domingo, abril 27, 2025
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Crónicas del año de la peste

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Todo acontecimiento genera su propia saga de relatos, de crónicas. Más aún si es de carácter masivo y está rodeado de un aura catastrófica y se expande en una cartografía de alcance global.

Tomada de bvs.hn al 6 de marzo de 2020

Bueno, desde que se originó y propagó en la ciudad china de Wuhan, el Coronavirus ha desplegado su propia antología de crónicas del año de la peste.

Las hay de toda índole: política, económica, religiosa, cultural, metafísica. Lo que quieran.

Todo depende de la mirada de cada quien y de la manera como el virus afecta su entorno.

En los cafés, en los bares, en los parques, en las casas, en las iglesias, en las esquinas, en el transporte público, en la oficina, no se habla de otra cosa.

Es media tarde en la Plaza de Bolívar de Pereira. Un pastor protestante, biblia en mano, le recuerda a su creciente audiencia que en las páginas de ese libro están anunciadas las pestes que devastarían al género humano como castigo por sus pecados. Acto seguido, señala el número de la página.

Quienes lo escuchan, bastante pecadores por lo visto, ponen cara de arrepentidos.

Dan ganas de decirles que, entre otras muchas cosas,  La Biblia es un libro de crónicas. Y como los virus y bacterias, con su estela de pestes y muerte, existen desde hace millones de años es apenas natural que aparezcan registrados en esos relatos.

Es simple: a veces nos aniquilan en masa y otras veces nosotros los exterminamos a ellos. Es la manera de mantener el equilibrio.

Así las cosas, estaríamos hablando de un dato histórico o de un relato periodístico. No de una profecía. Después de todo, esas criaturas invisibles y a veces letales nos precedieron y nos sucederán cuando hayamos desaparecido como especie.

El aire crispado de la concurrencia y mi instinto de conservación me dicen que es mejor callar.

Me dirijo entonces hacia El Cafetín, un bar céntrico donde abogados, profesores, jubilados y desocupados, entre otros especímenes de la fauna urbana, se consagran al inútil y sabroso oficio de arreglar el mundo.

Allí abundan las teorías conspirativas. Animados por el café caliente y el aguardiente tempranero, cada uno juega su propia carta:

Que el Coronavirus es un arma química sembrada por la administración Trump para inclinar a su favor la guerra comercial con los chinos.

Que no, que no. Que fueron los chinos los que desarrollaron el virus, se lo auto inocularon y luego lo exportaron  para hacer colapsar la economía mundial y hacerse con el control de las empresas quebradas.

Tomado de cuatro.com

Sigo mi camino. En mi lugar de trabajo un activista de alguna cosa asegura que esto es apenas un nuevo paso en la creciente oleada de odio contra las etnias que caracteriza a los imperialismos. Una vez fueron los negros, más tarde los indígenas, luego los latinos, después los árabes y ahora son los chinos los llamados a personificar el mal.

Pienso entonces qué rumbo habrían tomado las cosas si en lugar de una remota ciudad china, el Coronavirus se hubiera originado en un punto de venta de McDonald´s o de Kentucky Fried Chicken, dos fetiches de los hábitos alimenticios norteamericanos.

A este ritmo, precisaré de muchas libretas para anotar las historias que se multiplican y contagian a una velocidad superior a la del Coronavirus mismo.

Por lo pronto, aquí en mi aldea ya se agotaron los tapabocas y los líquidos anti bacterianos, lo que ilustra muy bien nuestro talante de especuladores.

Ya lo sabemos: “Negocio es negocio”.

Tomada de 65ymas.com

Me detengo en una estación del transporte público. La única preocupación de dos contertulios está centrada en la suspensión de los torneos de fútbol. Por lo visto, preferirían enfermar antes que verse privados del único sentido de sus vidas.

Mientras eso sucede, los equipos más poderosos del planeta mantienen confinadas a sus estrellas: no es cuestión de  poner en peligro semejante cantidad de dólares.

Abrumado por tantas y tan encontradas percepciones se lo consulto a mi madre. En ochenta y cuatro años la vieja ha visto bastantes cosas.

“No se preocupe, mijo- responde-. Las  pestes llegan, se multiplican y cuando uno cree que todo está perdido Dios hace el milagro.”

Como no se me ocurre réplica alguna, emprendo la marcha hacia el parque más cercano. Allí recojo unos cuantos relatos  para seguir alimentando mis Crónicas del Año de la Peste.

Al cruzar la esquina, un militante de la izquierda ortodoxa sentencia que las noticias sobre el virus están siendo utilizadas por el gobierno de Iván Duque para tomar medidas contra el pueblo colombiano.  “Por eso los  noticieros de radio y televisión no hablan de otra cosa. Espere a que despertemos y verá”, concluye, levantando su dedo índice de ángel exterminador.

Indignada a más no poder, una anciana amiga de mi madre, asevera que son tretas del diablo para obligar al cierre de los templos.

De vuelta a casa descubro que  mi vecino, el poeta Aranguren, se ha puesto metafísico y hasta cita la célebre consigna de los estoicos latinos “Memento Mori: Recuerda que debes morir”.

Resumo su perorata diciendo que, según él, es una lección para la codicia, la vanidad y la soberbia del animal humano: un estornudo allí y se dispara el dólar. Un ataque de tos por allá y se desploman las bolsas.

Entre la fe de mi madre en los milagros y la interminable sucesión de teorías transcurre mi vida por estos días.

Y eso que no hablé de los convencidos de que el Coronavirus aparece con nombre propio en las profecías de Nostradamus.

Tomado de msn.com

Parque Arauco Colombia está comprometido con las medidas de prevención ante el Coronavirus

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Comunicado Parque Arauco |

Frente a los primeros casos de contagio registrados, los Centros Comerciales de Parque Arauco Colombia activan protocolos preventivos para garantizar la limpieza de sus instalaciones y el cuidado de la salud de sus visitantes, locatarios y colaboradores.

Bogotá, 16 de marzo de 2020. En línea con las medidas adoptadas por el Gobierno para prevenir el contagio del coronavirus, los centros comerciales de Parque Arauco en Colombia: Parque La Colina, Parque Arboleda, Parque Caracolí y Premium Outlet Arauco están tomando precauciones y activando planes de contingencia para evitar que el virus se propague.

Con este propósito, activó un protocolo especial preventivo que consta de las siguientes acciones:

  • Se han adquirido máquinas especializadas que permiten realizar procesos de nebulización, a través de cloro orgánico Klaxinn. Este cloro es efectivo contra bacterias, virus, hongos y esporas, y cumple con el estándar utilizado para limpiar y desinfectar superficies duras, áreas y elementos a nivel clínico y hospitalario, tal y como se hace en laboratorios y la industria de alimentos, entre otros. Asimismo, se han aumentado las rutinas de limpieza y desinfección de las superficies de alto contacto, tales como ascensores, pasamanos, directorios, baños y plazoleta de comidas.
  • Se dispone de dispensadores de gel antibacterial en los puntos de información de cada centro comercial.
  • Se publicarán avisos con recomendaciones generales para la prevención del coronavirus y el correcto lavado de manos en los baños, de acuerdo con lo establecido por la Organización Mundial de la Salud.

Diego Bermúdez, Gerente General de Parque Arauco división Colombia, afirmó: “Lo más importante para nosotros es darles un parte de tranquilidad a nuestros visitantes y colaboradores, pues hemos tomado todas las medidas de prevención en salud y limpieza al interior de nuestras instalaciones. Por ello acogemos y los invitamos a seguir todas las recomendaciones del Ministerio de Salud”.

Mirando al diablo

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Otro martes, el mismo calor infernal del último verano, de los últimos días, de los últimos tiempos.

Que hay que cuidar el planeta, me escribe una amiga por mail: “vea como está de loco el tiempo”. “¡Qué va! El que está loco es el ser humano, igual esto se va acabar; ¿acaso no has leído el Apocalipsis?” le respondo yo por burearla; como me burea mi hermano (eso es mal de familia) cada vez que llego al medio día con ese calor tan berraco y después de montarme en el Monorriel, digo, el Megabús (un transporte masivo que instalaron en mi ciudad, una urbe que sumándole los habitantes de dos pueblos vecinos no suman 700.000 habitantes, cuando según los códigos urbanísticos los transportes masivos son para ciudades con más de millón y mamada de habitantes), no sé cómo hicieron, pero aquí nos pusieron Monorriel… perdón Megabús… es que me confundo porque una vez en los Simpson mostraron un capítulo que parecía una profecía para Pereira.

En ese capítulo presentaban un man que les llevaba el transporte masivo (Monorriel) a Spriengfield (la ciudad de los Simpson) y les pegaba que tumbada; cuando lo que necesitaba la ciudad era mejorar las vías y reorganizar rutas…en fin, a buen entendedor.

¿En qué iba? ¡Ah sí! Que mi hermano me burea. El caso es que llega uno bien asado al mediodía con esa chispa y con el sudor impregnado en todo el cuerpo y con la claustrofobia fresca del Monorriel lleno hasta las tetas, además de esperar como media hora a que pase la ruta alimentadora (y eso que a mi me va bien porque hay gente que espera hasta una hora o más a que llegue su ruta, ¡qué grosería!) y todo el mundo echando madres y ese calor tan bestial.

Y el alimentador que no da abasto y llego a la casa acalorado y mamá que “siéntese que le voy a servir el sancocho”. ¡Sancocho! “Con este infierno de día porqué no hiciste una ensaladita o un platico frío mami, ¡por Dios!”, Sancocho. Y lo sirve todavía “echando candela” como decía mi abuela. Y mi hermano viendo televisión en la sala me observa con esa mirada maquiavélica que tiene desde chiquito. Desde que disfrazaba a mis primitos más pequeños y les pintaba bigote con carbón y les ponía en la espalda un morral lleno de ropa y chucherías que les doblaba el peso a ellos y los hacía caer y quedaban como tortugas patas arriba mientras él se carcajeaba, y los pobres chinos en el suelo entre risas y sollozos como diciendo “¿y ahora cómo me paro?”.

Y me mira mientras yo frunzo el ceño y empiezo a partir el plátano con la cuchara y a soplar el caldo, y él coge el control y ¡zas! lo pone en noticias de Caracol o RCN (¡el diablo para mí!) y le sube el volumen mientras saca una sonrisa como la del Guasón y dice con un vozarrón: “¡Oiga!” “¡Vea pues!” “¿Oyó mamá?” “¿qué mijo?” Grita mamá mientras sale corriendo de la cocina con una olla directo a la sala y se para frente al TV.

Y se me salta la chispa.

Se me empieza a dañar el almuerzo mientras los charlatanes del cíclope escupen noticias amarillistas y superficiales: que los siameses no sé qué, que el político no se quién se quitó la barba y quedó más chusco, que un perro en la costa que canta el himno nacional, que en primicia la confesión del violador de no sé cuantos niños, que vamos a analizar el gol desde 18 ángulos distintos, que la modelo sutanita tiene una uña encarnada, que en la costa el “sietemachos” no era “sietemachos” que fue que la negrita se metió un montón de trapos entre la bata y engañó a medio país diciendo que iba a tener ocho niños de una tacada, que no se quién salió eliminado de no sé qué bobo concurso o idiota reality… y cincuenta mil babosadas más que harían revolcar en su tumba a Jorge Enrique Pulido, José Fernández Gómez y Hernán Castrillón…¡Grandes maestros de la información! Dios los tenga en su gloria y a años luz de esta deplorable raza de periodistas televisivos que forman filas en estos venenosos noticieros de este amargo país.

“¡No! ¡Pero uno bien flaco y con esas noticias que me va a aprovechar el almuerzo!” murmuro todavía con una papa en la boca que todavía echa fuego.

Y mi hermanito con la sonrisa de la máscara de V de Vendetta mientras mamá mira pa´l techo sonriendo y entra de nuevo a la cocina diciendo “vea pues, ¡empezaron otra vez!” y mi papá medio dormido en un sillón de la sala con esa calma que lo caracteriza y a continuación empiezo con el discurso que parezco pastor evangélico bañado por el poder del Espíritu Santo: “¡Por eso es que estamos como estamos! ¡Por esos malditos canales que no hacen sino atrofiar el cerebro de los colombianos!, ¡que noticias tan pendejas!”, digo mientras en la tele sale el testimonio de una pobre señora que perdió todo en una avalancha y dice: “Si, perdí todo. Mis mueblecitos, la ropita y una manteca que tenía en un tarro…”

Jajaja. Se oye una carcajada unánime en toda la casa; hasta mi papá que es más serio esboza una sonrisa. Todos reímos y no precisamente por la tragedia de la pobre señora. Esto es tragicómico ¿en qué manos están las noticias televisivas? (Ya sé que del poder económico que mueve los hilos del poder político) pero me refiero a la responsabilidad periodística.

¿Qué es este circo? Pienso mientras logro tragar una ardiente papa que se disputaban mi lengua y mi paladar.

Y continúo mientras agito la cuchara en mi mano derecha como reprendiendo demonios:

“¿Pero esto es risible, se paga un servicio de cable bien costoso para esto? ¿Para ver esos maléficos canales que nada edifican? Tampoco es que nos pongamos a ver Film and Arts todo el día, porque la basurita también hace falta de vez en cuando, ¡pero hombre! Hay canales de entretenimiento como Fox, Warner, Sony.

También esta Discovery, History ¡hasta TeleAntioquia, si es que les hace falta ver montañas colombianas! ¡Por Dios! hay como 70 opciones más de programación y de esas, como 17 son buenas. O por lo menos al mediodía que viene uno a recargar energías.

Pero esas berracas noticias lo que hacen es descontrolarle a uno el metabolismo.

Con razón tanto enfermo en este país (donde los seguros sólo mandan Ibuprofeno, Omeprazol y Ranitidina) ¿quién no se enferma oyendo malas y estúpidas noticias? Eso es como cuando se tiene un problema bien grande por la tarde y uno almorzando y pensando en eso. Puede estar uno comiendo gallina y la comida le sabe a babas. Estrés, incertidumbre, chismes, agonía, violencia, goles, impunidad, cizaña, caos, miseria, vanidad, desesperanza, ¡mentiras!… eso es lo que desayunamos, almorzamos y comemos los colombianos hace más de veinte años cuando dejamos que entraran a nuestros hogares una manada de charlatanes que se bañaron en fama y riqueza con nuestra venia, la guerra y las desgracias de los demás prefabricando noticias, ¡y por ahí derecho enfermando nuestros estómagos!”

Y mi hermano con el control en la mano ¡zas! cambia el canal a Animal Planet mientras se carcajea diciendo: “¡yo sabía!”.

Y me quedo con la taza de aguapanela a medio camino, sonriendo y cayendo otra vez en cuenta: “Si a éste lo que le gusta es burearme”. Luego veo a papá y mamá acomodándose en los muebles de la sala con el plato en la mano mirando atentos cómo se reproducen los pingüinos y pienso: “¿O será que les hace falta que de vez en cuando les vuelva a recalcar lo mismo, para matarles el impulso de mirar al diablo?”.


*Fermín López es un citadino exiliado en el campo, quien desde donde se encuentra escribe sobre su mirada del mundo. Este escrito lo hizo en el 2007 y lo comparte con nosotros porque aún en el 2020 sigue vigente. Busca sus reflexiones en fermínlopez.blospot.com

Caricatura de opinión: ¿Doctor qué significa Covid-19?

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Don Barbarias un personaje de Don Fingo

Mi cáncer: una historia natural

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Por, Marcela Villegas. Fotografía, Fernando Olaya |

 

El 14 de octubre de 2018 llego a mi visita anual al ginecólogo con la suficiencia de quienes llevamos un estilo de vida saludable. Voy a cumplir un trámite, a recibir un sello de aprobación en reconocimiento a mi dieta balanceada y las muchas horas que he dedicado al ejercicio.

Un examen pélvico y dos ecografías después me he convertido en una enferma. El médico no da lugar a dudas: cáncer de ovarios. “Le esperan meses muy difíciles. Prepárese para que le extirpen varios órganos seguido de un tratamiento largo y doloroso”.

A diferencia de los hombres, quienes por lo general tienen su primer examen de próstata a los cuarenta y cinco años, las mujeres vivimos, en cierto modo, temiendo un cáncer del sistema reproductivo durante toda nuestra vida adulta. Crecí viendo cómo mi mamá visitaba al ginecólogo anualmente para hacerse el examen de tamizaje de cáncer de cérvix, visitas que inicié yo a los dieciocho años, como un rito de paso a la feminidad. A los cuarenta la primera mamografía, un examen esencial en la prevención del cáncer de seno, marcó el inicio de la disminución de mi fertilidad. He cumplido con ambos exámenes puntualmente año tras año, y año tras año he experimentado un pequeño alivio al recibir resultados normales.

El cáncer de ovarios nunca estuvo en las preocupaciones de mis médicos, y por lo tanto en las mías. Una mujer de peso saludable, sin antecedentes familiares de cáncer del sistema reproductivo, que parió por primera vez antes de los treinta y que amamantó a cada uno de sus dos hijos durante doce meses, tiene un riesgo mínimo de sufrirlo. Y, sin embargo, aquí estoy, del lado equivocado de las probabilidades. Llego a casa, me miro al espejo y me reconozco. Salvo las lágrimas, es la misma cara. Soy yo, a años de distancia de la mujer que salió de su casa esta mañana.

Este cuerpo que se descompone en silencio hace meses, tal vez años. Que se vuelve contra sí mismo en un motín silencioso. El 9 de octubre el oncólogo confirma el diagnóstico y añade el estadio, esa temida combinación de un número romano y una letra que te dice qué tan extendido está tu cáncer y cuán probable es que sobrevivas. Mi cáncer (mío, qué raro suena aún) está en el estadio III C, en una escala ascendente de severidad que va de I A a IV B.

El tumor ha invadido la cavidad abdominal y afectado varios órganos. La mayoría de los cánceres de ovarios son diagnosticados en estadio III porque es en esta fase cuando aparecen los primeros síntomas. De diez mujeres con cáncer de ovarios en estadio III, seis mueren en los cinco años siguientes al diagnóstico. Las primeras noches después de recibir la noticia las paso escuchando los ruidos nocturnos de la casa con la esperanza de silenciar mis pensamientos. De día o de noche, cada vez que pienso en mis hijos los ojos se me llenan de lágrimas. ¿Qué van a hacer sin mí?

 

 

Una tarde, mi hija de once años me encuentra llorando, y ella, que siempre ha visto a través mío y tiene una presencia de ánimo que quisieran para sí muchos adultos, me toma la mano y dice “Tranquila, vamos a estar bien si tú no estás. Quedamos bien hechos”. No me quedan dudas. Tal vez siempre lo supe, y no admitía que el dolor viene de no poder ver salir al mundo a mis monstruos, mis Frankensteins bien hechos. Cuando empieza a disiparse el aturdimiento del diagnóstico, la primera reacción es buscar la causa de la enfermedad, y con la causa, un culpable. Que si fumé intermitentemente durante muchos años, que mi exposición a pesticidas en mi trabajo como agrónoma, que lo que he comido o dejado de comer, que la gigantesca antena de celular que ocupa un lote cercano a mi casa. Todas esas cosas y ninguna pueden ser las responsables de que mis células se hayan enloquecido. Ya no importa, y ahora no puedo pensar en mi cuerpo como un todo armonioso. El cáncer ha hecho que piense en órganos, en linfa, en nódulos creciendo desordenadamente sobre las paredes de mi abdomen, en un tumor que se alimenta cuando me alimento, que crece de día y de noche, sordo y ciego.

Hay solo una forma de anunciar tu cáncer a la gente que te rodea: “Tengo cáncer”, precedido de “Voy a darte una mala noticia” o “Quiero contarte algo”. Luego, sin falta, un silencio aturdido en frente tuyo o al otro lado de la línea o del chat. Las reacciones son, en contraste, muy diversas: llanto, obscenidades sentidas, preguntas sobre el pronóstico o el tratamiento, palabras de ánimo. Recuerdo con especial cariño lo que me dijo una amiga muy religiosa: “El Señor tiene contado cada uno de tus cabellos”. Además de la belleza de la imagen, en momentos como ese uno querría creer en un dios así.

El 17 de octubre me extirpan el tumor y, además, ovarios, útero, apéndice, una porción del colon y la totalidad del omento, una estructura que protege los órganos de la cavidad abdominal. Cuando despierto de la anestesia, mi primera pregunta al enfermero de la sala de recuperación es qué tan grande es la incisión. “Muy grande”, responde y baja la mirada. Me importan más los signos externos de la mutilación, el corte de treinta centímetros que me atraviesa desde la parte inferior del pecho hasta el pubis, que la mutilación en sí, la alteración permanente y dramática de mi fisiología. Solo puedo burlarme de mí misma, mujer vana en ambos sentidos.

El oncólogo está satisfecho; la cirugía tuvo resultados óptimos. No quedan rastros visibles del tumor, lo que me convierte en candidata para un tratamiento que alarga la sobrevivencia. Recibiré quimioterapia a través de dos catéteres, dos artilugios de metal y goma que insertan bajo la piel de mi pecho y de mi abdomen. “Va a ser brutal”, me advierte.

Gracias a la abundancia de información en internet, me he convertido en pseudo experta en mi enfermedad. Paso horas en frente de una pantalla intentando comprender estudios científicos y sus resultados, desmenuzando estadísticas y preguntándome cuáles serán las que me incluyan. Las mujeres que reciben el tratamiento adicional que me darán a mí sobreviven, en promedio, dieciséis meses más que quienes no lo reciben. Dieciséis meses. No sé si alegrarme o ponerme a llorar. Recibo seis ciclos de quimioterapia, doce sesiones en total (trece, si cuento una que no pudo hacerse completa). Tres de cuatro jueves en el mes, durante cuatro meses, voy a que enfermeras vestidas con trajes que parecen espaciales me inyecten dos tóxicos, uno derivado de una planta y otro del platino, y el “quimiococtel”, una mezcla de drogas que permite que el paciente tolere el procedimiento. Hay un bello modismo anglosajón para esas situaciones en las que uno debe decidir entre dos alternativas indeseables: Between the Devil and the deep blue sea. En mi caso, escoger entre el cáncer y sus estragos que llevan a una muerte lenta y dolorosa o ponerme en las manos de la industria farmacéutica y su cuestionada integridad, y soportar los daños que causan los medicamentos en mi organismo con la esperanza incierta de curarme.

A pesar de sus trajes de astronauta, las enfermeras son amables y eficaces, algunas con un sentido del humor que hace más llevaderas las largas horas de la quimioterapia, en las que paso el tiempo mirando cómo se vacían en mi cuerpo las bolsas de medicamentos intravenosos. Siempre tengo a alguien amado en la habitación, velando mi sueño o mi náusea: mi tía, mi prima, mi hijo, mi marido, mi cuñada. Mi familia y mis amigos me acompañan todo el tiempo, desde lejos o a mi lado. El amor nunca me ha hecho tanto bien como ahora. Aunque se estima que una de cada tres personas se enfermará de cáncer en algún momento de su vida, nuestra enfermedad altera para siempre la forma en la que nos tratan los demás.

Es imposible no notar cierta urgencia de nuestros amigos, familiares y conocidos por vernos, por pasar más tiempo con nosotros, no solo porque quieren acompañarnos cuando estamos más desamparados, sino porque el cáncer nos ha vuelto efímeros a sus ojos. Los trece días transcurridos entre los primeros síntomas, el diagnóstico de mi cáncer y el inicio del tratamiento señalan mi casi inaudito lugar de privilegio. Suelen pasar meses antes de que las mujeres con cáncer de ovarios reciban la atención médica requerida. Esta tardanza, que suele tener consecuencias letales, se debe a que los primeros síntomas son comunes a muchas enfermedades y, con frecuencia, no son considerados dignos de atención por los profesionales de la salud en razón del sesgo de género que afecta el cuidado médico que recibimos las mujeres, pero también a que los bienes y servicios de salud están regidos por la economía de mercado, y el acceso a ellos depende de que puedas pagarlos o pagar un seguro de salud de calidad y, por lo tanto, costoso. Mantenerme viva es un lujo exorbitante, y siento un poco de vergüenza.

Mi última sesión de quimioterapia en el hospital no es el final del tratamiento. Aunque los exámenes no muestren evidencia del tumor, la mayoría de las mujeres con cáncer de ovarios avanzado experimentan una recurrencia de la enfermedad en los tres años siguientes. Por fortuna, puedo recibir quimioterapia oral adicional con un medicamento nuevo que ha mostrado reducir el riesgo de reaparición de la enfermedad en un 70 %. Debo tomar cuatro pastillas diarias, por lo menos durante dos años; someterme con paciencia a los inevitables efectos secundarios de la droga en mi organismo, y mantener los dedos cruzados.

En un hermoso pasaje de La tragicomedia de Calixto y Melibea, Melibea le pregunta a Celestina si no desea volver a ser joven para vivir más tiempo, y la vieja le recuerda un hecho probado de la existencia: “Tan presto, señora, se va el cordero como el carnero. Ninguno es tan viejo que no pueda vivir un año ni tan mozo que hoy no pudiese morir”. Siempre tuve conciencia de ello, de lo finos que son los hilos que nos atan a la vida y de lo natural que es el que se rompan. No temo morir, pero deseo intensamente vivir. Y vivir bien, como siempre lo he hecho, en movimiento, con alegría, amando. Esa es la medida de la vida que deseo: otra no me interesa. Si, a pesar de todo, la enfermedad sigue su curso y ya no puedo vivir con gracia y dignidad, optaré por el alivio de la muerte asistida. Espero que la posibilidad de hacerlo legalmente subsista en mi país, para poder estar rodeada de mi familia y amigos, y que la falta de compasión y la moral concebida como lo que otros hacen con sus cuerpos no se interpongan si ese es el camino que escojo.

Tengo suerte. De la larguísima y aterradora lista de síntomas de toxicidad de la quimioterapia, solo experimento anemia, bajas defensas, fatiga, náusea, insomnio, adormecimiento de extremidades y algunos achaques menores, el más notorio la pérdida del pelo. Tal vez por lo emotivo del momento, no nos percatamos con mi amiga de cuánta relevancia para mi situación tenía esa cita bíblica sobre el dios que cuenta los cabellos de sus criaturas. Quince días después de la primera quimioterapia, antes de que empiece a caerse mi pelo, decido raparlo como un acto mínimo de control sobre la enfermedad y el envenenamiento controlado de la quimioterapia. No volverá a crecer sino hasta un mes después de la última sesión, una pelusa escasa y suave parecida a la de un bebé.

Nunca uso peluca ni gorros ni pañoletas, en parte porque me parece que acentúan mi aspecto de enferma en lugar de ocultarlo, en parte porque vivo en un clima tropical y en parte porque me gusta la elocuencia de esa desnudez. Mi cráneo desnudo anuncia mi cáncer. Los niños me miran sorprendidos, intentando reconciliar esa señora sin pelo con su imagen de cómo debe verse una mujer. Algunos adultos me ven con lástima; otros, con simpatía. A veces se me acercan mujeres a contarme que son sobrevivientes. Es común que un desconocido me diga que soy muy valiente por no cubrirme la cabeza. Una más en el repertorio de frases hechas, eufemismos y lugares comunes con los que responde la gente a mi enfermedad, parte de un guión que se repite una y otra vez.

Es posible que algunos pacientes de cáncer asuman el tratamiento y sus miserias como una batalla, pero a mí me irrita esa retórica que confunde el concepto del héroe con el del sobreviviente. Sobrevivimos al cáncer como a un naufragio, o mejor, como al destierro. Unos mejor o durante más tiempo que otros. Aunque las intenciones no podrían ser mejores, cuando alguien nos dice que somos guerreros, superhéroes o inspiradores, lo que hace en realidad es ensanchar la distancia que nos separa de su mundo, el de la gente saludable. También, como lo señala Susan Sontag en varios de los textos en los que explora las metáforas que rodean la enfermedad, estos calificativos conllevan el mensaje de que el curarnos depende de nuestra voluntad de luchar contra el cáncer o de nuestra actitud frente a la enfermedad. Como sucede con todas las dificultades de la vida, una voluntad fuerte y una buena actitud ayudan a hacer más llevadera la enfermedad, para los enfermos y, sobre todo, para quienes nos rodean. Pero la realidad es que estas, por poderosas que sean, no pueden imponerse a un tumor metastático. Afirmar lo contrario es solo la expresión de una superstición contemporánea con buena prensa, la del poder del pensamiento positivo, y nos carga a los enfermos con ser fuertes y poner buena cara en nuestro momento más vulnerable.

Algunos encuentran consoladora la idea de que la enfermedad no es en vano porque enseña y, por tanto, nos mejora, una noción secular emparentada con aquella según la cual Dios usa el dolor para transmitirnos lecciones o purificarnos. Se piensa que la enfermedad forma el carácter, o que enseña a valorar lo que importa de verdad, o que deja lecciones de una u otra manera. No quiero sonar pretenciosa, pero antes de enfermarme yo ya sabía valorar lo importante y tenía consolidado mi carácter. Y aunque veo el mundo desde otro lugar, delimitado por la enfermedad y el tratamiento, el panorama sigue siendo el mismo. Siento, eso sí, una gratitud inmensa con mi familia y mis amigos por su infatigable amor e incesante apoyo, expresados de tantas formas distintas. De ellos, que me salvan todos los días, han venido las únicas enseñanzas que he recibido en mi destierro.


Este texto se publicó originalmente en la revista Bienestar Colsanitas No. 165 de agosto y septiembre de 2019. En La cebra que habla lo publicamos el 16 de octubre de 2019 y lo reactivamos en el mes de marzo del 2020 como homenaje al trabajo diario de las mujeres desde su cotidianidad. MujeresenMarzo

Hacker mate a La cebra que habla

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De ver pasar |

Producto de las conspiraciones de febrero La cebra que habla, “Otras formas de mirarnos”, fue hackeada, víctima de esos hologramas malhechores y virales que deciden por igual el valor del petróleo y el seguro de las piernas de Mbappé en la próxima temporada de la Champions League.

Su plataforma virtual entró en modo espera, mientras su cronista de cabecera, el joven Gustavo Colorado salía a caminar por la cintura cósmica del sur en busca de respuestas terrenas. Perplejos, sus usuarios contemplaron cómo las rayas del logo se convirtieron en una intermitencia salvaje.

El primer sospechoso del cibercrimen, para la sala de redacción, fue el hacker Sepúlveda. Siempre hay que sospechar de los hacker calvos. Son seres con deficiencias hormonales y, en términos capilares, por un pelito, frustrados, resentidos con una sociedad que ignora su brillo.

El otro sospechoso fue Anonymous: detrás de una máscara de La casa de papel podía esconderse un gomelo díscolo, cochino y melancólico, ansioso por salir del tedio baudelariano: ante un desierto de aburrimiento –habría dicho en su lecho de perezoso incomprendido, mientras jugaba con un software norcoreano– un oasis de horror.

Se pensó incluso en Julian Assange,  con su cabello tinturado a lo Buck Rogers en el siglo XXV; pero el tipo anda esquizoide, muy ocupado tocándole el culo a las empleadas de la embajada en la que ya nadie se lo resiste. Delirante, con los ojos desorbitados en iris algorítmicos, Assange aún cree que el presidente de Ecuador es Rafael Correa.

La pregunta para la sala de redacción seguía en el aire de la suspicacia: ¿quién podría ser el responsable intelectual y/o material de hackear a La cebra que habla? Buscaron voces expertas para intentar descifrar el enigma. No encontraron muchas, porque los expertos no suelen abundar.

Abundan las comisiones de sabios, pero eso es otra cosa, otra raya que le sale a la cebra.

La conspiración viene del Bioparque Ukumarí, sostuvo enfático Abelardo Gómez, un sensible animalista que vive obsesionado con la cola de las ratas. O más bien, detrás de la cola de las ratas, que abundan en oficinas públicas. “La culpa no es de la vaca precisamente”, agregó. Cuando pretendían pedirle que ampliara su sospecha, fue tajante al decir que preferiría no hacerlo, a lo Bartleby, el escribiente. A cambio, extendió una servilleta biodegradable (se autodestruye en cinco segundos después de entrar en contacto con calor humano) con un mensaje que tardaron en descifrar; parecían versos del creacionista Huidobro: “Cuellos largos mexicanos, por los aires como aeroplanos”. La ingeniera Alzate, directora del portal de La cebra sin habla, escribió en facebook a sus seguidores:

“Todo es confuso, ¿saben?, igual que el número de rayas que le caben a un cuadrúpedo. Ese mensaje encriptado afirma mi conjetura: podría tratarse de celotipias zoológicas. En la jungla urbana tener con nosotros una cebra que habla es tan fenomenal como avistar un cóndor de los Andes en los alredores del Parque Arboleda”.

Desencriptado el mensaje de la servilleta, miembros de la sala de redacción desempolvaron una noticia de 2018: el arribo a la ciudad de una pareja de jirafas proveniente de Puebla, México. Su destino era Ukumarí; no venían en plan de negocios ni a visitar el paisaje cultural cafetero. Venían para quedarse. Las voces de los animalistas se hicieron sentir por las redes, pues no dudaron en denunciar el hecho como típico caso de tráfico  y maltrato de fauna.

Recordará el lector que la llegada de las jirafas Otún y Perla fue un espectáculo que paralizó a la ciudad sin puertas, y en especial al niño de las praderas, Cavisa, quien en su momento difundió la fake news de que estos lánguidos animales, de elásticas cervices, venían doblados, sedados, con sus cuellos recogidos, hinchadas las narices,  y que era posible que al despertar, después de un sueño intranquilo, derribaran el avión de la Fuerza Aérea que los transportaba. Lo más seguro, declaraba Cavisa, es que los herbívoros caerían en algún tejado o en el patio de un barrio popular:

“Puede que las víctimas de esta doble caída letal sean niños inocentes, usuarios potenciales del Bibliobus. De los cielos puede caer cualquier cosa, créanme, hasta minions en forma de marionetas. ¿Vieron Un cuento chino?”

Después de sendos análisis esta es la hipótesis que los miembros de la sala de redacción manejan sobre el ataque cibernético a su portal, mientras esperan un pronunciamiento de la sala de Delitos Informáticos de la Fiscalía General de la Nación:

En represalia a la muerte en cautiverio de la jirafa Perla, en circunstancias aún no esclarecidas por la sala de Víctimas de Semovientes de la Fiscalía ya mencionada, un animalista de extrema derecha, con ínfulas petristas, quizá melancólico, un lobo solitario, señaló como objetivo a La cebra que habla, bajo un dogma ideológico que se propaga como gripa aviar en las redes: impedir cualquier maltrato o manipulación animal, sea este real o virtual.

Entretanto, desde otro ángulo de la sala de redacción, el joven cronista Gustavo Colorado serpenteó una hipótesis que nadie le copia: el origen del ataque cibernético se localiza en las guerras intestinas entre los carteles mexicanos del tráfico de drogas, en especial los de Puebla y Sinaloa; lo que derivó en la muerte, por ajuste de cuentas, de Perla, la jirafa noble.

Lo del ataque a La cebra que habla constituye en realidad, en palabras del rubio de neón, un falso positivo que busca desviar la atención, como siempre sucede en este monótono país del sol sonoro, de las autoridades locales.