Desde finales de la década de 1970, ininterrumpidamente, he venido reuniendo documentos y publicaciones realizadas en los departamentos de Caldas, Quindío y Risaralda, o referidas a ellas, conformando una colección que hoy supera los 20 mil volúmenes. Es la memoria de estos tres departamentos, que no posee, en esa magnitud, ninguna de las bibliotecas de la región. No se trata solo de literatura, sino también de historia, arquitectura, arte y muchos otros temas.
Lamentablemente, este material no está disponible al público, porque carecemos de un lugar apropiado para que lectores, historiadores e investigadores puedan consultarlo. Una parte se encuentra en el Edificio de Rentas, donde hace cerca de dos años no se me permite el ingreso, ni siquiera para verificar el estado de los libros. La otra parte de la colección se encuentra en mi casa de habitación, buena parte de ella en cajas, a la espera de un lugar propicio para que sirva a historiadores, investigadores y lectores.
Esta colección la he conformado con mis propios recursos económicos y de ella se han servido, sin contraprestación alguna, muchos investigadores locales y regionales, algunas veces en detrimento de la misma, por la pérdida del material.
Desde allí hemos venido haciendo el llamado a personas e instituciones de la región para que nos acompañen en el empeño de poner este patrimonio cultural al servicio de todos ustedes, en un lugar propicio y en las mejores condiciones, para evitar su pérdida.
La pareja, entrada en la treintena, desciende de un automóvil Chevrolet azul turquesa de última generación y examina el vecindario antes de decidirse a tocar el timbre de la vieja casona ubicada en la zona céntrica de Manizales. En la esquina más próxima funciona un cruce de tienda, cantina y tertuliadero que a esa hora, cuatro de la tarde de un jueves soleado, luce ocupado por un público masculino consagrado a evaluar con puntillosidad profesional los encantos de las mujeres que transitan por el sector. Unos cuarenta metros más allá se ve el aviso de una pensión con un nombre sacado de otra época: Brisas de la montaña. Dos adolescentes, ella vestida con minifalda de jean y él ataviado con Bermudas de colores chillones, se bajan de un taxi y suben con prisa las escaleras.
Pero Walter y Paula, los ocupantes del carro azul turquesa, están aquí por razones distintas al sexo furtivo. Llevan diez años de casados y viajaron desde Cali para consultar a Orlinda o La maga, como se la conoce entre sus fieles devotos. Según les dijeron, es una mujer capaz de destrabar los más complicados entuertos: desde quitar el mal de ojo de los niños, hasta expulsar los demonios apoderados del espíritu de una familia por artilugios de los enemigos.
Luego de comprobar la dirección, anotada en la memoria de su blackberry, pulsan el timbre y vuelven a examinar el sector con rápidas miradas a los costados. Tienen cita con La Maga a las 4:30 pero quieren hacerse al ambiente de la casa antes de entrar en contacto con su dueña. Una bella muchacha les abre la puerta y los conduce a través de un amplio patio empedrado, sembrado de flores y plantas aromáticas. En uno de sus costados encuentran unas viejas escaleras de madera encerada con esmero que los llevan a una segunda planta de corredores en redondo con chambranas pintadas de azul. De un solo golpe de vista calculan que la casa debe tener por lo menos una docena de habitaciones, sin contar el amplio despacho de la dueña.
-La doctora los atenderá en unos minutos, dice la joven, una especie de asistente que les ofrece una aromática de cidrón o valeriana.
-La gente siempre llega nerviosa y agitada, pero luego se calma, me explicará la chica un día después.
Por lo pronto recorro los pasillos y me distraigo contemplando la ecléctica colección de cuadros que adornan las paredes: es una combinación de reproducciones de clásicos de la pintura y esas estampas de la imaginería popular que abundan en los sectores rurales y en los barrios pobres de Colombia. La imagen de San Gregorio Hernández convive de manera pacífica con Las meninas de Velásquez y El grito de Edvard Munch hace lo propio con la inconfundible escena del pecador moribundo acechado por legiones de demonios. Para entonces, una voz dulce y firme a la vez me devuelve a la realidad de la tarde en este viejo caserón.
-Bienvenidos, queridos amigos, dice la voz. Me doy vuelta y me encuentro con una hermosa mulata detenida en una edad entre los treinta y cinco y los cincuenta años, cuyo cuerpo de formas estilizadas ocupa todo el umbral de la puerta. Es Orlinda Ferrín, o La maga, si ustedes lo prefieren así.
Walter y Paula llegaron a ella por recomendación de Andrea, una amiga común que una vez fue precandidata por el Valle del Cauca al reinado nacional de la belleza. La mujer les aseguró que fue Orlinda quien se encargó de apartar de su camino las fuerzas sembradas por las familias de algunas muchachas que competían con ella por un lugar en el reinado. También les explicó que al procedimiento utilizado para neutralizar esas fuerzas lo llamaban espantar las moscas. Orlinda es una mujer de prestigio, no una bruja cualquiera, les dijo. Por eso es exigente y no atiende a nadie que llegue a su casa de buenas a primeras. Quien busca sus servicios debe ser recomendado por alguien, enfatizó Andrea, orgullosa de contarse entre el grupo de privilegiados. Por lo pronto, me entero de que la pareja del Chevrolet azul se siente asediada por energías que los han llevado a perder varios negocios, a sufrir la pérdida de dos embarazos y a poner en riesgo su relación sentimental. Pero no son sus tribulaciones lo que me trae aquí. Vengo porque un viejo conocido tuvo hace muchos años una historia de amor con Orlinda y tiene carta blanca para entrar a la casa, transferible a algunos recomendados, entre quienes tuve esta vez la fortuna de contarme.
Sucede que alguna vez, hablando de la vida de Amanda, la mujer de Fredonia, Antioquia, cuyas glorias y desventuras fueron narradas por Germán Castro Caicedo en su libro La bruja, un profesor de la Universidad de Caldas comentó de pasada que lo de Amanda era un juego de niños comparado con los poderes de Orlinda Ferrín, una belleza de origen caucano y chocoano radicada en Manizales, ciudad donde había sido a la vez amante, consejera y guía de cabecera de algunos tipos muy poderosos en la política y los negocios, no a nivel local sino nacional. Por el momento el asunto quedó como mera anécdota de una tertulia amenizada con largos tragos de Ron Viejo de Caldas. Hasta que, varios años después, me invitaron a escribir un libro de crónicas sobre el papel desempeñado por la figura del demonio cristiano desde su llegada al continente de la mano de los conquistadores europeos, hasta nuestros días.
De manera que aquí estoy, paseándome por los corredores de esta casa edificada en la tercera década del siglo XX y restaurada muchas veces. Bebo una infusión de manzanilla- por alguna razón no ofrecen café- mientras aguardo a que mi anfitriona termine su entrevista con la pareja caleña. Entre tanto, repaso mentalmente mis apuntes y recuerdo la mucha literatura grande escrita con base en la figura primitiva del demonio trasplantada a los códigos del pensamiento occidental. El Fausto de Goethe o El maestro y Margarita, de Mikhaíl Bulgakov constituyen buena prueba de esa tradición poética y narrativa que no cesa de remitirse a las más remotas fuentes.
El círculo mágico, John William Waterhouse, Reino Unido, 1886. Tomada de historia-arte.com
Walter y Paula abandonan el despacho de Orlinda a eso de las seis de la tarde. En sus rostros se adivina una mezcla de desasosiego y esperanza. Se despiden de mí como si nos conociéramos de años atrás. Ya de salida se cruzan con la joven asistente y la recompensan con una buena propina. Se nota que piensan volver cuantas veces Orlinda, convertida ahora en su mentora espiritual, lo demande.
La asistente me franquea la puerta y la dueña de casa me saluda con la esbeltez de su metro con ochenta centímetros de estatura cómodamente instalada en una silla de mimbre tejida por unas manos talentosas. Me invita a instalarme en un sofá de colores suaves, y en ese primer gesto advierto una clara intención de dejar bien definidas las fronteras de las jerarquías. A diferencia de los corredores, en las paredes de su despacho no existe decoración distinta a una reproducción de la Venus de Boticcelli enmarcada en una fina madera sin barnizar. En el centro del salón destaca un enorme escritorio sobre el que descansan, ordenadas con cuidado, las carpetas con la historia de quienes solicitan sus servicios. Todavía no me atrevo a definir si son clientes o pacientes. Al fondo entreveo una puerta cerrada que conduce a una amplia habitación con ventanales hacia un patio interior. Después descubriré que allí atiende al tipo de personas necesitadas de mayor privacidad y sigilo.
– Por lo que veo en su aura es usted un hombre movido por la curiosidad y bastante inclinado a indagar en cosas que a muchos les resultan extrañas. Dice a modo de saludo y no alcanzo a discernir si se trata de un elogio o un reproche. De cualquier manera lo dejo seguir: si estoy aquí es porque reúno esas características.
Me ofrece otro pocillo de aromática pero rehúso la invitación. Sería el sexto de la tarde y me siento poseído por una languidez no recomendable para la ocasión. Ya entiendo por qué el café no forma parte de los hábitos de esta casa. Me acomodo bien en el sofá: de aquí en adelante conversaremos durante más de seis horas, hasta bien entrada la madrugada del viernes. Algunas cosas me suenan familiares. Otras transitan los terrenos del lugar común. Pero unas cuantas resultan ser descubrimientos que superan todas mis previsiones.
Orlinda Ferrín llegó a Manizales en febrero 1990, recién cumplidos los veinte años. Llevaba dos meses de casada con el representante de ventas de una empresa farmacéutica al que había conocido en una reunión de amigos de la Universidad del Valle, donde cursó algunos semestres de derecho hasta que descubrió que las suyas eran otra clase de leyes. Apenas desembarcados de la luna de miel su pareja fue trasladada a la capital de Caldas. Al principio buscaron un apartamento convencional, pero acabaron enamorados de la atmósfera apacible de la casa donde estamos ahora. Sus conocidos lo consideraron de entrada una excentricidad: una casa vieja de ese tamaño para una pareja de recién casados, jóvenes y sin hijos. Hicieron los de oídos sordos y empezaron a remodelarla y amoblarla con objetos que no riñeran con su condición. Cada vez que viajaban juntos regresaban con alguna reliquia comprada en una tienda de antigüedades. La acomodaban en algún lugar estratégico de la vivienda y continuaban la búsqueda. Para la época ya era una experta en leer las cartas del Tarot, cosa que la volvió muy pronto atractiva a los ojos de algunas mujeres de las clases acomodadas de Manizales, ansiosas de alguna emoción para llenar sus tardes de amas de casa sin preocupaciones. Pero una cosa es el tarot y otra muy distinta los poderes de los que llegó a investirse después. Para entenderlo debemos remitirnos muy atrás en su biografía.
El azul de los ojos marca un fuerte contraste con su piel morena. Eso, sumado al movimiento calculado de las manos y el tono pausado de la voz le da una capacidad de convencimiento que sabe aprovechar a la perfección. En los dedos de las manos, largos y bien cuidados luce una colección de anillos entre los que destaca uno forjado en oro con la imagen de Ouroborus, la serpiente que se muerde la cola y simboliza el carácter infinito del universo en distintas culturas. Hoy luce un holgado vestido de algodón blanco, con unos discretos adornos tejidos a la altura de la cintura.
-En realidad tuve la primera intuición de mis dones en la escuela de Guapi, el pueblo donde nací, aunque fui bautizada en Cali. Una tarde regresaba de clases en compañía de mi madre cuando una fuerza me impidió seguir caminando por la ruta que siempre utilizábamos para llegar a nuestra casa. Como no pude explicar el porqué, armé una pataleta y acabamos dando una vuelta por otro lado. Mi mamá se quedó con la intriga hasta que una vecina llegó con la noticia de que, a unos cuantos metros del lugar donde me resistí a seguir, habían asesinado a un hombre a cuchilladas. Aunque las corazonadas son una cosa frecuente en muchas personas, de alguna manera creo que en ese momento se me empezaron a abrir las puertas hacia otros mundos, aunque esta expresión suele confundir a muchas personas: en realidad, por extraños que nos parezcan, todos esos mundos están en este.
El padre biológico de Orlinda fue un marinero sueco que había cruzado el Canal de Panamá en tránsito hacia el puerto ecuatoriano Guayaquil. Lo cierto es que no lo conoce ni en fotografía, pero allí están esos ojos de un azul pálido para recordárselo. Pero a quien reconoce como su padre, el hombre que la crió además de darle su apellido, es un pescador llamado Gilberto Ferrín, un gigante de uno noventa de estatura que aparece en las fotografías del álbum familiar sosteniendo un enorme pez todavía palpitante entre sus manos. Tanto Gilberto como Yesenia, la madre de Orlinda habían llegado a Guapi por caminos distintos entre 1965 y 1971, provenientes de Litoral de San Juan, un pueblo situado en el Chocó profundo. Se conocieron en 1970, cuando la niña engendrada por el marinero sueco contaba apenas con seis meses de nacida. En el tiempo que le dejaban libre las redes y los anzuelos, Gilberto se reunía con sus amigos a beber Viche, un aguardiente tradicional de la zona. Entre trago y trago contaban historias llenas de aparecidos, de pactos con los espíritus y de raptos de niños por parte de emisarios de los otros mundos. Entre una y otra casi siempre aparecía, acechante, una figura conocida como El gran putas. Los pescadores y navegantes del área del pacífico solían realizar ceremonias con danzas y cánticos alrededor del fuego, como una manera de propiciar buena pesca y de paso garantizar su ayuda en caso de tormentas y otros peligros marinos.
-Aparte de su cariño incondicional, siempre agradeceré la insistencia de mis padres en que yo recibiera una buena educación. Fue así como acabé instalada en casa de unos familiares en el barrio Siloé de Cali. Terminé bachillerato con buenas notas, especialmente en el área de matemáticas. Fue allí, a punto de concluir el último grado cuando recibí el segundo aviso. Estábamos reunidos con la directora de curso, cuando de pronto vi a su alrededor una intensa luz azul en la que se movían unas figuras en principio vagas pero que poco a poco fueron adquiriendo nitidez. Unas eran muy oscuras mientras otras se destacaban con una blancura que hería los ojos. Tal como aconteció la primera vez, desconocía las razones pero de inmediato supe que se trataba de las energías de sus parientes muertos. Un día después, la profesora Gabriela – ese era su nombre- viajaba en compañía de varias amigas hacia el balneario de Ladrilleros. Una llamada de última hora la obligó a quedarse en Buenaventura. La lancha en la que viajaba el resto de sus compañeros de paseo naufragó y no hubo sobrevivientes. Estoy segura de que las energías que flotaban a su alrededor habían llegado de algún lugar con el único propósito de advertirla del peligro. En una conversación telefónica con mis padres les conté lo sucedido y, para mi sorpresa, me respondieron que desde mi niñez sabían que esas cosas empezarían a pasar algún día. Es un don, dijo mi mamá. Aprovéchalo para hacer el bien y nunca abuses de él.
Cómo aprovecharlo fue la tarea a la que dedicó su vida de allí en adelante. Durante unas vacaciones en Guapi, Yesenia y Gilberto le dieron un montón de pistas. Cuando abriste los ojos por primera vez descubrí que podías ver a través de las personas y las cosas, le contó su madre como la cosa más natural del mundo. En ese caso, el concepto de ver implica una relación de espacio tiempo: el aquí y el ahora con su dosis de pasado y futuro. Pero eso lo aprendió mucho más tarde, de labios de uno de los maestros chocoanos amigos de Gilberto. En todo caso, por eso pudiste ver el asesinato de aquél hombre en Guapi, sin que estuvieras de cuerpo presente en el lugar. Y por eso fuiste capaz de captar la procesión de energías familiares rodeando a la profesora Gabriela el día anterior al viaje en que murieron sus amigos. La comadrona encargada de atender a tu madre a la hora del parto asegura que naciste con los ojos abiertos. Eso sucedió porque antes de nacer, durante los días en que tu madre padeció fiebres muy altas, la temperatura reinante te lanzó hacia la otra cara del mundo. Desde ese momento adquiriste la clave que te permitiría mirar el antes y el después de la vida y la muerte. Eso lo sabían desde siempre los viejos sabios yorubas, le dijo el maestro Migue durante una extenuante sesión de ayunos y prácticas oficiada en medio de la selva.
Migue Vera vive todavía en las ruinas de un viejo aserradero, a unos ochenta kilómetros de Condoto. Era el jefe del grupo de cuatro hombres contactados por Gilberto y Yesenia para iniciar a su hija en los ritos de la luz y el fuego una vez entrada en la pubertad. Era el año de 1982 y Orlinda cursaba el segundo grado del bachillerato de la época. Hoy sería el grado séptimo. Durante las vacaciones de mitad y final de año, Yesenia viajaba a Cali. Allí recogía a Orlinda y emprendían viaje hasta Condoto. Sin tomarse un descanso partían en busca de Migue, último descendiente de una tradición de sabios iniciados en los secretos de los ritos transplantados desde África y utilizados durante siglos como escudos para defenderse de la opresión de los colonizadores blancos y mestizos. Es muy importante no desaprovechar la época entre la primera menstruación y la iniciación sexual de las poseedoras del don. Si se deja pasar esa etapa no hay nada que se pueda hacer, les repetía y ellas volvían con puntualidad a su encuentro cada seis meses. Llegado el tercer año, el viejo consideró que la muchacha estaba preparada para identificar, combatir y expulsar las moscas de la vida de una persona atacada por ellas. Pero nunca, por ningún motivo, debería salir a su encuentro: ya tendría tiempo de encontrárselas en el camino.
Llevamos más de dos horas conversando y Orlinda cambia por primera vez de posición en su silla de mimbre. Con un movimiento de su largo y estilizado cuerpo se descalza y se acomoda en la postura del loto, dejando a la vista unos pies finos de uñas pintadas con un discreto esmalte color de nácar.
– Según la tradición del viejo Migue y sus amigos, los sabios identificaban a los malos espíritus con un recurso muy simple: a pesar de ser invisibles viajaban siempre rodeados de grandes enjambres de moscas. Por eso en muchas canciones africanas se habla del espíritu zumbón, refiriéndose al sonido de las alas de miles de esos insectos. “Aléjate de mi hembra/ espíritu zumbón” dice una canción cubana cuyo título no recuerdo. Los sacerdotes cristianos afirmaban que lo del espíritu zumbón era una manera disfrazada de nombrar a los dueños de la tierra y a los capataces que andaban siempre detrás de sus mujeres, pero para el viejo Migue eso era parte de los trucos utilizados por los misioneros para restarle importancia a las creencias de los negros.
-La verdad, me decía el viejo, masajeándome la cabeza con una pasta verde extraída de un bejuco, esas moscas eran la treta utilizada por los espíritus malignos para hacerse visibles a los ojos de algunos humanos. Muchas lenguas africanas definen el mal como una sustancia putrefacta capaz de contaminar a los mortales sin fuerza de voluntad para oponérsele. Hacerse bueno, es decir, criatura de luz, equivale a desarrollar la capacidad para moverse en medio de la podredumbre sin ser afectado por ella. Solo así puede uno ayudar a quienes han sucumbido. Por eso el don de ver y combatir las moscas debe ser aprovechado solo para hacer el bien. Quien viola ese mandamiento acaba a su vez convertido en un espíritu zumbón.
– Si usted se ha fijado bien, en las creencias de la mayor parte de los pueblos negros no existe la idea del diablo o demonio. Es más, ni siquiera existe una palabra equivalente. Y cuando aparece fue tomada de los misioneros o de los conquistadores. En su lugar se utilizan sinónimos de fuerza o energía, traducidos a su vez como espíritus en las lenguas occidentales. Esa es una diferencia muy importante, porque ha sido utilizada por muchos para confundir y desprestigiar nuestras tradiciones.
Una vez terminado el bachillerato, Orlinda se matriculó en el programa de derecho de la Universidad del Valle. Lo hizo convencida de que esa sería una buena manera de hacer el bien desde el lado de acá. De ese modo el orden de lo innombrable se vería complementado con el conocimiento de las leyes de los hombres. Era el año de 1987. Al principio se entusiasmó con las sutilezas filosóficas del derecho romano y con las triquiñuelas retóricas jesuíticas más que con la dialéctica marxista, todavía vigente por aquella época en las aulas. Tenía toda la intención de llegar al final de la carrera, hasta que en 1989 sucedió aquello que la obligó a tomar la decisión que hoy la tiene atendiendo en esta vetusta casa manizaleña a personas de todas las edades, géneros y condición social que tocan a su puerta, previa recomendación de algún beneficiado por sus servicios. Un dato muy importante: nunca atiende a gente de Manizales, salvo alguna situación extrema. Es su manera de evitarse complicaciones. A los oriundos del lugar los recomienda con iniciadas de ciudades como Cali, Buenaventura o Cartagena.
“Aquello”, como ella lo denomina, fue el caso de un joven compañero de estudio, heredero de una familia de comerciantes caleños. Se llama Denis- todavía mantienen un contacto esporádico-. Denis era lo que se dice un estudiante modélico. Apreciado por igual por estudiantes y profesores, parecía ajeno a las tentaciones propias de su edad, hasta que se cruzó en el camino con una mujer mucho mayor que él, divorciada, según se decía, de un empresario perteneciente a la generación de nuevos ricos que deslumbraban para entonces a media ciudad con su al parecer inagotable capacidad para el lujo y el derroche.
– Después de un fin de semana en el que no atendió a nuestros eternos llamados de auxilio para que nos ayudara con trabajos académicos difíciles de entender faltó a clases por primera vez en la carrera. Apareció el martes, con cara de pocos amigos. Al principio lo atribuimos a algún exceso de alcohol o a las exigencias de su veterana pareja. Pero cuando terminó la semana y empezaron a aparecerle erupciones en la piel parecidas a las de la viruela le recomendamos hacerse ver de un médico. Fue entonces cuando estalló en medio de una conversación de cafetería. Al principio insultó a sus compañeros de mesa, luego siguió con los vecinos, más tarde arremetió contra los profesores y empleados que trataron de calmarlo y terminó atacando a puños y patadas a los hombres del servicio de vigilancia. “Le dieron alguna droga rara”, recuerdo que concluyó el decano de la facultad, tan confundido como todos por el repentino cambio de comportamiento de su estudiante estrella. Una vez vuelto a una relativa normalidad lo remitieron al departamento de asesoría sicológica.
-Una semana después se repitió el episodio y allí empezó lo peor. Cada experto reportaba un diagnóstico más inquietante que el anterior: paranoia, manifestaciones esquizoides, sicosis, pérdida súbita de contacto con la realidad. Usted conoce esos lenguajes. Además, el brote de la piel no correspondía a ninguna enfermedad conocida. Pero cuando vi esa niebla densa zumbando a su alrededor supe que estaba frente al primer gran reto de mi vida. El que definiría mi futuro de ahí en adelante. La gran pregunta era: ¿Cómo convencer a Denis y a su familia de que había sido tocado por las moscas sin que me declaran loca a mí también?
He leído textos de todo tipo sobre este asunto: ficción, antropología, sicología, medicina, poesía, religión y hasta tratados políticos. Con todo, a veces me cuesta seguir las palabras de Orlinda. El lenguaje preciso, la frialdad de su razonamiento están a años luz del tono teatral, del efectismo calculado que caracteriza la puesta en escena de muchos de quienes se mueven en este mundo. Por momentos sus frases se aproximan más al razonamiento de un matemático que a las ideas exaltadas de los que se creen investidos con el poder de combatir lo incomprensible.
– Me decidí a llamar las cosas por el nombre cuando empezó a bajar de peso y a ponerse cada vez más amarillo. Claro: los primeros temores apuntaban a un diagnóstico de cáncer o Sida, que para ese entonces tenía aterrorizado a medio mundo. Pero cuando los exámenes clínicos descartaron de plano las dos opciones opté por visitarlo en su casa y pedirle autorización para iniciar mi procedimiento. Es decir, la lucha contra el espíritu zumbón, el diablo, el demonio o como usted quiera llamar a lo que alguien muy, muy malo, había plantado dentro de él.
– Como me lo esperaba, la primera reacción de Denis y su familia fue en principio de incredulidad y luego de abierta burla ¿Una estudiante de derecho creyendo en esas cosas? Con esa pregunta me abrieron la puerta que necesitaba. No es que crea, les dije. Sé que algo muy malo se apoderó de Denis y, por razones que no puedo explicarles, recibí el don de combatirlas. Si quieren, me dejan obrar. Si no desean o no pueden hacerlo podrán gastarse su fortuna en tratamientos médicos o siquiátricos sin obtener resultado alguno. ¿Recuerdan lo que sucedió aquél día de la infancia, poco antes de que sufrieran ese accidente de tránsito en el que Denis recibió una herida en el hombro? Les solté de golpe sin añadir explicación alguna. Los tres se quedaron mirándome. Nunca había visto a Denis sin camisa y, tantos años después, la cicatriz resultaba casi imperceptible a simple vista. No tuve que añadir más: a partir de ese momento me consagré con todas mis fuerzas a luchar contra el círculo de moscas que asfixiaban a mi amigo. Esa fue mi gran prueba.
Recuerdo que el escritor William Holding escribió en la década de los cincuentas del siglo XX una novela titulada The Lord of the flies. El señor de las moscas. En ella nos cuenta las desventuras de un grupo de muchachos sobrevivientes de un accidente aéreo, que en su afán de ganarle el repentino pulso a la muerte sienten como se despiertan en su interior los más primitivos instintos de la especie. Una vez más, se reanuda la vieja lucha entre la cultura y la animalidad. Entre civilización y barbarie. En otras palabras: la conocida disputa entre ángeles y demonios.
La caída de los ángeles rebeldes, Pieter Bruegel, Flandes, 1562. Tomada de historia-arte.com
Hasta allí la anécdota esencial de la novela. Pero hay más: de repente me asalta una imagen. La de la cabeza de una cerda clavada en una estaca a modo de advertencia por uno de los grupos en pugna. Alrededor de esa cabeza en trance de descomposición revolotea y zumba una masa de moscas aviesas. La parábola implícita en esa imagen indicaba que el viejo Golding había buceado a fondo en los viejos mitos paganos.
En el Libro de los Reyes se encuentra una mención a Ba´al Zebub, El señor de las moscas, según una traducción literal. Era la divinidad de la ciudad filistea de Ekron. En iconografías más recientes se le dibuja con forma de humano, perro, gato, rana o una combinación de todos los anteriores. Algunos eruditos nos explican que sus adoradores jamás lo llamaron así. De hecho, ese fue el nombre dado por los hebreos, impresionados por los millones de moscas que pululaban entre la carne putrefacta de los altares donde se le rendía culto. En un caso típico de la historia de las religiones, muy pronto le fue asignado el rol de demonio. Siglos más tarde la literatura cristiana lo clasificará entre los siete príncipes del infierno con el nombre de Belcebú. Representa el papel de la gula. Para el exorcista del siglo XVII Michelis Sebastián, Belcebú es uno de los tres grandes ángeles caídos y por lo tanto demanda un tratamiento especial, recomendación adoptada en su momento por los redactores del Maleus Maleficarum, el documento creado por la Inquisición que incluía las pautas para identificar y castigar a herejes y apóstatas, perros, hechiceros y fornicarios. De allí su frecuente presencia en los juicios por brujería.
Cuando se lo menciono a Orlinda en su rostro se dibuja una tenue sonrisa y me dice que este mundo y en los otros todo está conectado. Por lo visto, las discusiones sobre el sincretismo cultural y las teorías antropológicas sobre el surgimiento de prácticas similares en situaciones muy distantes en el tiempo y el espacio la tienen sin cuidado. Que otros expliquen las conexiones entre su Espíritu zumbón y el señor de las moscas. Su tarea en este mundo es identificar y neutralizar a estas últimas, en lo posible cuando todavía se encuentran en estado larvario.De eso depende en buena medida el feliz término de mi obra, dice enfatizando sus palabras con su dedo índice levantado en ademán profesoral. Cuanto más avanzado se encuentre mayores serán los sufrimientos de la víctima y más lenta mi tarea. En el caso de Denis las dificultades fueron dobles: mi carácter de novata y su inicial resistencia a aceptar las cosas facilitaron la multiplicación de las moscas, de sus moscas.
-Verá usted: cuando hablamos del mal nos referimos a algo con existencia propia. Es decir, a una fuerza que amenaza a todos los seres vivientes. Muchos nacen dotados con la capacidad de ignorarlo o de resistir a sus ataques. Otro son, por naturaleza o decisión, criaturas débiles y suelen sucumbir con facilidad a su asedio. Pero unos cuantos optan por convertirse en sus emisarios y son utilizados por algunos para hacer daño a sus semejantes ¿Me entiende? En el mundo físico el mal se manifiesta en forma de moscas que depositan sus huevos en la línea que separa lo material de lo inmaterial ¿me sigue? Si la víctima tiene la oportunidad de cruzarse en el camino con una guía como yo, tendrá más probabilidades de ponerse a salvo. En caso contrario será invadida con mucha rapidez y el combate será aun más doloroso.
-Esto último me suena a mensaje publicitario, pero de momento prefiero dejarlo así. Cuando salga de aquí necesitaré equilibrar la balanza en una conversación con un escéptico profesional. Pero ya dispondré de tiempo para eso. Poco después de lo que Orlinda llama la recuperación de Denis, se enamoró en medio de un arrebato propio de su edad, suspendió sus estudios de derecho, se casó con el visitador médico y llegaron a vivir en esta casa de Manizales.
-En principio empecé a leer el tarot entre un reducido grupo de mujeres recién conocidas. Para ellas, señoras casi siempre de estratos altos, estas cosas no dejan de ser un pasatiempo para matar el aburrimiento. Nunca les hablé mi don, porque mis maestros me enseñaron que esas cosas no se pregonan ni uno sale a buscar al asediado por las moscas. Son ellos los que se cruzan en su camino y, entonces sí, uno tiene la obligación de actuar. Recién llegada a Manizales tenía pensado continuar mis estudios de derecho en la Universidad de Caldas, pero el último de los avisos me convenció de que debía asumir de una vez por todas mi destino ¿Cuál destino? El que la comadrona vio en el momento de mi nacimiento: el don de ver a través de los seres y las cosas. Cuando alguien desarrolla esa facultad, puede identificar con nitidez donde está el mal. Algunos se convierten en sus aliados y lo utilizan para hacer daño. Son los que cobran por sus servicios y se vuelven personas muy ricas y poderosas. En mi caso, supe que debería aprovecharlo para el bien de la gente. Nunca en mi vida he recibido un peso por ayudar a las personas atacadas por las moscas. Vivo de lo que me gano leyendo las cartas, porque eso es una cosa muy distinta. Eso no es ni bueno ni malo: simplemente uno les ayuda a los interesados a ver las cartas del tarot como un espejo de la propia vida. En ese sentido cada quien decide cuales son sus conclusiones. Le estaba hablando del último de mis avisos: un día, mientras me preparaba para ingresar a la universidad, recibí la llamada de unos amigos de Cali que ya conocían lo de mi experiencia con Denis. En este caso me pedían ayuda para Andrea. Se trataba de una muchacha muy bella, hija de unos empresarios de Palmira. Por allá en 1993 fue seleccionada como precandidata del municipio al reinado de belleza del Valle del Cauca. De allí se escogería la representante del departamento al reinado nacional de Cartagena. Estaba recibiendo la preparación habitual para ese tipo de eventos, cuando empezó a manifestarse agresiva. Primero con su novio de toda la vida, luego con quienes la preparaban y más tarde con sus propios padres, que todo el tiempo la habían consentido y apoyado. Para acabar de completar, presentaba una erupción en todo el cuerpo, en principio atribuida a las tensiones propias de ese tipo de competencias. Por eso no dudaron en conseguirle asistencia sicológica. Incluso le sugirieron que renunciara a sus aspiraciones, lo que agravó aun más su agresividad. Pero cuando empezó a utilizar un lenguaje vulgar, desconocido para los ambientes en que se movía, alguien sugirió mi nombre. En principio, su familia se negó de plano y planteó la posibilidad de una temporada de descanso, con tratamiento incluido en el exterior. Pero el testimonio de Denis y sus parientes los llevó a cambiar de parecer. Fue así como llegaron a mi casa en junio del 93.
Mi primera impresión cuando la ví fue la de un alarmante contraste entre su evidente belleza y un visible estado de deterioro. Un par de ojeras color violeta destacaban sobre la piel pálida del rostro, de un tono terroso. Tenía las manos frías y le temblaban todo el tiempo. Como me lo esperaba, a su alrededor flotaba una espesa nube negra de la que se alimentaban miles, millones de larvas. Por supuesto, uno no le puede hablar a las personas afectadas en esos términos: solo conseguiría aumentar su angustia y confusión. Les dije que deberíamos trabajar con mucha tenacidad y rapidez, porque una o varias de las mujeres que competían con ella en el reinado, habían desatado un ataque brutal contra la joven, asesoradas por guías del mal, con toda seguridad asentadas en el norte del Valle. Ah, resulta obvio, pero no sobra repetirlo: en este tipo de casos es fundamental la discreción, por el bien del guía y de la persona afectada. Así que lo primero, como siempre, era identificar la naturaleza de las larvas y acto seguido poner en marcha, con la ayuda de Dios, la fórmula exacta para enfrentarlas y exterminarlas.
Por primera vez la escucho utilizar la palabra Dios. Lo que resulta una novedad, al menos en términos de lenguaje. También se muestra reticente a mencionar vocablos como diablo o demonio. Eso son nombres o convenciones para hacer comprensibles cosas muy complejas e imposibles de entender desde la lógica habitual de las personas, repetirá a lo largo de toda la conversación.
-Si el bien es uno solo y puede ser identificado en el aura clara, el mal está lleno de matices y tonalidades. Por eso la multiplicidad de sus nombres y manifestaciones. Existen personas, o mejor dicho, criaturas, porque debemos incluir a muchos animales y plantas, cuya negrura es tan enceguecedora como la luz. Esa oscuridad tiene una relación directa con la cantidad de moscas enviadas por los agentes del mal y por el número de larvas sembradas en el depositario. Si este realmente quiere ponerse a salvo de su influencia, deberá permitir que el guía llegue hasta el fondo de su corazón- esto último es una manera de decir- para tratar de descubrir el momento, el acto que provocó la grieta y permitió la entrada del desastre. El caso de Andrea era de urgencia y exigía obrar con la mayor tenacidad: la prueba era tanto para ella como para mi. Por eso lo considero uno de los momentos decisivos de mi vida. Gracias al dios de los dones logramos salir adelante. Después de residir durante varios años en Estados Unidos, donde se casó y tuvo tres niños, regresó a Cali a fundar una empresa de servicios tecnológicos. Pero de eso me enteré hace apenas un mes, cuando llamó para recomendarme a Walter y Paula, la pareja que usted se encontró hoy. Pero de ellos no le diré una palabra hasta el fin de mi acompañamiento.
Los misioneros dominicos llegados a tierras americanas después de su descubrimiento en 1492 relataron en detalle los que su cosmovisión consideraba encuentros con el demonio. Entre ellos reaparece una y otra vez la figura de las moscas y sus larvas. De hecho, los manuales de la Inquisición mencionan en distintos momentos la expresión “De vermis”, como un indicio a tener en cuenta por quienes tenían la obligación de permanecer atentos a las señales del maligno. En su momento fue utilizada para referirse a algunos rituales practicados por los indios Tainos, desplegados por varios lugares del mar Caribe. “El que repta como larva de moscardón”, dice un texto publicado en la isla de La Española a mediados del siglo XVI. Se refiere claro, al Belcebú de la tradición cristiana.
Demonio sentado en el jardín, Mijail Vrúbel, Rusia, 1890. Tomado de historia-arte.com
Mas tarde, la literatura se ocupó en detalle de recrear la imagen. Por ejemplo, De vermer misteriis es un grimorio ficticio creado por el escritor norteamericano Robert Bloch. Su compatriota H. P Lovecraft se encargó más tarde de retomarlo para ambientar algunos de sus relatos. Cerrando el círculo, la banda de metal High on Fire le dio ese título a su sexto álbum, publicado en el año 2012.
El complejo universo de dioses y demonios forjado por Lovecraft dio lugar a todo un subgénero bautizado por las editoriales como literatura preternatural. Entre ellos, los relatos de los mitos de Ctulhu juegan un papel especial. Se trata de un auténtico panteón en el sentido convencional de la expresión, es decir, una reunión de dioses y demonios que gobiernan una parcela del universo. Al modo de las religiones, Lovecraft engendró una serie de admiradores y seguidores dotados de gran talento, encargados de enriquecer y ampliar el cosmos fundado por él. Entre ellos, vale la pena nombrar a August Derleth, autor de La llamada de Ctulhu; Clark Aston Smith, con El regreso del brujo y Robert Howard, con su relato La Piedra negra. Es tanta la variedad de matices que hasta el día de hoy muchos gnósticos, teósofos y ocultistas reclaman a Lovecraft como uno de los suyos. Es más: todavía en la actualidad, la corriente sicoanalítica fundada por Carl Gustav Jung insiste en que la obra del escritor de Providence y sus seguidores no es nada distinto a la expresión literaria del inconsciente colectivo.
En un significativo número de relatos de los mitos de Ctulhu subyace la noción de podredumbre como materialización del mal y sus agentes. La presencia de charcas nauseabundas, viejos rincones mohosos y olores indescriptibles- una palabra cara al estilo de Lovecraft – sirven de escenario para la irrupción de criaturas que reptan y vuelan alrededor de sus víctimas, conduciéndolas con frecuencia a la locura. No es casualidad que la divinidad reinante de ese mundo sea conocida con el nombre de Nyarlathotep, el caos reptante.
Llegados al campo de la Historia, en sus cartas de relación el conquistador Hernán o Hernando Cortés, describe en detalle las gigantescas nubes de moscas que revoloteaban en los lugares donde se desarrollaban las batallas contra los mexicas. Los misioneros que lo acompañaban se apresuraban a anotar a pie de página que esa era una prueba más de la presencia del demonio en las tierras recién descubiertas. Acto seguido urgían a la autoridad civil y eclesiástica a tomar medidas para impedir su multiplicación, autorizando la acción conjunta de la cruz y la espada.
Es más de medianoche y el frío de Manizales asciende desde el piso de madera, mordisqueando mis pies con sus diminutos dientes de roedor. Acostumbrada a largas jornadas nocturnas, Orlinda permanece impasible, a pesar de sus pies desnudos. Lo que vio en la vida de Walter y Paula la tendrá atareada durante una buena temporada. Pero antes de despedirse me suelta un dato que se tenía reservado para el final.
-Le dije que, según le explicó la comadrona a mi madre, el don de ver se produjo por la alta fiebre padecida por ella en los días finales de su embarazo. Pero durante los primeros días de mi educación en el Chocó el viejo Migue me contó la historia completa. Según las tradiciones de los antepasados africanos, solo puede ver quien, por algún designio, ha cruzado en viaje de ida y vuelta los umbrales de la vida y la muerte. En otras palabras, en el momento más crítico del embarazo de mi madre el cuerpo y la mente que yo era antes de nacer murieron, quedaron en suspensión durante un tiempo que en términos humanos se mide en fracciones de segundo, pero a escala del universo equivale a una eternidad. En esa eternidad no existen el pasado ni el futuro. Todo es un perpetuo presente en el que los caminos de vivos y muertos se cruzan en un flujo incesante. En ese ir y venir se tejen los destinos, formando una madeja en la que no hay más que el infinito combate entre el bien y el mal. Eso que en las estampas religiosas aparece con forma de ángeles y demonios.
Cuando abandono la casa de Orlinda el mordisqueo del frío ya va a la altura de mis orejas. A esta hora de la madrugada yo, que me creía curado de espantos, experimento la necesidad de una buena dosis de racionalismo. Es hora de buscar a Julio Ernesto, un hombre acostumbrado a fondear en muchas orillas. Pero eso será otro día.
SOMBRAS NADA MÁS
-La única diferencia entre un exorcista y un sicoanalista es el monto de la tarifa. Me dice Julio Ernesto por teléfono cuando lo llamo para pedirle una cita. En ese caso lo mejor es que vuelvas a la casa de La Maga: sería la única capaz de sacarte esos gusanos de encima, apunta después de escuchar mi resumen de lo sucedido. Quedamos para el domingo en su finca de Condina, a medio camino entre Pereira y Armenia.
Julio Ernesto estudió primero sicología. Luego se hizo sacerdote católico y más tarde renunció al sacerdocio un poco por amor a una muchacha y otro tanto por su interés en cursar estudios de medicina, carrera que concluyó en la Universidad de Antioquia. A sus sesenta años es dueño de un cuerpo atlético y bronceado, moldeado con base en largas caminatas por las montañas, dos horas diarias de ejercicio en su gimnasio doméstico y extensos recorridos a bordo de su bicicleta todo terreno. Aparte del español, domina el inglés, el francés, el italiano y el latín. Conoce como pocos la pintura del Renacimiento y la poesía del siglo de oro español. Vivió dos años en Roma, tres en París y uno en Barcelona. Durante su estadía en Europa asistió a cuanto curso pudo sobre la historia del Barroco. Entre clase y clase fatigó a sus maestros con preguntas sobre el sentido último de las figuras en apariencia demoníacas esculpidas en las paredes y ventanales de muchas iglesias. De esa época se ganó el apodo de monsieur Gárgola. Un profesor francés de historia del arte acabó bautizándolo así, asombrado ante su al parecer incurable obsesión por las figuras mitológicas labradas en piedra sobre el frontis y los aleros de algunas catedrales.
Me atiende un domingo soleado en la casa principal de su finca. La sala de estar es una habitación de techos altos, casi desprovista de paredes. En su lugar consta de cuatro ventanales enormes por donde se cuela una luz eterna que va cambiando de tonalidad a medida que transcurre el día. En los estantes de la biblioteca sobresalen viejas colecciones de libros de sicología, antropología, teología y literatura clásica. Shakespeare lleva la delantera. Es imprescindible, me dice Julio Ernesto, alzando una copa de vino tinto Chevalier de Lascombes. Quien desee conocer el alma y la mente humana debe leerlo, si quiere de veras bucear a fondo, concluye. Allí están todos los matices del cielo y el infierno, es decir del corazón humano, sentencia sacando de los estantes un grueso volumen con las obras completas del autor de La Tempestad.
Por si acaso, emprendo un resumen más extenso de lo sucedido en la casa de Orlinda en Manizales. Antes de responder cualquier cosa alza sus cejas espesas salpicadas de unas cuantas canas y me invita a tomar asiento en un sillón labrado, como casi todo el mobiliario, en material de guadua. Está acostumbrado a mis preguntas desde que nos conocimos hace más de tres décadas en un discreto sitio de Pereira llamado La Tertulia Clásica donde nos amanecimos más de una vez escuchando La Flauta Mágica de Mozart y la Campanella de Niccolo Paganini. Sin embargo, esta vez parece más sorprendido que de costumbre ¿De modo que moscas y gusanos? Pregunta de pronto, remarcando la pregunta con un guiño que me parece a la vez de ironía y complicidad.Aunque muchos europeos pretenden hacernos creer que el llamado pensamiento mágico es algo así como una seña de identidad de los continentes llamados atrasados, lo único cierto es que ellos fueron sus inventores. Nuestro único papel ha sido el de receptores de todo un legado dirigido a tanto a explicar lo incomprensible como a controlar a sectores completos de la población. El truco es sencillo: siempre habrá alguien dispuesto a someterse a la voluntad de quien asegura disponer de una clave para resolver los enigmas que lo atemorizan.
-En ese sentido he conocido a muchas mujeres similares a Orlinda. Supe de su existencia en Italia, en Grecia, en Bosnia, en París y en la muy civilizada y castiza Madrid. La primera singularidad resulta ser, desde, luego su condición de género. El hecho de que todas sean mujeres tiene varias explicaciones. Una de ellas reside en la incuestionable condición telúrica del ser femenino. Su vinculación con las fuerzas de la naturaleza, empezando por la maternidad ¿No hablamos todo el tiempo de la madre tierra? En cambio el padre, el principio masculino, viene de afuera, como un intruso. Por eso en las religiones precristianas se alude a la reina madre y solo con el advenimiento de los credos monoteístas se empieza a nombrar al dios padre, el señor de los ejércitos, el rey de los cielos. Es algo muy relacionado con el principio de fertilidad. La pintura y el dibujo de muchos de esos pueblos están llenos de imágenes de la hembra cuyo vientre se abre para recibir la lluvia fecundante. El poder en principio es pues femenino.
-La otra característica pasa por la subversión de los valores y por lo tanto del sentido de los mitos fundacionales. Las religiones monoteístas triunfantes, es decir la de Alá, la de Yahvé y la del dios de los cristianos como yo, saben del peligro implícito en las mujeres: no en vano habían reinado durante siglos, como las legendarias Amazonas. Con el ánimo de neutralizarlas les asignan un rol maléfico y aparece entonces la figura de la bruja. No pasemos por alto un dato: según algunos exégetas, Lilith, la primera mujer del Adán bíblico fue un súcubo, es decir, un demonio femenino. De allí la necesidad de instaurar en el relato la figura de Eva. Si bien esta última es tentación y peligro también tiene la facultad de redimir a través de la expiación y la penitencia. La presencia de Lilith es fundamental para entender como se fue gestando toda una concepción de la mujer bruja, que alcanzó un punto de sofisticación muy alto en la Edad Media hasta convertirse en un frenesí de misoginia con la creación del Santo Oficio y sus distintas estructuras. Un autor como Jules Michelet supo entender y denunciar muy bien la estructura de poder subyacente en los casos de brujería: con la supresión de las hechiceras se afianzaba la supremacía masculina.
Nunca lo escuché oficiar la misa, pero quienes si lo hicieron afirman que los sermones de Julio Ernesto eran legendarios. Su brillantez argumentativa y su fluidez verbal los convertían en piezas de antología. En sus labios y en el movimiento sugestivo de sus manos- me dijo en una ocasión uno de sus feligreses- el sermón de las siete palabras se convertía en un mecanismo de artillería política de alto riesgo. Quizá fue eso lo que llevó a Cristina, su mujer de hoy, a enamorarse de él cuando se subía al púlpito y la emprendía contra todos los poderes terrenales. Esa misma capacidad es desplegada hoy como una descarga de lucidez animada con tragos de vino tinto con sabor a tierra antigua.
-A mujeres como Orlinda debemos entenderlas como seres dotados de una fuerza- o de un don si lo vemos así- capaz de intervenir de manera o positiva en la estructura del universo. Cómo interpretamos y valoramos esas fuerzas depende de la concepción del mundo aceptada por un individuo o un grupo social. De allí la multiplicidad de nombres y manifestaciones. Para un librepensador o un ateo- si existe tal cosa- esas fuerzas recibirán el nombre de energías, buenas o malas. Por su lado, un creyente extremista verá legiones enteras de ángeles o demonios, dependiendo de su capacidad para hacer el bien o el mal. No es casual que existan categorías enteras que los clasifican a unos y otros en función de las jerarquías celestiales o infernales. Vistas las cosas de esa manera, mujeres como ellas merecen todo mi respeto, aunque no comparta sus métodos y lenguajes. Como bien sabes, soy un ex cura bastante escéptico.
-Por eso mismo, por el escepticismo, aprendí muy rápido a ver el tratamiento empleado por los misioneros con los credos aborígenes como un instrumento de control político, antes que religioso. Simplemente resultaba más efectivo hablar del infierno, del príncipe de las tinieblas y de ritos maléficos que de sutilezas conceptuales. Produce más impacto expresarse en términos de moscas, larvas y gusanos que de nociones solo en apariencia abstractas como bueno y malo. Paradójicamente, Estas últimas sí que tienen manifestación diaria en la vida de la gente. Revise usted los libros sagrados o profanos y encontrará que la Historia no es nada distinto al escenario donde se dirime la vieja disputa entre el bien y el mal. Es ese el sentido último de la figura bíblica del Armaggedón: ni más ni menos que el sitio imaginado y real a la vez donde tiene lugar la batalla del juicio final. No recuerdo el autor, pero una vez leí un valioso libro de historia sobre la conquista de México. Las citas de los cronistas, entre ellos Bernal Díaz del Castillo están plagadas de adjetivos calificativos aplicados a divinidades del panteón mexica como Xolotl, Camaxtli, Centeotl, Chalmecatecuhtli, Chihuacóatl o Coyolxauhaqui. Detrás del nombre siempre aparecen palabras como perverso, monstruoso, maligno, execrable o maldito, conceptos por completo ajenos a los pueblos que los adoraban y les ofrendaban con sus ritos sacrificiales.
Foto de César Rodríguez tomada de El Sol de Tlaxcala. En honor al Dios Tlaxcalteca Camaxtli, fue plasmado un mural en las paredes de una vivienda ubicada en el centro de la comunidad de Santiago Tepeticpac, municipio de San Juan Totolac, México.
Algo parecido sucede con las fuerzas y divinidades invocadas en los rituales de santería extendidos por todo el mar Caribe, así como en buena parte del territorio brasileño. Como todos sabemos, el cine y los medios de comunicación en general han contribuido a distorsionar por completo la esencia de esas prácticas destinadas a afianzar la identidad de las comunidades negras. El vudú, por ejemplo, no tiene relación alguna con la grotesca leyenda de muertos vivientes y toda esa saga propagada por guionistas y directores de películas baratas. Sin embargo, esa es la visión aceptada por millones de personas en el mundo. Gracias a esa distorsión la santería, el vudú y muchos ritos relacionados acabaron convertidos en algo diabólico. Durante un viaje a Brasil tuve la oportunidad de asistir a un ceremonial en una aldea de Minas Gerais. Las oficiantes eran viejas sacerdotisas descendientes de africanos iniciados en los misterios de los cuatro elementos: tierra, viento, agua y fuego. Cual no sería mi sorpresa cuando, al contarles la historia a unos misioneros amigos, me dijeron que la palabra utilizada por blancos, mestizos e inmigrantes japoneses para referirse a esas sacerdotisas era puta o zorra.
Le digo que me inquieta la relación entre la moderna interpretación del mal como algo perceptible en forma de moscas y sus rastros en viejas culturas mesopotámicas.
-Ah bueno. Obviemos la siempre presente posibilidad de manifestaciones idénticas de distintos relatos en lugares distantes de la tierra. No olvidemos que, a pesar de su talante prodigioso, la capacidad humana para comprender a través de conceptos y abstracciones tiene un límite, por lo demás reducido en la mayoría de las personas. Es en ese punto donde surgen las representaciones, que al alcanzar determinada dimensión estética, pasan a formar parte del patrimonio artístico de los pueblos. Fíjese nada más en toda esa iconografía popular creada para ayudar a los creyentes a entender los conceptos de los padres de la iglesia. En realidad lo que las diferencia de la pintura bizantina y del renacimiento es la destreza del artista. Entender la génesis del mal y su manifestación en el mundo material no es cosa de poca monta. Le voy a poner un ejemplo: hasta hace relativamente poco tiempo, los científicos creían que la carne en descomposición producía gusanos por generación espontánea. Tuvieron que pasar muchos años de observación hasta que alguien notó la relación entre las moscas que depositaban sus huevos en la carne y la posterior aparición de las larvas. Si eso acontece con un fenómeno tan evidente a simple vista, pensemos en lo que significa el esfuerzo de interiorizar una idea difícil hasta para filósofos y teólogos. De allí que, según los cronistas, los antiguos hebreos asociaran los enjambres de moscas en los altares de los pueblos paganos invadidos como una señal de su familiaridad con los demonios.
-Pero aparte de la pintura, es a la literatura a la que le debemos los mayores aportes en nuestro intento de comprender la naturaleza del mal, aunque no sé si esta última expresión sea la más precisa. Existen quienes hablan del mal de la naturaleza, en su intento por definir la parte bestial de nuestra condición; la regida por los instintos en contraste con el universo delimitado por las normas sociales. El antiguo y el nuevo testamento constituyen fiel muestra de esa idea. Si los leemos como documentos profanos encontraremos allí todo un catálogo de dioses y demonios, junto a legiones enteras de aliados, aparte de un completo compendio para atraerlos o conjurarlos. Fíjese nada más en la figura de San Miguel Arcángel. Cualquier católico está familiarizado con la estampa que lo muestra armado de lanza y espada, aplastando con su pie la cabeza de un demonio. Vale la pena recordar que, con algunas diferencias, San Miguel está presente en las tres grandes religiones del libro: la hebrea, la islámica y la cristiana. Incluso las surgidas de los cismas de esta última lo aceptan como un protagonista importante. Para los católicos, el arcángel Miguel viene a ser algo así como el ministro de defensa del cielo. En el libro del profeta Daniel se lo menciona como un príncipe vencedor en la guerra entre el cielo y el infierno. Es él quien comanda los ejércitos en su lucha contra las potencias de Satanás.
El Nuevo testamento nos habla además de las tentaciones de Cristo y de su estoica capacidad de resistencia a las mismas ¿y cuales eran esas tentaciones? Pues las eternas pasiones de los hombres: el orgullo, el poder, la lujuria, la gloria. Más tarde, hombres como San Antonio pasarían por idénticas pruebas en su retiro del desierto. De allí en adelante, primero los poetas y más tarde los novelistas volverán una y otra vez a ese terreno como fuente de inspiración. El demonio seductor en la saga de don Juan es una prueba de ello. La venta del alma al diablo en el relato de Mefistófeles constituye uno de los casos más destacados de recreación de una anécdota con resultados distintos en cada situación. En nuestro tiempo el caso más significativo podría ser el de la manera como tantos músicos se han sentido atraídos por la figura del ángel caído. Y no me refiero solo al género del rock y el metal, sino a corrientes enteras de la llamada música clásica y el jazz. Como anécdota recuerdo que en mis tiempos del seminario recibí varias admoniciones de mis superiores por mi especial afición a una canción de Charlie Daniel´s Band titulada El diablo bajó al centro de Georgia. En el fondo la letra era bastante tonta, pero el título provocaba escozor en algunas conciencias paranoicas.
Los ateos creen tanto en Dios que se pasan la vida entera peleando con él y con su antagonista el diablo, le digo mientras sirve una generosa tabla de quesos y jamones reforzada con una nueva dosis de vino tinto. La ventaja es que yo fui sacerdote pero ahora no soy creyente ni ateo: simplemente soy, réplica con su usual agilidad. Entonces vuelve a lo de las mujeres.
-Entre las que he conocido tocadas por la capacidad de ver no recuerdo una sola a la que se pueda calificar de sicótica o afectada por alguna clase de perturbación. Todo lo contrario, eran o son mujeres serenas, dotadas de una sensibilidad especial para entender el alma o la mente humana. Y esa es condición esencial para ganarse la confianza de las personas afectadas. Desde mi experiencia particular considero que ese es el verdadero don: su infinita capacidad de comprensión. Y quien comprende asume y respeta. Ya quisieran muchos curas, profesores, científicos, artistas, padres o políticos presuntuosos disponer siquiera de una parte de esa facultad. Comprender significa establecer relaciones entre los fenómenos. Según su relato Orlinda dispone a manos llenas de esa virtud, bastante vecina de la caridad. Quizá todo sea tan simple como eso, más allá de las imágenes pavorosas de moscas y gusanos.
No sé si es efecto del reencuentro con Julio Ernesto. O de las dos botellas de vino tinto despachadas en una tarde con sol. O del clima benigno. O de la mezcla de vehemencia y lucidez manifiesta en sus palabras. Lo único claro es que me he pasado el último año siguiendo los rastros de esa temida figura presente, con infinidad de nombres y descripciones, en todas las épocas y culturas. Después de esta conversación intuyo con más fuerza que vamos por el mundo pisando una estela de luces y sombras. De lo que se ocupan muchos seres, sean exorcistas, sicólogos, sacerdotes o videntes como Orlinda es de desvelar esa parte de la existencia hecha de sombras nada más.
Un resumen de opinión a través de la caricatura, por LA CAUSA, movimiento social de caricaturistas colombianos independientes que busca, por medio del colegaje, promover, difundir y defender la crítica social a través de manifestaciones artísticas.
Por, Andrea Toribio Álvarez, Universidad Autónoma de Madrid. Tomado del libro: DIMENSIONES. El espacio y sus significados en la literatura hispánica.
Tan solo tres años transcurridos desde la caída de aquel monólogo perpetuo materializado en la figura y voz de Francisco Franco, se produjo, en el panorama de la cultura y, más concretamente, en el ámbito de las letras catalanas femeninas, una auténtica revolución (1).
El pretexto que motivará nuestro trabajo será la publicación de la primera novela de Esther Tusquets, El mismo mar de todos los veranos, en 1978, precisamente (2). El hecho de optar por esta obra y no por un texto señero, como lo fue en sumomento Te deix amor la mar com penyora, de Carme Riera, se debe a su carácter en clave de llamada de atención, manifestación socio-política clara y su contundente carga ética y moral; todo ello amparado bajo una perspectiva de género que permitirá recuperar voces y textos anteriores, así como fraguar una plataforma coherente de producción de discursos en torno al deseo (3). Esta obra interpretó un papel fundamental en la aparición de otras novelas posteriores, cuyas intenciones se orientaron hacia un camino marcadamente rupturista de afán renovador(4).
A finales de la década de los años setenta, la escritura de mujeres aún se encontraba situada en los más discretos márgenes de los suplementos culturales, tal y como destaca Pilar Nieva de la Paz, quien afirma apreciar en el panorama crítico «una notoria ausencia de nombres de mujer» (5). La aparición de la novela de Tusquets provocó una descentralización de los esfuerzos legisladores de lo que debía o no constituirse como un eslabón más de lo que, comúnmente, denominamos historia de la literatura. No en vano, dedicará Carmen Martín Gaite una reseña elogiosa a esta ópera prima de la escritora catalana en Diario 16:
Me produce una particular alegría que la mejor novela española de este año la haya escrito una mujer […] Y si reseño, complacida, el hecho y lo saludo como acontecimiento, no es en nombre de presupuestos feministas (que, caso de existir, podrían haber, por el contrario obnubilado y predispuesto a ver oro donde tal vez brillaba simplemente oropel), sino porque siempre he estado convencida de que cuando las mujeres, dejándose de reivindicaciones y mimetismos, se arrojan a narrar algo con su propia voz y a escribir desde ellas mismas, desde su peculiar experiencia y entraña de mujeres […], descubren el universo a una luz de la que el «hombre-creador-de-universos-femeninos» no tiene ni la más ligera idea (6).
Las narraciones escritas por mujeres, no solo durante el franquismo, sino a lo largo de todo el siglo xx en España habían sufrido una fuerte estigmatización, en comparación a las producciones de sus homólogos masculinos. A este respecto, señala muy acertadamente la profesora Geraldine C. Nichols que «la mujer de los años franquistas vivía unas condiciones vitales e intelectuales tan especiales que cabe hablar de ella como una casta aparte. Para las intelectuales que habían empezado a formarse en el ambiente más igualitario de la República, presentar y sentir en carne propia los efectos de esta «inferiorización» […] había sido una experiencia lacerante» (7). La situación descrita se proyectó en opiniones dispares desde la prensa y la intelectualidad favorable al régimen; los juicios emitidos se cernían sobre la expresión misma, la voluntad literaria, el tono y la elección del contenido que las escritoras escogían para sus textos. Encontramos dos casos que llaman especialmente la atención: la valoración desde la censura de la novela Nada, de una jovencísima Carmen Laforet, ganadora del Premio Eugenio Nadal: «su estética es la estética de lo feo, que hoy está de moda; rinde casi exclusivo culto a lo torvo, a lo hosco, a las complicaciones zoológicas de la vida humana; demuestra una sensibilidad refractaria a las zonas elevadas del espíritu y a los valores bellos y heroicos de la Naturaleza»; y la opinión, de corte más general, de José María Pemán:
Suelen tener las mujeres fama de ser poco escrupulosas en materia de ortografía. Eliminan embarazos y residuos etimológicos como apartan las sillas que estorban, en sus correrías por la casa, poniendo orden y limpieza […] Santa Teresa se va del tema central por cada inciso que le sale al encuentro, como una buena ama de casa que va a la cocina, se demora al paso, para endereza un cuadro torcido. Por eso suelen ser las mujeres tan excelentes en el abandonado y libre estilo epistolar: porque los hombres expresan mejor las ideas, pero las mujeres dicen mejor las cosas (8).
Esther Tusquest
El mismo mar de todos los veranos intervino sobre esta coyuntura histórica, política y social, dando a conocer el interés novelístico de Esther Tusquets, no ya simplemente desde un punto de vista editorial, esto es, como cabeza visible de la exitosa Lumen. Aludiendo al título del brillante ensayo de Jordi Gracia La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España, aquella falsa obstinación de los grupos de intelectuales que no optaron por exiliarse, les hizo (re)surgir con el vigor de quienes fueron capaces de asegurar la «subsistencia de la tradición liberal» (9). En el caso de las escritoras, escindidas, a su vez, en una corriente dual: Barcelona y Madrid, la continuidad cultural pudo preservarse gracias a la labor discursiva ajena al régimen, cuyas intenciones se agrupan en dos bloques (10).
Por un lado, como establece José Teruel en relación a la novela de Tusquets, la (re)presentación de una «propuesta moral»; por el otro, la reivindicación de infinidad de textos sepultados bajo el sistema de control emocional franquista: la adhesión a la corriente creativa que habrían venido desarrollando otras escritoras con anterioridad (11). La significación de su gesto trató de legitimar su discurso e inscribirse así en un sendero expresivo repleto de obstáculos comunicativos: la problemática de la autoridad femenina. Las autoras de los años setenta no obviaron que, implícitamente, sus escritos se encontraban marcados por una herencia sentimental evidente, puesto que «Todo discurso está lleno de futuros y de pasados, con diversas esferas ideológicas de aplicación» (12). Sin embargo, es en la voz de Tusquets en la que se produce una suerte de confluencias que acabaron con el sentimiento anhelante que había cubierto la narrativa española escrita por mujeres.
El camino al que nos referíamos antes, el ejercicio de escritura continuado desde las escritoras, protegió frente al paso del tiempo el material del que se habían nutrido aquellas «historias de los sentimientos», mencionadas por María Zambrano:
La idea que tenemos del suceder histórico, como la de todo suceder temporal es el de la destrucción: «el tiempo destructor», es la imagen que persiste en la conciencia de casi todos los hombres; de ahí, que no se haya intentado hacer la historia de los sentimientos ni de nada de lo que constituye la intimidad de la condición humana, pues parecía la historia un suceder de cosas que anulan a las anteriores, una especie de desfile de instantes que brillan fugazmente y son sustituidos por otros (13).
De izquierda a derecha: Ana María Moix, Ana María Matute y Esther Tusquest. Tomada de abc.es
Desde lo que podemos considerar un observatorio privilegiado, no solo a nivel socio-económico, sino también profesional, Tusquets se sumergió en el ideario feminista francés de los setenta y en el activismo de los movimientos norteamericanos de idéntica naturaleza que reclamaron «la necesidad de una transformación en la escritura», rechazando, paralelamente, todos aquellos «relatos amables, convencionales, nostálgicos» (14). La autora articuló en su texto un monólogo dramático autoficcional que sustituyó al discurso estático, asignado típicamente a las mujeres. A través del soliloquio de la narradora, se construye un interlocutor que experimenta diversos procesos performativos y transformacionales.
Volviendo ahora sobre el texto de la novela, este (re)presenta un argumento que podría conducirnos a una serie de juicios simplistas sobre la misma: una aventura extramatrimonial por parte de Julio, el marido de la narradora. No obstante, esta «aventura» se convierte en el leitmotiv que acciona una trama secundaria eclipsando el escenario principal. Este nuevo derrotero argumental se conforma como la materia que sustenta el monólogo: otra «aventura», bien diferente, cargada de (re)apropiaciones: «Lo que caracteriza el concepto de aventura y le distingue de todos los fragmentos de la vida, que como meros frutos de lances de la fortuna se sitúan en la periferia, es el hecho de que algo aislado y accidental pueda responder a una necesidad y abrigar un sentido» (15).
La autora, al apostar por este elemento como desestabilizador de la estructura moral predominante, logró, indirectamente, otra meta distinta: plasmó satisfactoriamente el poder de representación del deseo femenino, al margen del proyectado por la óptica patriarcal, mediante procesos orquestados desde la diferencia, noción expresada por Jacques Derrida en su ensayo L’Écriture et la Différence (16). La encorsetada sociedad catalana burguesa se sometió entonces a un desmantelamiento de lo privado, evidenciando la falta de coherencia de las banderías esgrimidas: el supuesto carácter moral y ético correcto. Por ello, el relato cobra absoluta validez en relación a la (re)significación del espacio interior de lo doméstico, inserto en la esfera de lo público.
La narración aparece dotada de un elemento «subversivo» en el entorno comentado: una sexualidad no normativa, la lesbiana, que permite erigir un recorrido desprovisto de impedimentos entre el emisor y el receptor del relato. Tusquets aúna en su narración un análisis congruente y una conciencia de clase excepcional; un retrato fidedigno de la sociedad en la que vive al «vincular la representación del deseo lésbico con una crítica a la burguesía catalana y a su sistema de valores» (17).
Esta segunda aventura se producirá entre la voz narrativa, considerablemente más madura, y una inexperimentada y dulcísima Clara. La proyección de un lenguaje cifrado, puesto que «La homosexualidad era innombrable durante el franquismo», fue recibida por el lector como una «palpitante y verdadera historia de amor accesorio», como bien apuntó Martín Gaite en su lectura (18).
Sin adentrarnos en su arquitectura narrativa, que bien merecería un trabajo independiente, podemos afirmar con seguridad que la verbalización del terreno afectivo, entendido como única manifestación política de la novela, desencadena la quiebra de tres discursos específicos, desde la fuerza elocutiva inherente al monólogo. Si partimos desde la idea defendida por José Teruel, que establece que «la literatura de la Transición política comenzó a hablar claramente desde una categoría aún más comprometida que la ideología, y era la de la experiencia», refrendada, además, por la propia autora, «—pretendo hacer literatura no ideología—», podemos situar el deseo individual como el nuevo estatus moral en estas narraciones (19). Este dio forma a la ruptura de Tusquets, en ausencia de elementos externos que frivolicen y anulen su voluntad: descentralizar el discurso convencional, gracias a la asunción de un texto, cuyos agentes actúen en pro de naturalizar vetas contrahegemónicas.
«Cuarenta años de un disfraz-uniforme», requiere de un breve apunte de su circunstancia editorial (20).
Nuestra autora, declara encontrarse en el momento de su publicación «cerca de cumplir los cuarenta años» (21). A la importancia de esta confesión, que no es más que un signo de madurez intelectual y vital, le sumamos la autoedición en su propio sello: «Me han preguntado hasta la saciedad, “¿Por qué te editaste en tu propia editorial?” Fue únicamente por esto: no por temor a no encontrar editor, sino porque me constaba, por razones ajenas a la calidad literaria, podía elegir entre los mejores» (22). En este punto, es necesario regresar sobre un cambio que condicionó buena parte de la literatura entre los años sesenta y setenta en España que carga de una resonancia mayor al acontecimiento literario, más aún en relación a la propia Lumen. Como dijo Ana M.ª Moix, refiriéndose a Esther Tusquets: «esta editora que, en el fondo —y sin ofender— debe ser una llorona y una sentimental», colaboró junto a otros editores para transformar el panorama de la edición española desde un compromiso antifranquista; determinación, también motivada, por su condición de mujer en un espacio altamente competitivo dominado por hombres (23). La editorial, en sus inicios, fue un sello fundado en «el año 1936 para defender los valores de la España cristiana, reaccionaria y tradicional» (24). Contrariamente a lo que suele pensarse, no fue adquirida a un grupo editorial burgalés cualquiera por el padre de Esther, Magín Tusquets en 1959. En realidad, fue traspasada desde Joan Tusquets a Carlos Tusquets, ambos tíos de la editora, siendo el primero el fundador de esta, cuyo nombre original fue Ediciones Antisectarias: una «editorial franquista y religiosa», que «El cuartel general de Franco ayudó a establecer», y en la que, sorprendentemente, «Serrano Suñer colaboró» (25).
Retomando ahora aquel tridente de ruptura, enunciamos las claves interpretativas del extenso monólogo: la extrañeza o la incomodidad patente en el ejercicio autoficcional, a la hora de representar el ambiente endogámico y asfixiante de la alta burguesía catalana; la propuesta moral que relegó la supresión de las distintas historias del corazón por parte del régimen franquista, gracias a la construcción de un objeto lesbiano; y la voluntad intertextual de la autora para con el texto y su posterior alcance. Estas instancias estuvieron marcadas, como es natural en los moldes autopoiéticos, por la actividad del «yo», por primera vez, en un ambiente desautomatizado y repleto de códigos novedosos.
Como apunta Josep Benet en su libro de lectura imprescindible Cataluña bajo el Régimen franquista, «El 26 de enero de 1939, día en que las tropas del general Franco conquistaron Barcelona, quedó esta sometida a un régimen de especial ocupación», «único territorio conquistado», según afirma el autor, bajo este presupuesto (26). Tusquets experimentó un gran extrañamiento frente a las dinámicas impuestas por aquella burguesía ausente y silenciosa, favorable a la dictadura tras el conflicto. La inicial filiación provechosa para las altas esferas catalanas terminó convirtiéndose en un espejo roto, y es que, como leemos en la novela, «—jamás debieran asumirse como propias las historias colectivas que terminan mal—» (27). El control férreo sobre Cataluña desembocó en un laberinto hermético. Se edificó, como asegura la autora, un «nosotros que en realidad no es más que una ficción, porque ni ellos ni yo podemos estar nunca seguros de ser de veras una misma cosa»; el negativo de un grupo constituido por las élites económicas catalanas, aquellos sectores liberales imbuidos en una realidad irónica y profundamente paródica (28). Quizá sea este, y no otro, el motivo principal que vertebró la posición moral de la autora, y que, irremediablemente, inundó el recorrido circular que supone la totalidad de su obra.
Desde El mismo mar de todos los veranos hasta Bingo (2007), apreciamos una cohesión interna que recorre todo su proyecto: «Supe definitivamente […], que, si bien no era cierto que la guerra civil la habían perdido todos, porque a la vista estaba que unos la habían ganado (y lo sabían bien) y otros la habían perdido (y nadie iba a permitirles ignorarlo ni olvidarlo), yo, hija de los vencedores, a pesar de haber gozado de todos sus privilegios y todas sus desventajas, pertenecía al bando de los vencidos» (29).
La identidad, no ya nacional, sino sentimental, reivindicada por Tusquets llama a la desaparición de la impostura para permitir la fluctuación libre de la intimidad del sujeto. El lenguaje funciona, en este sentido, como un parámetro fundacional que favorece la construcción del objeto lesbiano, representación de un deseo teóricamente «marginal».
Nos interesa también resaltar la relevancia que posee en el texto la propaganda franquista, reflejada en sus máximas de amplio espectro y calado en la educación sentimental de la postguerra. Emblemas como «la belleza humana empieza en el esqueleto» o «mi soledad empieza a dos pasos de ti» entorpecieron la conquista del cuerpo como horizonte de nueva escritura, (re)descubierto en la novela: «este lenguaje no nace del pensamiento y pasa desde allí hasta la voz hecho sonido: nace hecho ya voz de las entrañas y la mente lo escucha ajena y sorprendida, ni siquiera ya asustada o avergonzada, porque estamos repentinamente al otro lado —mucho más allá— del miedo y la vergüenza» (30). El recurso intertextual, en cambio, se añade a la mecánica del texto, siguiendo la concepción de la novela por parte de Kristeva: «El texto […] constituye una permutación de textos, una intertextualidad: en el espacio de un texto se cruzan y neutralizan múltiples enunciados, tomados de otros textos» (31).
La presencia de múltiples personajes extraídos de cuentos infantiles, como Gulliver o la princesa guisante, la aparición de la mitología clásica, en relación a Teseo y al Minotauro, la recuperación de relatos perennes como el de Tristán e Isolda, la alusión a escritores como Lorca, Pavese o Zweig, o el peso de cineastas como Visconti o Fellini constituyen el itinerario sentimental y oculto de la escritora. Esta decide ahora hacer público este recorrido para poder pergeñar con el lector, en esta España democrática, un pacto repleto de complicidades. La intención subyacente de Tusquets también se hace eco de las palabras de Benet, «en el caso de Cataluña hay que añadir además, a esta represión específica realizada por el franquismo contra aquellas personas que, a pesar de no pertenecer ni a las organizaciones sindicales obreras ni a los partidos del Frente Popular, ni a ningún otro partido o grupo político, se caracterizaban o simplemente eran conocidas por sus actividades culturales catalanas» (32).
Resulta conveniente comentar, a modo de síntesis, su voluntad recopiladora, a propósito de la labor de otras autoras, así como su decisión de superar el discurso de la postguerra, apostando por una redirección ética de la expresión. Para ello, acomodó su estética narrativa en una retórica de la sinceridad, como apreciamos en un fragmento que nos recuerda a los paseos nocturnos y alucinados de Andrea, la protagonista de la novela citada de Laforet: «estoy ahora por primera vez definitivamente al otro lado, porque están ya lejos aquellas noches mías, el encierro opresivo de la habitación y de la casa, el oscuro frenesí contra las puertas cerradas, mi corazón golpeando contra las paredes, noches de adolescente bien nacida, que no sale a las calles, que no recorre de noche las largas calles hasta el mar» (33).
La España del franquismo había constituido un territorio hostil para la exteriorización total de la palabra escrita por mujeres, sin ser esta afirmación, por supuesto, novedad en los estudios literarios e históricos de género vinculados a esta etapa. Esta novelita de 1978 arrojó cierta esperanza sobre la producción novelística de las escritoras, devolviendo la maravilla al lector en forma de relato íntimo, no exento del distanciamiento exigido por el pacto de ficción. La postguerra española, caracterizada por la apoplejía emocional del sujeto, suscitó una insurrección en el plano de la literatura, sobre todo en la escritura de mujeres, a la hora de emancipar su voz y (re)afirmarse como individuos.
Decíamos, casi al principio, que la novela supone una llamada de atención. Y es que, coincidiendo con la transición política española y el supuesto aperturismo, heredero de la segunda etapa del régimen y del plan de estabilización de 1959, plantear la interacción entre dos mujeres, totalmente alejadas de feminidades estereotipadas o canónicas, supuso un gran impacto. Pese a que el ejercicio novelístico de las mujeres quedó olvidado públicamente durante casi cuatro décadas, salvo algunas excepciones, el espacio concéntrico de la casa había ido (re)conquistándose de forma gradual, así como el afianzamiento de un modelo de escritura desprovisto de rabia, ya nunca más titubeante. La manifestación y articulación pública de la performatividad de lo íntimo creó una ilusión de lo privado, entendida como artificio literario. Las políticas del cuerpo y la historia de los sentimientos ya no necesitaron de un narrador externo que contase a las mujeres su historia; el cuento comenzó así a relatarse desde otra perspectiva.
1 Dicho viraje se extendió sobre otros puntos geográficos, generando discursos adversos a la lectura patriarcal imperante en torno a la situación de la mujer escritora en las letras españolas.
2 E. Tusquets, El mismo mar de todos los veranos, Barcelona, Anagrama, 1990.
3 C. Riera, «Te deix, amor, la mar com a penyora», Te deix, amor, la mar com a penyora, Barcelona, Laia, 1984 [1975].
4 Hablamos de R. Montero, Crónica del desamor, Madrid, Debate, 1979, así como de M. Roig, La hora violeta, Barcelona, Edicions 62, 1980 [1ª ed. en catalán, L’hora violeta].
5 P. Nieva de Paz, Narradoras españolas en la Transición Política (Textos y contextos), Madrid, Fundamentos, 2004, pág. 72.
6 C. Martín Gaite, «Una niña rebelde», Ensayos II, Ensayos literarias, Obras Completas V, J. Teruel (ed.), Madrid – Barcelona, Espasa – Círculo de Lectores, 2003, págs. 844-845.
7 G. C. Nichols, Des/cifrar la diferencia, España, Siglo xxi, 1992, pág. 27.
8 La primera cita mencionada pertenece a la publicación Bibliografía Hispánica, núm. 12, XII, 1945; en cambio, debemos la segunda a la recuperación que efectúa Nichols del texto de Pemán en Doce cualidades de la mujer, 1947, recogido en el conjunto de ensayos mencionado en la nota anterior: Ibíd., pág. 13.
9 Tomamos la significación desglosada de la noción «resistencia silenciosa», aplicada a un ámbito de postguerra en su sentido más inmediato: «la reanudación de la modernidad solo pudo hacerse de forma marginal, intermitente, disimulada y críptica», Barcelona, Anagrama, 2004, pág. 37; I. Peiró Martín, Historiadores en España. Historia de la Historia y memoria de la profesión, Zaragoza, Universidad de Zaragoza, 2013, pág. 253.
10 El núcleo de escritoras catalanas, como Tusquets, Roig, Riera, Rodoreda, Moix, entre otras, se caracterizó por consagrar, en gran medida, sus producciones narrativas a la construcción identitaria desde nociones corporales. En cambio, desde Madrid y otros focos, escritoras como Carmen Martín Gaite, Elena Quiroga o Dolores Medio, optaron por la pronta recuperación de lugares comunes, en tanto que paraísos perdidos, a la caída de aquel bloque de tiempo perdido, que debía recuperarse, al modo proustiano, a la caída del régimen dictatorial.
11 J. Teruel, «Representación del lesbianismo en la narrativa de la Transición democrática», La mujer ante el espejo: estudios corporales, M. J. Zamora Calvo (coord.), Madrid, Abada, 2013, pág. 188.
12 I. M. Zavala, «Las formas y funciones de una teoría crítica feminista. Feminismo dialógico», Breve Historia Feminista de la Literatura Española (en lengua castellana), I, Teoría feminista: discursos y diferencia, M. Díaz-Díocaretz e I. M. Zavala (coords.), Barcelona, Anthropos, 1993, pág. 40.
13 M. Zambrano, Islas, J. Luis Arcos (ed.), Madrid, Verbum, 2007, pág. 111.
14 A. Caballé, «Memorias y autobiografías escritas por mujeres (Siglos xix y xx)», Breve Historia Feminista de la Literatura Española (en lengua castellana), V, La Literatura escrita por mujer (del S. XIX a la actualidad), I. M. Zavala (coord.), Barcelona, Anthropos, 1998, pág. 136.
15 G. Simmel, Sobre la aventura. Ensayos filosóficos, Barcelona, Península, 1988, pág. 14.
16 J. Derrida, L’Écriture et la Différence, Paris, Seuil, 1967.
17 J. Teruel, ob. cit., pág. 192.
18 Ibíd., pág. 187 y C. Martín Gaite, ob. cit., pág. 845, respectivamente.
19 J. Teruel, ob. cit., pág. 191; E. Tusquets, Confesiones de una editora poco mentirosa, Barcelona, 2012, pág. 209.
20 E. Tusquets, El mismo mar de todos los veranos, ob. cit., pág. 94.
21 E. Tusquets, Confesiones de una editora poco mentirosa, ob. cit., pág. 193.
22 En concreto, la editora menciona en el texto citado a Jorge Herralde de Anagrama y a Carlos Barral, de Barral editores, ambos íntimos amigos suyos; E. Tusquets, Confesiones de una editora poco mentirosa, ob. cit., págs. 194-195.
23 A. Mª Moix, 24 horas con la Gauche Divine, Barcelona, Lumen, 2014, pág. 27.
24 E. Tusquets, Confesiones de una vieja dama indigna, 2009, pág. 41.
25 Ibíd., pág. 40; E. Tusquets, Habíamos ganado la guerra, Barcelona, Bruguera, 2008, pág.
26 J. Benet, Cataluña bajo el régimen franquista. Informe sobre la persecución de la lengua y la cultura catalanas por el régimen del general Franco (1ª parte), Barcelona, Blume, 1979, pág. 211.
27 E. Tusquets, El mismo mar de todos los veranos, ob. cit., pág. 128.
28 Ibíd., pág. 97.
29 E. Tusquets, Habíamos ganado la guerra, ob. cit., pág. 276.
30 E. Tusquets, El mismo mar de todos los veranos, ob. cit., págs. 190 y 158, respectivamente.
31 J. Kristeva, El texto de la novela, J. Llovet (trad.), Barcelona, Lumen, 1970, pág. 15.
32 J. Benet, ob. cit., pág. 228.
33 E. Tusquets, El mismo mar de todos los veranos, ob. cit., pág. 119.
Bibliografía
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Por cortesía de la autora y de Sílaba Editores, compartimos con ustedes el capítulo I de la novela Camposanto, de la escritora colombiana Marcela Villegas, publicada en el 2018.
I
Mientras me habla, el neurólogo se mira las uñas. Se nota que está satisfecho consigo mismo. Con eficacia profesional me hace entender que mi mamá es una más entre cientos de pacientes, que no hay nada de original o de importante en su padecimiento. El médico nunca se dirige a mi mamá. A ella, que en este momento está rodeada de una especie de cápsula, no podría importarle menos. Las palabras caen a sus pies, inocuas.
—Deterioro cognitivo es cualquier cosa, doctor. ¿No le parece un diagnóstico muy ambiguo?
—Es verdad. Todos los síntomas de Elena, además de las imágenes del cerebro, sugieren alzhéimer. Pero solo hay una instancia en la que puede hacerse un diagnóstico definitivo.
—¿Cuál?
—La autopsia. Solo con una biopsia del cerebro podemos comprobar la presencia de las placas de proteína que caracterizan la enfermedad. Por lo pronto, vamos a iniciar el tratamiento que le estaba explicando.
Es un cabrón. Lo dice con tanta soltura que quién sabe cuántos cientos de veces lo ha repetido. Estuve a punto de decirle que claro, que por qué no la sacrificábamos de una vez en aras de la ciencia y su exactitud. Salimos del consultorio sin siquiera dar las gracias. Mi mamá se deja llevar con docilidad, y no parece entender que tiene una enfermedad que después de miles de rodeos indignos la va a arrastrar a la demencia y a morirse ahogada en sus propios mocos, podrida por su propia mierda. Agradezco en silencio que no entienda o que por piedad finja no entender.
No quiero contarle a nadie. Me imagino lo que van a decir y me da rabia. Sé que es egoísta y me tiene sin cuidado. Tengo cosas más importantes en qué pensar. El médico nos dio un folleto de instrucciones para el cuidado del paciente con alzhéimer. Una de ellas, “El paciente nunca debe quedarse solo”, nos resume en seis palabras el porvenir.
Llamo a Ligia y le explico que mi mamá está muy enferma. Que necesito que vuelva, pero que entiendo si no quiere hacerlo, porque va a ser muy difícil. “Cuente conmigo, niña”, me dice, y yo siento el peso de su generosidad sin aspavientos.
También hago arreglos para que la enfermera que cuidaba a mi abuelo vaya a acompañarla por las noches y los fines de semana, por lo menos mientras estoy fuera. Camino al aeropuerto me largo a llorar y el taxista me ofrece detenerse para comprar una botella de agua. La compasión más auténtica es la de los desconocidos.
El arquitecto Gustavo Vargas Torres, es el padre del periodista Gustavo Vargas Ramírez. Por tratarse de un testimonio de primera mano, compartimos con nuestros lectores, el siguiente texto de su autoría.
Por, Gustavo Vargas Torres
Arquitecto, radicado en Dosquebradas, hijo de padres armeritas.
La tragedia nos cogió por sorpresa. El domingo anterior a la tragedia pasé a Armero a recoger a mi primer hijo, de 11 meses y nacido en el pueblo, para llevarlo a Ibagué, donde había conseguido trabajo en una constructora de vivienda. Ese día mi madre nos preguntó a mi padre y a mi, en horas del almuerzo, sobre qué posibilidad había de techar la terraza de la casa que estábamos construyendo para subir los muebles, porque en la Cruz Roja, donde ella se desempeñaba como Dama Gris, la estaban entrenando para evacuar a Armero debido a una posible gran inundación que estaba por suceder. Mi padre y yo le indicamos que eso era casi imposible, pues la acequia del río Lagunilla quedaba a más de tres cuadras de la casa.
El 14 de noviembre de 1985, a las 6:00 a m, llegué a la cancha de baloncesto donde entrenaba con el equipo del ICT de Ibagué (Instituto de Crédito Territorial) para un campeonato Nacional del Instituto, cuando empezaron a llegar los compañeros de equipo mientras escuchaban una noticia por la radio que informaba sobre un piloto que sobrevolaba el pueblo y aseguraba que había desaparecido. En ese momento empezó la tragedia para mí y mis hermanos, quienes de casualidad, ese día, estaban fuera de Armero.
Tan pronto me enteré de la noticia, la cual no creía inicialmente porque me parecía imposible, me dirigí a la oficina de la constructora en Ibagué, donde terminé por enterarme bien de la magnitud de la tragedia. Saqué el campero asignado para la obra y me dirigí de inmediato a Armero, en busca de mis padres y familiares, pero por el camino la policía nos informó que no había paso, que todo estaba inundado con barro y me convencieron de que era mejor devolverse.
Volví a Ibagué, recogí a mi hermano menor y eché al carro un par de palas, picas y lazos y nos dirigimos a Armero dando la vuelta por Pereira–Anserma-Manizales– Mariquita. Aunque nos tocó desviarnos, y por la ruta de la Victoria, Caldas, llegamos a Mariquita, ya que por la vía Fresno el río Gualí, afectado por la erupción del volcán, había derribado el puente.
Por fin logramos pasar de Marquita hacia Armero, pero no pudimos ir más allá de la Granja Agrícola, a 5 km de Armero. El lodo en la carretera no lo permitía. Entonces nos dedicamos a buscar entre los heridos que empezaron a aparecer en el lodo. Los ayudamos a lavarse, a quitarse el barro para identificarlos. No encontramos a ningún conocido en esa oportunidad. Con el campero empezamos a llevar heridos al Hospital de Mariquita. Estuvimos toda la noche buscando entre las personas que llegaban al hospital, pero no logramos identificar a nadie.
Al día siguiente, nos dirigimos a Armero por la vía hacia Bogotá, averiguando en cada uno de los hospitales de todos los municipios que pasábamos. Nos desviamos hacia Maracaibo, un poblado cerca del pueblo por el lado occidental y hacia donde se dirigió la avalancha contra los cerros Farallones. Allí encontramos cadáveres de personas que habían salido del lodo tratando de subir las laderas. No reconocimos entre ellos a algún familiar o conocido.
Una vez de vuelta a Ibagué, nos reunimos todos los hermanos y algunos familiares y decidimos repartirnos en los municipios que rodeaban a Armero para averiguar por mis padres, situación que fue infructuosa, no los encontramos.
Al pasar las semanas logré trabajar con la empresa que construía los campamentos provisionales para damnificados en Lérida, un municipio vecino de Armero, donde se iban a albergar a los damnificados. instalamos carpas grandes para las familias, alrededor de un salón, además de baterías de baños, cocinas y lavaderos comunes. Esto se hacía mientras se adelantaba la construcción de viviendas. Así pude estar cerca de los damnificados y seguir en la búsqueda de mis padres y familiares, como mi abuela y dos tías, quienes vivían en Pereira pero que, por desgracia, el mismo día de la tragedia llegaron a Armero a visitar a mis padres. Nunca los encontramos.
En una ocasión, en una de las carpas, vi a una señora que se parecía mucho a mi madre. Por un instante sentí miedo y alegría, pero tampoco era familiar de ella.
Lo único que pudimos saber sobre mis padres y familiares fue la versión que nos dio un sobreviviente, que era vecino de nuestra casa en Armero. El casero y conductor del Dr. Merenguer nos contó que ya entrada la noche de ese 13 de noviembre estaba acostado y un ruido muy fuerte lo despertó, se asomó por la ventana y, entre relámpagos, logró ver que todas las calles estaban inundadas y la gente corría en la oscuridad. También observó que había personas en la terraza de nuestra casa de dos pisos, la cual estábamos todavía contrayendo (y que mi madre pedía techar para subir los muebles porque supuestamente Armero se iba a inundar). Luego, en otra ráfaga de luz, vio cuando una ola gigante arrasó con la terraza como una balsa de concreto. No volvió a saber nada de ellos. Al otro día el conductor vecino fue hallado entre escombros y lodo.
Entre 1986 y 1987 terminé construyendo casas en Guayabal Armero para los damnificados, como contratista de RESURGIR, la Institución que canalizó todas las ayudas para los damnificados. Esto me obligaba a pasar varias veces a la semana por el pueblo en ruinas y arrasado. Era muy aterrador y triste, estuve cerca de los sobrevivientes, pero nunca encontramos a nuestros padres y familiares, y con el pasar de los años fueron “declarados” muertos por desaparecidos. Los médicos y psicólogos que conocíamos nos recomendaron que hiciéramos vida lejos del sitio de la tragedia, para nuestra tranquilidad mental y espiritual. Es así como después de terminado el contrato de construcción de viviendas para los damnificados de la tragedia, me radiqué en Pereira y en Dosquebradas, donde todavía sigo con mis recuerdos a cuesta.
El periodista colombiano Gustavo Vargas, hoy radicado en México, visitó las ruinas de Armero, el pueblo de sus ancestros, en 2006. Como resultado de ese viaje escribió la crónica que hoy compartimos con ustedes, 35 años después de la tragedia.
Guayabal. 10 y 11 de noviembre
Blanca Osorio reconoce el apellido de mi padre cuando me presento. No fue difícil dar con su casa después de bajar del bus, cruzar la vía Mariquita-Lérida y preguntar por ella en una oficina de telefonía local de Telecom. Un mototaxista de los tantos que hay en la entrada del pueblo, escuchó mi petición y ofreció sus servicios para llevarme hasta mi destino.
Viajé más de seis horas desde Pereira hasta Guayabal para hablar con Blanca. Mi padre me insistió en visitarla y darle sus saludos y los de sus hermanos y hermanas, porque ella fue quien los cuidó de niños, cuando trabajó con mis abuelos en su juventud. Viajé el viernes 10 de noviembre de 2006, tres días antes de la conmemoración anual número 21 de la tragedia de Armero.
– ¡Su papá es Gustavo!, el hijo de los Vargas Torres.
Guayabal es un pueblo de por lo menos ocho mil habitantes, donde al parecer poco importan los horarios. Por sus calles circulan motocicletas y autos de los ochenta y noventa. Sus casas son bajas, y usualmente tienen un solar donde hay varias mecedoras y ventiladores para ver pasar la vida y soportar el calor. Los fines de semana, el pueblo es visitado por parranderos provenientes de Ibagué y Bogotá que llegan en busca de las repentinas mini-discotecas y tabernas, tan anónimas en horas de la mañana.
En 1986, Guayabal fue nombrada Armero Guayabal y obtuvo el título de centro administrativo del municipio de Armero. La designación se dio luego de la recordada tragedia de Amero, ocurrida el miércoles 13 de noviembre de 1985. Ese día, a las 3:00 pm, el cráter Arenas del volcán Nevado del Ruiz hizo erupción. Grandes pedazos de hielo del nevado se desprendieron a 5300 metros sobre el nivel de mar y formaron una creciente que tomó impulso al desbordar el río Lagunilla. Fueron 48 kilómetros de distancia que recorrió la avalancha desde el nevado hasta Armero, a una velocidad de 100 Kilómetros por hora. Arrastró rocas, árboles, tierra, cultivos, ceniza y se esparció sobre la ciudad a las 11:30 pm, como una mancha de tinta que cubre un papel. Se dice que 25 mil armeritas murieron sepultados, se dice, porque muchos cuerpos no fueron encontrados.
La vivienda de Blanca es de ladrillos huecos grises y tiene dos puertas de entrada, aunque ninguna ventana. Esta señora algo robusta y de cabello corto vive con un anciano delgado, tres niños y dos mujeres jóvenes. Tras recordar a mi padre, nos presentamos y le doy los saludos de mi familia en el solar de su casa, donde la encontré dejando pasar el final de la tarde con los suyos.
– A las cuatro de la mañana sentimos que era como un eco -me dice Blanca el día siguiente de nuestro primer encuentro-. Mucho olor a azufre, y toda esa ceniza que cayó era como un cuarto de la carretera.
Para ilustrarme su medida, señala casi el tope donde limita la calle y empieza el andén. Cuenta que el 14 de noviembre de 1985, un día después de la tragedia, el bullicio de las sirenas, helicópteros y socorristas empezó a incrementarse a eso de las ocho de la mañana. Fue cuando hombres y mujeres cubiertos de lodo llegaron a Guayabal, después de recorrer a pie los más de ocho kilómetros que hay entre este pueblo y Armero, después de sobrevivir a la avalancha del Lagunilla, causada por la erupción del volcán.
Ante esa imagen de fin del mundo, el pánico entre los habitantes de Guayabal por una nueva catástrofe duró más de seis meses. Las personas no dormían, esperaban la alerta de lo irremediable, estaban sometidas al repicar de la sirena de la estación central. Incluso, comenta Blanca, todavía existe el temor por un nuevo desastre, solo que el anuncio es profético y la sirena es la habladuría de los habitantes más viejos de Guayabal.
– Dicen que este pueblo tiene anunciado que desaparezca también. El dicho es porque hay mucha gente que es evangélica, porque Armero se volvió muy evangélico y por eso se hundió.
Para Blanca, en cambio, Guayabal se hundió poco después de la tragedia, y no fue por la aparición de una o dos iglesias evangélicas, fue por la pérdida de empleos.
Armero era una ciudad clave para el desarrollo económico en el norte de Tolima, era una vía de acceso y abastecimiento en la región cafetera del departamento. En el Armero de mediados de los ochenta, la producción agrícola fue promisoria. Había campos de arroz, café, sorgo, maíz y soya; además se le llamaba la Ciudad blanca por los cultivos de algodón. Sin embargo, varios municipios como Líbano, Fresno, Murillo, Herveo, Anzóategui, Casablanca y Villahermosa resultaron afectados después de la tragedia. Entonces surgió una crisis económica y social que alcanzó varios municipios de Caldas.
¿Cuál fue la respuesta de los gobiernos nacionales para enfrentar la crisis? Esa respuesta solo quedó escrita en los papeles y la mala administración de organismos similares a Resurgir, creado por el gobierno de Belisario Betancur para la reconstrucción de Armero y el apoyo a los sobrevivientes y damnificados.
– Lo que hace que Armero haya desaparecido -dice Blanca-, esto ha quedado muy solo, o sea que Armero Guayabal no es competente como era Armero. Acá en Guayabal, para la gente que quedó de Armero debía de haber más fuente de trabajo.
Armero. 12 de noviembre
Eduardo Rueda es uno de los fundadores de la Cruz Roja de Guayabal, creada hace 19 años a raíz de la tragedia de Armero. Eduardo es robusto, tiene un bigote espeso, lleva puesta una camisa y un pantalón trajinados por las arduas labores en el campo; usa una gorra que al parecer nunca se quita y carga una ruana de tela agobiada por el sudor sobre sus hombros.
Fue Eduardo quien se ofreció a llevarme a Armero desde Guayabal, gracias a las relaciones de la señora Blanca. Por quince minutos recorrimos la vía Mariquita-Lérida rumbo a la Ciudad blanca. Un viaje corto hecho en motocicleta en el cual Eduardo me mostró los terrenos de la Granja Armero, donde estudiantes de veterinaria y zootecnia de la Universidad del Tolima realizan sus prácticas, y que Eduardo lleva a cabo en fincas cercanas sin haber cursado un semestre académico.
La ruta de grandes árboles a la salida de Guayabal termina luego de 10 minutos de recorrido. Atrás quedan el río Sabandija y la circulación de personas en bicicleta. En el costado derecho aparecen las pocas paredes todavía en pie de las antiguas edificaciones de Armero, ahora escondidas entre la maleza.
Una de esas edificaciones es el Hospital San Lorenzo, donde varias armeritas realizaban trabajo voluntario como Damas grises. En este punto, hay un estacionamiento de motocicletas custodiado por una mujer, quien parece mucho más preocupada por el calor de la mañana. Eduardo se estaciona y a continuación habla con la vigilante, la cual solo afirma con la cabeza. Luego cruzamos rápido la vía Mariquita-Lérida y nos adentramos por un camino de piedra que lleva hasta la plaza principal de Armero. El piqueteo de los zancudos es constante, y antes de continuar hacía el centro de la ciudad, se observa el resguardo de la policía donde hay turistas y familiares de armeritas pidiendo información.
En el trayecto, un hombre de acento paisa ofrece videos en formato DVD o VCD con imágenes de la “Niña Omayra”. Son imágenes extraídas de informes y reportajes del canal RCN cuando se conmemoraron 20 años de la tragedia de Armero, en 2005. Varios niños acompañan a sus padres que cargan en sus hombros pequeñas neveras de poliestireno expandido llenas de helados, agua, cerveza y gaseosa. Cerca de un guía turístico que ofrece folletos con los lugares más visitados, hay un enorme cartel donde se compara el antes y después de Armero con dos fotografías satelitales del Instituto Geográfico Agustín Codazzi. Bajo el título del cartel, el cual es “Ahora”, dice: “Con su apoyo y aporte será posible el Centro de Interpretación de la memoria y la tragedia e Armero”. Esta es la primera de las tres fases del proyecto Armando Armero. Su fundador es Francisco González, y el objetivo es reconstruir la vida cotidiana de Armero a través de las memorias de los armeritas, los archivos históricos, las investigaciones y la historiografía relacionada con la ciudad.
Al final del camino, cuando se bifurca, aparece una valla con el siguiente mensaje: “ARMERO. PARQUE DE LA VIDA. UNIDOS HONRAREMOS LA MEMORIA DE NUESTROS SERES QUERIDOS”.
El 29 de septiembre de 1908, Armero fue calificado como distrito municipal del Tolima por el presidente Rafael Reyes. En ese entonces la ciudad se llamaba San Lorenzo y tuvo la aprobación del mandatario con el decreto 1049, luego de verificar el desarrollo del municipio tras la construcción del ferrocarril La Dorada-Ambalema. Así quedó registrado en un artículo de la revista Armero. Recordar es vivir. Fue en 1930 cuando la Asamblea Departamental del Tolima decidió cambiar el nombre de San Lorenzo a Armero, realizando un homenaje a José León Armero, personaje de la llamada Independencia de Colombia y originario de lo que ahora es Mariquita.
El 12 de marzo de 1595, cerca al lugar donde se fundarían los caseríos Tasajeras y San Lorenzo en 1840, aconteció la primera avalancha registrada a causa de una erupción del volcán Nevado del Ruiz. La expulsión provocó el desbordamiento del río Lagunilla y perjudicó los poblados de Cartago y Toro. El Fray Pedro Simón describió las escenas de aquel día y señaló los eventos anteriores a la catástrofe:
No cesó de llover de esta ceniza en toda la noche de suerte que a la mañana estaba la tierra cubierta de más de una cuarta de tierra pómez y ceniza, que bajando pegajosa con humedad que debía de tener el volcán de donde salía, se pegaba mucho a donde quiera que caía, y así se descubrió otro día toda la tierra tan triste y melancólica, cubierta de ceniza, árboles, plantas, sembrados, casas y todo lo demás que parecía un día de juicio.
Y el 19 de febrero de 1845, cinco años después de la fundación de Tasajeras y San Lorenzo, se registró una segunda avalancha que bajó por el Nevado del Ruiz y encontró camino por el Lagunilla. Dos caseríos del lugar fueron destruidos. El historiador del siglo XIX, José Manuel Restrepo, calculó las pérdidas de ese entonces en unos quinientos mil pesos y señala las dos posibles causas del desastre:
…la opinión más probable es que una gran parte del nevado del Ruiz, de donde nace el Lagunilla, se derrumbó con la nieve y tapó el curso de las aguas; aumentadas éstas con el deshielo de la nieve rompieron la tapa, arrastrando cuanto encontraron al paso y mezclando mucha nieve que aún no se había disuelto. Creen otros que acaso el Ruiz, que es un volcán, hizo alguna erupción de lodo, lo que prueban con el hecho de que el mismo río Magdalena tuvo sus aguas hediondas a azufre.
Aquellas dos fechas fueron precedentes de la actividad del volcán Nevado del Ruiz. Y el 13 de noviembre de 1985, el golpe de lodo y piedra volvió a cubrir la región, a las 25 mil personas que estaban en Armero preparándose para dormir, pensando en el siguiente día, en un 14 de noviembre de 1985, en un trabajo, en un desayuno, en un paseo al Lagunilla el fin de semana, en las fiestas de navidad. Pero el 14 de noviembre, después de la avalancha, solo quedó intacto el serpentario, algunas casas en las colinas y el cementerio. El resto de la ciudad fue sepultada por una masa grisácea de por lo menos 20 kilómetros de ancho y casi 30 kilómetros de largo que se detuvo cerca al río Sabandija, a cinco minutos de Guayabal.
En la crónica Una ciudad que ya no existe, Germán Santamaría dejó una descripción del panorama de Armero el día siguiente de la tragedia. La avalancha avanzó por el Club Campestre, precipitándose luego por la zona central de Armero, destruyó la bomba de gasolina a la salida hacía Líbano y el sector donde funcionaba el servicio de transporte Rápido Tolima. Pronto bajó por la calle del comercio, acabó con la iglesia San Lorenzo, los bancos y los almacenes que se encontraban en la plaza:
De todo lo que fuera la zona central de la ciudad no quedó nada, absolutamente nada. Entre el lodazal de superficie limpia y pulida que cubre a esta zona, se aprecia como un pequeño cañón, un riachuelo que corre aproximadamente por la misma dirección de la calle principal del pueblo. En este sector, la avalancha, con varios kilómetros de anchura, siguió la dirección del río Lagunilla y arrasó todas las haciendas que estaban entre Armero y el río Magdalena, en una distancia de por lo menos 20 kilómetros.
Los nombres perdidos
Eduardo camina por Armero y los armeritas vuelven a transitar las calles en un día común. Las casonas, los locales comerciales, los bancos y los edificios abren de nuevo puertas y ventanas. Los sonidos de los autos y de las personas alcanzan la memoria de Eduardo mientras describe el espacio de su lugar de nacimiento:
En la esquina de la Carrera 15 con Calle 12 se observan dos letreros del proyecto Armando Armero y parte del púlpito de lo que era la iglesia. Estamos en el centro de la ciudad blanca. Antes de alcanzar el Parque Los Fundadores, y recorriendo la cuadra de la iglesia hasta la Calle 11, un descuidado prado ocupa la zona de la casa cural y el almacén Hassir, fundado por una familia turca. Al cruzar la Carrera 15 se podía entrar en las oficinas del Banco de Colombia y el Banco Cafetero. En ese lugar, ahora, varios árboles en hilera proyectan una sombra beneficiosa para el viajero cansado que escucha a un vendedor de helados hablar sobre la educación en Colombia. Pequeñas cruces y lápidas con la pintura gastada parecen custodiar la cruz Latina de por lo menos tres metros de altura, que se alza inmune al descuido. En su parte superior carga una corona fúnebre, como si una persona colgara una cadena en su cuello.
A poco pasos está el monumento del Parque Los Fundadores: cuatro pilares unidos por arcos ojivales, conectados por medio de un círculo en lo alto, igual a una aureola. En cada pilar hay una placa con un grabado de Armero. Si una persona se para en el centro del Parque y observa las placas, puede tener una impresión de la perspectiva de la ciudad antes de la tragedia. En una de las placas, una guía turística describe un sector de la ciudad a un grupo de sudorosos visitantes:
– Este es el cementerio, no entró la avalancha, está a cuatro cuadras al fondo, el molino de arroz, el serpentario y la granja Universidad de Armero –
– ¿Dónde está es serpentario? –Pregunta un turista ansioso.
– El serpentario acá.
– ¿A ese tampoco le pasó nada?
– No le pasó nada, está en servicio, pueden ir a observarlo si quieren.
Dejamos atrás el Parque Los Fundadores y seguimos la ruta de la Carrera 15. En cierto momento, Eduardo mira hacia la izquierda y señala la maleza donde estaba la plaza de mercado. Después de caminar por un camino estrecho, llegamos a un espacio amplio y vemos una roca, pesa 200 toneladas, aproximadamente, y alcanza una altura de siete metros. Varios jóvenes tratan de escalarla.
– Al frente tenemos la piedra -explica Eduardo-, la que posiblemente tenía represado el río Lagunilla. Al hacer erupción el nevado se creció la quebrada, y cogió tanta presión que arrastró esa piedra hasta traerla al sitio donde estamos y acabando con el cuartel de la Policía.
Fueron 33 integrantes de la fuerza pública los que perdieron la vida en la tragedia de Armero. Varios de ellos descansaban en las literas del cuartel y otros realizaban rondas nocturnas por la ciudad. Eduardo me corrige y dice que los policías muertos fueron 40 y solamente se salvaron 3; pero 33 es el número que resulta al contar los nombres escritos es la placa conmemorativa de un monumento tipo plaza, con dos solitarias astas en la parte trasera.
Tres personas arriban al monumento. Cargan tarros de pintura blanca y verde y algunas brochas. Poco a poco empiezan a darle una retocada al símbolo honorífico de los policías de Armero.
A unos 10 metros de lo que era el cuartel, Luz Mary Sánchez termina de pulir el terreno habitado por tres cruces cubiertas por una vegetación de por lo menos un metro de altura. Usa botas pantaneras y ropa de trabajo de campo, ondea un machete a ras del suelo.
– Mire lo que nos ha tocado, estamos desde por la mañana, no encontrábamos la cruz.
En el espacio determinado por Luz Mary para alzar la tumba de sus padres quedaba la casa en la cual vivió su infancia y juventud. Muchos armeritas, después de la tragedia, buscaron un punto de referencia para ubicar sus hogares. Allí construyeron los altares y tumbas para recordar a los suyos. Pero algunas desaparecen bajo la maleza, del olvido de los familiares y de las instituciones públicas.
– Esto está muy dejado -alega Luz Mary mientras ondea su machete-, ya en realidad la plata está en otras cosas. Otro señor también venía en búsqueda de la propiedad de él y nada.
Un hombre delgado y de barba, de boina y jean, pinta un cuadro blanco en la superficie de la gran roca. Cuando termina, la enfermera y novel escritora Luz García escribe dentro del cuadro una cita extraída de su libro Armero, un luto permanente, publicado por la editorial Debate y escrito entre el 1 de enero y el 10 de agosto de 1996.
– El libro fue concebido como para mi familia -me dice Luz mientras dibuja con un pincel las primeras letras -, para contarles qué pasó con sus familiares, porque yo me imagino, cuando mis nietos sean grandes, ya he muerto de pronto, y mis hijos no se acuerden, porque eran muy pequeños cuando eso. Entonces empecé a escribir una historia familiar, luego quise saber que pasaba en el barrio ese día. Ubiqué una persona del barrio, y empecé a interesarme en contar la historia no solo de mi familia sino de muchas familias.
Luz García es de cabello rojizo. Lleva puestos unos anteojos, viste una blusa de rayas verticales rosas y blancas y un Jean gastado. Mientras termina de escribir la cita comenta el caso del doctor Gaitán, un sobreviviente de la tragedia agredido por un desconocido, el cual le arrebató una cadena en medio del lodo y el desespero general de los días de rescate. Esa es una de las historias de su libro, narradas por armeritas que continuaron sus vidas en Ibagué y en los pueblos cercanos a la Ciudad blanca.
Cuatro policías se acercan. Dos de ellos buscan sombra bajo los árboles, los otros observan los trazos de Luz, quien de cuando en cuando se equivoca y toca volver a pintar de blanco una consonante arbitraria o una tilde perdida. Hace más de 10 años los turistas admiraban una leyenda escrita en una de las caras de la roca: “Allá muy lejos, y bajo un palo de mango hay siete cruces; las toco una a una y en silencio elevo una oración a dios”. Para muchos guías, quien escribió esa sentencia fue una niña de nueve años originaria del Líbano; pero Luz, en medio de una sonrisa y con voz baja, me dice que fue ella la autora.
Luego de casi hora y media de escritura sobre la roca, Luz dibuja el punto final. Acaba de dejar inscrito un fragmento de la página 66 de su libro: “Buscaron sombra debajo de un árbol y descubrieron acostados sobre sus ramas un esqueleto metido entre un desteñido uniforme de policía; tal vez murió custodiando la soledad y el silencio, la luz y la oscuridad”.
Omayra Sánchez
Junto a Eduardo recorro de nuevo la Carrera 15. Volvemos al Parque Los Fundadores y nos adentramos por la Calle 12. Es mediodía. El sol está en su cénit, y un grupo de jóvenes planean una especie de monumento sobre un par de árboles. En ese punto se levanta un letrero con una flecha roja que señala un camino polvoriento: “ALCALDIA ARMERO GUAYABAL. CORPORACIÓN ARMERO PARQUE DE LA VIDA. A 400 METROS. TUMBA DE LA NIÑA OMAYRA SÁNCHEZ”.
Omayra Sánchez se convirtió en el símbolo de la tragedia de Armero. Por tres días seguidos varios socorristas, médicos y periodistas intentaron sacarla del boquete donde quedó prisionera. La niña de 13 años de edad no podía mover sus piernas pues se lo impedían el cadáver de una tía suya y un pedazo de pared.
Omayra fue encontrada un día después de la avalancha. Estaba bajo una plancha de cemento y rodeada por techos de zinc y agua turbia que la cubría hasta el cuello. Varios socorristas, entre ellos Jairo Enrique Guativonza, quien fue la persona que le dio calor con su cuerpo a la niña en las noches, la hallaron al ver una mano que salía de la abertura de la plancha de cemento. Entonces recogieron escombros, trituraron paredes y sacaron un poco a Omayra, agarrándola de las axilas. Le colocaron un neumático para que no se hundiera mientras iniciaban el rescate y esperaban una motobomba. Así extraerían el agua estancada.
La esperada motobomba llegó dos días después, a las ocho de la mañana y proveniente de Bogotá. El médico Fernando Posada trajo otra motobomba para acelerar el proceso de extracción del agua. Pero el lodo atoraba las máquinas de manera continua. A eso de las nueve de la mañana Omayra empezó a agonizar. Poco a poco las esperanzas de sacarla con vida se redujeron. Germán Santamaría estuvo muy cerca de los médicos y los socorristas que observaban cómo moría Omayra, era lo único que podían hacer:
Los médicos se miraron. La niña agonizaba. Todos tenían empuñadas las manos. Los médicos se reunieron. Y llegaron a la conclusión de que la única alternativa sería cortarle allí ambas piernas a la altura de la rodilla o dejarla morir. Cortarle las piernas igualmente sería que ella muriera porque no había equipos de cirugía. No había más alternativa: había que dejarla morir.
Omayra Sánchez murió el 16 de noviembre de 1985 a las 10:00 de la mañana. En el lugar donde la encontraron, dos documentalistas franceses entrevistan a una mujer vestida para el luto. La mujer abraza a un par de niños que tratan de esconder sus cabezas, la mujer dice frente la cámara:
– Siempre les estoy transmitiendo que no es porque creció la vegetación, de pronto en 50 años ni usted ni yo estemos aquí, ni ellos en 100 años o 200 estén acá se olviden, sino que lo vayan transmitiendo de generación en generación ese recuerdo y respeto por Omayra que nos dejó tantas enseñanzas.
Un monumento descolorido pero muy cuidado se alza como altar detrás de la mujer. Está llenó de mensajes de apoyo y agradecimiento para la niña convertida en un ser milagroso al cual las personas van a pedirle favores. Las placas con frases en su honor están adheridas al suelo y cercadas por una pequeña reja. En el medio hay tres peluches, y en una pared se exhiben más mensajes, venidos de diversos puntos de Colombia. Eduardo busca sin éxito las palabras escritas por los niños japoneses.
Al lado izquierdo del monumento, un hueco cuadrado es la tumba de Omayra. Allí, los socorristas y médicos la vieron morir sin poder hacer otra cosa. Eduardo atestiguó ese momento, me dice que luchó hasta donde pudo para sacar a la niña:
– Omayra permaneció hasta el sábado a las diez de la mañana que fue cuando falleció. En este sitio la acompañamos varios del grupo de socorristas, cuando ella nos decía con esa voz que nosotros estábamos muy cansados que nos fuéramos a descansar, que ella se quedaba sola, que se encontraba con la abuelita.
Y es tal vez esa extraña tranquilidad en una niña que apenas cursaba primero de bachillerato lo que conmovió al mundo. Omayra charlaba sobre su curso con los socorristas, asustada por el cercano examen de matemáticas, porque si no lo pasaba podía perder el año. Sus ojos dilatados se enrojecieron al pasar las horas rodeada por agua y lodo, pero, me dice Eduardo, no perdió la serenidad.
Armero. 13 de noviembre
Cada año, los armeritas vuelven a su ciudad el 13 de noviembre. Yo he ido con mi familia a visitar la tumba de los abuelos, ubicada muy cerca de la gran roca. Llevamos jabón, baldes, palas, machetes, brochas, tarros de pintura, mantas y comida. Limpiamos el lugar, lavamos el epitafio, podamos, pintamos las piedritas que rodean la tumba, nos sentamos alrededor y comemos. Entonces surgen los recuerdos de mi padre, tíos y tías. Intentan recordar cómo era la casa de su infancia, hablan de un árbol de mangos, de los billares, de las rondallas, del calor en la tarde. Recuerdan a sus padres Nacianceno y Blanca. En la memoria, los armeritas buscan su lugar de origen, buscan nombres y rostros. Vuelven cada año con hijos y nietos.