La historia del movimiento social de las mujeres en la ciudad de Pereira es una tesis de maestría de Camila Guzmán, quien nos comparte en este texto su opinión a través de su investigación. A partir de hoy recordamos publicaciones realizadas en años anteriores, destacando el trabajo de mujeres quienes desde su cotidianidad trabajan para cumplir sus sueños y/o aportan un grano de arena para la construcción de comunidad.
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Mi nombre es Maria Camila Guzmán Chala, nací y crecí en Pereira. Soy licenciada en Etnoeducación y Desarrollo Comunitario de la UTP – Universidad Tecnológica de Pereira. Actualmente aspirante a magister en Estudios Culturales de la UCP – Universidad Católica de Pereira. También soy asociada a la Casa de la Mujer y la Familia Stella Brand.
Trabajo como docente de básica primaria en un colegio de Villa Santana, podría decir que allí me reencontré con el feminismo, ya no como una teoría social sino como un posicionamiento político y ético, un camino que aún recorro.
Por eso, hablo desde la inconformidad y el malestar contra los estereotipos que han significado lugares de subordinación y privilegio tanto para mujeres como para hombres. Hablo para aquellos cansados de tratar de encajar en un modelo binario y estático, también para mis estudiantes, niñas y niños, quienes me han confrontando. A ellos debo la responsabilidad de mi praxis docente y la convicción en la juntanza para construir vínculos y tejido social.
Y hablo después de haber conocido a mujeres que, interrumpen las narrativas hegemónicas de belleza, contradicen las formas tradicionales de las relaciones de poder y se movilizan en el espacio público tomando vocería y liderazgo en la lucha por la educación, la diversidad, el trabajo, la vida, el territorio y la paz. De eso trata mi proyecto de investigación, de militancias de mujeres en Pereira.
A través de este trabajo he querido contar la historia de lucha social del movimiento de mujeres en la ciudad, el cual no se limita a reivindicaciones de mujeres y solo para mujeres. Esta es una característica importante y es que, en nuestro contexto se están gestando y articulando procesos que reclaman justicia social desde una apuesta feminista interseccional que no se reduce al tema de violencias basadas en género.
Poder reconocer esta y otras relaciones entre lo político y lo social, lo debo a las siguientes mujeres, quienes me han confiado sus historias de vida:
Lucely Maturana presidenta de la Asociación Nacional de Mujeres Afrodescendientes Guadalupe Zapata.
Katalina Ospina Villamil dirigente del Sindicato Unión Nacional de empleado Bancarios – UNEB en Risaralda.
Maria Camila Ocampo integrante de la dirección de la seccional Risaralda de la Asociación de Estudiantes de Secundaria – ANDES.
Lina Maria Montilla presidenta de la Central Unitaria de Trabajadores – CUT Risaralda.
Erika Tobón coordinadora regional de la Ruta Pacífica de Mujeres seccional Risaralda.
May Ramírez integrante de la Fundación Colectivo Prisma y cofundadora del Encuentro de Mujeres de Risaralda.
Otra de las conclusiones a las que he podido llegar es que, no existe un único liderazgo cohesionador en Pereira, sino representantes/voceras que dialogan y negocian a partir de convocatorias y llamados comunes, para realizar conmemoraciones y denuncias, además de apoyarse o coincidir en la construcción de espacios, teniendo como principal reto, llegar a otras mujeres, aquellas que no están organizadas, las de los barrios, las empleadas y las indiferentes que han aprendido a través de las redes sociales que el feminismo es odiar a los hombres.
Es necesario confrontar esas cuestiones que nos han enseñado son naturales y normales, por eso es importante generar nuevas discusiones que nos permitan reconocernos en la pluralidad y, solo será posible en la medida que construyamos redes de apoyo para superar esas lecturas reduccionistas y polarizadas.
Por eso, indagar sobre las militancias de mujeres es la posibilidad de desentrañar la revolución del cuerpo, la construcción colectiva del pensamiento, la defensa de la vida y la autonomía, la fuerza de la no violencia, pero también los conflictos de los procesos, la incertidumbre, las contradicciones y en todo esto, la consolidación de nuevas dinámicas que impactan la ciudad desde diferentes orillas.
*Texto publicado originalmente el 31 de marzo de 2020
Como ya se ha dicho tantas veces, los buenos libros irrumpen en nuestras vidas para transformalas- y trastornarlas- para siempre. Así, la vida como viaje se comprende y asume mucho mejor después de haber leído la aventura de Odiseo o La divina comedia en su perpetuo descenso y ascenso hacia las simas y las cumbres del ser.
En sus páginas descubrimos que todo viaje auténtico es interior y que el desplazamiento físico es un simple recurso literario.
A veces, en el silencio de la noche rural, me despierta un murmullo proveniente de mi biblioteca: son los personajes y las ideas que alientan en los libros. Infatigables, dialogan, se cuestionan, dudan y, a veces, logran ponerse de acuerdo.
Los libros y lo que nos dicen son los ladrones nocturnos que nos asaltan para recordarnos nuestro trágico y gozoso destino de estar vivos. Por ese camino, el lector descubre el hondo sentido de palabras como vigilia y lucidez.
Vigilancia y luz.
Por esas razones, regalar un libro implica un doble juego: el de la intuición de las inclinaciones del destinatario y el del azar de dar en el blanco de sus obsesiones.
Fue Abelardo Gómez quien, el 28 de marzo de 2019, según leo en la dedicatoria, me regaló la revelación de otra revelación: el libro titulado Lecturas sobre la lectura, del escritor, traductor y editor argentino-canadiense Alberto Manguel.
Son 500 páginas dedicadas a resolver un acertijo tan apasionante como imposible: ¿Quién es el lector? ¿Es testigo, protagonista, cómplice, comentarista o coautor de los textos que se despliegan ante su mirada?
Semejante pregunta no puede tener respuesta, o al menos no una única respuesta. Depende del momento y las circunstancias que rodean el acto dichoso de adentrarse en un libro como quien se aventura en “Un jardín de senderos que se bifurcan”, para utilizar la expresión feliz de Jorge Luis Borges.
Apenas adelantadas un par de páginas el lector- siempre el lector- comprende que Lecturas sobre la lectura no pretende responder nada: el juego consiste en encontrar cada vez más preguntas.
En su propósito, el autor apela a obras tan disímiles como ejemplares: La divina comedia, La Ilíada y La Odisea, El Quijote y, claro, Alicia en el país de las maravillas.
En el primero nos habla de la lectura como rito de iniciación; los poemas homéricos nos recuerdan que todo final es un comienzo; El Quijote esconde, detrás de una sucesión de eventos sólo en apariencia disparatados, un propósito ético: la irrenunciable búsqueda de la justicia.
Por su lado, Alicia en el país de las maravillas nos advierte que los espejos no reflejan nada, porque en realidad son puertas a otras dimensiones del Universo y de nosotros mismos.
El buen lector, tan escaso como el buen escritor, tendrá que arriesgarse en todos esos mundos: el de la aventura, el de la iluminación, el de la ética y el de lo eterno desconocido.
Lo suyo son, pues, las arenas movedizas: al contrario de los textos de autosuperación, la gran literatura no ofrece certezas.
No es casual que Manguel utilice como epígrafe para cada uno de los capítulos de su libro citas tomadas de Alicia, en el libro de Lewis Carroll, obra que, como es bien sabido, está estructurada sobre un palimpsesto de preguntas que se despliegan a modo de metáforas del insondable Universo.
O mejor dicho: de la trama de metáforas que es todo gran poema. En esa trama cada palabra esconde bajo la manga múltiples sentidos que, igual que el Proteo de la mitología, se transforman ante nuestros ojos en un perpetuo desafío.
Es tarea del lector aprehender esos sentidos, su condición de avatares fugaces de la eternidad. Es el lector quien debe cargar de significado al texto, imponerle su sello en una tensión incesante con la voz del narrador.
En esa tensión residen las claves del acto creador. Uno es el propósito de Cervantes al equiparar en la mente de Don Quijote a gigantes y molinos de viento y otro lo que el lector de la obra ve o cree ver en esas figuras concebidas a modo de Sombras chinas.
En el acto de la lectura, ya se trate de imágenes, números, narraciones o pensamientos, no podemos abandonar ni un momento el reino de las metáforas: un descuido y estaremos perdidos.
Pensemos, por ejemplo, en el número 1. El uno de matemáticos y filósofos. Más allá de sus usos prácticos se extiende un mundo infinito de posibilidades ¿O acaso existe cifra más bella y precisa para aproximarse al concepto de Dios, tan perseguido por los teólogos?
Si lo miramos bien, esa cifra es una muy buena manera de darse un paseo por la eternidad. Por algo Jorge Luis Borges, fascinado con espejos, laberintos, rosas y bibliotecas, frecuentaba a partes iguales matemáticos y poetas.
En uno de los artículos de su libro Alberto Manguel se remonta a los orígenes de la escritura en la vieja Mesopotamia, allá por el cuarto milenio antes de Cristo.
En el principio fue la arcilla, el barro primordial del Génesis. Atendiendo a la necesidad práctica de llevar las cuentas de sus negocios los hombres empezaron a utilizar tabletas de arcilla para registrar sus transacciones: la compra de cinco sacos de trigo, la venta de un asno o el trueque de uno por otro. Los encargados de esa tarea fueron los primeros tenedores de libros de contabilidad.
Muy pronto, quienes se guiaban por esa información básica, es decir, los primeros lectores, sintieron curiosidad por saber quiénes se escondían detrás de esas transacciones. De dónde eran, cómo vivían, cuáles eran sus costumbres, cómo alababan a sus dioses. Presionados por esas demandas, los tenedores de libros se vieron obligados a investigar para suministrar esa información.
Sin advertirlo siquiera se convirtieron en contadores de historias: había nacido la literatura.
A partir de ese momento la biblioteca infinita de Borges no ha cesado de crecer y ramificarse, pero volviendo siempre al punto de partida: al difícil y fértil encuentro entre lector y escritor al que Alberto Manguel le rinde tributo en este libro inquietante.
Al conmemorarse los 70 años de la publicación de Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, reproducimos el siguiente texto.
Por: Marguerite Yourcenar * / Publicado en El Espectador
El 10 de febrero de 1951, la escritora Marguerite Yourcenar publicó en París esta emblemática novela en la que recrea la vida del emperador romano (117-138) en primera persona, a través de una carta a su nieto adoptivo y futuro sucesor, Marco Aurelio.
Marguerite Yourcenar (Bruselas, Bélgica; 8 de junio de 1903-Bar Harbor, Maine, Estados Unidos; 17 de diciembre de 1987) y la versión de “Memorias de Adriano” en la traducción del escritor argentino Julio Cortázar. / WikiCommons – Unsplash / Archivo
Querido Marco:
He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia. El examen debía hacerse en ayunas; habíamos convenido encontrarnos en las primeras horas del día. Me tendí sobre un lecho luego de despojarme del manto y la túnica. Te evito detalles que te resultarían tan desagradables como a mí mismo, y la descripción del cuerpo de un hombre que envejece y se prepara a morir de una hidropesía del corazón. Digamos solamente que tosí, respiré y contuve el aliento conforme a las indicaciones de Hermógenes, alarmado a pesar suyo por el rápido progreso de la enfermedad, y pronto a descargar el peso de la culpa en el joven Lollas, que me atendió durante su ausencia.
Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de sangre. Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo. (Recomendamos: La mujer que iluminó el siglo XX).
Haya paz… Amo mi cuerpo; me ha servido bien, y de todos modos no le escatimo los cuidados necesarios. Pero ya no cuento, como Hermógenes finge contar, con las virtudes maravillosas de las plantas y el dosaje exacto de las sales minerales que ha ido a buscar a Oriente. Este hombre, tan sutil sin embargo, abundó en vagas fórmulas de aliento, demasiado triviales para engañar a nadie. Sabe muy bien cuánto detesto esta clase de impostura, pero no en vano ha ejercido la medicina durante más de treinta años. Perdono a este buen servidor su esfuerzo por disimularme la muerte.
Hermógenes es sabio, y tiene también la sabiduría de la prudencia; su probidad excede con mucho a la de un vulgar médico de palacio. Tendré la suerte de ser el mejor atendido de los enfermos. Pero nada puede exceder de los limites prescritos; mis piernas hinchadas ya no me sostienen durante las largas ceremonias romanas; me sofoco; y tengo sesenta años. No te llames sin embargo a engaño: aún no estoy tan débil como para ceder a las imaginaciones del miedo, casi tan absurdas como las de la esperanza, y sin duda mucho más penosas. (Recomendamos: Marguerite Yourcenar, según el historiador Carlos José Reyes).
De engañarme, preferiría el camino de la confianza; no perdería más por ello, y sufriría menos. Este término tan próximo no es necesariamente inmediato; todavía me recojo cada noche con la esperanza de llegar a la mañana. Dentro de los límites infranqueables de que hablaba, puedo defender mi posición palmo a palmo, y aun recobrar algunas pulgadas del terreno perdido. Pero de todos modos he llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada. Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; así es para todos.
Pero la incertidumbre del lugar, de la hora y del modo, que nos impide distinguir con claridad ese fin hacia el cual avanzamos sin tregua, disminuye para mí a medida que la enfermedad mortal progresa. Cualquiera puede morir súbitamente, pero el enfermo sabe que dentro de diez años ya no vivirá. Mi margen de duda no abarca los años sino los meses. Mis probabilidades de acabar por obra de una puñalada en el corazón o una caída de caballo van disminuyendo cada vez más; la peste parece improbable; se diría que la lepra o el cáncer han quedado definitivamente atrás. predijo que no moriría ahogado parece haber tenido razón.
Moriré en Tíbur, en Roma, o a lo sumo en Nápoles, y una crisis de asfixia se encargará de la tarea. ¿Cuál de ellas me arrastrará, la décima o la centésima? Todo está en eso. Como el viajero que navega entre las islas del Archipiélago ve alzarse al anochecer la bruma luminosa y descubre poco a poco la línea de la costa, así empiezo a percibir el perfil de mi muerte. Ciertas porciones de mi vida se asemejan ya a las salas desmanteladas de un palacio demasiado vasto, que un propietario venido a menos no alcanza a ocupar por entero.
He renunciado a la caza; si sólo estuviera yo para turbar su rumia y sus juegos, los cervatillos de los montes de Etruria vivirían tranquilos. Siempre tuve con la Diana de los bosques las relaciones mudables y apasionadas de un hombre con el ser amado; adolescente, la caza del jabalí me ofreció las primeras posibilidades de encuentro con el mando y el peligro; me entregaba a ellas con furor, y mis excesos me valieron las reprimendas de Trajano.
La encarna, en un claro de bosque en España, fue mi primera experiencia de la muerte, del coraje, de la piedad por las criaturas, y del trágico placer de verlas sufrir. Ya hombre, la caza me sosegaba de tantas luchas secretas con adversarios demasiado sutiles o torpes, demasiado débiles o fuertes para mí. El justo combate entre la inteligencia humana y la sagacidad de las fieras parecía extrañamente leal comparado con las emboscadas de los hombres.
Siendo emperador, mis cacerías en Toscana me sirvieron para juzgar el valor o las aptitudes de los altos funcionarios; allí eliminé o elegí a más de un estadista. Después, en Bitinia y en Capadocia, convertí las grandes batidas en pretexto para fiestas-triunfo otoñal en los bosques del Asia. Pero el compañero de mis últimas cacerías murió joven, y mi gusto por esos violentos placeres disminuyó mucho después de su partida.
Pero aun aquí, en Tíbur, el súbito resoplar de un ciervo entre el follaje basta para que se agite en mi un instinto más antiguo que todos los demás, gracias al cual me siento tanto onza como emperador. ¿Quién sabe? Si he ahorrado mucha sangre humana, quizá sea porque derramé la de tantas fieras, que a veces, secretamente, prefería a los hombres. Sea como fuere, la imagen de las fieras me persigue más y más, y tengo que hacer un esfuerzo para no abandonarme a interminables relatos de montería que pondrían a prueba la paciencia de mis invitados durante la velada.
En verdad el recuerdo del día de mi adopción tiene su encanto, pero el de los leones cazados en Mauritania no está mal tampoco. La renuncia a montar a caballo es un sacrificio aún más penoso: una fiera no pasa de ser un adversario, pero el caballo era un amigo. Si hubiera podido elegir mi condición, habría elegido la de centauro.
Las relaciones entre Borístenes y yo eran de una precisión matemática: me obedecía como a su cerebro, no como a su amo. ¿Habré logrado jamás que un hombre hiciera lo mismo? Una autoridad tan absoluta comporta, como cualquier otra, los riesgos del error para aquel que la ejerce, pero el placer de intentar lo imposible en el salto de obstáculos era demasiado grande para lamentar una clavícula fracturada o una costilla rota.
Mi caballo reemplazaba las mil nociones vinculadas al título, la función y el nombre, que complican la amistad humana, por el único conocimiento de mi peso exacto de hombre. Participaba de mis impulsos; sabía exactamente, y quizá mejor que yo, el punto donde mi voluntad se divorciaba de mi fuerza. Pero ya no inflijo al sucesor de Borístenes la carga de un enfermo de músculos laxos, demasiado débil para montar por sus propios medios.
Celer, mi ayuda de campo, lo adiestra en este momento en el camino de Preneste; todas mis antiguas experiencias con la velocidad me permiten compartir el placer del jinete y el de la cabalgadura, valorar las sensaciones del hombre a galope tendido en un día de sol y de viento. Cuando Celer desmonta, siento que vuelvo a tomar contacto con el suelo. Lo mismo ocurre con la natación; he renunciado a ella, pero participo todavía de la delicia del nadador acariciado por el agua.
La carrera, aun la más breve, me sería hoy tan imposible como a una estatua, a un César de piedra, pero recuerdo mis carreras de niño en las resecas colinas españolas, el juego que se juega con uno mismo y en el cual se llega al límite del agotamiento, seguro de que el perfecto corazón y los intactos pulmones restablecerán el equilibrio; de cualquier atleta que se adiestra para la carrera del estadio, alcanzo una comprensión que la inteligencia sola no me daría.
Así, de cada arte practicado en su tiempo, extraigo un conocimiento que me resarce en parte de los placeres perdidos. Creí, y en mis buenos momentos lo creo todavía, que es posible compartir de esa suerte la existencia de todos, y que esa simpatía es una de las formas menos revocables de la inmortalidad. Hubo momentos en que esta comprensión trató de trascender lo humano, y fue del nadador a la ola. Pero en este punto me faltan ya seguridades, y entro en el dominio de las metamorfosis del sueño.
Comer demasiado es un vicio romano, pero yo fui sobrio con voluptuosidad. Hermógenes no se ha visto precisado a alterar mi régimen, salvo quizá esa impaciencia que me llevaba a devorar lo primero que me ofrecían, en cualquier parte y a cualquier hora, como para satisfacer de golpe las exigencias del hambre. De más está decir que un hombre rico, que sólo ha conocido las privaciones voluntarias o las ha experimentado a título provisional, como un incidente más o menos excitante de la guerra o del viaje, sería harto torpe si se jactara de no haberse saciado.
Atracarse los días de fiesta ha sido siempre la ambición, la alegría y el orgullo naturales de los pobres. Amaba yo el aroma de las carnes asadas y el ruido de las marmitas en las festividades del ejército, y que los banquetes del campamento (o lo que en el campamento valía por un banquete) fuesen lo que deberían ser siempre: un alegre y grosero contrapeso a las privaciones de los días hábiles. En la época de las saturnales, toleraba el olor a fritura de las plazas públicas.
Pero los festines de Roma me llenaban de tal repugnancia y hastío que alguna vez, cuando me creí próximo a la muerte durante un reconocimiento o una expedición militar, me dije para reconfortarme que por lo menos no tendría que volver a participar de una comida. No me infieras la ofensa de tomarme por un vulgar renunciador; una operación que tiene lugar dos o tres veces por día, y cuya finalidad es alimentar la vida, merece seguramente todos nuestros cuidados.
Comer un fruto significa hacer entrar en nuestro Ser un hermoso objeto viviente, extraño, nutrido y favorecido como nosotros por la tierra; significa consumar un sacrificio en el cual optamos por nosotros frente a las cosas. Jamás mordí la miga de pan de los cuarteles sin maravillarme de que ese amasijo pesado y grosero pudiera transformarse en sangre, en calor, acaso en valentía.
¡Ah! ¿Por qué mi espíritu, aun en sus mejores días, sólo posee una parte de los poderes asimiladores de un cuerpo? En Roma, durante las interminables comidas oficiales, se me ocurrió pensar en los orígenes relativamente recientes de nuestro lujo, en este pueblo de granjeros parsimoniosos y soldados frugales, alimentados a ajo y a cebada, repentinamente precipitados por la conquista en las cocinas asiáticas y hartándose de alimentos complicados con torpeza de campesinos hambrientos.
Nuestros romanos se atiborran de pájaros, se inundan de salsas y se envenenan con especias. Un Apicio está orgulloso de la sucesión de las entradas, de la serie de platos agrios o dulces, pesados o ligeros, que componen la bella ordenación de sus banquetes; vaya y pase, todavía, si cada uno de ellos fuera servido aparte, asimilado en ayunas, doctamente saboreado por un gastrónomo de papilas intactas.
Presentados al mismo tiempo, en una mezcla trivial y cotidiana, crean en el paladar y el estómago del hombre que los come una detestable confusión en donde los olores, los sabores y las sustancias pierden su valor propio y su deliciosa identidad. El pobre Lucio se divertía antaño en confeccionarme platos raros; sus patés de faisán, con su sabia dosis de jamón y especias, daban pruebas de un arte tan exacto como el del músico o el del pintor; yo añoraba sin embargo la carne pura de la hermosa ave. Grecia sabía más de estas cosas; su vino resinoso, su pan salpicado de sésamo, sus pescados cocidos en las parrillas al borde del mar, ennegrecidos aquí y allá por el fuego y sazonados por el crujir de un grano de arena, contentaban el apetito sin rodear con demasiadas complicaciones el más simple de nuestros goces.
En algún tabuco de Egina o de Falera he saboreado alimentos tan frescos que seguían siendo divinamente limpios a pesar de los sucios dedos del mozo de taberna, tan módicos pero tan suficientes que parecían contener, en la forma más resumida posible, una esencia de inmortalidad. También la carne asada por la noche, después de la caza, tenía esa calidad casi sacramental que nos devolvía más allá, a los salvajes orígenes de las razas.
El vino nos inicia en los misterios volcánicos del suelo, en las ocultas riquezas minerales; una copa de Samos bebida a mediodía, a pleno sol, o bien absorbida una noche de invierno, en un estado de fatiga que permite sentir en lo hondo del diafragma su cálido vertimiento, su segura y ardiente dispersión en nuestras arterias, es una sensación casi sagrada, a veces demasiado intensa para una cabeza humana; no he vuelto a encontraría al salir de las bodegas numeradas de Roma, y la pedantería de los grandes catadores de vinos me impacienta.
Más piadosamente aún, el agua bebida en el hueco de la mano, o de la misma fuente, hace fluir en nosotros la sal secreta de la tierra y la lluvia del cielo. Pero aun el agua es una delicia que un enfermo como yo sólo debe gustar con sobriedad. No importa; en la agonía, mezclada con la amargura de las últimas pociones, me esforzaré por saborear su fresca insipidez sobre mis labios.
Durante algún tiempo me abstuve de comer carne en las escuelas de filosofía, donde es de uso ensayar de una vez por todas cada método de conducta; más tarde, en Asia, vi a los gimnosofistas indios apartar la mirada de los corderos humeantes y de los cuartos de gacela servidos en la tienda de Osroes. Pero esta costumbre, que complace tu joven austeridad, exige atenciones más complicadas que las de la misma gula; nos aparta demasiado del común de los hombres en una función casi siempre pública, presidida las más de las veces por el aparato o la amistad.
Prefiero pasarme la vida comiendo gansos cebados y pintadas, y no que mis convidados me acusen de una ostentación de ascetismo. Bastante me ha costado -con ayuda de frutos secos o del contenido de un vaso saboreado lentamente- disimular ante los comensales que los aderezados manjares de mis cocineros estaban destinados a ellos más que a mí, o que mi curiosidad por probarlos se agotaba antes que la suya.
Un príncipe carece en esto de la latitud que se ofrece al filósofo; no puede permitirse diferir en demasiadas cosas a la vez, y bien saben los dioses que mis diferencias eran ya demasiadas, aunque me jactase de que muchas permanecían invisibles. En cuanto a los escrúpulos religiosos del gimnosofista, a su repugnancia frente a las carnes sangrientas, me afectarían más si no se me ocurriera preguntarme en qué difiere esencialmente el sufrimiento de la hierba segada del de los carneros degollados, y si nuestro horror ante las bestias asesinadas no se debe sobre todo a que nuestra sensibilidad pertenece al mismo reino.
Pero en ciertos momentos de la vida, por ejemplo en los períodos de ayuno ritual, o en las iniciaciones religiosas, he apreciado las ventajas espirituales -y también los peligros- de las diferentes formas de abstinencia, y aun de la inanición voluntaria, de estos estados próximos al vértigo en que el cuerpo, privado de lastre, entra en un mundo para el cual no ha sido hecho y que prefigura las frías levedades de la muerte.
En otros momentos esas experiencias me permitieron jugar con la idea del suicidio progresivo, de la muerte por inanición que escogieron ciertos filósofos, especie de incontinencia a la inversa por la cual se llega al agotamiento de la sustancia humana. Pero me hubiera disgustado adherirme por completo a un sistema; no quería que un escrúpulo me privara del derecho de hartarme de embutidos, si por casualidad me venían las ganas o si este alimento era el único accesible. Los cínicos y los moralistas están de acuerdo en incluir las voluptuosidades del amor entre los goces llamados groseros, entre el placer de beber y el de comer, y a la vez, puesto que están seguros de que podemos pasarnos sin ellas, las declaran menos indispensables que aquellos goces. De un moralista espero cualquier cosa, pero me asombra que un cínico pueda engañarse así.
Pongamos que unos y otros temen a sus demonios, ya sea porque luchan contra ellos o se abandonan, y que tratan de rebajar su placer buscando privarlo de su fuerza casi terrible ante la cual sucumben, y de su extraño misterio en el que se pierden. Creeré en esa asimilación del amor a los goces puramente físicos (suponiendo que existan como tales) el día en que haya visto a un gastrónomo llorar de deleite ante su plato favorito, como un amante sobre un hombro juvenil. De todos nuestros juegos, es el único que amenaza trastornar el alma, y el único donde el jugador se abandona por fuerza al delirio del cuerpo.
No es indispensable que el bebedor abdique de su razón, pero el amante que conserva la suya no obedece del todo a su dios. La abstinencia o el exceso comprometen al hombre solo; pero salvo en el caso de Diógenes, cuyas limitaciones y cuya razonable aceptación de lo peor se advierten por sí mismas, todo movimiento sensual nos pone en presencia del Otro, nos implica en las exigencias y las servidumbres de la elección.
No sé de nada donde el hombre se resuelva por razones más simples y más ineluctables, donde el objeto elegido sea pesado con más exactitud en su peso bruto de delicias, donde el buscador de verdades tenga mayor probabilidad de juzgar la criatura desnuda. Partiendo de un despojamiento que iguala el de la muerte, de una humildad que excede la de la derrota y la plegaria, me maravillo de ver restablecerse cada vez la complejidad de las negativas, las responsabilidades, los dones, las tristes confesiones, las frágiles mentiras, los apasionados compromisos entre mis placeres y los del Otro, tantos vínculos irrompibles y que sin embargo se desatan tan pronto.
El juego misterioso que va del amor a un cuerpo al amor de una persona me ha parecido lo bastante bello como para consagrarle parte de mi vida. Las palabras engañan, puesto que la palabra placer abarca realidades contradictorias, comporta a la vez las nociones de tibieza, dulzura, intimidad de los cuerpos, y las de violencia, agonía y grito.
La obscena frasecita de Posidonio sobre el frote de dos parcelas de carne -que te he visto copiar en tu cuaderno escolar como un niño aplicado- no define el fenómeno del amor, así como la cuerda rozada por el dedo no explica el milagro infinito de los sonidos. Esa frase no insulta a la voluptuosidad sino a la carne misma, ese instrumento de músculos, sangre y epidermis, esa nube roja cuyo relámpago es el alma.
Reconozco que la razón se confunde frente al prodigio del amor, frente a esa extraña obsesión por la cual la carne, que tan poco nos preocupa cuando compone nuestro propio cuerpo, y que sólo nos mueve a lavarla, a alimentarla y llegado el caso, a evitar que sufra, puede llegar a inspirarnos un deseo tan apasionado de caricias, simplemente porque está animada por una individualidad diferente de la nuestra y porque presenta ciertos lineamientos de belleza sobre los cuales, por lo demás, los mejores jueces no se han puesto de acuerdo. Aquí la lógica humana se queda corta, como en las revelaciones de los Misterios.
Y no se ha engañado la tradición popular que siempre vio en el amor una forma de iniciación, uno de los puntos de contacto de lo secreto y lo sagrado. La experiencia sensual se asemeja además de los Misterios en que la primera aproximación produce en el no iniciado el efecto de un rito más o menos aterrador, escandalosamente alejado de las funciones familiares del sueño, del beber y del comer, objeto de bromas, de vergüenza o de terror.
Al igual que la danza de las ménades o el delirio de los coribantes, nuestro amor nos arrastra a un universo diferente, donde en otros momentos nos está vedado penetrar, y donde cesamos de orientarnos tan pronto el ardor se apaga o el goce se disuelve. Clavado en el cuerpo querido como un crucificado a su cruz, he aprendido algunos secretos de la vida que se embotan ya en mi recuerdo, sometidos a la misma ley que quiere que el convaleciente, una vez curado, cese de reconocerse en las misteriosas verdades de su mal, que el prisionero liberado olvide la tortura, o el vencedor ya sobrio la gloria.
He soñado a veces con elaborar un sistema de conocimiento humano basado en el erótico, una teoría del contacto en la cual el misterio y la dignidad del prójimo consistirían precisamente en ofrecer al Yo el punto de apoyo de ese otro mundo. En una filosofía semejante, la voluptuosidad sería una forma más completa, pero también más especializada, de este acercamiento al Otro, una técnica al servicio del conocimiento de aquello que no es uno mismo.
* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Debolsillo.
Un resumen de opinión a través de la caricatura, por LA CAUSA, movimiento social de caricaturistas colombianos independientes que busca, por medio del colegaje, promover, difundir y defender la crítica social a través de manifestaciones artísticas.
“La verdadera vacuna” – Una caricatura de Patán@patancartoon“El legado del cerdo” – Cizañero @cizanaparatodos“Vacunación en Colombia” – Una caricatura de Omi@omicaricaturas
“Nueva masacre” – Una caricatura de Mugreras@mugreras_“Misión exploratoria” – Una caricatura de el Verdugo @verdugo_caricatura
La UV estrena un documental que revela los aspectos mas desconocidos de Vicente Blasco Ibanez.
La Universitat de Valencia (UV) presentara este miercoles, 21 de febrero, el documental Revelant Blasco Ibanez, dirigido por Jose Angel Montiel. Se trata de una cinta de 52 minutos de duracion de caracter biografico que narra los principales hechos y logros del personaje dentro de su contexto historico y revela aspectos poco o nada conocidos del escritor mientras se interroga sobre cuales fueron sus motivaciones esenciales.
Por, Jorge González Jurado, Universidad de Cádiz. Tomado de VARIACIONES DE LO METARREAL EN LA ESPAÑA DE LOS SIGLOS XX Y XXI
Introducción
Como saben todos los que se han acercado a su figura, el valenciano Vicente Blasco Ibáñez fue un hombre de acción y un hombre de letras, Garcilaso de tránsito entre el siglo xix y el xx, que con títulos como Cañas y barro, Arroz y tartana o La barraca ha demostrado una maestría en la creación de caracteres, la crítica de la sociedad y el retrato de un clima como quien pinta al óleo. Su vida es una constante sacudida de enfrentamientos políticos (cambios de gobierno, revoluciones, bombardeos), y su crecimiento vino acompañado de una actitud rebelde contra el mundo, lo que le supuso más de un encarcelamiento. El papel de la política en su trayectoria literaria es tal que no ocultará sus opiniones a la hora de concebir novelas. Con todo, estamos ante uno de los mejores novelistas de la literatura española, cuya obra la crítica ha pasado por alto en más de una ocasión, pero que goza de un valor y una riqueza de matices extraordinarios y que admite múltiples niveles de lectura. Sus personajes guardan semejanzas entre sí: son fragmentos del carácter de su creador y, en su mayor parte, sienten necesidad de vengarse del enemigo.
Se ha achacado que la literatura de Blasco esté plagada de personajes demasiado buenos y demasiado malos, bien distinguidos unos de otros, y también el hecho de que la historia de amor gobierne la acción de casi todas sus tramas; sin embargo, eso es lo que más nos interesa para esta ocasión, porque en su obra puede uno apreciar hasta qué punto resulta útil esa división de bandos dentro del elenco de personajes.
Las novelas de la guerra
De toda su producción, donde basta una lectura para comprobar que la venganza es el plato fuerte de la mayoría de sus novelas, nos detendremos en la trilogía que escribió a propósito de la Primera Guerra Mundial, tres novelas marcadas por la contribución del autor a la causa francesa.
De hecho, la primera entrega, Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), deja bien claro su propósito al abrirse con un viaje de vuelta desde Buenos Aires: mientras llega a París a bordo de ese barco —como el autor—, el protagonista oye una conversación entre alemanes acerca de la guerra. En ese mismo capítulo empieza Blasco a ridiculizar a los alemanes como si fueran estúpidos, técnica que seguirá a lo largo de la novela.
También en la segunda, Mare nostrum (1918), de la que hablaremos con detenimiento, ridiculiza a los alemanes, pero desde una postura más lejana, ya que la guerra ahora se encuentra en segundo plano. Sucede que, dos años después de la publicación del primer episodio, que era la batalla vista desde las trincheras de Francia, la Gran Guerra está a punto de terminar, por lo que no merece la pena plasmar las batallas con la misma fidelidad, sino que aquí tendrá como objetivo un reproche hacia la falsa neutralidad española, sin dejar de lado en ningún momento su ataque contra los artificios de los malvados alemanes.
Los enemigos de la mujer (1919), tercera entrega, ya es un rescoldo de lo que fue la guerra y, por tanto, lo único que queda del conflicto son los personajes que encabezan la aristocracia.
La posición política de Blasco en el primer capítulo de la trilogía bélica, tan claramente a favor de Francia y en contra de Alemania, obedece al encargo que recibe del presidente de la República Francesa nada más llegar a París: debía escribir una novela para exaltar la causa francesa y animar a los intelectuales a sumarse a la batalla.
Blasco es la persona más indicada para lograr este fin, ya que vive los acontecimientos de la guerra y es capaz de retratarlos con inmediatez. Más tarde escribirá las otras dos novelas y algunos cuentos, ahora sin encargo, por amor a sus ideas y para vengarse, como sus personajes, del enemigo. Además, Blasco ya es un autor de éxito, por lo que tiene una autoridad de la que carecen otros escritores. Mare nostrum será, pues, una obra de mayor envergadura, donde se exalta, más que el carácter de los franceses, el valor del mar Mediterráneo como núcleo de la existencia, como fuente de la que mana la valentía de todos los hombres heroicos que ha dado nuestra tierra.
Y por último, la tercera de estas novelas será el broche de oro de este monumento narrativo, la mirada desde la retaguardia, donde el novelista pone sobre la mesa «un mundo anormal que vivía al margen de la guerra, queriendo ignorarla, para mantener tranquilo su egoísmo»(1).
Pero detengámonos en la segunda entrega de la trilogía, por ser la central, la más perfecta de todas —hay quien la considera la mejor novela de Blasco— y, en definitiva, porque trata el conflicto desde un punto de vista más apartado que la primera, pero sin la lejanía de la última. Aquí el hombre aparece en toda su plenitud, con la guerra de fondo, y se deja engañar por los encantos del placer para adoptar un comportamiento perjudicial para sí mismo. Asistiremos a la autodestrucción de un marinero español, el capitán Ulises Ferragut, seducido por los cantos de la sirena Freya Talberg, que lo inducirá a comprometerse con la causa alemana sin saberlo.
MARE NOSTRUM o el castigo por un desliz
La historia del capitán Ulises Ferragut es la de un hombre que se embarca con rumbo a la libertad y perece víctima de sus errores. Enamorado del mar Mediterráneo desde que su tío el Tritón se lo descubriera en su niñez, Ulises parte de la costa española con su buque para vivir las aventuras de un marinero, dejando atrás a su esposa y a su hijo. Quién iba a decirle que la mayor aventura de su vida acabaría con su propia muerte y la de muchos otros.
La primera causa del desastre es la traición a su país y viene representada por Freya Talberg, una joven con la cual entra en contacto en Nápoles. Este encuentro supone el principio de una historia de amor y una serie de desdichas, ya que Ulises, presa de sus encantos, con objeto de prestar una ayuda desinteresada a sus acompañantes, contribuye en el equipamiento de un submarino alemán. Aunque luego descubrirá que Freya era una espía, para entonces ella habrá cumplido su objetivo y los submarinos habrán accedido al Mediterráneo para atacar desde dentro.
La víctima que desencadena la sed de venganza de Ulises —segunda causa de su perdición— es su hijo Esteban, joven Telémaco que perdió la vida cuando iba en busca de su padre y el barco donde navegaba fue bombardeado. Desde el momento en que la noticia llega a oídos del capitán, la conciencia de hasta qué extremos ha llevado su amor inconsciente lo obliga a tomar las riendas para honrar la memoria de su hijo. Sin embargo, al reencontrarse en Marsella con el espía a quien ayudó y conseguir que lo ejecuten, Ulises firma su sentencia de muerte: a partir de ese momento, aunque Freya lo avise de que su vida corre un grave peligro, el anhelo de destrucción le crece por dentro y ya solo quiere luchar contra sus enemigos, los alemanes.
Su ira le causa una ceguera que precipita el funesto desenlace: mientras atraviesa con su buque la costa de Denia, el pueblo valenciano donde nació, Ulises recibe el ataque de un submarino alemán y, sin escapatoria, es arrastrado a la oscuridad por Anfitrita, diosa de la espuma, para descansar en el fondo del Mare nostrum.
Toda esta trama se configura en torno a un personaje central, Ulises Ferragut, único protagonista, alrededor del cual giran una serie de satélites que influyen en la consolidación de su carácter. Los personajes funcionales vienen a desempeñar su papel y, cuando han contribuido al desarrollo del protagonista, desaparecen para siempre.
Así sucede con quienes están presentes durante la infancia de Ulises: el notario Esteban Ferragut y su mujer doña Cristina Blanes, don Carmelo Labarta el abogado y, sobre todo, Antonio Ferragut, conocido como el Tritón, padres, padrino y tío de Ulises respectivamente, sirven de contrapunto a una línea representada por el protagonista en primer plano, de manera que cuando este toma una determinación sobre su oficio, es decir, al demostrar su firmeza de carácter, dichos personajes desaparecen del mapa, tal como sucede con frecuencia en la novelística de Blasco Ibáñez.
Los personajes que rodearán a Ulises a partir de entonces desempeñan una nueva función que completa su personalidad: son el desarrollo, el crecimiento del capitán como persona, y ponen en su personalidad los matices que Blasco elogia en el hombre mediterráneo. Tòni, el segundo de a bordo, es presentado como un «hombre de ideas» (ideas republicanas afines al autor, por supuesto), y el tío Caragol, además de ser un experto gastrónomo valenciano por medio del cual nuestro novelista elogia la cocina de su tierra natal, es exponente del máximo grado de amistad, ya que permanecerá fiel a Ulises hasta el último momento. Por otra parte, el carácter de nuestro protagonista viene enmarcado por dos mujeres: su esposa Cinta, que mantiene el orden de la casa, cuida de su hijo y espera paciente su regreso, y su amante, Freya Talberg, reflejo del amor pasional y el adulterio. Cuatro puntos cardinales que, como a su propio barco, guiarán el comportamiento del protagonista hacia su autodestrucción.
De ello nos da cuenta la estructura de Mare nostrum: desde una visión panorámica de la obra, encontramos doce capítulos que podemos dividir en dos partes con un episodio central. A grandes rasgos, constituyen la formación y el desarrollo de un camino, la subida del hombre por una escarpada cuesta y su precipitación hacia el vacío.
La primera parte abarca los seis primeros capítulos. En este período, que podemos llamar de preparación, el protagonista crece y recibe la influencia de su familia (capítulos I, II y III) para luego lanzarse al mar como capitán de navío y atracar en Nápoles (capítulos IV, V y VI), donde iniciará sus relaciones con Freya Talberg. En el capítulo IV, frontera entre los dos núcleos de la primera parte, coinciden los dos asuntos narrativos que configuran el argumento: el mar y la mujer, dos caras de la guerra, pues el concepto del mar nos redirige a los submarinos y el de la mujer, al espionaje.
Supone un punto de inflexión el séptimo capítulo ya que, desde ese momento, y hasta el final, toda la preparación que se ha llevado a cabo en la primera parte tendrá su desarrollo en la segunda, que se extiende desde el capítulo VIII hasta el XI, desde la muerte del joven Telémaco hasta la ejecución de Freya Talberg, en un epílogo —el capítulo XII— donde el pecado de Ulises termina de surtir efecto. Su barco se hunde en la costa de la tierra que lo vio nacer, de acuerdo con las predicciones hechas por el Tritón al comienzo de la novela: el mar Mediterráneo es el principio y el final de la existencia. Así pues, la disposición de los capítulos es un arco que se tensa hasta el núcleo de la historia y desde ahí dispara una flecha cuya velocidad crece por su propio impulso. La novela es una montaña de difícil escalada, desde cuya cumbre se atropellan los acontecimientos en un brutal descenso a la llanura.
¿Y cuál es esa cumbre? El pecado de Ulises Ferragut, que consiste en traicionar a su país por un amor desenfrenado. Con su seducción, Freya logra su objetivo de obtener sus favores para con los alemanes, atacando de esa manera al bando francés sin saber cuáles serán las consecuencias de sus actos. Por eso él mismo, trasunto de cuantos españoles se declararon neutrales durante la contienda, se convierte en víctima de sus propias acciones: no es Freya la culpable de la muerte de Esteban Ferragut, sino el propio Ulises, quien al enamorarse de una mujer fatal lleva a cabo la preparación inconsciente de su mortaja, que se hilará conforme avance la acción. Este comportamiento, más allá de la ficción, puede interpretarse como un reproche del novelista hacia los españoles, entre los cuales, por supuesto, se incluye a sí mismo. Sostiene Juan Luis Alborg que los personajes de Blasco Ibáñez son «goces o dolores que no le han contado, sino que han hundido las garras en su propia carne»(2), de suerte que Ulises es una arista más de la personalidad de su creador y, por ende, la crítica que este hace de su país no deja de pasar por un reproche hacia su persona. La neutralidad de España durante la Primera Guerra Mundial será, según sostiene María José Navarro(3), la neutralidad de quienes están alrededor de Ulises, como puede deducirse de su regreso a Barcelona en el capítulo X, donde encuentra un ambiente muy caldeado por el avance del conflicto.
En definitiva, lo que el novelista pretende bajo el título de «El pecado de Ferragut», es su tesis de que el ser humano es malvado por naturaleza, aunque dentro de su malignidad existen intereses que conducen a una actuación prohibitiva. El mar y el espionaje son dos caras de la maldad del ser humano, materias que se filtran a través de Ulises —entiéndase, el mar— y Freya —entiéndase, el espionaje—. Ambos temas inciden de manera directa en Ulises, un hombre amante de la libertad y convertido ahora en un traidor.
Veamos cómo se lleva a término esta impostura, aunque adelantamos que su historia está filtrada por el maniqueísmo de Blasco, que manipula la realidad para que las malas influencias hagan del protagonista esa suerte de asesino de su patria.
Los ejes temáticos: El mar como campo de batalla
En el capítulo II, el Tritón da cuenta a su sobrino de las maravillas que oculta el mar Mediterráneo, una superficie donde las divinidades mitológicas, «poéticos fantasmas de las fuerzas naturales»(4), se disputaban el dominio del mundo. Blasco retrata en esa descripción la valentía del hombre mediterráneo y establece el escenario de la guerra. Porque el mar será el campo de batalla en esta novela, una metáfora muy lograda en cuanto tiene que ver con el afán de gobernar el mundo, manifiesto tanto en los hombres como en los dioses. A principios del siglo xx los dioses han pasado a segundo plano y quienes luchan por el gobierno del mundo son dos bandos de los hombres, uno de los cuales —el francés— no deja de tener cierto poder divino en manos de nuestro novelista debido a su ideología, de la que ya hemos hablado.
En este escenario donde dos equipos se disputan la victoria tenemos un elemento indispensable, que es el barco, el sitio donde se desarrollan los acontecimientos cruciales de la vida de Ulises: las consecuencias de su pecado. Un pecado que tiene como causa principal el amor hacia una femme fatale.
Los ejes temáticos: El espionaje
La mujer fatal, caracterizada por su personalidad opuesta a la esposa de Ulises, consigue por medio de su seducción que un español pretendidamente neutral, como puede apreciarse en la libertad de poseer un barco en altamar, entre a formar parte del bando alemán sin saberlo. Para llegar a este extremo, Ulises ha pasado por un proceso conocido como «Los artificios de Circe» (capítulo VI) en relación con el personaje homérico. Detrás de Freya Talberg, y más allá de la ficción novelesca, se esconde la labor de espionaje que constituye la otra cara de la guerra.
¿Qué significa el espionaje para la Gran Guerra? Un ataque desde dentro, ya que sin la presencia de esta mujer el capitán de barco que solo pretendía ser libre en su mar no habría contribuido a la masacre del buque inglés a bordo del cual iba su hijo. También supone la distorsión de la personalidad de Ulises, quien a partir de esa masacre solo perseguirá la venganza. Es, por tanto, de rigor afirmar que Ulises Ferragut, un personaje en busca de la paz, recibe tal influencia de la maldad ajena que se obsesiona cada vez más con la violencia. En una ocasión, cuando Ulises quiere encontrarse con von Kramer, el alemán al que ayudó, leemos: «¿No haría el demonio que lo encontrase alguna vez?… ¡Qué placer verse a solas los dos, frente a frente!»(5). A estas alturas Ulises está cegado por el dolor que causa la muerte de un hijo. No por casualidad su amante le dedica estas palabras en su último encuentro en Barcelona: «Tú no eres de los nuestros; tú eres un padre que ansía vengarse. Los traidores somos todos nosotros: yo, que te compliqué en una aventura fatal; ellos, que me empujaron hacia ti para aprovechar tus servicios»(6).
Pero la venganza es ya el último objeto de deseo del capitán Ferragut.
Por último, con su muerte se produce la unión definitiva entre los dos ejes temáticos de la novela: por un lado, el Mediterráneo profanado por los submarinos, y por otro, el espionaje, el mecanismo que permitió el avance del enemigo en el combate. Un torpedo lanzado por aquellos que se aprovecharon de la mujer hiere de muerte el más claro símbolo de la libertad.
El maniqueísmo de Blasco Ibáñez
Y si Freya era una muchacha que solo amaba las riquezas materiales, ¿cómo cabe esperar que se aprovecharan los malvados alemanes de ella? He aquí la clave de la eterna lucha entre el bien y el mal: el ser humano funciona por intereses y maneja cuanto esté a su alcance para lograr su objetivo. A veces la técnica más útil es jugar con el miedo ajeno. Los alemanes utilizan su poder para infundir miedo en una marioneta, pues no otra cosa es Freya Talberg sino un títere a quien obligan sus superiores a actuar prometiéndole bienes materiales y una vida lujosa, o bien sometiéndola a la amenaza de una muerte por deserción. He aquí la verdadera malicia del hombre alemán, que según Blasco actúa celoso de no poseer las cualidades del hombre mediterráneo.
Una división de bandos donde entra en juego la mano de don Vicente Blasco Ibáñez, quien en su manifiesta postura francófila sitúa a los alemanes no solo como unos cobardes, sino también como unos asesinos, lo obliga a no dejar títere con cabeza. Como anunciamos al principio, en toda su producción abundan los personajes buenos y malos, y los malos son malvados y los buenos dignos de santificación, pero si además añadimos su postura política en novelas como esta, encontramos una identificación del alemán con lo más horrendo del ser humano. Son los alemanes los que gobiernan sobre Freya Talberg comprándola con una falsa vida acomodada; los alemanes quienes provocan, de manera indirecta pero estratégica, la evolución negativa del protagonista; son ellos quienes contraatacan después de perder a un miembro de su partido; los que rompen la libertad del hombre mediterráneo con sus torpedos. Y por supuesto —es la visión de Blasco—, diríase que son los alemanes los malos de la película que, en el momento de publicarse la novela, van a ser castigados con la derrota, ocasión que aprovecha el escritor para lanzar su derroche de sucias personalidades. Si en Los cuatro jinetes del Apocalipsis nos ofrecía una imagen cómica del bando alemán, en Mare nostrum Blasco sitúa en escena a unos personajes rencorosos que por medio de su manipulación hacen lo imposible, como bestias, para arrasar en el combate. Y aunque la realidad histórica los conduzca a una derrota inevitable, ya en la novela han dejado atrás una víctima en un ataque premeditado, calculado con la frialdad del asesino.
¿Qué propone Blasco, entonces, con este bipartidismo? El doble dilema del ser humano, la lucha entre el bien y el mal y toda la subjetividad que un enfrentamiento entre ambos polos conlleva. Una lucha eterna que existe desde que estamos sobre la faz de la tierra y que aún hoy define a la política española.
¿Puede esto considerarse un reproche a España? Por supuesto, este es el castigo por adoptar una actitud neutral que se deja seducir por otras ideas: Ulises es el español castigado por coquetear con lo ajeno. Es el mensaje que Vicente Blasco Ibáñez pone sobre la mesa aprovechando la situación en que se encuentra a estas alturas: es un autor con autoridad que, al presentir la derrota de los alemanes en la guerra, arremete contra su propio país.
Conclusiones: actualización de la novela
Blasco Ibáñez demuestra aquí una vez más su destreza como narrador. La disposición de los capítulos empieza un crescendo hasta el centro de la acción para luego hacer estallar sus consecuencias como una bomba de relojería. Su protagonista evoluciona desde la mirada inocente de la infancia, pasando por la pasión más visceral del adulterio, hasta el arrepentimiento más absoluto y la necesidad irreprimible de venganza. Y en este crecimiento hacia la maldad deja de ser un marinero en busca de la paz para transformarse en un guerrero que lucha por la victoria.
Por otra parte, el maniqueísmo de Blasco está presente en la división de personajes. Los franceses serán los buenos y los alemanes serán el enemigo, y en base a esa división caprichosa se articula el esqueleto de la novela: un personaje que tiene a su alrededor una serie de influencias negativas que lo inducen al pecado.
Además, la posición aliadófila del novelista atribuye a los franceses la dignidad y la valentía de las que el bando opuesto carece; no hay más que ver el encuentro que tiene lugar entre Ulises y Von Kramer en Marsella, cuando el alemán, al verse acorralado, como un cobarde mira «con una expresión de animal acosado que piensa aún en la posibilidad de defenderse»(7).
Si nos detenemos a reflexionar sobre lo que sucede en la España actual, casi un siglo después de la publicación de Mare nostrum, seguimos viendo a dos mitades que solo luchan por lo suyo sin plantearse la inutilidad de sus actos. Podemos, en consecuencia, comprender cuánta razón tenía Azorín cuando explicaba que un clásico es aquel autor que nos habla aun después de muerto. Vicente Blasco Ibáñez aún nos transmite ese mensaje sobre la hipocresía de los españoles: en el fondo, no se trata de traicionar a la patria sino a uno mismo como persona, actuar en contra de los principios individuales de cada cual. Ulises Ferragut terminó traicionándose a sí mismo por egoísmo. ¿Acaso hay un pecado más grave, político y social, que el representado por este marinero?
(1) V. Blasco Ibáñez, nota «Al lector», cit. en Juan Luis Alborg: «Vicente Blasco Ibáñez», en Historia de la literatura española V. Realismo y naturalismo: la novela. Parte tercera, Madrid, Gredos, 1999, pág. 764.
(2) J. L. Alborg: «Vicente Blasco Ibáñez», en Historia de la literatura española V. Realismo y naturalismo: la novela. Parte tercera, Madrid, Gredos, 1999, pág. 755.
3 «Prólogo» a V. Blasco Ibáñez: Mare nostrum, Madrid, Cátedra, 1998, pág. 50.
(4) V. Blasco Ibáñez: Mare nostrum, ed. de Mª J. Navarro, Madrid, Cátedra, 1998, pág. 110.
Fue activista a favor de los supervivientes de la tortura y ayudó a exigir la publicación de documentos que mostraban la complicidad de Estados Unidos en los abusos contra los derechos humanos en Guatemala.
La hermana Dianna Ortiz en 1996. Después de ser violada y torturada en Guatemala, se dedicó a denunciar los casos de las 200.000 personas que fueron asesinadas o desaparecidas durante los 36 años de la guerra civil de ese país. Crédito: Stephen Crowley/The New York Times
Dianna Ortiz, una monja católica originaria de Estados Unidos, cuya violación y tortura en Guatemala, en 1989, fue un suceso que impulsó la publicación de documentos que demuestran la participación del gobierno estadounidense en violaciones a los derechos humanos en ese país, murió el viernes en un centro de cuidados paliativos en Washington. Tenía 62 años.
La causa del deceso fue el cáncer, según declaró Marie Dennis, una vieja amiga.
Mientras servía como misionera y educadora de niños indígenas en el altiplano occidental de Guatemala, Ortiz fue secuestrada, violada en grupo y torturada por miembros de un cuerpo de seguridad guatemalteco. Su historia se volvió mucho más controversial cuando Ortiz dijo que alguien que ella creía que era un estadounidense había actuado en complicidad con sus secuestradores.
Solo después de años de terapia en el Centro Marjorie Kovler para sobrevivientes de tortura en Chicago, Ortiz comenzó a recuperarse, y fue entonces que empezó a buscar información sobre su caso. Se convirtió en defensora mundial de las personas sometidas a tortura, y su caso ayudó a exigir la publicación de documentos clasificados que muestran décadas de complicidad de Estados Unidos en violaciones a los derechos humanos en Guatemala durante los 36 años de su guerra civil en la que murieron 200.000 personas civiles.
Nunca estuvo claro por qué ella y muchos otros estadounidenses fueron atacados por los perpetradores. En un momento, le dijeron que su caso era uno de identidad equivocada, algo que ella nunca creyó. Su ataque ocurrió durante un periodo particularmente anárquico; devastada por la guerra, Guatemala era gobernada por una serie de dictaduras militares de derecha que, en ocasiones, reaccionaban de manera violenta contra las poblaciones indígenas y sospechaban de cualquiera persona que las ayudara.
El calvario de 24 horas que sufrió Ortiz, inicialmente calificado como un montaje por funcionarios estadounidenses y guatemaltecos, incluyó múltiples violaciones en grupo. Su espalda fue marcada con más de 100 quemaduras de cigarrillos. En un momento amarraron sus muñecas y la alzaron por encima de un pozo atestado de cuerpos de hombres, mujeres y niños, algunos de ellos decapitados, otros aún con vida. En otro momento fue obligada a matar a puñaladas a una mujer que también estaba cautiva. Sus captores tomaron fotos y grabaron un video del acto para usarlo en su contra.
Ortiz relató que su tortura se detuvo solo después que un hombre, que parecía ser estadounidense —y que aparentemente estaba a cargo— vio lo que estaba ocurriendo y ordenó que fuese liberada, diciendo que su detención se había convertido en noticia en todo el mundo. El hombre la llevó hasta su auto y le dijo que le daría un refugio seguro en la Embajada de Estados Unidos. También le recomendó perdonar a sus torturadores. Temiendo que el hombre la fuese a matar, saltó del automóvil.
La conmoción la dejó confundida y angustiada. Ortiz había quedado embarazada durante los asaltos y se practicó un aborto. Como ocurre frecuentemente con las personas torturadas, no recordaba gran parte de los sucesos previos al secuestro. Cuando regresó con su familia en Nuevo México y a su orden religiosa de monjas en Kentucky, no los reconoció.
“Hasta la fecha puedo oler la descomposición de los cuerpos, tirados en un pozo abierto”, dijo Ortiz en una entrevista a finales de los años noventa con Kerry Kennedy, presidenta de la organización de defensa Robert F. Kennedy Human Rights. “Puedo oír los gritos desgarradores de otras personas torturadas. Puedo ver la sangre que brota del cuerpo de una mujer”.
La hermana Ortiz mostraba unos retratos de sus atacantes guatemaltecos en una conferencia de prensa, en 1996. Crédito: Ron Edmonds/Associated Press
Cuando Ortiz indicó que sus secuestradores eran supervisados por un estadounidense, fue desacreditada. “El presidente guatemalteco aseguró que el secuestro nunca había ocurrido, y al mismo tiempo aseguró que había sido llevado a cabo por elementos no gubernamentales y que, por lo tanto, no era un caso de violación de derechos humanos”, relató durante la entrevista con Kennedy.
Ortiz presentó solicitudes bajo la Ley de Libertad de Información. Y presionó a los tribunales en Estados Unidos y Guatemala por su caso. En 1995, un juez federal en Boston le ordenó a un exgeneral de Guatemala pagar 47,5 millones de dólares a Ortiz y a ocho guatemaltecos, asegurando que estos habían sido víctimas de su “indiscriminada campaña de terror” en contra de miles de civiles. (Ortiz nunca recibió el dinero).
Ella relató su historia a los medios de comunicación y participó en protestas para instar al gobierno de Estados Unidos a divulgar los archivos sobre su caso. En 1996, Ortiz comenzó una vigilia de cinco semanas y una huelga de hambre frente a la Casa Blanca con el objetivo de lograr la desclasificación de todos los documentos relacionados con las violaciones a los derechos humanos en Guatemala desde 1954.
Los archivos fueron editados en gran medida y no revelaron la identidad del estadounidense o por cuál autoridad tuvo acceso a la escena de su tortura. Pero el caso de Ortiz se volvió parte de una amplia evaluación de la política exterior de Estados Unidos y las medidas encubiertas que se efectuaron en Guatemala durante los gobiernos de Reagan, Bush y Clinton.
“Dianna hizo que se supiera que el gobierno de Estados Unidos, a través de la CIA y la inteligencia militar, trabajó de manera cercana con las unidades de inteligencia militar de Guatemala”, dijo en una entrevista Jennifer Harbury, una amiga cercana. Su esposo, un comando guatemalteco, fue asesinado durante la guerra civil.
El libro de la hermana Ortiz, The Blindfold’s Eyes: My Journey from Torture to Truth (publicado en 2002, con Patricia Davis), relata el costo psicológico que tanto el secuestro como su búsqueda de la verdad le habían cobrado.
Y, según sus amigos, en un momento se dio cuenta de que tenía que detenerse, por su propia cordura.
“Fue tan agotador para ella que tenía que retirarse, o se iba a hundir”, dijo en una entrevista Meredith Larson, una amiga y compañera activista de derechos humanos que también fue atacada en Guatemala.
La hermana Ortiz dejó de pedir información sobre su propio caso, dijo Larson, pero se convirtió en defensora de los sobrevivientes de la tortura y se mantuvo activa en las causas relacionadas con la tortura.
“Ella despertó nuestra conciencia colectiva sobre lo destructiva que es la tortura y lo importante que es apoyar el bienestar de los sobrevivientes”, dijo Larson.
Dianna Mae Ortiz nació el 2 de septiembre de 1958, en Colorado Springs, Colorado, y creció en Grants, Nuevo México, junto con siete hermanos. Su madre, Ambroshia, era ama de casa; su padre, Pilar Ortiz, era un minero de uranio.
Le sobreviven su madre; sus hermanos, Ronald, Pilar Jr., John y Josh Ortiz; y sus hermanas, Barbara Murrietta y Michelle Salazar. Otro de sus hermanos, Melvin, murió en 1974.
Dianna anhelaba una vida religiosa desde temprana edad y en 1977 ingresó al noviciado de las ursulinas en Mount St. Joseph, en Maple Mount, Kentucky. Luego se convirtió en hermana de la Orden de Santa Úrsula. Mientras recibía su formación religiosa, asistió a la Universidad de Brescia, ubicada en una zona cercana, y se graduó en 1983 con un título en educación primaria y preescolar. Fue profesora en el jardín de infantes antes de irse a Guatemala en 1987.
En 1994, se mudó a Washington para trabajar para la Comisión de Derechos Humanos de Guatemala. Allí conoció a otras personas que habían perdido a seres queridos por torturas o que habían sido víctimas del mismo trato, y formaron un grupo llamado Coalition Missing para llamar la atención sobre los asesinados o desaparecidos en Guatemala.
“Lo que vimos fue a una mujer de increíble valor e integridad que literalmente regresó de entre los muertos”, dijo su amiga Dennis en una entrevista. “Por muchos años, ella luchó para no ser arrastrada de vuelta a ese horrible lugar. Pero recuperó su vida y pudo hacer una labor fenomenal”.
Katharine Q. “Kit” Seelye es redactora de obituarios del Times. Previamente fue jefa de la oficina del periódico en Nueva Inglaterra, con sede en Boston. También trabajó en la oficina del Times en Washington durante 12 años, donde cubrió seis campañas presidenciales y ha sido una de las pioneras en la cobertura política digital del Times. @kseelye
Los Inmodernos es un grupo de personas reunidas para pintar al aire libre, con el virus el espacio de la reunión virtual tomó importancia, dejando de ser un ponerse de acuerdo para salir a pintar y convertirse en un espacio para que cada uno pintara desde su taller y compartiera la producción a través de un blog. Estos fueron los resultados de la convocatoria desde casa: Nolens Volens.
Texto provocador
La semana que viene exige una vida estética con color, dibujos y también un buen encuadre. Podemos pasear con radios de movilidad definidos por la prudencia. En cada paseo se despliegan alas de máximo dos metros, las cuales advierten a los otros des-alados o menos entusiastas a mantener distancia.
Los recorridos con tapabocas provocan algo extraño, producto quizá de nuestro veneno arremolinándose sin escapar a la atmósfera. De vez en cuando nos quitamos los zapatos para descargar la energía estática de los aparatos, por ahora, única manera de saberse humano frente a pantallas de indiferencia.
Nosotros, los inmodernos, para los próximos días, proponemos la creación y ello nos parece natural porque la hemos naturalizado desde la modernidad. Ahora hay que saber crear, es decir, crear con “sentido” frente a todos para merecer la responsabilidad de un like, una sonrisita compadeciente, toda una especialidad. Crear se ha vuelto algo pesado de llevar, por ello debemos alivianarlo, rescatarlo, devolverlo al terreno de la simplicidad como el juego que es.
Para lograrlo debemos tener en cuenta la naturaleza, pero ¿Qué es naturaleza hoy? Es una guerra de todo, choques constantes entre actuantes sin normas que aparecen al lado de sociedades de hombres cansados de cultura: un caos igual que el caos de la creación donde cada ejercicio hace parte de una autoplastia contemporánea.
Mauro de Jesús Ramírez “Sofímo”, fotografía digital
Clara Inés Palacios Torres, collage sobre papel (29,5 x 23 cm), 2020
Juliana Henao Ramírez “El Planeador desde el Tele trabajo”, Pereira
Cuauthemoc Rodríguez, Pintura digital, Ciudad de México
Juan Carlos Salcedo, “Esperanza sin Gómez” Pereira
Creciendo dentro. Guadalupe Rosas Goauche, cuarentena 2020, ciudad de México
Francisco Antonio Ledesma, Ciudad de México
Sean Igor Acosta, Enredia, diseño digital, Medellín
José Francisco Amador, titulado “Descanso de mariposa”, pues, solo estos animalitos tan hermosos pueden descansar en medio de la fuerza de la naturaleza. Pereira
Fabiola Alarcón, “De los momentos grises” Pintura al óleo, Bogotá / proceso
Poco a poco, a medida que la noche se acomoda, el fuego se apodera de las tumbas.
Cuando el día aún era día, numerosos vendedores se instalaron en la puerta. Con las sombras fue aumentando el desfile de personas, todas llevando en sus manos velas, cirios y velones. Una extraña procesión se ha derramado de las casas, se ha escurrido por las calles y ha llegado al Cementerio. Esa noche se celebra una fiesta paradójica y extraña.
Es Miércoles Santo, la Semana Mayor es un hecho. Ya pasó “el paso robado”. Ya hubo Procesión de Ramos. Ha llegado el momento de hacer la visita nocturna a los muertos, de encenderles un fuego, de orar ante sus tumbas, de hablar y recordar, de volver a encender velas que se apagan, de dejar transcurrir lentamente la noche, evocando caricias o timbres de voces, releyendo inscripciones, observando con dulce nostalgia las llamas.
La semana Mayor
Ha pasado un año más. Un año de muertes y nacimientos, un año de risas y tristezas, un año de veranos rabiosos y aplastantes y de inviernos. Hubo un junio y un septiembre y un diciembre y un enero y al final llegó el momento en que todo en ese pueblo parece renacer.
Llegar a la “Semana Mayor”, vivir de lejos o de cerca sus rituales, sentir el paso purificador de sus procesiones, el sudor eufórico de todos, los éxtasis individuales o colectivos, es como renacer.
La Semana es una fiesta de año nuevo. Es el punto de referencia para todos los recuerdos. La ocasión para la que se pintan las fachadas de las casas. El momento en que la gente se pone un vestido nuevo. Es el antes y el después.
Conchita y sus amigas
En la capilla del cementerio, una hoguera que navega sobre esperma derretida absorbe las conciencias.
En las tumbas, bóvedas y mausoleos familiares, las velas empiezan a dibujar una noche estrellada.
Ya es casi de noche e iluminan mejor.
Junto a la entrada del ala más nueva del cementerio, la que tiene más bóvedas vacías, Concha Paba se encuentra con Andrea López Arteaga, una vieja amiga. A medida que pasan los años, nuestros contemporáneos terminan siendo nuestros únicos amigos.
Concha, la hija del doctor Tobías Paba, saluda a un hombre gordo y algo feo que pasa cerca de ellas y trae una cámara en la mano. Por encima se ve que es visitante, que el ritual de las velas no deja de intrigarle.
Concha Paba le pregunta si le gusta la ciudad, si la conocía desde antes. El hombre responde con monosílabos pero, por fin, recuerda que su oficio es preguntar y le pide a esa mujer octogenaria que le hable del pasado.
Conchita deja ver una sonrisa infantil salpicada de trocitos de oro y propone a su amiga un tema de charla.
“La Semana Santa era mejor antes”.“Ya el padre ha hablado por el desorden que hay”, le responde Andrea, una mujer de piel oscura, rostro anguloso y mucho más joven que Conchita, pero ya anciana.
“Es el modo de criar. Yo crié dos y hay que ver”, dice orgullosa Conchita. “La juventud ahora no quiere ni trabajar, sólo les interesa la marijuana y el perico”.
De pocas palabras, Andrea escucha a Conchita y asiente con la boca apretada.
“Muchas cosas se han perdido. Los músicos se han muerto. Los orfebres también se han ido muriendo y los de ahora no quieren aprender el oficio. Sólo quieren vivir en el hotel de papi y mami”.
El hombre de la cámara saca una libreta y escribe lo que escucha. Al grupo se ha sumado Abadesa Villarreal. Conchita prosigue el inventario de las pérdidas.
“Ya no vienen esos barcos con sus grandes ruedas de palo, que funcionaban con leña: el Atlántico, el Sofía, el Elbes”.
Abadesa contribuye a la nostalgia: “Íbamos a esperar a los hermanos que venían de Barranquilla”.
“Tenían orquestas a bordo. Traían gallinas, micos, ganado, calderos de fierro. Los muchachos se subían a jugar con las ruedas de madera”.
De pronto, las ancianas recuerdan que están en el cementerio, que poco a poco ha llegado la noche en que todo el pueblo se reúne con sus muertos.
“Ahí, a la entrada, está la tumba de Candelario Obeso, el poeta que se mató”, dice didáctica Conchita. “¿Recuerda ese poema que decía: la noche qué oscura está, bogá, bogá? Candelario Obeso era negro, con los cabellos de pimienta, y se enamoró de una niña blanca. Las amigas de la muchacha le decían que si no le daba vergüenza salir con ese negro bembón. Al final ella lo dejó y él se mató”.
Las mujeres concluyen que para muchos es motivo de orgullo morir en Mompox. Recuerdan a una mujer que llegó de visita y le gustó tanto el pueblo que decía: “Si yo pudiera quedarme aquí”. A los pocos días murió “y está enterrada aquí”.
Una de ellas recuerda a los hermanos Ribón, Atanasio y Segundo. “Se fueron de Mompox porque no tenían con quién hablar, por lo ricos que eran. Las camándulas de los santos que tenían en la casa eran de oro. Se fueron a vivir a Londres, pero volvieron a morir en el ancianato”.
Y la charla, como la vida, regresa a la Semana Santa. Conchita está contenta porque en la procesión se recuperó “la vuelta del caracol, como la hacían antes”.
Luego habla de su padre como si estuviera vivo. “Me cuenta mi padre que el sepulcro que había aquí está en Tenerife, España. Que el que hay ahora lo trajeron de allá en el año 1900”.
“Antes los padres nos referían muchas historias”, dice Andrea. “Como uno es de cabeza fresca por eso las recuerda”.
“Algunas de esas historias yo se las cuento a Alberto, el hijo mío, el que está vivo”, dice Conchita. “Ay, mamá”, concluye con un suspiro. “Esas sí eran historias. No como esos cuentos que pasan por la televisión”.
“Si nosotros fuéramos a la televisión, ganaríamos plata echando estos cuentos”, agrega Abadesa.
Las mujeres sonríen y el hombre de la cámara y la libreta les pregunta sus nombres y sus edades.
Andrea dice que es del 32, Abadesa que del 25, Conchita guarda silencio un momento, obliga a que le hagan de nuevo la pregunta y responde con orgullo: “Mi nombre es María Concepción Paba Rojas de Betancourt, pero hasta los perros me conocen como Conchita. Soy del año 9. Yo soy más vieja que todos ustedes”.
El hombre agradece, se despide y se aleja. Las mujeres le sonríen y en el oro de sus dientes parecen reflejar las luces de las velas.
Conchita se queda hablando con sus amigas. Comenta con orgullo lo hermosa que le quedó la túnica que vestirá Poncio Pilatos.
La fiesta
Poco después de las nueve de la noche, una luna amarilla con un velo de nubes se asoma tímidamente.
Aunque en la puerta de la capilla una banda interpreta notas nostálgicas, el ambiente en el Cementerio es como de fiesta.
Los niños corren entre las tumbas y le encienden algunas velas a los muertos a quienes nadie ha visitado.
No hay tristeza en los rostros de la gente.
Una hoguera dulce arde desde todos los rincones, desde las bóvedas de los pobres, desde los imponentes mausoleos familiares.
La gente camina con placidez entre las tumbas. Se cruzan, se saludan, les rezan a los padres, a los tíos, a los compadres, a las primas hermanas de los compadres de los hermanos. Todos, en ese momento, resultan familiares.
Frente a una lápida vieja, una señora le recuerda a otra que el que yace en la tumba fue Víctor Acuña, el orfebre famoso, primo hermano de su madre.
Con gesto de dolorosa sorpresa, una joven se entera de la muerte de un conocido, ocurrida hace quince días.
Una mujer y sus hijos adolescentes, se apretujan frente a la lápida de un hombre muerto hace poco. La han llenado de flores y de velas, como si quisieran devolverle un poco de calor.
En la parte alta de las bóvedas más antiguas, un hombre yace olvidado. Su nombre es Pío Villarreal. Vivió entre 1836 y 1932. Nadie le ha puesto una vela.
Pero ni aun ese olvido causa pena, porque de alguna manera el calor de esa noche también a él lo alcanza.
La luz amarilla que se aferra a lápidas y pieles transmite una tibia sensación de paz.
Personas silenciosas observan absortas las llamas.
Hay velas encendidas hasta en las bóvedas vacías.
Algunos niños recorren el cementerio formando enormes bolas de esperma.
Poco a poco, a medida que la noche es cada vez más noche, las velas y la fiesta se empiezan a apagar.
Algunos se resisten a marcharse, quieren prolongar el calor de la visita un poco más.
Pero al final sólo quedan la luna y el silencio satisfecho de los muertos de ese pueblo que no olvida su pasado, que sagradamente regresa cada año, cada Miércoles Santo, a mantener encendida la llama de la vida en aquellos que ya duermen en la tierra a la que siempre se sintieron aferrados, en aquellos nazarenos, angelitos y Marías de otros tiempos, que tendrán que contentarse con escuchar desde lejos los sonidos cadenciosos, enigmáticos y lentos de una larga procesión que no termina.
II. Como el río
Foto: David Estrada
Mompox fluye como un río. Como el río que pasa por su lado y que casi nadie mira.
Siendo un poco extravagantes, podría asegurarse que es un pueblo sumergido y que aferrado a sus paredes fluye un río de personas que nacen y se mueren.
La sensación también es física. Caminando por sus calles la piel se cubre de humedad. A los pulmones llega un olor de tierra mojada, un aroma dulce y vegetal.
A pesar de que fluye y que su gente se mueve como nadando, en Mompox el tiempo parece que no transcurre. Haber quedado fuera de las rutas comerciales lo ha convertido en un pueblo fantasma, en un pueblo de fantasmas que se confunden con los momposinos y los visitantes durante las procesiones de Jueves y Viernes Santo.
Esos días hay revuelo en la Calle Real del Medio. Se reúnen más personas que en cualquier otra época del año. Se apretujan hasta asfixiarse fantasmas, momposinos y visitantes.
El Jueves la procesión marcha contra la corriente del río, como simbolizando el ascenso hacia el Calvario.
El viernes corre aguas abajo, como un cuerpo que ya no lucha y es arrastrado.
En ambos días a esa lenta serpiente luminosa no le falta compañía. A pesar de las casi diez horas que duran, en promedio, esos parsimoniosos recorridos de seis cuadras, desde la salida, como a las seis de la tarde, hasta la eufórica llegada, cuando la noche está pensando en retirarse, en ningún momento le falta a la procesión su compañía.
El pueblo se releva para apoyarla. Por las calles aledañas se desliza una alegre ansiedad. Los momposinos van a sus casas, comen, les cuentan a los que no han ido cómo fue la salida de Santa Bárbara o San Francisco. Puede verse a nazarenos sudorosos que han dejado por un momento la procesión, puede verse a niños vestidos con túnicas moradas y pelucas (con corona de espinas incluida), llevando una cruz en una mano y en la otra un helado.
Puede verse a las personas sentadas junto a las puertas, comentando pormenores. Se cruzan momposinos elegantes y se preguntan unos a otros si ya fueron, si van o si vienen. Animan a los que están asomados en las ventanas y parecen estar ese año enemistados con la Semana Santa.
En la puerta de una casa se dibuja la delgada silueta de un hombre de edad en una silla de madera. Su rostro no se ve. Se ha sumergido intencionalmente en las sombras para ver el paso apresurado de la gente, su alegre ansiedad, para oír la música de vientos cadenciosos y de golpes que viene desde la calle principal y para recordar otras Semanas Santas, otras aguas arrastradas por el río.
Un pueblo literario
Mompox está lleno de historias. Es un pueblo de río bastante literario. La sensación más fuerte que se tiene cuando se camina por sus calles es la de que nos están mirando episodios y seres que ya nadie recuerda, como si se negaran a dejar esos lugares donde sólo son olvido.
A pesar del olvido, un presente cotidiano y un pasado infinito parecen superponerse. Por eso parece que el tiempo se hubiera detenido.
Puede uno encontrarse con una palenquera que dormita aburrida y que uno no alcanza a imaginar cómo vino a parar a Mompox.
Puede recorrer la calle que está al lado del río y encontrarse el consultorio del médico más antiguo. Ver su figura arqueada, entrar a hablar con él, preguntarle de qué se moría la gente hace más de medio siglo.
También puede llegar uno a la casa que fue de María Ignacia Trespalacios, Marquesa de Santacoa, y hablar con una de sus descendientes directas, verle el porte distinguido, la severa dignidad con que exhibe el retrato de la Marquesa, cuando joven, cuando viva, allá por 1750; puede verse el orgullo de la ilustre descendiente pidiéndole a su hijo que le pegue los botones al escudo de armas familiar.
Es posible preguntarle al descendiente de la Marquesa lo que significa el escudo y que el joven responda que se trata de un jabalí tratando de subir a un árbol y que eso significa lealtad con los amigos.
Es posible sentir entre la gente el tibio reavivar de las viejas pasiones políticas luego de ver un informe de televisión sobre el pueblo en el que destacan las disputas de partidos.
En Mompox hay pequeñas pugnas por el afán de participar en las procesiones, por llevar un cirio o una bandera.
En Mompox hay orfebres que desconfían de los extraños porque le temen a la guerrilla. Y hay talleres en los que trabajan varios de esos bordadores de destellos, que acogen entre joviales y recelosos a ese que llega con sus preguntas.
Los orfebres se quejan de que no hay oro. Que lo malo del pueblo ha sido tanto “pedigree”. “Había que besarle a todo el mundo la mano”.
Un orfebre erudito dice que su arte empezó en Persia y de ahí viajó a España, de donde vino a Mompox.
Mompox es un sitio propicio a los hallazgos.
En Mompox roban tan poquito, que la gente aún recuerda aquella Semana Santa en la que dicen que un hombre, que no era del pueblo, se robó una cadena y se arrojó al río, pero la policía lo mató a tiros.
Es un sitio en el que imperan motos y bicicletas.
En las noches de procesión es posible mirar las ventanas del ancianato, donde hay 75 internos, y ver a un hombre solitario siguiendo con gesto inexpresivo el movimiento.
El Sábado Santo es posible ver a unos hombres que rodean a un amigo de yeso que está herido y es bastante parecido a Jesucristo, el que murió el Viernes Santo.
Es posible asomarse al viejo pozo en el que un hombre de apellido Bolívar daba de beber a sus bestias, y mirar las ruinas del estanque en el que él y sus hombres se bañaban.
Mompox es un pueblo literario. Podría escribirse un libro, pero es mejor no alargarse. Que baste con decir que caminando por sus calles uno piensa en Santa María la de Onetti, más que en Macondo, y que a nuestros sentidos se arroja, pidiendo nuestra atención, una multitud de historias.
Como el río
Protegido por las sombras, el hombre mira el movimiento de la calle. A lo lejos escucha una música casi inaudible. Por los comentarios de la gente que pasa por el frente de su casa, sabe que la procesión va por los lados del Parque de Bolívar.
Recuerda las procesiones de su vida. Las veces que se vistió de nazareno. A lo lejos, recuerda la música y piensa en el tiempo.
Cuando se ve una procesión en Mompox se piensa en el tiempo, en ese invento apurado que es el tiempo. Viendo ese paso lentísimo, monótono y pendular, se piensa que hay un momento en que esa masa de gente ha logrado derrotarlo.
Cuando empieza la marcha, la gente está nerviosa y dispersa. Todos todavía tienen nombre y recuerdan las cosas que hicieron ese día en la mañana, las personas con las que conversaron.
Varias horas después, algunos empiezan a sucumbir al demoledor paso de la procesión. Pronto, el sacrificio voluntario que llevan en hombros entra lleno de significado a través de sus sentidos fatigados.
Son evidentes las relaciones de esa procesión con la meditación, con la repetición al infinito de sonidos y movimientos para entrar en estados de trance.
Lo que muchos de los viejos al parecer no perdonan es que ahora en las procesiones algunos tomen licor. Pero viendo el esfuerzo, el viaje más allá de la resistencia de los cuerpos y de las conciencias que hacen los nazarenos, es posible comprender que para algunos la fe necesita de un estímulo.
Como sea, pasados de tragos o llegando a los éxtasis místicos, los momposinos se encargan de que los pasos lleguen hasta la meta: los catorce del Jueves Santo, o la Cruz, el sepulcro y las mujeres apenadas del Viernes Santo.
Si hay que buscar en alguna parte la explicación a la forma de ser que tiene la gente de Mompox, si se quiere entender su carácter gozoso, hay que pensar en las procesiones del Jueves y el Viernes Santo. Hay que hurgar en el sentido de esa marcha, que parece que no avanza, la explicación de ese pueblo donde el tiempo se encuentra detenido.
Hay que mirar esos hombres con la conciencia ya perdida, esos jóvenes vestidos de nazarenos que miran asustados a la gente y piden que les tomen una foto. Hay que ver esos hombres de aspecto campesino, algunos ya viejos burlándose del peso de los años. Hay que pensar en ese avance que a veces parece un retroceso, en esas largas hileras de personas que con el paso de las horas han olvidado hasta sus nombres. Hay que hacer todo eso para empezar a entender a ese pueblo de fuego y de agua que parece inventado por alguien.
Hay que entender muchas cosas para entender el sentido infinito de ese hombre guarecido entre las sombras que fuma, mira, escucha y piensa que Mompox, como la procesión, fluye lenta, sabia, extática y eterna como el río.
*Texto publicado en El Universal el 13 y 14 de abril 1993