viernes, junio 27, 2025
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Mockus en la ciudad de La Cebra

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Mockus en la ciudad de La Cebra


 

El senador más votado del país, el doctor y matemático Antanas Mockus Šivickas estuvo de visita en Pereira  luego de una gira por Santa Rosa  y otros lugares de Risaralda. La Cebra que Habla a cargo de la directora Martha Alzate conversó con él sobre ciudad, libros, Cebras, propiedad privada, Tolstói y más. Un encuentro sumamente ameno, productivo y afectivo. Dejamos el video como un registro de las palabras del senador, que confiado dijo: “quería mencionarles mi emoción por encontrar una Cebra que Habla “.

También, en la emisora amiga Ecos 1360 hay una entrevista que la ciudad tuvo el privilegio de escuchar, y por lo tanto la enlazamos con el banner de la radiodifusora para que pueda acceder a ella.

 

Antanas Mockus en las oficinas de La Cebra que Habla

 

“El senado debe ser una Selección Colombia” Mockus

Stefan Zweig en América del Sur: correspondencia con Jules Romains

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Stefan Zweig (1881-1942) crossing the Atlantic on his first trip to Brazil , 1936. Foto extraída de: Gustav-Mahler.eu

Cartas de Stefan Zweig a Jules Romains


 

Introducción del editor de La Cebra que Habla:

Stefan Zweig es un escritor que trasciende en el tiempo. Si creemos a Hegel que el espíritu está presente en la historia de la humanidad y este guía el progreso,  el espíritu ilustrado de este austriaco fue la luz de un hombre consagrado enteramente a la literatura, y de ahí que su vida y obra sea una moda sin tiempo, porque más  y cada vez más, sus libros se siguen imprimiendo y leyendo en muchas partes del mundo y en idiomas insospechados.

Como dijo alguna vez el escritor argentino Jorge Luis Borges: escribir es un acto de fe. Y en esta apuesta, Zweig arrojó su vida a ello, su obra fue el resultado de su pasión y su muerte fue la culminación de ese proyecto personal y subjetivo. Un final, tan trágico, no solo para él, sino para el mundo ilustrado y literario. Fin que en cierta forma no opaca su obra, porque hay vidas hacia las cuales nos volvemos porque su genio (creativo o no) provoca ansia de conocer el secreto. Su obra es ese secreto a desvelar.

Hemos seleccionado esta correspondencia, de entre otras, debido a que su importancia estriba en que fue con Jules Romains, con quien posiblemente Zweig compartió sus últimas cartas, esas tan sensibles y reveladoras, como las podrá valorar el lector. Dinámica esta tan propia de los escritores que conservan afinidades electivas, casi como si se jugara “ajedrez por correo” con la paciencia de un santo. Así fue que entre estos dos hombres se consolidó un ir y venir, de días y noches, de ciudades y países, de sentimiento y de  espíritus genuinos entregados a conversar por misivas.

Para efecto de la introducción a la correspondencia se ha escogido las palabras preliminares que el mismo Jules Romain quiso plasmar como una forma de señalar el camino para ingresar a ese país íntimo llamado amistad. El texto se ha traducido directamente del francés, de los libros: Stefan Zweig, Correspondance 1932-1942, trad. de l’allemand par Laure Bernardi, Le Livre de Poche, Paris, 2010, 506 p y en otras partes se consultó Les derniers jours de Stefan Zweig, de Laurent Seksik, Flammarion, 186 p.  La idea capital es conocer los últimos pensamientos escritos que Stefan Zweig compartió con su amigo, donde poco a poco se ve como la chispa y la pasión de este  gran escritor vienés se va extinguiendo lentamente, y esto después de vislumbrar el mundo de ayer en sus libros, y no poder ver el fin de una guerra sin cuartel que terminó en victoria para el mundo civilizado.

Así entonces, empezamos con la introducción que ya se ha justificado, y posteriormente se irán publicando las cartas, que en algún momento se consideraron inéditas, al menos para el mundo hispanohablante. Bienvenidos.

 

***

 

La muerte voluntaria de Stefan Zweig y de su joven esposa, la dulce y encantadora Lotte, ha sido una de las mayores pruebas de mi vida, uno de los desgarrones más crueles y de más difícil compostura que se han producido en mi “universo”. Stefan Zweig era una de las cuatro o cinco personas para quienes tenía a la vez estima y afectos mayores. Algunas de nuestras amistades, de nuestras admiraciones, de nuestras creencias y convicciones principales nos eran comunes. Nuestros sueños de juventud habían sido muy afines.

Habíamos depositado en el siglo incipiente el mismo género de confianza, y los mismos desengaños uno a uno nos había ido lastimando, sin arrebatarnos por entero nuestro valor. Un porvenir en el que Stefan Zweig no ha de estar presente me parece de todos modos hendido por una grieta de melancolía; y no poder de cuando en cuando comentar con él su espectáculo será para mí una privación esencial.

En el estudio que le consagré, dije, al tiempo que elogiaba al escritor, cuan juicioso era y qué placer de cordura procuraba su conversación. Lo que no dije, lo que siento no haber dicho mientras se hallaba en vida, es qué amigo bueno, leal y afectuoso sabía ser, es qué noble concepto, grande y antiguo, tenia de la amistad.

 

Jules Romains , nacido como Louis Henri Jean Farigoule (26 de agosto de 1885 – 14 de agosto de 1972), fue un poeta y escritor francés y fundador del movimiento literario Unanimismo. Foto extraída de: devoir-de-Philosophie.

 

Pero la muerte de Stefan Zweig ha sido también para el mundo uno de los acontecimientos espirituales más graves y una de las advertencias más significativas que han ocurrido en estos recientes años. Peor para el mundo si no lo ha comprendido así. Sé que muchos han comprendido. Para estos sobre todo he resuelto publicar las cartas de Stefan Zweig transcritas a continuación y que se refieren al último periodo de su vida. Dan una idea familiar de su persona. Esclarecen las andanzas de su espíritu y de su corazón en el seno de una época espantosa. Contribuyen a explicar su muerte.

Para comprender bien su ilación, así como para que no den lugar a extrañeza sus lagunas, son necesarias algunas explicaciones. Llegamos a New York, mi mujer y yo, procedentes de la Francia invadida, el 15 de julio de 1940. Tuvimos la grata sorpresa de encontrar allí a Stefan Zweig y a su mujer llegados asimismo pocos alias antes de Inglaterra, donde tenían su casa, en Bath, junto a la costa oeste. Era en efecto una sorpresa; porque cinco semanas antes, en vísperas de dejar nuestra casa de Grandcour, en la Turena, habíamos recibido allí una carta de Zweig, fechada a 1º de junio en Bath, en la que nada nos decía de un viaje próximo.

Por lo demás solo estaban de paso en New York. Iban a América del Sur donde Zweig debía efectuar un viaje de conferencias. Partieron poco después. Durante este circuito del segundo semestre de 1940, que le dejaba escasos ocios, Zweig no me escribió sino breves tarjetas y la carta que aquí se reproduce. (La primera y próxima carta a publicar en este portal) .

 

Zweig nació en Viena en el seno de una rica familia judía. Su padre era fabricante textil, y su madre provenía de una familia de banqueros judíos. Ya en su adolescencia, Zweig envió poemas y artículos a algunas revistas y mantuvo correspondencia con importantes figuras literarias. Foto extraída de: Fronterad.

 

Regresaron a los Estados Unidos a primeros de enero del 1941, y se establecieron en seguida en New Haven, al norte de New York, sede de la universidad de Yale. Pensaba Zweig que tendría necesidad, para su trabajo, de la biblioteca de la universidad, una de las más ricas del mundo. Pensaba necesitar también cierta soledad -lo que era quizá un error- y juzgaba que la encontraría más fácilmente en New Haven que en New York, en lo que no se equivocaba.

Stefan Zweig y su mujer, bastante quebrantados por el invierno transcurrido en el frío húmedo de New Haven, volvieron de nuevo a instalarse en New York a comienzo de la primavera, permaneciendo allí basta fines de junio.
Durante todo este periodo de New Haven y de New York nos correspondimos entre nosotros sino por telegrama o por teléfono puesto que nos reuníamos a menudo y juntos pasábamos largas horas.

Hasta se interesó vivamente, con un celo que en estas materias no la era habitual, en la fundación del Pen Club europeo de América (qua debía levantar entre cierta gente de mala fe y de peor voluntad tantas querellas absurdas). Sacrificó su afición a la soledad para tomar parte en numerosas reuniones del comité donde prodigó los más útiles consejos.

 

El suicidio del escritor austriaco fue el fruto de un proceso de desarraigo que se inició con su huida de Austria en 1934 y se perpetuó con una existencia errante que le llevó a Londres, Bath y Nueva York. Foto extraída de: Newstatesman.

 

A fines de junio, Zweig, presa de un inmenso cansancio -que me pareció brusco y misterioso- dejó New York por un pueblecito de la zona norte, Ossining, anunciando que iba a pasar allí los días estivales. Fuímos a verle el 13 de julio, antes de salir nosotros también hacia la escuela francesa de Middlebury, en el Estado de Vermont, donde nos esperaban, y luego hacia el Canadá. Nos impresionó sobremanera el cambio operado en Zweig en tan cortas semanas. Física y moral mente, daba la impresión de un hombre roto. Lotte también se hallaba muy melancólica.

Él nos anunció que había modificado una vez más sus planes y que en lugar de pasar el verano en la linda casa de Ossining donde residía, pensaba marcharse de nuevo a Sudamérica. Pero después sus proyectos eran vagos. No podía decirme con certeza cuánto tiempo permanecería allí. Nuestra separación podía ser larga, a menos de que también mi mujer y yo hiciéramos el viaje a Sudamérica, a lo que nos animaba.

Procuré confortable lo mejor que pude. Cambiamos grandes adioses repitiéndonos que de un modo o de otro nos las compondríamos para volver a encontramos pronto. “Haré que le inviten para dar allí conferencias”, me decía. No sabia al separarme de él que no volvería a verle más.

 

Circa 1940: Stefan Zweig (1881 – 1942), Escritor británico nacido en Austria, poeta, pacifista y traductor de Ben Johnson, trabajando en una pieza con su esposa y secretaria Lotte Altmann. (Photo by Three Lions/Getty Images)

 

Sin embargo, tanto me había impresionado su aspecto que le escribí poco después una carta particularmente larga y afectuosa, que recibió en Río y a la que contestó con la aquí transcrita del 2 de septiembre. Premedité también darle una amistosa sorpresa con motivo de su sexagésimo aniversario, que debía ocurrir el 28 de noviembre de 1941 y cuya idea sabía yo que le preocupaba.

Me puse de acuerdo con el editor americano de Zweig y mis editores franceses de New York a fin de que apareciesen al mismo tiempo en forma de dos folletos primorosos, el texto francés y la traducción inglesa del estudio que sobre él había escrito y para que los recibiesen en Río el día ale su cumpleaños. Lo que se realizó según lo atestiguan su carta del 28 de noviembre y la esquela de Lotte.

Continué nuestra correspondencia con la lentitud impuesta por la dificultad de las comunicaciones.

 

Stefan Zweig (1881-1942) cruzando el Atlántico en su primer viaje a Brasil , 1936. Foto extraída de: Gustav-Mahler.eu

 

También nosotros habíamos dejado New York para llegarnos a través de los Estados del Sur hasta Florida, después a La Habana, más tarde a New Orleans. Al saber que nos disponíamos a pasar una temporada en México, Zweig se decepcionó un poco pensando que esto impediría o retrasaría nuestra reunión en el Brasil.

El lunes 23 de febrero a las siete ale la tarde, una semana después de llegar a México, Alfonso Reyes me telefoneó para decirme que acababa e enterarse por la redacción de un periódico de la muerte ale Stefan Zweig y de su mujer en Petrópolis. No sabía nada más. En mi dolor pensé en seguida que debía tratarse de una muerte voluntaria. Carecimos de detalles basta el día siguiente.

Siete días más tarde, a la misma hora, recibí la última carta de Zweig. Me la había escrito el 19, cuatro días antes de su muerte y solo dos antes de iniciar sus preparativos (según el relato que de ella me ha enviado Claudio de Souza). He leído esa carta más de treinta veces. No adivino si, al escribirla, se encontraba ya decidido a morir. ¿vacilaba aún? ¿O retuvo, por un supremo pudor de amistad, su confesión?

 

Jules Romains sentado al lado de su esposa y leyendo en el escritorio. enero01, 1940. Foto extraída de: Gettyimages.

 

He adjuntado a ciertas cartas ale Stefan Zweig las cortas esquelas de Lotte que las acompañaban, y que se dirigían por lo común a mi mujer Estas esquelas, además de revelar un poco el alma encantadora y melancólica de Lotte añaden algunas indicaciones sobre la atmósfera cotidiana que, para los amigos de Zweig, han de ser preciosas.

*El texto original de estas cartas y esquelas está en francés.

Extraños en la noche: Stoner

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Al final de la novela nos encontramos  a William Stoner, más derrotado que nunca, enfermo de cáncer y  mirando a los ojos de su propia muerte con la fascinación esperanzada de  los grandes desesperados.


 

Como  dos extraños que en mitad de la noche contemplan un montoncito de huesos resplandeciendo bajo la luz de la luna: de ese tamaño es la  desolación que atraviesa las doscientas páginas de Stoner, la novela del escritor norteamericano John Williams, publicada por primera vez en 1965.

William Stoner es el único hijo de una pareja  de granjeros pobres de Booneville, a unas cuarenta  millas de Columbia, la sede de la  Universidad. Con la esperanza de que un día regrese para ayudarlos a administrar mejor la tierra, lo envían a estudiar allí una carrera relacionada con las ciencias del campo.

Pero la literatura se cruza  en el camino del muchacho y con el paso de los años acaba convertido en profesor de  lengua inglesa.

Muy pronto,  descubre que la vida académica es  en realidad una letrina de ambiciones, intrigas, envidias y pugnas por el poder. Pero al mismo tiempo comprueba que no tiene  salida distinta a la de seguir adelante, como quien camina en  línea recta hacia el desfiladero que le ha sido asignado.

 

Foto extraída de: Pinterest.

 

Destino, llaman a  eso algunos poetas.

Para distraerse de esa certeza lee a los clásicos- sobre todo a Shakespeare-  y camina por el campus. Un día descubre que siente una curiosa mezcla de respeto y compasión  por sus alumnos y ese sentimiento le ayuda a mantenerse vivo.

Empujado por su propia inercia, se cree enamorado de Edith, la hija de una familia de banqueros puritanos venida a menos y termina casado con ella. Ese es el otro capítulo del desastre que algunos llaman “su vida”.

“Y  así, como la de tantos otros, su luna de miel fue un fracaso, aunque no lo admitieran,  y no se dieran cuenta del significado hasta mucho tiempo después”, leemos en la página setenta y dos.

 

Foto extraída de: Sergio Carlos. Com. Stoner, la novela del escritor estadounidense John Williams (1922–1994), cautiva a sus lectores con una trama sencilla —la vida y conflictos de un profesor de Literatura en Missouri—

 

Mucho  antes de  llegar allí ya sabíamos que en Stoner, el  infierno conyugal es apenas  la metáfora  de otro más grande: el de la Historia entera, como bien nos lo hace saber el narrador cuando nos describe su estado de ánimo  ante la muerte de un amigo en la Primera Guerra Mundial y el solo aparente éxito de otro en la segunda.

En el intermedio acontece  la gran  bancarrota financiera de los años treinta, en la que miles de hombres, entre ellos el padre de Edith, se suicidan como única salida digna ante el descalabro.

Entretanto, a modo de colofón,  William  y Edith tienen una hija, Grace, cuyo nombre encarna en sí mismo la ironía. La  niña no tardará  en convertirse en espejo de su propia alma atribulada. Como desenlace ineludible,  a temprana edad  empieza a chapotear en  el alcohol y termina embarazada. En la descripción que el narrador hace de la madre en la página ciento ochenta y cuatro  adivinamos las razones de la desazón sin remedio  que rodea a la muchacha  como un halo heredado desde el comienzo de los tiempos:

“En su año cuadragésimo, Edith Stoner estaba tan delgada como la había estado de niña, pero con una dureza, una fragilidad, que provenía de su actitud  inflexible y que hacía que cada uno de sus movimientos pareciese desdeñoso y resentido. Las facciones de su rostro eran afiladas, y la piel fina y pálida se estiraba sobre ellas como sobre un armazón, por lo que las arrugas de su cara eran tensas e incisivas. Estaba muy pálida y usaba grandes cantidades de polvos y maquillaje de manera que parecía que cada día dibujase sus propios rasgos sobre una máscara blanca. Tras la piel dura y seca, sus manos parecían de hueso, y las movía incesantemente, retorciéndolas, arqueando los dedos y cerrando los puños hasta en los momentos de más calma”. 

 

Foto extraída de: Los Arciniegas Blogspot.

 

Desde hace muchos años, por lo menos desde Melvillle  y Hawthorne, los escritores norteamericanos se acostumbraron a mirar de frente la tierra yerma donde acontece el Apocalipsis y han vuelto  para contarlo. Thomas Pynchon, Ernest Hemingway, Jhon Dos Passos, William Faulkner, John Updike, Saul Bellow, Raymond Carver, John Cheever  y Sam Shepard  nos han enviado  sus  postales del fin  del mundo, como un vinagre para escaldar las heridas de la propia incertidumbre. John Williams no deshonra esa tradición. De hecho, en Stoner nos invita a la vivisección de un condenado  a muerte, como todos.

Por las páginas de la novela desfila  un grupo de personajes– de almas en pena- cuya única  seña de identidad es el fracaso, aunque a veces, entre botella y botella, o en el destello de la cópula, experimenten  la ilusión de que las  cosas podrían ser de otra manera.

Pero no hay redención posible  para estos condenados. En venganza por haberla sustraído a la farsa de su seguridad familiar, Edith se encarga de recordarle cada minuto  al marido su condición de perteneciente a una clase social inferior. Durante un breve verano, Stoner vive una aventura con Katherine, una joven estudiante que se le antoja una promesa de salvación.  Muy pronto, el mundo se encargará de  enseñarle que la dicha es apenas  un estremecimiento fugaz, del que se regresa con el cuerpo y el alma rotos.

Al final de la novela nos encontramos  a William Stoner, más derrotado que nunca, enfermo de cáncer y  mirando a los ojos de su propia muerte con la fascinación esperanzada de  los grandes desesperados.

 

Foto de John Williams extraída de: Spiegel.

 

Sabe que en sus brazos lo aguarda la calma que no conoció cuando araba los terrones duros  y pardos en la granja de sus padres, ni cuando acariciaba el cabello castaño de su hija. Mucho menos   en sus clases de literatura o   en el momento de penetrar el cuerpo rígido de Esther. Ni siquiera durante las mañanas infinitas en las que besó la piel de su joven amante.

Cuando el sol  se oculta y la luna llena se eleva en el horizonte, Stoner cree ver en la distancia un  montoncito de huesos resplandeciendo sobre la arena. Contemplando ese  fulgor experimenta un sentimiento inefable, pues intuye  que allí se oculta la clave entera de su errático destino.

Pacú, el chancho de río

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Ya pueden imaginar el tamaño de sus costillas, siendo más bien un pez plano y ancho, que si se le saca la piel puede ser confundido con carne de otro animal


 

El domingo pasado fuimos a comer a las afueras, si se puede llamar así a la casa de unos parientes situada en la esquina noroeste de la ciudad. Arribamos a poco más del mediodía con la intención de ser atendidos entre los primeros y disfrutar de lo mejor, que si uno llega rezagado a menudo ya no tiene para escoger. Mientras las brasas se ponían a punto en las dos parrillas del patio, nos colamos en el amplio jardín donde dos enormes árboles de pacay señoreaban, cargados de frutos.

Recogimos tantas vainas como pudimos para devorar a continuación la dulce telilla blanca o pulpa que envuelve a las semillas negras. En verdad teníamos hambre, y aquella ración de fruta nos vino bien, aunque diríase que empezamos mal iniciando el banquete con el postre. Pero qué mejor postre que al pie del árbol, me dije.

Menos mal que aquella merienda previa fue tan ligera que no nos afectó para nada en la degustación del plato principal. Ah, después de zamparme a mano limpia, un buen trozo de carne blanca, tierna y con sus lados achicharronados, concluyo que mi primo el pescador tenía razón: no hay mejor pescado fluvial que el Pacú, bicho voraz de la familia de las pirañas, sazonado por la naturaleza misma, ya que se alimenta de todo, especialmente de ciertas bayas y otros frutos pequeños que los árboles de la selva dejan caer junto a los ríos. En suma, una especie que por la delicadeza y sabrosura de su carne, podríamos comparar con la de un lechón pasado por el horno.

 

Foto fuente: José Crespo Arteaga.

 

El Pacú es un pez duro de pelar, mejor dicho, complicado de sacar del agua por la resistencia que opone a los pescadores, siendo su captura todo un orgullo para quienes practican la pesca deportiva con caña y anzuelo. Es un bicho mañoso, que no pica tan fácilmente, me comentó alguna vez mi primo, mientras me mostraba algunos magníficos ejemplares de hasta cincuenta centímetros que había capturado en una incursión a los ríos del parque Tipnis.

Ya pueden imaginar el tamaño de sus costillas, siendo más bien un pez plano y ancho, que si se le saca la piel puede ser confundido con carne de otro animal.

A propósito de confusiones, en la familia hay una anécdota muy celebrada respecto a la broma que le gastaron a mi tío Campe, quien tiene su fama de sibarita y que antaño repudiaba cualquier pescado por prejuicios adquiridos. Cierta vez, tío Campe pasaba por Villa Tunari, el pueblo más cercano del trópico cochabambino, aprovechando la ocasión para visitar a su primo Carlos que en aquellos años era el médico de la población. Quédate a cenar, que vamos a comer jochi pintao (paca común), le había prometido tía Anita, esposa de Carlos. Aficionado a la caza desde siempre, él aceptó encantado, quedando muy satisfecho con aquella pieza “exótica” que le sirvieron.

 

Foto fuente: José Crespo Arteaga.

 

Desde entonces, tío Carlitos relata una y otra vez cómo había engañado vilmente a su primo, para jolgorio de los oyentes. El domingo, tío Campe también se sumó al banquete pero a sabiendas, y viéndole deleitarse con su costillar de Pacú aprovechamos para preguntarle: ¿qué tal sabe tu jochi pintao, tío?

Las cocineras- mis primas- se lucieron con la sazón y el buen gusto a la hora de disponer las mesas. Viendo ese festival de colores y olores, el apetito se activaba al instante. Se agradecía que el pescado fuera servido en plato exclusivo y la guarnición aparte, a diferencia de la costumbre valluna que consiste en colmar los platos hasta el límite y formar una pequeña montaña si hace falta. Hasta los limones tenían su cuenco respectivo para la comodidad de los comensales.

Ni qué decir del sabor agradable y sutil (sin ese dejo fuerte de todo pescado en general) y la textura aterciopelada de la carne blanquísima bajo esa piel retostada y algo chamuscada.

 

Foto fuente: José Crespo Arteaga.

 

Y eso que la carne provenía de pacú criado en cautiverio. ¿Cómo sabrá la de pacús auténticamente salvajes, alimentados por la exuberancia de los ríos selváticos? A gloria, que lo sé yo, gracias a mi primo el pescador.

 

P.S. Como reconocimiento a mi primo Negro, gracias a cuyo esfuerzo he disfrutado de innumerables tardes de pescado.

Buenos Muchachos

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The Rolling Stones como metáfora del mayo francés de 1968


 

Entre 1968 y  1969 pasaron más cosas  en el mundo de las que podía resistir un corazón solitario.

Para empezar, tres astronautas  norteamericanos pusieron pie en la luna, poniendo el colofón a esa carrera espacial diseñada como  respuesta de los líderes políticos de su país al fracaso de la invasión a Cuba  y al malestar generado por las atrocidades cometidas en Vietnam. El festival de Woodstock supuso  el principio del fin de la sociedad prometida por los profetas de la era de acuarioEl submarino amarillo de  The Beatles   hacía agua por los cuatro costados.

A pesar de las promesas de apertura, la segregación racial se hizo más brutal que nunca en distintos lugares de Estados Unidos y en el territorio entero de Sudáfrica. Para entonces el  rock and roll era al mismo tiempo  banda sonora y válvula de escape de las enormes  energías que se concentraban en distintos lugares del planeta.

En medio del huracán estaban  The Rolling  Stones, un grupo de ingleses  dotados de enorme talento, que se apropiaron de los ritmos negros, de la poesía de Rimbaud y  Baudelaire, así como de las consignas  políticas  que desafiaban a la religión  basada en el consumo y el derroche.

 

Foto extraída de: Vulture.

 

En  1962, haciendo honor a su nombre tomado de una vieja canción de folk blues, se pusieron en marcha sin otro propósito que pasarla bien y de paso  conmover a las buenas conciencias temerosas de perder la tradición, la familia , la propiedad y con ellas la virginidad indefendible de sus hijas. I can get no satisfaction, I can get no reaction… and   I try … and I try , era el grito de batalla que resumía el sentimiento de frustración experimentado por  una generación que atravesó la década alentada por las promesas de amor y fraternidad  consignadas en   las  canciones de The Beatles.

Alguien tenía que ofrecerles  una respuesta a esos jóvenes que ya no lo eran tanto y que se enfrentaban a la vida adulta con  un vacío entre las manos como único legado  y con la certeza de un  colosal fraude instalada en el corazón.

El gran problema residía en que los Stones  tampoco la estaban pasando bien. El guitarrista Brian Jones,   uno de los fundadores de la banda, había muerto  ahogado en la piscina de su casa  después de una  temporada de conflictos con sus compañeros de aventura. Para  acabar de completar, durante el  festival de Altamont, organizado por Jagger y sus alegres pillastres, se produjo la muerte del joven negro Meredith Hunter, al parecer acuchillado por un integrante de los Hells Angels, los legendarios motociclistas  contratados para garantizar  la seguridad en el evento.

Los forjadores de leyendas urbanas insisten todavía en que algo tuvo que ver con el hecho  el estado de ánimo  desatado por la interpretación de Simpathy for the  Devil, una de las canciones mejor logradas en la historia del grupo.

 

Foto extraída de: Time Out

 

Lo demás es leyenda blanca, negra o rosa, dependiendo de las circunstancias y del humor de los músicos, que  de allí en adelante serían poco menos que otra pieza en el engranaje  de la industria del espectáculo.

Títulos como  Brown Sugar ( el nombre callejero de la  heroína), Love  in Vain,  Paint it Black o Gimme Shelter, al lado de las ya citadas  Simphaty for the Devil y ( I can get no ) Satisfaction  nos dicen bastante sobre el carácter  depresivo de unas canciones que retrataban  al dedillo el paisaje de   desastre  que sucede a toda utopía.

El mundo de los setentas tomaría otros rumbos  y  el camino de regreso a  no se sabe donde estaría salpicado por las que el poeta Joaquín Sabina llama “cenizas de revoluciones”.

Desde entonces Mick  Jagger,   Keith  Richards, Charlie Watts, Bill Wyman y Ron Wood parecen más una sombra de si mismos dedicada a  engrosar sus cuentas bancarias  y a saciar el apetito voraz de los empresarios del disco que un grupo de creadores capaces de ponerle música de fondo a los anhelos y frustraciones de más de una generación.

 

Foto extraída de: La República.

 

El año 2012 llegó con el anuncio de una avalancha de  libros, biografías, recopilaciones, películas   y conciertos dirigidos a celebrar los 50 años de la banda que estremeció al mundo en 1962. Puros fuegos de artificio para ocultar lo esencial: que la llama de la pasión  se apagó   hace muchos años. Sin embargo, entre el rescoldo de antiguos  fuegos todavía es posible  recuperar unos cuantos versos y unos riffs de guitarra, suficientes en todo caso para plantar este tributo a  los que, a pesar de todo, siguen siendo unos buenos muchachos.

«Un cansancio el hijueputa»

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La expresión es de Rigoberto Urán, ciclista colombiano, ídolo personal mío. Más adelante volveré a ella.


 

Elogio de mudos, rudos, ausentes y cansados.

Fragmento del libro Maneras de renunciar: de César David Salazar

(30 de mayo de 2017)

 

Yo de ciclista no tengo ni el pelo. Soy flojo, abúlico, tengo una inexplicable y tal vez hipocondríaca obstrucción en los bronquios desde que tengo uso de razón, y ni siquiera tengo bicicleta. Sin embargo, me encantan las competencias de ciclismo y, como todo el mundo por estos días, una vez más, adoro a Nairo Quintana, o al menos la imagen que tenemos de él: la del campeón honesto e incansable, dedicado, hecho a pulso, que exaltamos como la justa realización de algo que, con todo, esperábamos desde hace tiempo ─desde Cochise, desde Parra y Herrera, desde Botero─ y que sabíamos que llegaría tarde o temprano; como la culminación de un movimiento amplio ─social, cultural y no sólo deportivo─ en torno a ese aparato de dos ruedas que simboliza tantas cosas (libertad, individualidad, democracia de la movilidad), digno de un país que concentra la mayor parte de su población entre los pliegues de esa horquilla de tres puntas en la que acaba la cordillera de los Andes; un movimiento que en su base tiene, sobre todo, a un montón de jóvenes campesinos yendo y viniendo en bicicleta a través de las montañas, para ir a estudiar, para hacer mandados, para distraerse, para encontrarse, para hacer bribonadas, y hasta para huir; en suma, para combatir el hartazgo.

Visto así, lo de Nairo y otros ciclistas colombianos no nos deja de parecer un premio, y más que eso aún: como un modesto triunfo de nuestra cultura, de lo que, muy a pesar suyo, engendra este país en esas zonas rurales dejadas de la mano de dios, donde el Estado tiene menos presencia que el mercado y donde, por lo mismo, han rondado desde siempre misteriosos especuladores extranjeros, de esos que ya nos acostumbramos a ver en las cabeceras municipales tomando tinto y aguardiente, con ponchos ridículos, con sombreros; unos averiguando por minerales, otros por tierras y ganado y algunos, muy pocos en comparación, preguntando por jóvenes deportistas pobres, muchachos con un futuro incierto en el mundo de la construcción, de la agricultura o de la guerra.

En la región Andina colombiana, lo sabemos, abundan los reclutadores del ciclismo europeo como del fútbol en la cuenca del Río de la Plata, y así como en Argentina y Uruguay se ha consolidado ya una economía —sobre todo informal (y a veces hasta ilegal, rayana en la trata de personas)— alrededor de la exportación de futbolistas, así mismo en las montañas de nuestro país va aceitándose cada vez mejor ese engranaje de transacciones que mira todo el tiempo a Europa y que, en lugar de ligas y copas, piensa mejor en clásicas de ciudades belgas, en cronos británicas, en tours mediterráneos, y por supuesto en las tres grandes: La Vuelta, El Giro, El Tour. Y es así, y así va el mundo, y ahora un montón de gente barrigona tiene bicicleta y sale los domingos a las ciclovías con sus mallas del equipo Movistar, del Sky, del Orica, y los jóvenes intelectuales y los hípsters salen también, al lado de la gente barrigona, con sus mallas vintage del equipo Café de Colombia, del Manzana Postobón, y con esas gorritas chéveres a las que se les dobla la visera de para arriba, y todos ellos lucen eso como otros lucen esas camisetas del Barcelona que valen lo mismo que una bicicleta de segunda mano en buen estado.

Los deportes de exhibición tienen eso: lo llenan a uno de dilemas o, en todo caso, lo vuelven a uno el depositario inconsciente o como la encarnación involuntaria de un puñado de contradicciones éticas que nunca terminan de formularse del todo bien porque, expresándolas, es muy poco probable que uno mismo salga bien librado de ellas, totalmente exento de culpa; uno como simple espectador, quiero decir, como discreto admirador de las gestas increíbles que pasan por las pantallas y ante las cuales es tan difícil ser más o menos objetivo. Yo, por lo menos, no podría ser ecuánime cuando se trata de los Juegos Olímpicos o del Mundial de Fútbol, y confieso que más de una vez he faltado a un compromiso o abandonado mis tareas a cambio del placer modesto de ver algún partido de la Champions, una etapa reina del Giro o un cotejo de Federer en un Grand Slam. (“Más de una vez”, digo, cuando en el fondo sé que son muchas veces, muchas más de las que quisiera reconocer).

Y cómo no, si en esos niveles de competencia, en esos certámenes prestigiosos, realmente vemos una depuración altísima de la técnica y de la exigencia competitiva de cada disciplina, el mejor ejemplo de meritocracia del que podemos disponer hoy en día; y el hecho de que, en muchos deportes, la mayoría de quienes lo practican sean jóvenes desesperados, sin futuro, que justifican su esfuerzo desmedido bajo la probabilidad remota de un premio económico que los sacará de la pobreza y que, tal vez, no llegará nunca, hace que todo sea aún más admirable; más admirable, sí, pero también más complejo, al menos para quienes intentamos apreciar estas gestas. Porque, bien vista, la idea misma del mérito es desoladora, pues ya se sabe que la gloria del campeón humilde y esforzado, que tanto admiramos, se erige por encima del fracaso y la frustración de cientos o miles de muchachos igual de pobres que no llegaron o no se acercaron siquiera nunca a esa meta.

La pretendida meritocracia del deporte se mueve bajo la misma lógica de la excepción que impone el mercado a todo lo demás en esta vida, y esa lógica es cruel, y no hay otro adjetivo para describirla, y lo es más aún porque la olvidamos permanentemente. Baste aquí, para comprobarlo, un ejemplo desastroso que nos ofrece el propio ciclismo, y que en realidad era de lo que quería hablar en un principio: el caso reciente de Diego Andrés Suta.

Suta era un joven ciclista colombiano que, no hace mucho, el año pasado, apareció en todos los periódicos y noticieros del país. Era, sí, porque ahora está muerto; y como esto no es una crónica ni un reportaje, no tenemos la obligación de desplegar aquí ninguna sensiblería boba frente al deceso absurdo de aquel muchacho, víctima mortal involuntaria de un montón de circunstancias lamentables que rodean al ciclismo nacional (el estado precario de las vías, la total despreocupación por la seguridad de los ciclistas) pero, sobre todo, víctima de su propio afán… O tal vez no; tal vez todo lo que pasó con Suta no se trató más que de una serie de percances, malas decisiones y peripecias baratas que le llevaron al final a ese desenlace lamentable; tal vez, puede ser, pero la anécdota de su muerte se me aparece a mí ahora como un cuadro conmovedor, como un ejemplo plástico e indeciblemente cruel de la lógica perversa que le es inherente al mundo del deporte y, en general, al de la competencia ligada al éxito, que abarca casi todo en este mundo.

Un paréntesis: aquí podríamos, por supuesto, buscarnos un ejemplo más neutral en lugar de ultrajar la memoria de un pobre muchacho siniestrado. Podríamos, digamos, traer a colación el caso de Antonio Pisapia, uno de los protagonistas (el otro protagonista se llama igual) de El hombre de más, esa película maravillosa de Paolo Sorrentino cuya historia va algo así: A principios de la década de 1980, un modesto defensa de un equipo muy menor del Calcio italiano se rehúsa a aceptar un soborno para dejarse ganar un partido y, en consecuencia, es lesionado a propósito por uno de sus compañeros (éste sí, corrupto) en un entrenamiento; la lesión es severa y Antonio se ve forzado a adelantar su retiro de las canchas, luego de lo cual intenta levantarse de la depresión y perseguir su sueño de convertirse en entrenador para implementar, por fin, su “innovador” planteamiento táctico, basado en la utilización de un hombre de más en la línea de ataque del mediocampo prescindiendo de un defensor, con el cual esperaba revolucionar el anticuado paradigma italianísimo del catenaccio táctico y ultradefensivo. Antonio, por supuesto, fracasa estruendosamente como director técnico, y lo único que consigue dirigir antes de suicidarse es un equipito triste de fútbol-ocho que compite en un irrisorio torneo barrial.

Podríamos, pues, evocar un ejemplo así, bello e inofensivo, y dejar con ello sentada o refrendada la idea de que la competencia (deportiva, literaria, comercial, académica, o lo que sea) aparejada al triunfo de unos pocos sobre otros muchos tiene que ser, sin duda, un invento del Mal. Y bastaría con ello; y aún más: sobraría, porque Sorrentino basta y sobra para casi cualquier cosa en esta vida. Pero esto que escribo no lo escribo para desarrollar un argumento ni para convencer a nadie, ni mucho menos para recrear el intelecto o, peor aún, para hacer pedagogía.

Un ensayo de cualquier extensión se escribe, ante todo, creo yo, para confrontarse uno mismo éticamente, para situarse a propósito y sin ambages en el terreno de la ambigüedad moral, para revolcarse en ese pantano privado en el que se diluyen los principios y uno se ve a sí mismo como lo que es realmente cualquier ser humano: un manojo de contrasentidos, alguien que deambula a tientas entre lo que cree y lo que hace; para zambullirse ahí, digo, y no buscar sacar en claro nada más que el hecho consabido de que la realidad es contradictoria y despiadada, y que exige de uno que también lo sea un poco con ella.

Por ello me niego a contener mi impulso de hablar de aquello que, precisamente, fue lo que me movió a escribir esto en primer lugar: el accidente absurdo y ridículo de ese muchacho inocente, buena gente (al parecer) pero mediocre y desesperado, que ante mis ojos condensa plásticamente —tal vez de una manera del todo injusta e infundada— en una sola anécdota la idea de que el afán, el esfuerzo, la dedicación y el sentido de la competencia son al mismo tiempo admirables y detestables, y que, en vista de que también pueden llegar a ser fatales, más valdría evitarlos a toda costa, siempre. Fin del paréntesis.

La historia de la muerte de Diego Andrés Suta es corta, y no vale la pena adornarla mucho. Tampoco importa preguntarnos demasiado acerca de quién era, dónde nació, cómo fue su infancia; una vez más: esto no es una crónica ni una semblanza. Basta con decir que era un joven obrero de 22 años proveniente de Nemocón, ciclista amateur del equipo Ciclo Asses; cuando murió ocupaba los últimos lugares de la clasificación general en la Vuelta de la Juventud 2016, donde, por supuesto, abundaban los ojeadores nacionales y extranjeros, y donde, según dicen, Suta se jugaba su posible participación en el Clásico RCN.

Le decían “El Pibe” porque tenía una melena larga, despeinada y desteñida, y en la última etapa que corrió en su vida, yendo de Pasto a El Bordo (Cauca), era el último ciclista que el público veía pasar frente a sus ojos, contando con que exista un público para este tipo de eventos y que este público improbable todavía se quedara un rato largo, después de que los primeros corredores hicieran su aparición, para ver el paso del pelotón completo, y más aún: para esperar a los que se quedan detrás, rezagados por completo; si había un público así, o al menos un par de espectadores desocupados, de seguro vieron la melena de Suta agitarse tristemente: le vieron pedalear desesperado, varios segundos o minutos por detrás del resto de sus competidores, y alguno, tal vez, vio el momento exacto en el que, durante el descenso del Alto de Daza, seguramente afanado por alcanzar al pelotón, Suta se descolgó con furia y sin cuidado y fue a estrellarse fatalmente contra la baranda de una curva cerrada.

Ahora bien: se habrá tratado de un accidente, pero es imposible dejar de pensar en la angustia de ese muchacho, en su miedo al fracaso, en su tristeza. Algo aterradoramente humano resuena en esa historia extravagante y hace que tomen forma vaga unas preguntas que, en últimas, creo que son imposibles de responder: ¿Para qué? ¿Es justo? ¿Vale la pena?… Yo, por mi parte, estaría encantado de ser el primero en contestar a todas ellas con un no rotundo; pero es claro que no es tan fácil, y que allí reside el misterio de por qué una anécdota así conmueve casi a cualquiera, pues muy pocos seres humanos son ajenos al miedo a que, un buen día, se descorra de sus ojos un velo y se les muestre, desnuda y burlona, la futilidad de todas sus empresas.

Al leer los reportajes sobre Suta, recordé inmediatamente la frase reciente que había pronunciado Rigoberto Urán, ídolo mío y, al parecer, también de Suta —y por eso lo recordé—, eterno subcampeón, gamín de primera. Al terminar el Giro de Italia ese mismo año, días o meses antes de lo de Suta, a Rigoberto le preguntaron en una entrevista qué le había dejado esa carrera, una carrera tan importante; su respuesta fue tan bella como grosera, y para mí fue reveladora: «Un cansancio el hijueputa», dijo, y se rio, con esa risa infantil y transparente, y después se fue, y cuando yo escuché eso pensé que no cualquier deportista podría decir algo así, que había una sabiduría enorme escondida detrás de ese madrazo, y que hacían falta una cierta tranquilidad de espíritu y una inquebrantable voluntad de fracaso para articular aquella respuesta ─y eso que Urán es un competidor de alto nivel, y en absoluto un fracasado: es más bien que, después de todo lo que ha tenido que pasar, entiende que lo normal es perder─.

Considerada más allá de su coloquialismo, la respuesta de Rigo hace eco de una ética que, sin duda, se ha puesto en palabras más claras y profundas en diversas obras conspicuas desde los estoicos hasta nuestros días, y que podría ejemplificarse trayendo a colación el maravilloso Ensayo sobre el cansancio de Peter Handke, donde nos habla de polaridades opuestas: dice que hay cansancios buenos y cansancios malos; los últimos están emparentados con la abulia, el abatimiento y la inacción, mientras que los cansancios buenos constituyen un movimiento vital, que se afirma en el hartazgo y lo exacerba a través de la acción y el intercambio con el entorno mediante del agotamiento físico y mental.

«El cansancio abre», dice Handke, «le hace a uno poroso, crea una permeabilidad para la epopeya de todos los seres vivos». Pero, claro: esto es profundo porque lo dice Handke, y no un ciclista descachalandrado; yo, por mi parte, prefiero seguir enarbolando en ocasiones el apotegma de Rigo.

En fin: en ese momento pensé también que, con todo lo humilde y admirable que es, alguien como Nairo no daría jamás una respuesta así, severo como es consigo mismo; y finalmente divagué con extravagancia e imaginé que, eventualmente, las predilecciones ciclísticas y los afectos nostálgicos de los colombianos, tan dados a los bipartidismos, se irían a dividir entre el bando de Nairo y el bando de Rigo: los primeros serán los exitistas, los incansables, los que ponen la exigencia y el esfuerzo por encima de cualquier paz, de cualquier mueca burlona, los que se aferran a la promesa de un triunfo imposible, supuestamente merecido; los segundos, entre los que yo quisiera contarme (aunque a veces me cueste tanto), seremos aquellos que desvirtúan un poco el pretendido valor absoluto de las victorias, los que se cansan y lo dicen sin pudor, y actúan en conformidad con su cansancio, los que se ríen de sus fracasos en el mismo momento en que fracasan (porque reírse de eso después no es más que un consejo barato de libro de autoayuda), los que no tienen afán porque comprenden, en últimas, que siempre es demasiado tarde para cualquier cosa, así que qué más da…

Es raro, e irónico en un sentido muy cruel: Suta idolatraba a Rigo y llevaba encantado el mismo apodo que Carlos Valderrama, el gran jugador de fútbol (sin duda, el más exquisito que ha dado este país) y eterno perdedor que aún sobrevive y paga sus facturas repitiendo como un mantra ese “todo bien, todo bien” que no es más que un monumento costeño a la resignación (no olvidemos que El Pibe es de la escuela de Maturana, la del “perder es ganar un poco” que, a veces, habría que tomarse mucho más en serio).

Pero a Suta le ganó el afán, y la mala suerte, y la vida no le dio tiempo de exprimir con calma la sabiduría discreta de sus ídolos, a los que yo también les enciendo velas y profeso admiración.

Los debates presidenciales regionales

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Las campañas son un espacio privilegiado para establecer contacto directo con el ciudadano y conocer de primera mano sus necesidades particulares.


 

De esta campaña presidencial podrá decirse cualquier cosa, menos que ha estado aburrida. 

Venimos presenciando una discusión amplia de las posturas de los candidatos, los grupos políticos, de opinión, sectores productivos y ciudadanos del común. Estos últimos, quienes parecen interesarse de manera creciente en la política y en las decisiones en materia de gobierno.

En este orden de ideas, cobra especial relevancia el debate regional.  Nuestro país es diverso y pluri-cultural, y se debe a sus regiones, pero no las ha reconocido de manera suficiente. Las políticas públicas son diseñadas desde la fría capital, y generalmente no consultan las especificidades de cada zona del país, lo que muchas veces ha conllevado al fracaso en su implementación.

 

Foto extraída de: Metrolatam

 

Es difícil para un Presidente tener una idea amplia de las diferencias y particularidades de los territorios que componen la Nación, si esta conciencia no se ha adquirido de antemano en la campaña.

Gobernar es apabullante y absorbente, y el Presidente perderá la posibilidad de tener contacto real con las regiones y sus instituciones, a no ser que se decante por un ejercicio de micro gerencia, como el llevado a cabo por un recordado expresidente. Este modelo tiene la debilidad de sustituir la interlocución válida de la institucionalidad regional, otorgándole el poder omnipotente al gobernante de decidir sobre lo divino y lo humano.

Para decirlo en palabras más simples, cada propósito tiene su momento.  Las campañas son un espacio privilegiado para establecer contacto directo con el ciudadano y conocer de primera mano sus necesidades particulares. El tiempo de gobernar no se puede ir en ello, porque entonces se da lugar a la crítica, válida por demás, de estar gobernando “como si se estuviera permanentemente en campaña”.

 

Foto extraída de: Caracol Radio.

 

Para la gestión de cualquier organización humana, y el gobierno es una de las más importantes, es necesario contar con una estructura y saber delegar. Se requieren Ministerios, al igual que la burocracia que los acompaña (recordar que esta palabra designa un aparato administrativo, y no necesariamente se refiere a la acepción negativa de exceso de personal innecesario e inoperante); y también es forzoso contar con la institucionalidad regional, que se encargue de velar por los intereses locales y de tramitar recursos y apoyos debidamente.

Así pues, no se comprende cómo algunos candidatos pueden desestimar la participación en foros regionales, argumentando algunas excusas (que podrían ser válidas, pero no suficientes), como los vergonzosos hechos de orden público que acompañaron a la reciente reunión (fallida como acto público) en Manizales.

Estas renuencias de asistir a debates en general, que de fondo pretenden proteger de la exposición al error a los candidatos punteros en las encuestas, me recuerdan el frustrado encuentro de la infancia promovido por RTVC y la Unicef: los aspirantes no asistieron al evento dejando a los niños con los crespos hechos.

 

Foto extraída de: Ok País.

 

El caso es, que el electorado necesita saber cuáles son los compromisos de los candidatos con las regiones. Así que, bienvenidos todos los candidatos al debate de hoy en Pereira, y ¡ojalá no nos dejen plantados como a los niños!

Contingencia ministerial en la cartera de Medio Ambiente

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La ausencia de contingencia en la industria petrolera (argumento esgrimido por el Ministro de Medio Ambiente) nos ha costado la contaminación de los caudales de los ríos a lo largo de 25 kilómetros, lo cual equivale a la distancia que hay de Pereira a Chinchiná


 

Una frase retumbó en mi cabeza toda la semana “no había plan de contingencia”. Y ¿qué es la contingencia?, es la posibilidad que algo suceda o no, según el diccionario de la lengua española.

Contingencia es ¿nombrar a una persona indolente ante la vida en el Ministerio encargado de proteger la naturaleza? Hemos tenido en la cartera de Medio Ambiente a industriales, constructores, mineros, que han impreso su huella o sesgo a las decisiones ambientales, lo cual no es, en principio una falta ética o negativo de por sí, pero que hoy nos tiene enfrentando uno de los más graves desastres ambientales sucedidos en el país.

Y me pregunto, si un candidato presidencial y mucho más un presidente no tiene sombra de duda sobre la idoneidad y la pericia que debe tener su Ministro de Hacienda, ¿por qué el Ministerio de Medio Ambiente sirve para la estrategia política primero y después para formar un organismo sólido y con una visión a largo plazo que asegure la sostenibilidad del país?

 

Foto extraída de: Semana.Com

 

Las decisiones ambientales son mucho más arriesgadas que las de la hacienda pública, ya que ni con dinero podría solucionarse la mala ejecución de una política, la falta de control o una reglamentación errada.

La ausencia de contingencia en la industria petrolera (argumento esgrimido por el Ministro de Medio Ambiente) nos ha costado la contaminación de los caudales de los ríos a lo largo de 25 kilómetros, lo cual equivale a la distancia que hay de Pereira a Chinchiná, esta contaminación lleva a la afectación de la fauna y la flora en un área no menor a 150 ha lo cual es igual a sumar ciento cincuenta cascos urbanos de una población como Apía, sumado a la afectación de los acueductos, producciones y la reubicación de por lo menos 14 familias de la zona.

Todo estas consecuencias de la mala ejecución de la agencia estatal para la explotación de hidrocarburos se podrán enfrentar con barreras para contener el derrame, con la utilización de la mano de obra de los campesinos y afectados que han visto devastado su territorio y con el anuncio del inicio de investigaciones a los responsables, que tomarán un tiempo largo en concluir y con la consecuente valoración de indemnizaciones y demás acciones de compensación por el daño causado. Pero ninguna de estas medidas podrá volver a su estado ambiental la zona afectada por el derrame.

 

Foto extraída de: Dígame

 

Ante la irreversibilidad a corto plazo de estas consecuencias, el jefe de la cartera ha luchado por mantenerse en su puesto lanzando frases incoherentes ante los ambientalistas que hacen ruido en las puertas del ministerio, frases como “yo los invito que en vez de pedir mi cabeza, vengan como yo a la zona a tratar de contener el derrame”. Si no fuera por la población y el apoyo de organizaciones ambientalistas el desastre no se habría registrado en medios y los responsables no habrían intensificado las medidas para afrontar la situación, sino fuera por los ambientalistas la autorización del fracking en el Magdalena medio no habría salido a la opinión pública.

Y una y otra vez la argumentación del ministro se debilita, “no había plan de contingencia”, cuando el problema es que la cartera y su cabeza parece ser la contingencia política en una campaña hasta la presidencia, un jefe de cartera sin asomo de asumir las consecuencias de su falta de previsión e indolencia ante los desastres ambientales acaecidos en su gestión.

Discurso íntegro de Sergio Ramírez, Premio Cervantes 2017

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El escritor nicaragüense se convierte en el primer autor centroamericano en recoger el Premio Cervantes


 

Foto extraída de: Nodal Cultura

 

Discurso íntegro de Sergio Ramírez, Premio Cervantes 2017

(Extraído de: El Pais de España . Com)

 

 

Permítanme dedicar este premio a la memoria de los nicaragüenses que en los últimos días han sido asesinados en las calles por reclamar justicia y democracia, y a los miles de jóvenes que siguen luchando, sin más armas que sus ideales, porque Nicaragua vuelva a ser República. Vengo de un pequeño país que erige su cordillera de volcanes a mitad del ardiente paisaje centroamericano, al que Neruda llamó en una de las estancias del Canto General “la dulce cintura de América”. Una cintura explosiva. Balcanes y volcanes puse por título a un ensayo de mis años juveniles donde trataba de explicar la naturaleza cultural de esa región marcada a hierro ardiente en su historia por los cataclismos, las tiranías reiteradas, las rebeliones y las pendencias; pero, en lo que hace a Nicaragua, también por la poesía. Todos somos poetas de nacimiento, salvo prueba en contrario.

“Poeta” es una manera de saludo en las calles, de acera a acera, se trate de farmacéuticos, litigantes judiciales, médicos obstetras, oficinistas o buhoneros; y si no todos mis paisanos escriben poesía, la sienten como propia, gracias, sin duda, a la formidable sombra tutelar de Rubén Darío, quien creó nuestra identidad, no sólo en sentido literario, sino como país: “Madre, que dar pudiste de tu vientre pequeño/tantas rubias bellezas y tropical tesoro/tanto lago de azures, tanta rosa de oro/tanta paloma dulce, tanto tigre zahareño…”, escribe al evocar la tierra natal.

En mi caso, me declaro voluntariamente un poeta, en el sentido que Caballero Bonald recordó desde esta misma cátedra al recibir el premio Cervantes del año 2012: “esa emoción verbal, esas palabras que van más allá de sus propios límites expresivos y abren o entornan los pasadizos que conducen a la iluminación, a esas «profundas cavernas del sentido a que se refería San Juan de la Cruz»”.

La poesía es inevitable en la sustancia de la prosa. Lo sabía Rubén quien, además de la poesía, revolucionó la crónica periodística y fue un cuentista novedoso. Y es más. Creo que alguien que no se ha pasado la vida leyendo poesía, difícilmente puede encontrar las claves de la prosa, la cual necesita de ritmos, y de una música invisible: “la música callada/la soledad sonora”. Es lo que Pietro Citati llama “la música de las cosas perdidas” en La muerte de la mariposa, al hablar de la prosa de Francis Scott Fitzgerald: “para la mayoría de la gente, las cosas se pierden sin remedio. Pero para él, dejaban una música. Y lo esencial en un escritor es encontrar esa música de las cosas perdidas, no las cosas en sí mismas”.

No todos en Nicaragua escriben versos, pero Rubén abrió las puertas a generación tras generación de poetas siempre modernos, hasta hoy, con nombres como los de Carlos Martínez Rivas, y Ernesto Cardenal y Claribel Alegría, honrados ambos con el premio Reina Sofía de Poesía Hispanoamericana; o el de Gioconda Belli.

Curioso que una nación americana haya sido fundada por un poeta con las palabras, y no por un general a caballo con la espada al aire. La única vez que Rubén vistió uniforme militar, con casaca bordada de laureles dorados y bicornio con airón de plumas, fue al presentar credenciales en 1908 como efímero embajador de Nicaragua ante Su Majestad Alfonso XIII; un uniforme, además, que le fue prestado por su par de Colombia, pues no tenía uno propio.

Rubén trajo novedades liberadoras a la lengua que recibió en herencia de Cervantes, sacudiéndola del marasmo. “Todo lo renovó Darío: la materia, el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado y no cesará; quienes alguna vez lo combatimos, comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar el Libertador”, dice de él Borges.

La lengua que era ya la de Cervantes hizo a Centroamérica el viaje de ida cuando el 19 de agosto de 1605 llegaron a Portobelo los primeros ejemplares del Quijote; y el viaje de vuelta con los primeros ejemplares de Azul: es cuando el 22 de octubre de 1888 Don Juan Valera escribe desde Madrid en una de sus Cartas americanas: “ni es usted romántico, ni naturalista, ni neurótico, ni decadente, ni simbólico, ni parnasiano. Usted lo ha revuelto todo: lo ha puesto a cocer en el alambique de su cerebro, y ha sacado de ello una rara quintaesencia”.

Tres siglos después de Cervantes, él devolvió a la península una lengua que entonces resultó extraña porque venía nutrida de desafíos y atrevimientos, una lengua que era una mezcla de voces revueltas a la lumbre del Caribe, de donde yo también vengo, porque Centroamérica es el Caribe, ese espacio de milagros verbales donde los portentos pertenecen a la realidad encandilada y no a la imaginación, a la que sólo toca copiarlos: el propio Rubén, Alejo Carpentier, merecedor del premio Cervantes, Miguel Angel Asturias y Gabriel García Márquez, ganadores ambos del premio Nobel. En el Caribe toda invención es posible, desde luego la realidad es ya una invención en sí misma.

En ese sentido, me figuro a Cervantes como un autor caribeño, capaz de descoyuntar lo real y encontrar las claves de lo maravilloso, cuando nos habla en El coloquio de los perros de la Camacha de Montilla, que “congelaba las nubes cuando quería, cubriendo con ellas la faz del sol, y cuando se le antojaba, volvía sereno el más turbado cielo; traía los hombres en un instante de lejanas tierras; remediaba maravillosamente las doncellas que habían tenido algún descuido en guardar su entereza. Cubría a las viudas de modo que con honestidad fuesen deshonestas, descasaba las casadas y casaba las que ella quería…”

Rubén reconoció en sí mismo las señales de su mestizaje triple, “el signo de descender de beatos e hijos de encomenderos, de esclavos africanos, de soberbios indios…”, y desde allí, de esa húmeda oscuridad donde se confunden los ruidos y los murmullos de la historia, se arma en relámpagos la lengua que el nuevo mundo devuelve a la España de Cervantes.

La virtud de Rubén está en revolverlo todo, poner sátiros y bacantes al lado de santos ultrajados y vírgenes piadosas, hallar gusto en los colores contrastados, ser dueño de un oído mágico para la música y otro no menos mágico para el ritmo, sonsacar vocablos sonoros de otros idiomas, dar al oropel la apariencia del oro y a los decorados sustancia real, conceder a los aires populares majestad musical, hallar y ofrecer deleite en el acaparamiento goloso de lo exótico: “un ansia de vida, un estremecimiento sensual, un relente pagano”.

Pero esa lengua nunca dejó de ser la lengua cervantina, otra vez, como en el siglo de oro, una lengua de novedades, y es esa lengua de ida y de vuelta la que hoy se reinventa de manera constante en el siglo veintiuno mientras se multiplica y se expande. Una lengua que no conoce el sosiego. Una lengua sin quietud porque está viva y reclama cada vez más espacios y no entiende de muros ni fronteras.

Rubén cuenta en su autobiografía que en un viejo armario de la casa solariega donde pasó su infancia de huérfano en León de Nicaragua, encontró los primeros libros que habría de leer en su vida. Tenía diez años de edad. “Eran un Quijote”, dice, “las obras de Moratín, Las mil y una noches, la Biblia; los Oficios, de Cicerón; la Corina, de Madame Staël; un tomo de comedias clásicas españolas, y una novela terrorífica de ya no recuerdo qué autor, la Caverna de Strozzi”. Y termina comentando: “extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño”. La edición en dos pequeños tomos en letra apretada de la Vida y hechos del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, que tuvo entonces en sus manos, era del año 1841, y había salido de la Imprenta de J. Mayol y Compañía, en Barcelona.

Era aquel mismo niño a quien su tío abuelo, y padre de crianza, el coronel Félix Ramírez Madregil, igual que José Arcadio Buendía hace con su hijo Aureliano, lo llevó a conocer el hielo: “por él aprendí pocos años más tarde a andar a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños, las manzanas de California y el champaña de Francia”, recuerda en esa misma autobiografía.

Cuando ya dueño del tesoro del viejo armario escoge el Quijote, la primera de tantas lecturas que haría de él en su vida, lo que empieza es un viaje, porque toda lectura es un viaje. Pero este será un viaje en que se narra otro viaje.

Al revés de Ulises, que quiere llegar sin contratiempos a su hogar en Ítaca, don Quijote sale de su hogar en algún lugar de la Mancha en busca de contratiempos. Quiere ser interrumpido, y no se sorprende de las interrupciones; a eso ha salido, a toparse con ellas: endriagos, bribones poderosos, malvados encantadores, tentaciones de la carne que como buen caballero debe rechazar, sometido como se halla al voto de casta fidelidad a su dama.

El mundo rural que don Quijote va a recorrer tendría muy poco de atractivo para alguien que emprende un viaje con sentido común, bajo las necesidades impuestas por la vida cotidiana. Es su imaginación encandilada la que creará los obstáculos, peligros y desafíos. Claro que los obstáculos que Ulises encuentra mientras navega hacia Ítaca, también son fruto de la imaginación, la imaginación de Homero: sirenas cuyo canto causa la perdición de los navegantes, hechiceras que convierten en cerdos a los hombres, vientos encerrados en un odre que provocan naufragios al ser desatados.

Pero los gigantes, magos, damas cautivas, cuevas y castillos encantados que don Quijote va hallando en la ruta, nacen de su propia imaginación. Es un mundo creado por él mismo, como personaje, superpuesto al mundo real. Es su propio personaje, en tanto Ulises es personaje de Homero. Ulises es un mentiroso consumado, que inventa para enredar a los demás. Don Quijote inventa para sí mismo, es criatura de su propia ficción. Apenas recobra el seso, todo aquel tinglado construido en su mente se deshace, los cortinajes y decorados desaparecen, y lo que permanece a la vista es la simple realidad racional. Entonces, sólo le queda morir.

Ambos mundos, el real y el imaginado, se corresponden y se oponen en las páginas del Quijote. Los castillos de tiempos idos son las ventas del camino, y los venteros no son encantadores, sino prosaicos hospederos que si pueden esquilman a los viajeros. Pero un mundo no podría existir sin el otro, porque es su contrario y al mismo tiempo su contrapeso y complemento.

Desde aquel primer viaje Rubén ya nunca abandonaría a Cervantes, que se convierte en un modelo suyo, literario y vital, según su soneto: “Horas de pesadumbre y de tristeza/paso en mi soledad. /Pero Cervantes/es buen amigo. Endulza mis instantes/ ásperos, y reposa mi cabeza…”

“Él es la vida y la naturaleza,/ regala un yelmo de oros y diamantes/ a mis sueños errantes/. Es para mí: suspira, ríe y reza.”, dice en la siguiente estrofa. La vida tal como es. El tiempo ya muerto de los caballeros andantes, que tampoco es un tiempo histórico pues se trata de personajes de ficción, entra en el tiempo real contemporáneo, y entre ambos se produce un choque que, en lugar de destruirlos, los hace vivir.

Y no se destruyen porque Cervantes narra con naturaleza esas historias asombrosas y disparatadas, lejos de afectaciones e impostaciones que generalmente esconden ignorancia. Un escritor natural es aquel que sabe de qué está hablando. Habla al oído del lector, no se desgañita. Conversa con suaves ademanes; enamora con la palabra y con los gestos: “parla como un arroyo cristalino”.

Frente a la locura que pasma, Cervantes no se inquieta; se ríe de manera sosegada, sin dejarse ver por el lector, y al tomar distancia de ese mundo estrafalario con la risa, que está lejos de ser una risa malvada, o jayana, nos enseña a ser compasivos, y nos acostumbra a contemplar con naturalidad la maravilla: “es para mí: suspira, ríe y reza”.

Los mundos muertos, construidos de cartón piedra, los decorados que huelen a pintura o a vejez, tarde o temprano serán comidos por la polilla, porque lo falso no sobrevive. En cambio, el mundo insuflado de naturaleza por virtud de las palabras, se parece a la vida, o es como la vida. Naturaleza y vida se vuelven así inseparables.

Y naturaleza y vida tienen que ver, sin duda, con el humor y la melancolía, que también son almas gemelas, como lo explica Ítalo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio: “así como la melancolía es la tristeza que se aligera, así el humor es lo cómico que ha perdido la pesadez corpórea…”.

Estas dos cualidades de la literatura y de la vida se auxilian también en equilibrio porque tienen la sustancia de la ligereza. El humor en Cervantes pierde la pesadez corpórea de lo cómico. Vive de la ligereza, y en la ligereza, contraria a la pesadez que no deja circular el aire entre las líneas del texto.

Tal como Sergio Pitol, premio Cervantes del año 2005, muerto este mismo mes en México, y a quien rindo homenaje, cervantino hasta la médula porque nunca se atuvo a la pesadez, y supo trocarla por el humor, la ironía y la parodia; un “raro” de los de Rubén, que supo hacer de la escritura una fiesta.

En Vida de don Quijote y Sancho, Unamuno nos recuerda que don Quijote nos hace reír porque su seriedad a la vez nos divierte, y nos conmueve. No cree en el ridículo, porque para él el ridículo no existe: “caballero que hizo reír a todo el mundo, pero que nunca soltó un chiste…”.

Y Rubén, al invocarlo en Letanía de Nuestro Señor don Quijote: “Rey de los hidalgos, señor de los tristes/que de fuerza alientas y de ensueños vistes/coronado de áureo yelmo de ilusión…”, también invoca la naturaleza natural de las cosas: “escucha los versos de estas letanías/hechas con las cosas de todos los días/ y con otras que en lo misterioso vi…”.

En algún momento de la vida, uno se encuentra con Cervantes. Fue mi madre, Luisa Mercado, quien en sus clases de literatura en el colegio de secundaria, porque tuve la infinita suerte de ser su discípulo, me enseñó a leer el Quijote, y el Libro del buen amor del Arcipreste, los versos del Marqués de Santillana, las Coplas de Jorge Manrique por la muerte de su padre, a Lope y Quevedo; y no pocos de esos poemas los aprendí de memoria para siempre.

Guardaba ella un ejemplar en cuarto mayor del Quijote que había pertenecido a mi abuelo Teófilo Mercado, converso a la austera religión bautista que llegaron a predicar en 1910 unos misioneros de Alabama, y desde antes liberal positivista, creyente con fe ciega en el progreso y en la educación, una especie de discípulo de Augusto Comte extraviado en Masatepe, el pequeño pueblo cafetalero de la meseta del Pacífico de Nicaragua donde nací.

Era agricultor, agrimensor, constructor de pozos artesianos y ebanista. La mesa donde escribo salió de sus manos. Y entre sus libros de medicina, agronomía, y geodesia, y manuales de geometría plana y álgebra elemental, estaba El Quijote. Si para él toda lectura debía ser didáctica, y despreciaba a los poetas que se dejaban largo el pelo y a los novelistas que se perdían en el relato de desgracias amorosas y aventuras inventadas, ¿qué hacía, entonces, El Quijote en compañía tan extraña en su librero, sino desmentir su lejanía de la imaginación? ¿Y no lo desmiente también su nieto novelista?

Cervantino y dariano, ato mi escritura con un nudo que nadie puede cortar ni desatar. Un nudo de palabras en mi oído desde la infancia, amamantado en una lengua híbrida que traía los viejos sones del siglo de oro represados en la arcaica arcadia verbal campesina, y entreveradas a esas palabras, que brillaban como gemas antiguas entre el polvo de los siglos, las de la lejana lengua náhuatl –Masatepe, mazatltepetl, tierra de venados- y desde muchos antes las de la lengua mangue, que mientras el paisaje de mi niñez se despeña hacia el cráter de la laguna de Masaya, al pie del volcán Santiago, donde bulle a ojos vista la lava rojo, malva y amarillo, como en la boca del infierno, los residuos de esa lengua ya casi olvidada van marcando los territorios comarcanos, Ñamborime, cerca del agua, Jalata, agua arenosa, Nimboja, camino hacia el agua.

La lengua se hace primero en el oído. El mundo de un niño es un mundo de voces que alguna vez se vuelven escritura. Las de las consejas y las leyendas, las de los pregones de los mercados, la de los romances anónimos bordoneados en las guitarras. Las de la tertulia vespertina a la que comparecía mi abuelo paterno Lisandro Ramírez, violinista y compositor de valses, fox-trots y mazurcas, y maestro de capilla de la iglesia parroquial, junto a mis tíos músicos, pobres como él, y bohemios, quienes formaban entre todos la orquesta Ramírez. Reunidos en la tienda de abarrotes de mi padre, Pedro Ramírez, el único que se había resistido a tocar un instrumento porque lo cargaron con el pesado contrabajo, se entretenían en un solo jolgorio de conversación antes de subir las gradas de la iglesia parroquial para tocar el rosario de las seis de la tarde, una fiesta verbal cervantina aquella plática en la que nunca contaban chistes groseros, despreciaban el ridículo, convertían sus penas en alegrías, y se burlaban con gracia de sus propias desgracias, ganándose así, al reírse de ellos mismos, la soberanía de reírse de los demás.

Narrar es un don que no brota sino de la necesidad de contar, esa necesidad apremiante sin la cual, quien se entrega a este oficio incomparable, no puede vivir en paz consigo mismo. Desde el fondo de esa necesidad un novelista debe iluminar en su prosa todo aquello que yace en las profundas cavernas del sentido, acercar la antorcha a los rostros de los personajes ocultos en la oscuridad, revelar los entresijos cambiantes de la condición humana.

Es una epifanía de cada día, que no se da sin el uso de los procedimientos debidos, que empiezan por sentarse a escribir entre cuatro paredes como un prisionero que disfruta y padece de la necesidad de contar. Hay que saber atrapar la gracia. La escritura es un milagro provocado. Y no pocas veces un milagro una y otra vez corregido. “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo…y no hay sino la palabra que huye”, dice Rubén. La página en blanco está llena de rastros, de sombras de palabras fugitivas.

Siento que soy, así, la síntesis de mis dos abuelos, el músico y el ebanista, el que pulsa el arco y el que empuña la gubia, a medias el compositor que llenaba con sus signos melódicos la hoja de papel pautado, y a medias el artesano que nunca estuvo conforme con un mueble de gavetas desencajadas, que no asentara bien sobre el suelo, o cuyas junturas dejaran luces.

Escribo entre cuatro paredes, pero con las ventanas abiertas, porque como novelista no puedo ignorar la anormalidad constante de las ocurrencias de la realidad en que vivo, tan desconcertantes y tornadizas, y no pocas veces tan trágicas pero siempre seductoras. Mi América, nuestra América, como solía decir Martí. La Homérica Latina, como la bautizó Marta Traba.

A ese paisaje iluminado y a la vez lleno de sombras, desolado y a la vez lleno de voces recurro, dominado por la curiosidad y el asombro, en busca de sus rincones ocultos y de los humildes personajes que lo pueblan, cada uno cargando a cuestas sus pequeñas historias, y me seduce verlos caminar, sin ser advertidos, o sin advertirlo, hacia las fauces que los engullen, víctimas tantas veces del poder arbitrario que trastoca sus vidas, el poder demagógico que divide, separa, enfrenta, atropella. Ese poder que no lleva en su naturaleza ni la compasión ni la justicia y se impone por tanto con desmesura, cinismo y crueldad.

A través de los siglos la historia se ha escrito siempre en contra de alguien o a favor de alguien. La novela, en cambio, no toma partido, o si lo hace, arruina su cometido. El vasto campo de La Mancha es el reino de la libertad creadora. Un escritor fiel a un credo oficial, a un sistema, a un pensamiento único, no puede participar de esa aventura diversa, contradictoria, cambiante, que es la novela. Una novela es una conspiración permanente contra las verdades absolutas.

La realidad, que tanto nos abruma. Caudillos enlutados antes, caudillos como magos de feria hoy, disfrazados de libertadores, que ofrecen remedio para todos los males. Y los caudillos del narcotráfico vestidos como reyes de baraja. Y el exilio permanente de miles de centroamericanos hacia la frontera de Estados Unidos impuesto por la marginación y la miseria, y el tren de la muerte que atraviesa México con su eterno silbido de Bestia herida, y la violencia como la más funesta de nuestra deidades, adorada en los altares de la Santa Muerte. Las fosas clandestinas que se siguen abriendo, los basureros convertidos en cementerios.

Cerrar los ojos, apagar la luz, bajar la cortina, es traicionar el oficio. Todo irá a desembocar tarde o temprano en el relato, todo entrará sin remedio en las aguas de la novela. Y lo que calla o mal escribe la historia, lo dirá la imaginación, dueña y señora de la libertad, “por la que se puede y debe aventurar la vida”, pues no hay nada que pueda y deba ser más libre que la escritura, en mengua de sí misma cuando paga tributos al poder el que, cuando no es democrático, sólo quiere fidelidades incondicionales. Somos más bien testigos de cargo. Nuestro oficio es levantar piedras, decía Saramago; si debajo lo que hallamos son monstruos, no es nuestra culpa.

En mis años juveniles “tuve otras cosas en qué ocuparme, dejé la pluma y las comedias…”, como expresa nuestro padre Cervantes. Y si un día me aparté de la literatura para entrar en la vorágine de una revolución que derrocó a una dictadura, es porque seguía siendo el niño que se imagina de rodillas en el suelo de la venta presenciando la función de títeres del retablo de Maese Pedro, ansioso de coger un mandoble para ayudar a don Quijote a descabezar malvados.

Pero vuelvo a citar el primer párrafo de Historia de dos ciudades de Dickens, tal como lo hice en mi libro de memorias acerca de esos años, Adiós muchachos: “fue el mejor de los tiempos, fue el peor de los tiempos; fue tiempo de sabiduría, fue tiempo de locura; fue una época de fe, fue una época de incredulidad; fue una temporada de fulgor, fue una temporada de tinieblas; fue la primavera de la esperanza, fue el invierno de la desesperación”.

Vivo en mi lengua, en el ancho territorio de la Mancha, según la dichosa frase de Carlos Fuentes, un territorio verbal y a la vez una mancha indeleble. La Mancha que no se deslíe ni se borra. La escritura manchada, contaminada de belleza y de verdades, de ilusión y realidad, de iniquidades y de grandeza.

Y al recordar a Fuentes, amigo y maestro, traigo delante de mí la deuda imperecedera con los escritores del boom, tan próximos a mí y que tanto me enseñaron. García Márquez, quien volvió a inventar la lengua en sus redomas de alquimista trasmutando la realidad en prodigio; Cortázar, quien en las páginas de Rayuela dio a mi generación las claves de la rebeldía sin sosiego, él, quien me hizo cronopio para siempre; el propio Fuentes, quien subió a los andamios para pintar la historia de México y la de América como un alucinante mural en movimiento; y Mario Vargas Llosa, cuyas novelas desarmé página a página, como si se tratara de un mecano, para aprender así los rigores del oficio.

Y la otra deuda imperecedera. Tulita, mi esposa, a quien debo en muchos sentidos mi oficio, y quizás sea suficiente explicarlo repitiendo lo que puse en la dedicatoria inscrita en mi novela Castigo Divino, de cuya publicación se cumplen ahora treinta años: que ella inventó las horas para escribirla; así como, mejor novelista que yo, ha inventado mi vida. Y junto con ella, lo que debo a mis hijos y nietos, presentes todos aquí, mi prole de la primavera del patriarca, de la que me siento tanto orgulloso como dichoso.

Gracias a Juan Cruz, el Juan de Juanes, que supo armarme de nuevo con las armas de la literatura cuando regresaba de otras lides con la lanza quebrada; a Antonia Kerrigan, la mejor agente literaria del mundo, y a Pilar Reyes, la mejor editora del mundo.

Gracias al jurado del premio Cervantes, presidido por el Director de la Real Academia de la Lengua, Darío Villanueva, por apuntar de manera tan generosa su brújula hacia mi obra.

Y gracias, don Felipe, por esta honra que España, la de “los mil cachorros sueltos” de la lengua, concede a Centroamérica a través mío, y a mi país de vientre pequeño, pero tan pródigo.

La inteligencia, la bohemia, las utopías

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Rafael Gutiérrez Girardot (Sogamoso, Boyacá, 5 de mayo de 1928 – f. Bonn, Alemania; 26 de mayo de 2005), filósofo, ensayista y editor colombiano.


 

Ha sido considerado como una persona notable dentro del ámbito cultural colombiano del siglo XX, un espíritu polémico, crítico y riguroso, una obra sólida construida en el extranjero, pero siempre con la mirada atenta al país y al continente, en definitiva, un hombre fiel a su tiempo.

 

La inteligencia, la bohemia, las utopías

(Fragmento del libro: Modernismos/Supuestos Históricos y culturales)

 

EL INTELECTUAL es una figura iridiscente. Rubén Darío condena y alaba a Theodore Roosevelt, canta la sangre de Hispania fecunda, sospecha el advenimiento de alguna revolución, y elo- gia al burgués que le paga, y sirve al dictablando Rafael Núñez. Maurice Barres postula el culto del yo, ataca a sus colegas “los intelectuales” en nombre del pueblo, escribe sus ensayos Du sang, de la volupté et de la mort (1893) en los que pretende explicar las relaciones entre las fuerzas fundamentales de la vida, pero la fuerza, fundamental sangre, lo hace descender a la glorificación de un racismo nacionalista (tres francais) que lo conduce directamente al nacionalsocialismo. Azorín abandona su anarquismo, y aunque cultiva la interioridad, entra a servir al Estado, redescubre los pueblos que había detestado.

Unamuno postulaba la “europeización” de España, se sintió socialista, se retractó de la europeización, y aunque se alimentaba de la lectura de teólogos protestantes (Kierkegaard fue un peculiar teólogo protestante) que descendían en última instancia del movimiento iniciado por Kant, le bastaba más que de sobra el que España tuviera a la mística Teresa y que no hubiera producido a Kant.

Protestó valientemente contra la ominosa frase de Millán Astray, que podía ser un resumen castrense de su pensamiento: elemental como todo lo castrense, pero, al cabo, resumen. Stefan George esbozó un Nuevo Reino de selectos, de monjes del arte y del refinamiento intelectual, del espíritu y la disciplina estética, sin percatarse de que lindaba no sólo con la cursilería y con la vulgaridad maloliente de la pequeña burguesía, sino con la barbarie del Tercer Reich de Hitler. D’Annunzio, el decadente de su propia ópera, cambió los nervios finos, las osadías, el “cosmopolitismo” por la exaltada adhesión al fascismo. Leopoldo Lugones pasó del Lunario sentimental, lúdico, refinado, adelantado de las vanguardias, a la glorificación del “brazo de la espada” que, como el de la Santa Madre hispana, prefiere el yermo intelectual a cualquier audacia lunar o a cualquier normalidad del otro espíritu (no el del Santo).

Y Antonio Machado, en fin, quien por sus “gotas de sangre jacobina”, su masonería y su emotivo cripto-comunismo hubiera justificado la leyenda de que la anti-España era obra de una conjuración inter- nacional del comunismo, la masonería y el judaísmo (este faltó en Machado, pero las citas y la influencia del judío Bergson podrían bastar a un defensor de la verdadera España para complementar la imagen), andaba buscando a Dios con el mismo fervor con el que un místico emprendía su marcha hacia el Amado, y como si esto fuera poco, esperaba del comunismo en esa fecha era el de Stalin y la realización del cristianismo.

¿Eran diletantes? ¿Merecían el reproche de Nietzsche, esto es, de que “sabemos dema- siado poco y somos malos discentes”? Eran “ocasionalistas” en el sentido sarcástico que dio Carl Schmitt a la actitud “oportu- nista” de los románticos alemanes, especialmente la de Friedrich Schlegel y Adam Müller, y que consiste en que “estos románti- cos intentaron configurar con material intelectualista su afecto concomitante y conservarlo con argumentos filosóficos, literarios, históricos y jurídicos. Así surgió, junto a la mezcla romántica de las artes, un producto romántico mezclado, formado con facto- res estéticos, filosóficos y científicos”.

Estos productos en España sería la “teoría” de las dos Españas, fundada en el afecto que suele llamarse “dolor” o “preocupación” de España; en Hispanoamérica sería el Indigenismo, fundado en los dos afectos del regionalismo y de un “antiimperialismo” verbal, pues nada hay más fuerte que la “voluntad de dependencia” de la dolorida España y de la estética Indoamérica, tal como los describió Carl Schmitt (por su parte, tan intelectualmente ocasionalista como los románticos que censura), son “una resonancia razonadora en la que las palabras y los argumentos se funden en una lírica filosofía del Estado, en una ciencia poética de la hacienda, en una teoría musical de la agronomía, todo esto determinado por la finalidad, no de articular la gran impresión que mueve al romántico, sino de parafrasear en una expresión que hace gran impresión112.

Si se descuenta la iluminadora exageración del sarcasmo, ¿no eran esto (disfraz del afecto con toda clase de argumentos) el Indigenismo hispanoamericano y el “masculinismo” (para decirlo con categorías de Díaz Plaja) de la llamada Generación del 98? Y aunque esta mezcla de las artes es producto coherente de la teoría romántica sobre la relación entre el todo y las partes, de la que surge la poetización de la sociedad y la sociabilización de la poesía como postulado de la poesía romántica (Schlegel), dicha coherencia teórica no contribuye precisamente a dar contornos precisos a la figura del intelectual.