dioselio, me enteré de su secuestro y de los atentados de que fue víctima, igual que tantos habitantes de su pueblo. Después de escuchar todas esas cosas, todavía me pregunto de qué están hechas las entrañas de quienes claman por más guerra en Colombia y se empecinan en volver añicos los acuerdos de paz.

Claro: del horror solo se enteran por la televisión, como si fuera otro reality más y luego pasan a otra cosa. Bien atrincherados en sus fincas, en sus centros comerciales y en sus conjuntos cerrados, pocas opciones tienen de enterarse de los avatares de este país hecho de senderos de sangre y fuego por los que les resultaría saludable darse una buena pasada de vez en cuando.


A propósito de la guerra que golpeó a Sonsón, Sílaba Editores, comparte con nuestros lectores fragmentos del libro El brillo de las balas:

https://lacebraquehabla.com/fragmentos-del-libro-el-brillo-de-las-balas-norvey-echeverry-orozco/