sábado, abril 26, 2025
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Muestras del diablo. Fragmento del libro

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Antojos |

Cada sábado tenemos la sección Antojos, un espacio para leer fragmentos de libros publicados por Sílaba Editores y reseñados en La cebra que habla.

 

 

Prólogo

Pedro Gómez Valderrama publicó Muestras del diablo en 1958, bajo el auspicio del grupo Mito. Es uno de esos títulos que corroboran el puesto primordial que tuvo este grupo de intelectuales en la renovación de la literatura colombiana del siglo xx. Los tres ensayos que conforman el libro tratan sobre el mundo de las brujas y la demonología y su desplazamiento de la Europa antigua y medieval a la América colonial.

El tema hace pensar, a primera vista, más en un libro de ensayos históricos y esotéricos atraídos por lo diabólico, que en uno de consideraciones propiamente literarias. Pero si se nutre de la historia de los demonios en Occidente, Muestras del diablo goza también de las esencias estéticas que caracterizan al ensayo. Su escritura se plantea como una lección de estilo, las referencias enciclopédicas son de una erudición no aplastante sino regocijante, y el humor y la malicia, llevados de la mano por la honda reflexión sobre la condición humana, planean a lo largo de sus páginas.

Gómez Valderrama tenía 35 años cuando publicó este libro, y ya era dueño de las claves que presentará en su obra posterior. Por ello mismo, Muestras del diablo, siendo una obra primera, no es un libro peldaño. Es decir, no puede entenderse como la expresión de un aprendizaje en proceso. Sería mejor asumirlo como un libro abanico. Y quien lo escribe no es un aprendiz de brujo sino un Maestro, el Maese Pedro, que despliega su saber a lo largo de una especie de amplitud cultural, para que el lector encuentre allí las temáticas, los personajes, las atmósferas con que se construirá, después, uno de los ámbitos cuentísticos más fascinantes de la literatura Colombiana.

 

Pedro Gómez Valderrama

 

Porque, en efecto, Muestras del diablo actúa como una cantera. Y resulta una labor emocionante, realizada de adelante hacia atrás, reconocer en los cuentos de Pedro Gómez Valderrama los ejes sobre los que gira este libro de ensayos. Y señalo la dirección del cangrejo, porque la mayor parte de los lectores de hoy entran al universo de Gómez Valderrama por sus cuentos magníficos (“El corazón del gato Ebenezer”, “El hombre y su demonio”, “La procesión de los ardientes”, “Las músicas del diablo” y “Los pulpos de la noche”), para después desembocar en sus consideraciones sobre gentes engañosas, los aquelarres y sus respectivas represiones.

En Muestras del diablo el erotismo se plantea, además, como un acto enlazado con la hechicería. De ahí que pareciera ser un erotismo hijo de las consideraciones de Bataille. Es decir, que apunta siempre a la transgresión y a la rebeldía. Erotismo y libertad se abrazan en estos eruditos y deliciosos ensayos con una habilidad inquietante. De hecho, el ansia de libertad es, a juicio de Gómez Valderrama, el impulso crucial que mueve los centenarios ritos brujeriles. Ritos que surgieron en torno a las divinidades paganas de la fertilidad, que pervivieron en medio de la histeria colectiva provocada por el tribunal de la Inquisición y que continuaron desarrollándose en las playas, bosques y selvas de los virreinatos hispánicos. Ritos nocturnos, ilegales, sacrílegos que tuvieron, a su vez, como rampa, la práctica libertaria de la sexualidad.

Ahora bien, es la libertad, y sobre todo su limitación y no tanto su consecución, lo que atraviesa el periplo presentado en Muestras del diablo. Y es por esta razón, acaso, que la curiosidad de Gómez Valderrama hacia el mundo de los ensalmos, los maleficios y los demonios no parte del miedo o de determinadas fobias propiciadas por los andamiajes del poder cultural. El interés por la brujería y la dosis de “mal” que sus coordenadas generan, es una cuestión propiamente cognoscitiva, por no decir sociológica, o por evitar decir poética.

Todo ese conglomerado de sectas nocturnas y subterráneas que indagan en el cielo, las plantas, las alimañas y los flujos de la tierra, son ante todo expresiones peligrosamente poéticas que, de una forma u otra, terminan involucradas con la política y la religión. Y en tanto que se han presentado como prácticas liberadoras y sexuales han atentado siempre contra la Iglesia y el poder oficial de los Estados occidentales. En esta perspectiva, en el último de los ensayos, “El engañado”, la conclusión de Gómez Valderrama no puede ser más reveladora: “El diablo tiene que ver mucho con la libertad. En el fondo Satanás es un modo de buscar la libertad frente al dogma severo de la religión. El que explora la naturaleza, el alquimista, el científico, terminan siendo siempre hombres de Satán”.

En realidad, fue ese pequeño círculo de Mito, que trataba de superar la violencia partidista con el esperanzador proyecto del Frente Nacional –proyecto que resultaría fallido–, el que celebró la publicación de Muestras del diablo. Los críticos del establecimiento católico, por su lado, recibieron este libro como el fruto de un ocio más o menos depravado de un intelectual liberal. Ahora, más de medio siglo después, Sílaba Editores hace esta nueva y necesaria edición. Celebrémosla, entonces, con holgura, y concluyamos que Muestras del diablo sigue siendo insular y nada de su sendero perturbador, por el que transita un ensayista ejemplar, se ha deslustrado.

Pablo Montoya

Envigado, febrero de 2017

El parapente, entre la tierra y la brisa: mil formas de ampliar el infinito

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Flotar, dejarse llevar, sentir el viento que golpea fuerte en el rostro, y traspasa los límites de lo corpóreo para llegar a liberar algo en el interior, algo atado, un peso que se eleva, como yo, desde el suelo firme de las certezas, apenas una apariencia, hacia la infinidad del aire, invisible y cálido, fluido que me envuelve y me abraza para decirme: abandónate a mí, suéltate en mí.

El piloto que iba a volar conmigo en su parapente, aquel medio día del pasado enero, se veía experimentado. Tal vez por eso consideré que con él sí sería capaz de lanzarme al vacío que se presentaba a mis pies, majestuoso y amenazante a la vez.

Estamos hablando de mi posición antes de la partida, en una pequeña meseta ubicada en lo alto de las montañas que rodean cañón del Chicamocha, en Santander.

Abajo, apenas insinuado, en lo profundo del valle abierto a fuerza de tiempo sin pausas, de rocas que se estrellan desde siempre haciendo espacio al agua que corre indiferente, el río Suárez.

Me había dicho, y a mis compañeros de viaje: no voy a hacer el parapente, ese tipo de experiencias no son para mí.

Y luego, de pie en lo alto de la colina, viendo serpentear graciosamente los paracaídas de los otros, que se atrevieron antes que yo. Coquetear con la idea, como unas cosquillas que inician y van en aumento en búsqueda de la explosión hecha de carcajadas.

Mirar enajenada el poder de aquellos movimientos, sutiles, gráciles, y pensar, tal vez podría hacerlo.

¿Podré hacerlo?

Apegada a mi racionalidad, que es el otro costado de una buena carga de temores y prejuicios, observaba lo que iba sucediendo con mis compañeros de aventura.

Tres de ellos se habían lanzado ya, la otra mujer del grupo con resultados inquietantes. Arriba, al tiempo que se desarrollaba su vuelo, presa del pánico se había hiperventilado, y descendió en medio de su angustia y de la del piloto, con las extremidades paralizadas y sin poder casi sostener su cabeza. A su llegada me acerqué a ella, cariñosa, y en la seguridad de la tierra firme de la que yo me hallaba imbuida empecé a hablarle, despacio, a respirar con ella, a decirle, ya estás aquí, ya no vuelas, tienes que ir aspirando de manera cada vez más pausada, regular.

Después nos narraría cómo, desde esa especie de ausencia indiferente que precede a la pérdida total de la conciencia, oía mi voz, y mis palabras, y la manera en que había concentrado todos sus esfuerzos en seguir mis indicaciones, intentando recuperarse, reincorporarse a la continuidad de la respiración sosegada, y, por fin, lanzar definitivamente al cañón del río Suárez todo el vértigo de la vivencia que había acabado de pasar.

Entretanto sostenía sus piernas y le hablaba, rondaba en mí una idea persistente: ¿lo haré? ¿tendré el valor de precipitarme sin sentido y confiar en los otros diferentes, en el piloto y su pericia, en las fuerzas ciegas de la naturaleza?

Descendieron también los demás compañeros. Sus experiencias fueron diferentes. Para uno de ellos el vuelo se desarrolló en total normalidad, en la placidez de lo nuevo, levemente inquietante, en extremo excitante.  Para el otro, la acrobacia vino con una sensación de mareo y ganas de vomitar, algo normal en estos casos. Sin embargo, tampoco se trató para él de una situación límite ni creyó morir, como sí lo consideró, en el delirio de su episodio de vértigo extremo y pérdida parcial de la conciencia, nuestra compañera.

Permitirme el elevamiento, confiar, soltarlo todo. 

Ya estábamos listos, partir parecía lo evidente pues para todos estaba muy claro de antemano que yo no iba a hacerlo.

Entonces, detenerme, acercarme en el último momento al piloto, y preguntarle: ¿lo harías conmigo?

Recibir su mirada incrédula, y luego ese abrirse en la certeza de su ser de hombre curtido por muchos ventarrones, y escucharlo decir, claro que sí.

Recoger el paracaídas que ya estaba a punto de ser guardado por ese día. Volver a dar instrucciones, decir a todos, ella va a hacerlo conmigo.

Conmigo, claro, con el que más sabe, el más seguro, el que puede llevarte sin que halles lugar a la duda: el tipo de confianza masculina que me haría arrojarme, como aquel mediodía, hacia cualquier precipicio.

Y entonces, recibir las instrucciones, un poco en la falta de entendimiento a que nos lleva la adrenalina que sube sin parar, las palpitaciones que comienzan, y decirme: no puedes consentir que el miedo te acapare, tienes que controlar la respiración, llenarte de un sentimiento de tranquilidad, decirte que nada importa, que la vida es efímera, y que no hay por qué morir en cada momento, aunque en cada instante ciertamente nos estemos jugando la vida.

Lo demás fue confusión de unos pocos segundos que pasaron veloces, mientras permites que los otros hagan contigo lo indicado. Vestir el arnés, intentar correr, y preguntar, de manera un poco tonta: ¿ya volamos?

El caso es que era tal la intensidad del viento en aquel mediodía pleno de sol, que el parapente se elevó apenas se hubo abierto, y así, de repente, sin vernos precipitados hacia el vacío, más bien fuimos arrojados hacia arriba con fuerza.

Lanzados al espacio indefinido del soplo cálido que nos sostenía y empezaba a recrearse con nosotros en los juegos del viento, nos vimos envueltos en las travesuras de los dioses, que permiten a estas fuerzas del universo expresarse hasta los límites del placer, a su antojo, en lugares escogidos de la tierra, el Chicamocha uno de ellos.

¿Qué decir, qué combinación de palabras usar que puedan describir la ampliación del infinito, la sensación de poder absoluto de dejar de ser tierra y convertirme en brisa?

Detrás de mí, que me desplazaba ligera sobre mi silla atada al paraguas aeronáutico, el piloto, en el control de todas las situaciones, maniobrando hábil, certero, inmutable.

Y yo, un águila, un cóndor de los andes, una diosa del inagotable espacio abierto proyectado hacia el cielo.

Sí, por unos veinte minutos me sentí una divinidad de las corrientes tropicales, y qué gozo nos inunda cuando arribamos a ser efímeras deidades.

Luego, la cantidad de aire caliente era tal que fue difícil descender, aunque gracias a la habilidad del piloto pudimos aterrizar finalmente sin problemas.

Volver a la superficie sólida, un poco mareada, pero en la certeza de que no hay límites más que aquellos impuestos por nuestra voz interior, plena de contenciones y recelos, muchos de ellos agregados allí por otros, pero solidificados en nuestra propia cobardía.

#lacebraenimagenes

Providencia después del diablo

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Bajo perfil 

El barrio Providencia tiene una capacidad que les envidio a muchas personas: pasar de agache.

Hay quienes asisten a una reunión de trabajo o a un evento social y se funden con el escenario. Por eso nadie les pide nada en las primeras y pueden emborracharse y bailar sobre una mesa en los segundos.

No quiere decir que la gente no sepa que están allí, pero por alguna extraña razón a pesar de no tomar la iniciativa no le estorban a nadie y, en cambio, le caen bien a todo el mundo.

Así es el barrio Providencia. Se encuentra a escasas cuatro cuadras del Parque Olaya y a menos de una del nacimiento y desembocadura de la despelotada Avenida Sur, o sea, está en nuestras narices, pero no le interesa que lo sepamos. El último baño de popularidad que se dio Providencia con gente de otros barrios, fue por los días en los que se propagó el rumor de que en su interior quedaba la casa del Papa Negro o, mejor dicho, el homólogo del  sumo pontífice en la tierra, solo que en representación del viruñas. Era inevitable pasar por las calles del calmado barrio y preguntarse en cual de aquellas casas coloridas podría vivir un personaje tan oscuro y de lo curioso que podría resultar verlo comprar una bolsa de leche en la panadería Peter Pan.

Pero el embajador de las tinieblas ya no está.

O al menos no tan cerquita de nosotros. Se llevó sus buenos poemas a las profundidades, porque quienes lo conocieron afirman que fue un escritor competente. De modo pues, que después de que aquel embajador de la paila partió, Providencia volvió a su zona de confort. La de su bajo perfil y para felicidad de Dios, la capilla del barrio en la que se celebran misas llenas de música, recobró su tradicional protagonismo.

La iglesia de ladrillo a la vista ubicada en la mitad del parque es una de las más taquilleras.

La gente del barrio asiste disciplinadamente a los sermones. Se atiborran al interior del templo por lo que, en las noches de domingo, se puede ver a muchos parados sobre las escaleras que anteceden el portal, tratando de escuchar alguna cosa. Otros, se dan cita en las bancas del parque y allí parecen ser presa del sueño. El olor a arepas recién hechas se mezcla con el de los árboles. Dos señoras agitan vigorosas una china tratando de avivar la chispa agonizante bajo los carbones.

Frente a ellas, los conductores detienen la marcha para comprar la última cena de la semana.

Un almuerzo providencial

Caminamos desde el supermercado La 14 hasta el Barrio Providencia. Es medio día y el sol perpendicular al suelo, evita que los alerones de las casas nos brinden su sombra. De modo que tenemos que caminar bajo un calor húmedo y constante. Llegamos por fin a una falda llena de restaurantes que es el principal contacto que Providencia tiene con el mundo exterior. Chuletas, fríjoles, papas, pollo frito, apanado, pandebonos, pescado y arroces de todos los tipos, se ofrecen a quien pase caminando o manejando falda arriba.

Nos detenemos en un restaurante que promete vender deliciosos almuerzos. Se trata de bandejas alargadas con fríjoles, chuleta, arroz y ensalada y otros ingredientes apretujados antecedidos por un plato hondo de sopa. Este tipo de lugares siempre tienen un televisor que ubican frente a los comensales en el que pasan las noticias.

Quienes llegan acompañados conversan; quienes no, se sientan de modo que puedan mirar alternativamente la pantalla y su plato. Entre cucharada y cucharada, los periodistas nos cuentan que el país se desploma, pero el anuncio del mesero de que podemos repetir jugo parece compensar, al menos por un momento, la amargura nacional.

Media hora después, con más energía en el cuerpo, pero con el mismo calor, caminamos hasta lo más alto de la falda de los restaurantes, donde uno puede girar a la izquierda y volver al caos infernal de la avenida o puede girar a la derecha y sumergirse en la calma celestial del parque en el que todos reposan el almuerzo. También puede seguir en línea recta hasta encontrarse a pocos metros una pequeña estatua de la virgen de Fátima, que tiene una visión privilegiada de toda la calle 21. Desde allí, ve a todos los carros pasar sin ser advertida. Hay que ser de Providencia para saber que detrás de ella hay un par de bancas rojas y olvidadas desde donde podemos beneficiarnos de tan cómoda perspectiva.  

Felices pero desapercibidos 

Providencia está lleno de viviendas coloridas de aquellas que ya nadie fabrica, con patio, baños espaciosos y corredores anchos. Casi todas las casas tienen ventanas por las que seguramente se recibieron muchas serenatas y que hoy permanecen cerradas con candado tras una estructura de barrotes. Sin embargo, el barrio es calmado y la gente parece vivir a gusto allí. Los vecinos son alegres y contrario a lo que sucede en otros puntos de la ciudad, se conocen entre sí.

Cerca, muy cerca de los límites del vecindario, una vía serpenteante lleva al barrio Boston, pero una delgada capa de vegetación en lo alto de un barranco hace las veces de cortina natural, de modo de que quienes pasan por aquella carretera, lo hacen sin percatarse de que están pasando a pocos metros de Providencia.

La vida comunitaria sigue siendo muy importante. Las reuniones de vecinos para tratar asuntos de interés colectivo son frecuentes, así como los corrillos en algunas esquinas en los que se juega parqués. Esto ha derivado en un lugar sano para vivir en el que la gente convive de manera armónica.

Algunos exclaman como agradeciéndole al cielo: ¡Es que esto es muy amañador por aquí!

Eso es Providencia, un lugar feliz pero desapercibido. Pasar de agache mientras sigue construyendo su universo personal es su secreto. Aprendió a estar cerca de todo, pero fundirse con el paisaje, para ser visto solo por sus moradores. Así lo hace la virgen de Fátima al final de la calle desde donde contempla aliviada que ningún metiche se detenga a quitarle la paz. Y es que el mismísimo diablo, infame como es, alguna vez envió a su representante en la tierra, tratando de condenar al barrio a la fama.

Por poco lo logra.