lunes, junio 16, 2025
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Louis Malle y la invención del ciclismo

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“Hay que beber, hay que beber” susurra el ciclista Jean Bobet. La pantalla es atravesada por la horda de corredores descontrolados que invaden un modesto bistrot de alguna villa perdida en la campiña francesa. Una escena que parece, y tal vez lo sea de verdad, el asalto de una tropa bárbara que arrasa con todo por donde pasa. Cervezas, botellas de champaña que los corredores se enfundan en los bolsillos traseros de sus maillots, vinos suntuosos y también vinos baratos, pedazos de pastel y croissants que se llevan a la boca entre manotadas atosigantes, paletas que irán rotando de mano en mano, de boca en boca por todo el pelotón, helados derretidos, finas botellas de coñac…

Jean Bobet (hermano menor de Louisson Bobet, quien fuera campeón del Tour de Francia tres veces consecutivas entre 1953 y 1954) aclara en seguida que no se trata de una invasión bárbara: “el director de la carrera pagará después”. Jean hace las veces de narrador en la película y su voz en off habla desde adentro del lote con conocimiento de causa sobre temas como el dopaje o las montañas infernales de los Alpes que los corredores tendrán que afrontar durante la competencia. Bobet justifica aquel pillaje feroz que los ciclistas llamaban, con jovialidad o con descaro, “la chasse à la canette”, la cacería de las latas o la cacería de las bebidas, según como uno atine a traducirlo, costumbre instaurada de cada Tour en las etapas calurosas; “un corredor puede perder hasta cuatro litros de líquido” explica. La chasse à la canette fue abolida en 1968, justo después de la muerte en carrera del corredor británico Tom Simpson un año antes por una sobredosis de anfetaminas. Hay que beber –dice Bobet– hay que beber.

Vive le Tour! fue el documental corto con el que Louis Malle quiso honrar la carrera de bicicletas más importante del mundo, de la que él mismo era un gran aficionado desde la infancia al igual que buena parte de sus compatriotas. Malle hizo parte de aquella nueva ola del cinema francés, una corriente agrupada en torno a la revista Cahiers du cinema, donde confluyeron directores como Jean-Luc Godard, François Truffaut o Alain Resnais.

El propio Malle, que ya era un cineasta consagrado con su película Los amantes de finales de los cincuenta, empuñó la cámara para perseguir al pelotón encima de una motocicleta por campiñas y cuestas de los Alpes y los Pirineos a lo largo de tres semanas, registrando momentos claves de la carrera como el desfallecimiento de varios ciclistas dopados (el dopaje no otorga fuerza sino que “suprime el dolor” convirtiendo al corredor en “una máquina de pedalear”, eso dirá la voz de Jean Bobet), o capturando las aparatosas caídas que cortan al pelotón dejando despojos sangrantes en la mitad de la carretera. Malle se regodea una y otra vez con la muchedumbre que a lado y lado de la vía aguarda el paso de esa serpiente multicolor que apenas será un relámpago impredecible. Porque el ciclismo es fugaz, como un orgasmo masculino: tanta espera y tanto esfuerzo para un instante definitivo bien corto y decepcionante.

La de Malle es una cámara que no se detiene ni un segundo registrando el colorido espectacular y el desenfreno veloz de la carrera. Es la conjunción de todos los colores y de ambos movimientos, el de la cámara y el pelotón, lo que permite al espectador captar el sentido brutal y vertiginoso del ciclismo en su esencia más pura: una fiesta rodante, un carnaval sobre ruedas que, no obstante, va a transitar hacia una tragedia que derrocha sufrimiento y dolor.

Y allí radica el gran acierto de Malle, que logra transformar de un modo casi imperceptible aquello que ha comenzado como un carnaval jocoso y risueño en una carnicería espantosa donde rostros desencajados y gestos de agonía ocupan por completo el primer primerísimo plano de la cámara.

Louis Malle. Tomada de eurochannel.com

Louis Malle inventó la narración del ciclismo. Esta una gesta para ser contada no sólo con palabras, también con imágenes vertiginosas que superaran el relato monótono de minutos y segundos perdidos o ganados, ese conteo inútil de primeros y segundos y terceros y últimos lugares en la meta, un relato que por décadas llenó las páginas deportivas de los periódicos, con tablas de clasificación iguales a estadísticas inútiles que nada dicen más allá del registro aburrido y notarial. Renunciando a ello, su mirada se fija en los dramas humanos de la competencia. Sigue la caravana obsesionado con el desfallecimiento del corredor que se ha quedado vacío, sin un gramo de fuerzas. Su cámara luego se complace en el alboroto de las monjas y los niños y los ancianos que esperan formando la algarabía de las cunetas. Más tarde logra filmar, como si se tratara de un prodigio inesperado, al tumulto de corredores junto a una fuente que arrojan a un lado las bicicletas para tomar agua, iguales a pájaros exhaustos.

No hay hilo conductor. No hay orden lógico. Todo va impregnado por el caos veloz, tan colorido como espectacular, tan alegre y a la vez tan dramático, pero acaso ¿no es eso una carrera ciclista? Algo así como el reencauche del circo romano y de la guillotina de los jacobinos y del verdugo con su hacha implacable: un espectáculo dónde el pueblo celebra la tortura.

Hay cierta toma en la que un corredor se desploma pedaleando y cae derrumbado, inerte al borde de la carretera (un corredor al que Malle ha seguido con paciencia intuyendo lo que iba a ocurrirle), esa imagen marca el cambio drástico de la competencia, que ya no es carnaval festivo sino infierno para todos.

El epílogo, y acá Louis Malle captó este deporte en toda su dimensión, no puede ser sino una exaltación del dolor absoluto. Jaques Anquetil, Jef Plankaert y Raymond Poulidor son filmados escalando en solitario una cuesta horrorosa que les obliga a retorcerse entre gestos de contorsión y agonía. Es una batalla de tres, pero también es una lucha de cada uno contra sí mismo. El ciclismo, creo que lo he dicho antes, se resume en la batalla a muerte de unos rivales que se destrozan entre sí sin necesidad de tocarse.

Me parece que Louis Malle lo entendió todo. Su cámara enfoca uno por uno los rostros en primerísimos planos muy breves que se alternan con la vista panorámica de la premiación final en París, aún más breve: igual a un relámpago. Ese momento de gloria quedará para los libros, pero es apenas un segundo, un destello fugaz, pues la victoria parece una simple excepción, aquel instante efímero casi sin importancia, mientras lo real y lo auténtico ha sido lo otro, eso que hubo antes y eso que habrá después: el dolor sin límites.  

¿Qué aviso se puso de moda?

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Don Barbarias un personaje de Don Fingo

Postales desde México. Cuando las letras me salvaron

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Por, José Nava

En los últimos meses, la humanidad ha sido golpeada por el virus Covid-19. El gobierno mexicano ha sugerido que nos quedemos encerrados en nuestras casas. Las actividades o eventos masivos al aire libre se han cancelado hasta que el “bendito” semáforo esté en verde.

Ya se han cumplido varios meses de este encierro. La situación no ha sido fácil para nadie. En mi caso el aislamiento fue el detonador que liberó emociones perniciosas. Mi paciencia estaba llegando al límite. Yo era una olla express a punto de explotar. La convivencia se tornaba cada día más difícil; los días se sentían largos y tediosos; no había mucha diferencia entre el día y la noche; la psicosis insistía en querer entrar y robar la poca cordura que me quedaba, que era semejante a migajas de pan duro y rancio. Los pensamientos suicidas, eran como pequeñas brasas que en cualquier momento se podían volver a encender. 

Foto por Abhiram P formulario PxHere

Las “benditas redes sociales” eran la opción para escapar del confinamiento, pero había ocasiones en que también se saturaron con datos, estadísticas y las cifras de muertos por Covid-19, era abrumadora. Me preguntaba cuándo íbamos a salir de este encierro y volver a la “normalidad”.

Un día en el que todo ya era gris, desde el cielo hasta mis emociones, encontré en Facebook un anuncio que ofertaba un taller de crónica. Llamó mi atención, me puse en contacto con los organizadores e hice unas cuantas preguntas. Me explicaron que era un taller en el que se revisarían textos y se realizarían ejercicios de escritura. Con el miedo de escribir, y estando a punto de perder el sano juicio, me inscribí. En ese momento no tenía la menor sospecha del vuelco que daría mi vida.

Llegó el primer día del taller. Éramos cinco integrantes: cuatro mujeres y yo. Sentí muchos nervios, pero me los aguanté. El maestro empezó por las presentaciones habituales y cada uno expuso sus intereses. Ya no recuerdo lo que dije, pero en mi interior lo único que quería era salir del encierro aunque fuera de manera virtual, ver otras caras, escuchar otras voces. Fueron ocho sesiones en las que mi espíritu maltrecho, fue encontrando tranquilidad. El taller, además de ser un espacio para hablar de libros, autores y ejercitar la lectura, fue para mí, un grupo terapéutico. La energía de las compañeras era tal, que a pesar de que se encontraban blindadas por una pantalla, sentía su fuerza, alegría y entusiasmo sanador.

Foto por formulario PxHere

El taller terminó por ser una reunión en la que los miembros platicábamos sobre los escritores que leíamos. Éramos unos liliputienses sumergidos en el infinito mundo de las letras. Había tan buena química que sentí que éramos almas conectadas y alineadas; todas con características propias. Una de las participantes, Yamate, siempre valiente, se aventaba al ruedo para abrir plaza, su vocabulario era amplio y fluido. Malvia, la voz de la experiencia, siempre me sorprendía; precisaba detalles que a los demás se nos escapaban; pisó tierra antes que los demás y eso le daba peso a sus intervenciones. Salvia, aunque a veces un poco silenciosa, sus participaciones eran elocuentes, alegres y sutiles. Estas tres compañeras eran oriundas de Tijuana, unas por nacimiento, otras por adopción. La cuarta, Latana, era de espíritu rebelde, enjundioso, de temple amazónico, una guerrera. Sus palabras eran como ráfagas de tifón, retumbaban fuertes en nuestros corazones; cuando hablaba no había otra opción que escucharla.

A veces no quería participar porque mis compañeras desmenuzaban tan bien las lecturas que quedaba poco por decir, era un gusto escuchar sus observaciones.

“El Profesor”, más allá de ser el sabelotodo, era como el tío “buen pedo”  y “trotamundos”. Ese, que después de largos viajes, llega a casa a contarnos sus aventuras; conocedor de literatura, cocina, lucha libre, cine, amigo de escritores “grifos” y poetas “locos”; “chilango” de nacimiento, pero tijuanense por afición. 

Sus charlas semanales, además de cumplir con el objetivo “duro” de saber qué es una crónica, también servían para desahogar las penas, el hartazgo cotidiano y sobrellevar el encierro domiciliario impuesto por el pandémico “bicho maldito”. Sus gustos literarios nos llevaron en un paseo por la vida de Frank Sinatra a través de la mirada minuciosa de Gay Talese, en su texto Frank Sinatra Has a Cold hasta llegar a Perseguir la noche de Rafael Pérez Gay.

Me gusta imaginar que el taller fue el pretexto que el “destino” utilizó para que nuestras almas se conocieran; hubo algo místico en todo esto. Al grado que en la última sesión se manifestaron fuerzas sobrenaturales; ecos, estática, ruidos del “más allá” que aparecían cada vez que nos despedíamos (para no volvernos a ver) o era solo el ruido de una vieja licuadora que nos quería decir algo…¿acaso tendremos una misión en la vida?

Foto por formulario PxHere

Sin embargo, el taller tenía que terminar, las despedidas son difíciles; ya no veríamos más al tío que se regocijaba cada vez que nos hablaba de libros, comida y lucha libre; las compañeras siguieron rumbo; yo logré salvarme. Fue como salir de terapia intensiva. Ahora debo seguir con el tratamiento: leer y escribir, para evitar caer de nuevo en el abismo, negro y frío, de la depresión.

“La lectura es como el paracaidismo. En situaciones normales, solo unos espíritus arriesgados la practican, pero en situaciones de emergencia le salvan la vida a cualquiera”. Juan Villoro, 2020

¿La democracia asegura la libre expresión?

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Barbarias un personaje de Don Fingo

#CiudadaníaActiva. Políticas culturales para la Educación Superior en Colombia, a 10 años de un proyecto común

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Por, Edumedia 3

En el año 2008 se dio en Medellín Colombia, el Primer Encuentro Nacional de Políticas Culturales Universitarias con la participación de gestores, artistas, académicos, investigadores y directivos de las universidades del país, de ahí en adelante se generaron mesas de trabajo y otros encuentros y documentos que dieron origen al libro que fue publicado hace 5 años, en el 2013, y que compartimos aquí para su consulta, lectura, discusión y ojalá su aplicación y desarrollo.

Ahora bien, la «formulación de políticas culturales en el ámbito de la educación superior, constituye un ejercicio inédito en el campo de las relaciones entre la educación y la cultura. Su sentido se orienta a hacer de la universidad un verdadero proyecto cultural, capaz de transformar la formación de profesionales; la ciencia, la tecnología y la innovación; la extensión; el bienestar; la internacionalización y la regionalización, entre otros aspectos de la vida universitaria, desde la comprensión de la cultura como dimensión que permite interpretar las nuevas realidades y asumir los desafíos interculturales del mundo contemporáneo; hacer de la gestión cultural universitaria, una estrategia orientada al logro de la garantía de los derechos culturales para los universitarios y para la sociedad; y de las instituciones de educación superior, auténticos escenarios de pluralidad, respeto y convivencia armónica, capaces de integrarse al desarrollo político-cultural de las localidades, las regiones, los departamentos y el país».

De otra parte los aportes y reflexiones que hizo cada uno de los participantes en los diferentes encuentros, se expresan en la publicación luego de diversos procesos que llevaron a plantear las políticas culturales para la educación superior en Colombia, como un proyecto común que está en pleno desarrollo.

De hecho en el texto se afirma que las IES «que suscriban el presente documento, lo adoptan como marco para el desarrollo de políticas culturales de educación superior que comprometan el cambio del imaginario de la cultura, entendida esta como un asunto que trasciende la vida académica; interpela las formas de enseñanza y los currículos; plantea retos a la ciencia, la tecnología y la innovación para hacerlas pertinentes a los contextos y las realidades sociales y culturales; compromete a las IES como actores culturales del territorio mediante su incidencia en el desarrollo de las políticas públicas culturales; incide en la formación de las sensibilidades y del gusto estético no solo de los estudiantes, sino también de la sociedad de la que hace parte y con la que se relaciona desde su contexto específico; y propicia una universidad realmente incluyente en la que todos los integrantes de sus estamentos —profesores, estudiantes, empleados, egresados y jubilados— así como la ciudadanía puedan hacer realidad su proyecto de vida cultural con la universidad como entidad garante de los derechos culturales».

En el primer encuentro participó, entre otros cultores del país, el docente e investigador Diego Leandro Marín Ossa, cuando era coordinador del Área de Expresión Cultural de la Universidad Católica de Risaralda, hoy Universidad Católica de Pereira.

Aquí puede descargar el libro:

Políticas culturales para la Educación Superior en Colombia


Pueden ver más publicaciones de Edumedia 3 en su sitio web: https://edumedia3.co/

El Día de la Pereiranidad en honor a Luis Carlos González Mejía

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Hoy compartimos con ustedes este especial de lecturas por el Día de la Pereiranidad.

Comenzamos con un poema de Luis Carlos González Mejía, a quien se le extienden honores con la conmemoración de este día. Seguido de unas reseñas que Gustavo Colorado hace de dos libros del escritor Lisímaco Salazar: Pedacitos de historia y Con arrestos de guapos. Además, un texto sobre la esencia de los pereiranos a través de la música que escuchan: Timbales y bandoneones.

RAZA

Luis Carlos González Mejía

RAZA
¿Raza?… Raza de qué, tanto pregonan
mi vecino y el cura y el tendero,
y la altiva señora del banquero
quien tuvo un hijo negro, siendo mona?
¿Raza? … Raza de qué, si desentona
la ley de Dios con la que explica el clero
y al coraje –ni andante, ni escudero–
lo castran el responso y la corona?
¿Raza de Hidalgos? ¿Raza de Caciques?
Imperio de trabucos y alambiques
sobre estéril solar de cobardía.
De la maraña que el ancestro escruta
sólo nos queda puro: el hijueputa
y lo estamos negando todavía!


Día de la Pereiranidad: Sabor de pecado dulce

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El escritor Lisímaco Salazar pasó por la vida envuelto en llamas.

Las llamas del deseo apagadas a medias en el barrio de las putas de su naciente aldea. Las del hacedor de caminos, aprendiendo el sentido de la existencia en esa suerte de metáfora de la aventura que es el oficio de la arriería. Las de la indignación política ante las injusticias cometidas por el poder contra los despojados de todo, incluso de sí mismos. Las de la indolencia de un hombre llamado José Ríos, que sin consultarle le prendió fuego a los papeles dejados bajo su custodia, que contenían parte de la obra escrita de Lísimaco.

Si vemos la vida como libreto, no ofrece muchas novedades: nacer, morir y en el intermedio una suma de malentendidos: el amor, la paternidad, los credos políticos y religiosos, la creación artística, el ejercicio del poder, las ilusiones perdidas.

De esos malentendidos se ocupa Lisímaco Salazar en las quinientas páginas de su libro Con arrestos de guapo, título tomado  de uno de sus poemas, en una atinada decisión de los editores.

Lisímaco Salazar

Desde su nacimiento en las frías tierras de Laguneta hasta su muerte en una Pereira que crecía al ritmo de la llegada de los desplazados por la violencia y de quienes buscaban oportunidades de trabajo y estudio para los hijos, el autor nos comparte su mirada de los acontecimientos que marcaron el ritmo del siglo XX en el país y en el mundo. 

Temprano lector de cuanto periódico y libro llegaba a sus manos, fue testigo de los coletazos de la Guerra de los mil días, de la forma como sus paisanos recibieron las noticias de la primera guerra mundial, del arribo de los primeros adelantos  tecnológicos como la radio, los automóviles, la imprenta y el cinematógrafo, de la llegada de los bolcheviques al poder en la Rusia de los soviets, de la sacudida planetaria conocida con el nombre de Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, de esa sangrienta etapa de la historia de Colombia que fue la violencia entre liberales y conservadores.

Empujado por la curiosidad que lo condujo desde muy joven a los terrenos de la política y la estética, Lisímaco Salazar fue él mismo un colonizador.

En busca de tierras baldías que le permitieran garantizar el sustento de su familia, viajó a los límites entre Valle y Chocó, lugar de refugio de muchos campesinos liberales que huían de la violencia, para ser desterrados después por quienes  avanzaban desde otra dirección.

Antes había liderado movimientos de resistencia campesina en el municipio de Montenegro, en lo que hoy es el departamento del Quindío. Anduvo por Cali, trabajando en cuanta imprenta o periódico le daba la oportunidad. Como si no bastara con eso fue peón de haciendas, aserrador, comerciante, tipógrafo. En ese tránsito se hizo amigo de poetas, políticos, periodistas, chulos y malandrines. Leyó a Víctor Hugo y a Lenin. En su momento compartió tribuna con los líderes socialistas María Cano e Ignacio Torres Giraldo. En las pocas treguas que le dejaba tanto ajetreo asaltó más de una virginidad, según cuenta con delicioso tono procaz.

De todo eso están hechas las páginas de Con arrestos de guapo. El descubrimiento del  “sabor de pecado dulce”, como llamara el poeta Luis Carlos González a las delicias y tormentos del sexo. La visión fugaz del cadáver de un hombre devorado por los perros como símbolo del horror de la violencia política. Las pugnas por el poder político, aliado desde siempre con los intereses económicos vinculados en este caso a la propiedad de la tierra.

Y  sobre todo de poesía. Enormes dosis de poesía nutrida con las visiones tempranas de la infancia, las convicciones religiosas y la voluntad de luchar contra toda forma de arbitrariedad.

Así fue llenando cuadernos redactados a mano y cuartillas escritas en una máquina Underwood donada por un amigo y cómplice.

Esos cuadernos vagaron durante décadas como almas en pena, hasta que la voluntad de su familia y de personas como José Fernando Marín y el poeta Mauricio Ramírez permitió el rescate y divulgación de algunas de sus obras. Pedacitos de Historia es una de ellas. A modo de complemento tenemos ahora entre las manos estos arrestos de guapo que nos devuelven de golpe a lo mejor- y lo peor- de nosotros mismos.

Día de la Pereiranidad: Timbales y bandoneones

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Con motivo del llamado Día de la Pereranidad, les compartimos el presente texto, publicado originalmente el jueves 12 de octubre de 2017 en miblog-acido.blogspot.com.


La ciudad donde cada día reinvento mi vida tiene ese…“No sé qué”, como recita el polaco Goyeneche en la Balada para un loco.

Para empezar, nace en tierra fría, a orillas del río Otún, más arriba del corregimiento de La Florida y acaba allá en la hondonada, en las riberas del Consota, en planicies ardientes donde una vez se cultivó la caña de azúcar.

En ese recorrido uno encuentra todos los rostros: negros, mulatos, blancos, indígenas, gitanos, mestizos y hasta unos cuantos descendientes de peregrinos llegados desde Siria y Líbano cuando otras guerras los desterraron de sus paisajes de dunas y dátiles.

Pero sobre todo están las músicas. Hoy por ejemplo calcé mis zapatos de siete leguas y emprendí la caminata desde Libaré, ese paraíso de sedientos donde el Deportivo Pereira de épocas mejores libró y ganó batallas ante equipos de leyenda como el Millonarios de Pedernera y Di Stéfano o el Deportivo Cali de los peruanos.

Al llegar a una esquina del barrio Berlín tropecé con una panda de mecánicos y zapateros tangófilos que celebraban en mitad de la tarde los cien años de La cumparsita, la melodía del uruguayo Gerardo Matos Rodríguez a la que Enrique Maroni y Pascual Contursi le añadieron una letra que le ha dado miles de veces la vuelta al mundo en distintas versiones.

“Esa canción la han interpretado miles de cantores distintos en todos los idiomas de la tierra. Es la que más traducciones ha tenido”, sentencia Helmer, un setentón de piel  cenicienta y nariz roja, mientras  blande una llave de aflojar tuercas cuyo resplandor disuade a cualquiera que aliente la intención de refutarlo.

Y yo  pensaba decirle que Yesterday, de The Beatles, le gana por una cabeza.

Barro Berlín, Pereira

Como  él, son decenas las personas que en este sector han hecho del tango una suerte de liturgia pagana, una misa criolla.
Para ello se reúnen en un bar llamado El Milongón, ubicado en la carrera diez con calle nueve. A esta hora de la tarde, con el aguardiente fluyendo a grifo abierto, la voz de trueno de Óscar Larroca nos recuerda, cual moderno Catón, “Que el hombre para ser hombre no debe ser batidor”.

Cada vez que la escucho se me agolpa en el pecho la imagen de mi hermana Amparo recitándola en voz baja y apurando va uno a saber qué amarga pócima de su historia personal.

Cuando al llegar la noche se encienden las primeras luces de viviendas y negocios la cosa es a otro precio.

Hemos llegado al barrio Cuba, o ciudadela, como le dicen ahora.

El clima aquí es el mismo del Valle del Cauca. Pura tierra caliente.

El barrio fue fundado- como tantos en Colombia- por desplazados de la violencia liberal conservadora. Su nombre fue tomado de una enorme hacienda panelera afincada durante años en la zona. Pronto fue ocupado por legiones de obreros que, haciéndose eco de la revolución cubana, no solo adoptaron las consignas de los combatientes sino que bautizaron a sus lugares de residencia con nombres como La Habana, La isla o Leningrado.

De aquí partieron cientos de muchachos en los años sesenta del siglo anterior. El destino era Nueva York, esa ciudad presentida en las películas y en las series de televisión que llegaban a Colombia con varios años de retraso.

Nueva York: dos palabras y una promesa de redención que a veces terminaba en desastre.

Sobre todo cuando a los chicos  les daba por jugar a policías y bandidos.

Los que corrían con suerte regresaban luciendo nuevos peinados y vestidos como los guapos de las revistas.

Algunos traían dólares, edificaban una casa para los viejos y se compraban un Ford Mustang.

No pocas chicas caían rendidas a su paso.

Y todos volvían con música: vinilos de 78, 33 y 45 revoluciones por minuto. Algunos sectores de Nueva York  eran un hervidero de ritmos caribes entre los que destellaba una palabra: Salsa, una tormenta de fuego hecha de vientos, congas, timbales y pianos.

Ritmos hechos a la medida para olvidarse de la dureza de la vida.

De jornadas de catorce horas diarias colgados de la fachada de un edificio.

O limpiando pisos en un bloque de Manhattan.

Larry Harlow, Eddie Palmieri, Richie Ray y Bobby Cruz los ayudaron a sobrevivir a esas cosas.

Por eso los convirtieron en parte del santoral y hoy les rinden culto en todas las esquinas de la Ciudadela  Cuba.

Una fiesta eterna  al aire libre.  Ustedes ya entenderán por qué les digo que esta ciudad mía tiene ese  “No sé qué”.

PDT : Les comparto enlaces a las bandas sonoras de esta entrada:

Fragmentos del libro: Abismo de origen, Fernando Cruz Kronfly

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En esta ocasión, Sílaba Editores nos comparte fragmentos del libro de poesía Abismo de origen de Fernando Cruz Kronfly. Una novedad editorial de ésta casa.

Abismo de origen

Fernando Cruz Kronfly

Poesía


Presentación

De niño tuve una epifanía precoz: sentí mucha tristeza de la humanidad. Esto signó mi vida. No era un dolor mío, no había motivo. Fui feliz. Pero, aún así, arrastraba una persistente tristeza ajena.

Necesité siete décadas para encontrar, entre la niebla, el motivo de esa melancolía de origen, para remontarlo a la esfera de la razón. Las ciencias humanas me enseñaron que de la especie humana se puede esperar cualquier cosa. Lo mejor y lo peor. Cuatro, tres, dos millones de años lo dicen todo. El ser humano pertenece a una especie trastornada, enloquecida, que huye de su origen e inventa lo que sea para negarse, para justificarse. Es el animal que ya no es, dice Agamben. Y esto es grave.

Lo anterior siempre hizo parte de mis intuiciones de juventud, pero siete décadas de lecturas informadas me fueron situando en el entendimiento de la enigmática especie animal de la que hago parte. Antes de desaparecer de este mundo, quise tener claridad. Entonces he venido a sentir un dolor racional aún más profundo. Pertenezco a una especie perdida que a ciegas avanza hacia un final incierto. Ahora puedo sentarme tranquilo a tomar mi té en Babilonia. Dudo que encuentre con quién. Este poemario es hijo de ese inmenso dolor.

EN EL NOMBRE DEL HIJO DEL HOMBRE

que fue abandonado;

en el nombre del abandono mismo

y la dicha de hallar ilusión en las causas perdidas;

en el nombre del abismo poético,

donde la lengua se contempla a sí misma;

en el nombre de los manteles,

los jardines y los árboles

cubiertos de lágrimas de dolor y alegría;

en el nombre de las epifanías

que llenan de lumbre los fangos azules;

en el nombre de los librepensadores iluminados

que recitan en las cantinas

por los arrabales se oye decir:

NO BAJÓ DE LA SANGRE DEL CIELO,

tampoco de las destilaciones del éter.

Nadie sopló nariz alguna

a la hora del polvo y los llantos de su nacimiento.

Trepó de la tierra el alma que alumbra,

que oscurece,

que perturba la carne del hijo del hombre.

Subió del pantano

el espíritu que pulsa violines,

que reza,

que goza el hervor de la carne en tinieblas.

Que en sus alegrías canta

con esperanza y terror a la muerte

los salmos profundos así:

no me abandone quien sea,

no me deje tirado en este demacrado mar de lágrimas.

MAÚLLAN AL FINAL DE LA NOCHE GATAS CIMITARRAS,

fangos violetas avivan los ojos de extensos lagartos.

El logos que habita la lengua que habla

enriquece su modo mordiendo cartílagos

que el hijo del hombre hecho a las volandas arrastra

a la cena.

Decenas de uñas de mujeres andan por rastrojos

en busca de fémures.

Duermen crías humanas encima de costillares vinagres.

Alumbran los astros el éxodo por el camino del Norte.

Calcañares heridos acezan por trochas,

la escarcha se quiebra en rumores grises.