lunes, junio 16, 2025
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Vidas inusuales I. La casa de los hermanos Collyer

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Mientras la cifra de muertos crece al ritmo de la inquietud colectiva y la hidroxicoloroquina nubla el estado mental de gobernantes déspotas, Nueva York se aparece en los sueños. No es la ciudad de los rascacielos la que se impone en los hologramas desteñidos; más bien la que reclama una imagen colorida es la ciudad baja, cuyos vapores se disuelven al nivel de las aceras y de los pequeños parques. En uno de ellos, sobre las rocas de Manhattan, en el cruce de la 5 Avenida y la calle 128, al oeste del barrio Harlem, existe el parque enrejado de los hermanos Collyer. Aquí el sueño de la historia nos obliga a detenernos.

En el parque de los hermanos Collyer crecen nueve árboles delgados que dan sombra a tres bancas de las que usan los homeless para descansar y hacer la siesta en el horario permitido. Es el homenaje de la ciudad a Homer y Langley Collyer, un par de hermanos excéntricos que convirtieron su casa-mansión, ubicada justo en esa área del parque, en una especie de museo de las cosas inútiles, cuyo peso, de más de cien toneladas, obligó a derribar la casa, una vez sus residentes fueron encontrados muertos en su propio basural.

Hijos del médico Herman Collyer y Susie Gage Frost, una cantante de ópera, los hermanos Collyer se quedaron solos en su casa de Harlem porque, según la leyenda del vecindario, sus padres los abandonaron a su suerte. Se supo que el padre murió en 1923 y la madre en 1929 y que todo lo heredado empezó a hacer bulto en su casa de cuatro plantas. Desde entonces se sumieron en una relación hostil con la ciudad y empezaron a vivir de puertas para adentro, como “ermitaños acumuladores y maniáticos”, según lo resume Edgar Lawrence Doctorow, el novelista que trasladó el mito de los Collyer a la ficción, en su novela Homer y Langley.

A finales de la década del veinte los hermanos Collyer no volvieron a pagar los servicios públicos y la ciudad los desconectó, aunque en realidad ellos se habían desconectado mucho antes, cuando el vecindario se transformó en el traspatio de su casa. Homer, licenciado en Derecho Marítimo y Langley en Ingeniería Mecánica y Química, ambos de la vecina Universidad de Columbia, decidieron que podían vivir de espaldas a la ciudad, confinados a su manera, aunque la ciudad llegaba hasta ellos convertida en objetos, periódicos, libros, pianos, revistas y cuanta cosa se compra y vende en los templos capitalistas del consumo. Herederos de la era industrial, pensaron que podían autoabastecerse e intentaron crear su propia planta de energía con base en la batería de un Ford T que las autoridades locales hallaron en una de las salas de la mansión, como si se tratara de una escultura futurista. 

En 1931, después de sufrir un derrame cerebral que le produjo una severa hemorragia, Homer Collyer quedó ciego. Se negaron a visitar hospitales con el argumento de que eran hijos de un médico y que además poseían en su biblioteca más de 15000 libros de medicina, suficiente literatura para arriesgarse en la interpretación del vasto universo de la enfermedad. Langley dedicó su vida a cuidarlo a base de recetas estrafalarias que incluía naranjas, cacahuates y pan integral. Seguro de que Homer en algún momento recuperaría la visión, Langley se puso en la tarea de coleccionar los periódicos de la ciudad para que su hermano se enterara luego de todo lo que había pasado mientras vivió en la oscuridad.

Sus vidas épicas, y en especial la de Homer, fueron una versión neoyorquina del Poema de los dones de Borges, donde se alude a la historia griega de un rey que muere de sed y hambre entre “fuentes y jardines”, mientras un lector fatiga “sin rumbo los confines de esta alta y honda biblioteca ciega”.

El 24 de marzo de 1947, luego de recibir la llamada de un vecino que alertó sobre un posible cadáver, la casa-mansión de los hermanos Collyer fue allanada por policías y bomberos. En lugar de uno encontraron dos cuerpos sepultados por los desechos. Fue como si llegaran a un basural: las cuatro plantas de la casa estaban atestadas de toda clase de objetos y basuras. A falta de herederos, le recuerda Doctorow al novelista Juan Gabriel Vásquez, “la ciudad se apoderó de la casa”. Ese inmueble, ubicado al norte de Central Park y muy cerca del campus de Columbia, se convirtió de pronto en un símbolo de los tiempos de entreguerras, como si a partir de allí el sueño americano descansara en la relación que los individuos instauran con los objetos y, en especial, con los objetos que se adquieren compulsivamente.

Cuando Enrique Vila-Matas dejó Nueva York para trasladarse a Providence, el poblado donde nació Lovecraft, según lo evoca en el fragmento 29 de París no acaba nunca, supo, después de soñar con imágenes de dos ciudades, que una noche no era suficiente para presentir –como uno la infancia–, las pulsiones de vida detrás de las fachadas y dentro de los rascacielos de hierro y vidrio. “Nueva York es un deseo que viene de lejos”, dice una voz. Porque la ciudad tiene su propia memoria y su propia forma de intervenir en los sueños y de crear conexiones entre las realidades más insólitas.

Al pensar en la vida excéntrica de los hermanos Collyer, en esa obsesión suya por acumular basura y vivir entre ella, en esa irrealidad que puede anidar en un nicho próximo a la ceguera y la locura, pensé de súbito en otro excéntrico: Joe Gould, el licenciado de Harvard, que arribó en 1917 a Nueva York con una noble misión: escribir la más extensa historia sobre la vida en aquella ciudad, su famosa Historia oral de nuestro tiempo. A pesar de que el uno recorría como vagabundo las calles de Greenwich Village y los otros vivían en una inmensa casa de Harlem como aristócratas en desgracia, es posible juntar los tres sueños, ya no en el patio de la infancia de Vila-Matas, sino en el parquecito de los Hermanos Collyer. Al fin y al cabo, no debería sorprendernos que en un rapto de ebriedad, Joe Gould fuera hasta ese lugar a descansar como un noble homeless, para pergeñar, en medio de su resaca, una página más de su voluminosa Historia oral de nuestro tiempo.

Fragmentos del libro: La carne es triste de Ricardo Cano Gaviria

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Cada sábado tenemos la sección Antojos, un espacio para leer fragmentos de libros publicados por Sílaba Editores y reseñados en La cebra que habla.

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La página noventa y nueve

Estaban tumbados en el sofá de la sala, en silencio. Él se sentía dulcemente prisionero de ella, que tenía una pierna bajo su espalda y la otra extendida de forma descarada sobre su estómago. De hecho los dos parecían un animal que meditaba, un raro animal de cuatro patas, cuatro manos y dos cabezas, rebulléndose en un mullido y aletargado silencio. Hacía poco su boca había estado lamiéndole las corvas (“eso te gusta tanto, leona”), despertando en ella una risita chispeante y nerviosa. Luego, como si de pronto te hubiese asaltado un presentimiento, estiraste la mano hacia la mesa para alcanzar los cigarrillos; encendiste uno y ahora, desde hace rato, me contento con verte fumar perezosa y distraídamente. Primero echas el humo por la nariz y después por la boca, frunciéndola a poquitos con una recóndita sensualidad que me entristece. Quisiera saber cuáles son tus pensamientos y qué papel tengo en ellos…

En esas él se espabila más rápido que antes, y como la pierna de ella le molesta, con un gesto automático intenta sacarla de allí, para lograr una postura más cómoda. Sabiéndose mirados, sus ojos la miran a su vez con cierto dejo místico, y en su boca, que sonríe levemente, ella llega a presentir una disculpa. “No sé qué hacer cuando te pones así”, le dice sin saber por qué, o tal vez porque se siente tocada por una leve e indistinta forma de amargura, algo que se acumula en ella y le resulta muy difícil traducir en palabras. Pero entonces él grita, casi sobresaltándola:

–¿No ves? ¡Ya me puse triste, maldita sea!

Sonríes de nuevo y, sin lograr ocultar un gesto de desdén, levantas la mano haciendo que la ceniza del cigarrillo caiga cerca de mi rodilla ensuciándome la falda. Comienzas a limpiarla, te tropiezas con mi pierna y, al tiempo que la libero, ya medio dormida, rehuyo tu mirada. Siento que soy también yo la que te estorba, y no solo Julita, quien cada dos por tres se pone a berrear, tan consentida como está. Descalza y cojeando voy hasta mi cama, y sé que te rebulles en el sofá porque haces chirriar los resortes una, dos, tres veces. Luego lanzas un prolongado suspiro y agitas la cabeza como si te asaltara un mal pensamiento. Entonces me siento ante el espejo: las patas de gallo amenazantes, la torpe huella de la polvera en mis mejillas enharinadas, la pronunciada línea que separa el vello de los labios de las mejillas pálidas y ya un poco resecas. “Hoy estoy más vieja y también un poco triste”, oigo que piensa la que se esconde dentro de mí, la que me guía después hasta el lavamanos, sobre el que me inclino para refrescarme la cara. Al escuchar el ruido del agua te levantas y creo que empieza tu descenso hacia mí. Estoy abajo porque estar abajo significa estar fea y triste. Y sobre todo vieja. Y mi rostro es para ti como una máscara, como una máscara que se pone alguien de abajo.

Por fin he aprendido que es mejor vivir solo. No vale la pena hablar tanto, convirtiendo cada proyecto en un laberinto del cual nunca encontramos, cuando las buscamos, la salida ni la entrada.

Cuando vuelvas, si es que vuelves, yo también habré partido. Espero que Julita no se despierte, aunque sigue llora que llora. Ya no iremos nunca más al parque o al cine, cogidos de la mano, yo con la niña sobre los hombros y agarrándose de mis mejillas y lastimándome la barba, reblujándome el cabello y tratando de meterme su manito en la boca. Ya no iremos nunca más a ningún sitio…

Entre tanto, él recordará siempre aquel día…

#QuédateEnCasa lecturas recomendadas para este fin de semana

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PÁGINA 12: Eric Sadin: “La pandemia fue como una burla a nuestra voluntad de controlar todo”

“Es la primera vez en la historia de la técnica que existen sistemas con el poder de mandar.” 

BBC MUNDO: Harry Potter: las revelaciones de J.K. Rowling sobre el origen de la saga que sorprendieron a sus fanáticos

Muchos creen que la autora comenzó a escribir la novela en Edimburgo. | GETTY IMAGES

EL PERIÓDICO: Napoleón en Santa Helena

MONRA

THE NEW YORK TIME: La confusión de ser repentinamente deportado cuando tienes 10 años

Sandra Rodríguez con su hijo Gerson, de 10 años | Vía Sandra Rodríguez

Información de interés público: texto de un naturópata francés

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Molesto de que día tras día y cada vez un poco más, en el corazón de la pandemia, los medios no dan explicaciones sobre el funcionamiento de nuestro sistema inmunológico.

Constantemente, se nos insta a buscar protección externa que nos salve: comprar máscaras, comprar geles hidroalcohólicos (sin especificar que estos geles no deben usarse durante varios días seguidos porque, a base de etanol, eliminarán la primera barrera inmune natural de nuestro cuerpo: las bacterias y la película de lípidos de nuestra piel, que es una barrera para los virus … [Esto también se debe al uso excesivo de productos antibacterianos en los últimos años, y un malentendido sobre el papel de las bacterias en nuestra inmunidad, que nuestros cuerpos se vuelven más sensibles año con año.]

Cuanto más usamos estos geles a base de alcohol, más permeables y sensibles a la epidermis son los virus … ¡Démosle prioridad a los jabones clásicos!

Traducción: Salud mental | Foto por formulario PxHere

Luego, los medios comienzan a hablarnos de una solución que también vendría de afuera: un futuro tratamiento farmacológico o una vacuna cuyas evaluaciones de autorización de comercialización seguramente serán descuidadas por razones de “emergencia”. 

¿En qué MOMENTO, se le ha explicado a la población que todos tienen la capacidad de fortalecer naturalmente su sistema inmunológico en unos pocos días (los jóvenes) o en unas pocas semanas? Esto ciertamente no evitaría la propagación del virus, sino que fortalecería nuestras defensas contra él y, por lo tanto, reduciría la proporción de casos graves, para sanar mucho más rápido en el hogar.

¿Por qué no involucrar en los canales de información de las plataformas, que dedican el 95% de su tiempo sobre este tema durante varias semanas, a profesionales de la salud que hablan sobre prevención, como nutricionistas, naturópatas, fitoterapeutas, que podrían realizar un inmenso trabajo de información y prevención cerca del público y así aliviar a los médicos que están en el frente?

¿Por qué no decirle a la gente que comer basura, como los productos industriales, procesados y refinados es lo primero que destruye nuestras defensas inmunes?

Foto por formulario PxHere

Que la eficiencia de nuestro sistema inmunitario depende estrechamente de la calidad de nuestra flora intestinal (y, por lo tanto, de la calidad de lo que comemos)

De modo que las verduras y frutas vivas, crudas, locales y de temporada son la mejor manera de fortalecer rápidamente nuestras reservas minerales, necesarias para la inmunidad.

¿Por qué no hablar sobre los beneficios de la ducha fría que en pocos días aumenta el nivel de ciertos linfocitos T?

¿Por qué no explicar que plantas como la equinácea, el astrágalo, el saúco, el escaramujo, en sus formas concentradas, aumentan las defensas inmunes en unas pocas semanas? (entonces habríamos tenido tiempo desde que apareció el virus…)

¿Por qué no hablar sobre la efectividad de los aceites esenciales antivirales? Además de vitamina C en altas dosis y minerales traza como zinc y selenio?

¿Por qué no hablar sobre la importancia de la actividad física y los estudios recientes que prueban la rápida efectividad del yoga para fortalecer el sistema inmunológico?

Foto por formulario PxHere

¿Por qué no explicar que el miedo es inmunosupresor? (Sin embargo, es la única emoción transmitida en este momento por los principales medios de comunicación…) un nivel de ansiedad que lo debilita a diario.

¿Por qué no explicar a las personas que tienen dentro de ellas un potencial de defensa y curación que es infinitamente más poderoso que cualquier droga en el mundo y que puede activarse rápidamente? Nuestro CUERPO es una verdadera máquina de curación.

En este período cuando finalmente tenemos tiempo, es hora de interesarnos en nuestro propio funcionamiento, reclamar nuestro poder personal, tomar el control de nuestra salud y nuestro futuro.

Imágenes de opinión: ¡Vamos a pie!

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Por Ángel Balanta

Los años y los siglos

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Aunque lo parezca, un siglo y cien años no son la misma cosa. El primero da la sensación de cosa hecha, de asunto concluido. Tanto, que se recurre a una etiqueta para definirlo. El siglo de Pericles. El siglo de oro español, el siglo de la reina Victoria o el siglo de la Ilustración. De siglos está hecha la Historia con mayúsculas, con su profusión de acontecimientos magnificados por los expertos en organizar el pasado. En los siglos cada cosa tiene su lugar y nada parece resultado del azar o de los sobresaltos desencadenados por las pasiones humanas. Ese orden, siempre artificioso, es el padre de la creencia en el sentido de la Historia. Cada suceso generaría otro en una cadena de causas y efectos capaz de explicar por si sola las expresiones más sórdidas o sublimes de la aventura humana. Con los siglos no hay, pues, apelación. Su sino es, si se quiere, el de la fatalidad. Y su reino el de las grandes masas y los líderes capaces de conducirlas hacia la utopía o el desastre, que al final resultan ser lo mismo.

Foto por formulario PxHere

Los años en cambio nos remiten a las pequeñas dichas y desventuras de los hombres. No hay en ellos lugar para las grandes gestas. Apenas, sí, para el ensayo recurrente de ese relato inacabado que es toda vida. Si los siglos parecen una amplia autopista hacia alguna tierra de promisión, los años se acercan más a una madeja tejida y destejida por alguien que aguarda su recompensa diaria expresada en asuntos tan simples e irremplazables como un beso, un adiós, una melodía o un plato servido en la mesa. Su territorio es el de los juglares, los contadores de historias, los poetas o los místicos. Los años son las letras, las palabras y las frases de un relato a veces entrañable y en otras doloroso dirigido a preservar nuestras breves historias individuales de la disolución definitiva.

Tomemos dos obras maestras de la literatura latinoamericana. Imaginemos una novela titulada Un siglo de soledad ¿Habría allí lugar para la anónima y por eso mismo ilustrativa saga de la familia Buendía, extraviada en los meandros de la sangre y en los caminos tortuosos de la guerra? Me temo que un siglo no sería suficiente: se precisa del paciente inventario de los años para dar cuenta de ese éxodo hacia una suerte de paraíso vuelto de revés donde todos los actos conducen hacia la desmemoria y la desolación.

Pensemos en cambio en un libro titulado Los cien años de las luces. Algo no encaja. Alejo Carpentier se hubiese extraviado en un laberinto de pequeñas anécdotas sin encontrar la esencia de ese momento de la historia anclado en una fe ciega en la ciencia y la razón como instrumentos capaces de alejar las tinieblas de la ignorancia y la superstición, facilitando de paso la feliz convivencia entre los seres humanos. No importa si al final la medicina resulta peor que el mal.

La elección de títulos como Cien años de soledad o El siglo de las luces no es, pues, aleatoria: responde a la necesidad de ubicar la materia narrada en un contexto capaz de ayudarnos a recordar que la Historia grande está amasada con pequeñas historias sin las cuales ni el más épico de los relatos sería posible.