domingo, diciembre 14, 2025
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Más frágil que el cristal

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“¡Ah! Pero con paso imperceptible,

como el de  las agujas de un reloj,

se aleja de su rostro la belleza”.

           (Shakespeare, Soneto CIV)

Vuelvo a leer la eterna cantilena renovada cada cierto tiempo: Shakespeare no es “en realidad” el autor de buena parte de su obra.

Como si lo importante no fuera la obra si no el nombre del autor. Un día de estos nos salen con que, al final, Cristopher Marlowe, el supuesto escritor suplantado por el autor de Sueño de una noche de verano, tampoco escribió las obras que se le atribuyen.

Y eso no significa mayor cosa: Lady Macbeth, El rey Lear, Otelo, Hamlet y Julieta siguen ahí, ayudándonos a iluminar las tinieblas del propio corazón.

El problema “en realidad” no es de Shakespeare, ni de Marlowe sino de estos tiempos que glorifican el yo hasta la exasperación.

En últimas, no asistimos a un descubrimiento: siempre estamos copiando y reciclando, sin saberlo ni quererlo, cosas ajenas.

Cada cierto tiempo, un músico olvidado o ambicioso entabla una demanda contra Led Zeppelin por haberle robado, según los abogados, algunos acordes de Stairway to Heaven.

Supongo que aspira a forrarse de dinero si gana la demanda o a obtener alguna recompensa para su ego disminuido.

La cuestión es muy simple: así como es imposible ingerir alimentos o cualquier sustancia sin que esta pase a formar parte del organismo- por lo demás, ese es el principio de la nutrición- no se puede leer libros ni escuchar músicas durante toda la vida sin acabar replicando de manera inconsciente una frase por aquí o unos arpegios por allá, como si fueran propios.

Y  eso no convierte a una persona en delincuente.

Por supuesto, no hablo del plagio deliberado y malicioso de obras enteras o partes extensas de ellas.

Tampoco del robo de fórmulas científicas o tesis de grado.

Al fin y al cabo somos parte de un sistema en el que el respeto a la propiedad privada es clave de la convivencia.

Leyendo su ensayo Investigación sobre el significado y la verdad, encontré en Bertrand Russell uno de sus guiños de maestro del humor negro: la única manera de probar que Walter Scott es de verdad el autor de Ivanhoe, sería  explorar todos los rincones del universo, porque en algún planetoide perdido podría estar, agazapado y desternillándose de la risa, el verdadero escritor del libro.

Una tarea, desde luego, imposible.

Y Russell lo explica desde la lógica del lenguaje. Al viejo le gustaba desmontar de esa manera el precario aparato de nuestras ilusiones.

Más adelante, plantea un suceso que consideramos determinante en la historia de la humanidad: el asesinato de César a manos de Bruto.

Para el cumplimiento de ese hecho se necesitaba la coincidencia de tres agentes en el tiempo y el espacio: César, Bruto y un puñal. Si uno de los tres hubiese llegado tarde o al lugar equivocado, la Historia se desbarata… o al menos esa parte de la Historia. Y Russell lo dice con esa manera suya tan simple de explicar lo más complejo.

La cual es otra forma de recordarnos que, a pesar de nuestras aparentes certezas y nuestras sólidas arrogancias, como en el tango de Mores y Contursi, habitamos un mundo “más frágil que el cristal”.

De allí nuestra desesperada defensa del concepto de obra y autor, sustentada tanto en la legislación como en la afirmación del propio Yo: no hemos podido inventar una fórmula mejor para soportar la visión del vacío que nos alberga.

Por fortuna, Shakespeare, Marlowe, y tantos otros, están bastante lejos en el tiempo y el espacio como para preocuparse de esas cosas.

Pijao y los fantasmas que amenazan sus sueños de paz

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Pijao es para mi fuente de recuerdos contradictorios.

Por un lado está esa quietud de pueblo habitado aún por personas autóctonas, tan diferente al decorado, escenografía huera apenas, en que se convirtieron otras pequeñas villas del departamento del Quindío, en Colombia. Salento o Filandia, por ejemplo.

Uno podría decir que se conservan, y eso que no en todos los casos, las fachadas, las construcciones tradicionales, pero, ¿qué perdura de lo que fue un pueblo de las montañas cafeteras de Colombia en esas dos poblaciones que menciono?

Poco o nada.

Pijao es otra cosa. Intenta ser turístico, pero lo ha salvado de este ingrato destino la presencia de una mujer valerosa que se ha opuesto, como ha podido, a esa tragedia.  Su nombre es Mónica Flórez y es hija de un viejo político de la región. Decidió regresar a su pueblo, reconstruir su antigua casa familiar, aliarse con los italianos que tienen un programa a nivel mundial llamado Cittaslow (ciudad lenta, o pueblo lento, en este caso), y tratar de convencer a sus paisanos de detener la avalancha del turismo masivo.

Aunque no le ha resultado  fácil.

Gracias a ella, creo ciertamente que así es, uno puede llegar a Pijao y encontrarse con un pueblo de verdad, donde todavía existen el panadero, la carnicería, la fonda, el billar, y otras tantas actividades normales que suplen las necesidades de los pobladores del sector urbano y sus alrededores.

Hay varias cosas divertidas que hacer en Pijao, como ir al bar ubicado en el marco del parque central cuyas paredes se encuentran tapizadas con multitud de carteles de cantantes y actrices famosos. La música allí es bien seleccionada, y su propietario en persona sirve cervezas y otros tragos a los visitantes. O se puede ir a jugar ajedrez en el café de una de las esquinas del parque, en donde las mesas están hechas de tableros dispuestos para la práctica de este deporte. O bien, uno puede darse una pasada por la panadería de Fernando quién, además, es guía turístico los fines de semana, llevando grupos a las cascadas cercanas o a hacer ciclo paseos por las vías de la región.

Un poco más allá, al lado de la casa de Mónica, está ubicada la tienda de su hermana, donde venden el arequipe con guayaba, las conservas de pimentón, el chocolate relleno, el café de origen, y otras delicias que difícilmente se encuentran en otra parte de la región cafetera.

¿Qué magia tienen estos lugares, estos productos? No sabría decirlo con claridad, es algo que procede de su autenticidad, supongo, y que le aporta a lo que allí se ofrece una suerte de espíritu, un sello de calidad, un distintivo que da cuenta de su originalidad.

Me gusta pensar a Pijao desde esa perspectiva. Es la que admiro y hace que siempre quiera volver, aunque no es el pueblo más cercano y frecuentemente la carretera que de Rioverde conduce hasta él se encuentra interrumpida por derrumbes, razón por la cual es forzoso tomar la vía que pasa por Córdoba, carreteable que es, por decirlo de alguna manera, un grito en la lejanía, una proyección al vacío de paisajes fantásticos pero difíciles de recorrer a bordo de un vehículo corriente.

La otra perspectiva de Pijao que me habita es una que no quiero recordar, pero forzosamente me llega como un disparo. Es la de los aguacateros que cultivan masivamente estas montañas, agotan el agua de la región y, de paso, destruyen el paisaje cultural cafetero.

Sobre ellos tuve noticias indirectamente. Estando en una de mis visitas con unos estudiantes de medicina franceses que pasaron unos días por aquí, arribamos a Pijao para pasar la noche. Salimos, como es obligado, a dar una vuelta al parque central después de cenar en uno de los restaurantes disponibles. Algo perturbaba el ambiente aquella noche, una sensación que no podía establecer bien de dónde provenía, un ambiente que me inquietaba.

Le pedí a la persona que nos acompañaba que no se ubicara con los muchachos en ninguna fonda del parque central, tenía miedo de que se desatara una balacera. Más o menos de esa índole era mi impresión, instalada en mí a partir de la visión de borrachos que se paseaban ostentosos por las calles montando sus bestias de paso, de la música estridente, de los gritos ocasionales de quienes esa noche copaban los locales cercanos al principal espacio público del pueblo.

Me fui a dormir temprano con la inquietud de dejar solos a mis invitados, rodeados de lo que, pensé, eran personas vinculadas a la mafia.

Afortunadamente no sucedió nada que lamentar, pero al otro día pregunté la razón de mi percepción de la noche anterior, diciendo a mi interlocutor directamente: ¿hay muchos mafiosos en Pijao?

La respuesta que obtuve no fue menos inquietante, me dijeron: sí y no. Son caballistas, son los aguacateros, que vienen a ser como los nuevos mafiosos.

Pobre Pijao, me dije. Negras sombras se ciernen sobre su futuro porque las lógicas del dinero a borbotones arrasarán cualquier buena intención que se haya tenido o se tenga de conservar su estatus de pueblo real, de villa habitada por campesinos de carne y hueso.

Pobre Pijao, pensé otra vez, que se debate entre las tensiones propias de la economía del sistema capitalista, que quiere vender las bondades de su ser autóctono, pero que, de seguir así, será invadido por una horda que cada vez copará todos sus espacios hasta despojarlos de todo significado, y desplazará, inevitablemente, a los pobladores tradicionales.

Pobre Pijao que en la búsqueda de alternativas de subsistencia se topó con el nuevo petróleo, el cultivo masivo de aguacates, que, como el oro negro, destruye las aguas y seca los manantiales, y que vaciará su cultura para reemplazarla con las extravagancias del dinero fácil.

Pobre Paisaje Cultural Cafetero, me dije, que no pasa de ser una retórica frágil, tambaleante, y cada vez más lejana.

#lacebraenimágenes

Cuentos breves del escritor guatemalteco Augusto Monterroso

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Seguimos evocando este mes a grandes escritores en la lengua española, hoy les dejamos minicuentos del escritor guatemalteco Augusto Monterroso.

 

 

DINOSAURIO
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

FECUNDIDAD
Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea.

HISTORIA FANTÁSTICA
Contar la historia del día en que el fin del mundo se suspendió por mal tiempo.

IMAGINACIÓN Y DESTINO
En la calurosa tarde de verano un hombre descansa acostado, viendo el cielo, bajo un árbol; una manzana cae sobre su cabeza; tiene imaginación, se va a su casa y escribe la Oda a Eva.

EL RAYO QUE CAYÓ DOS VECES EN EL MISMO SITIO
Hubo una vez un Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que ya no era necesario, y se deprimió mucho.

LA FE Y LAS MONTAÑAS
Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios. Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.

La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio. Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de fe.

EL GRILLO MAESTRO
Allá en tiempos muy remotos, un día de los más calurosos del invierno, el Director de la Escuela entró sorpresivamente al aula en que el Grillo daba a los Grillitos su clase sobre el arte de cantar, precisamente en el momento de la exposición en que les explicaba que la voz del Grillo era la mejor y la más bella entre todas las voces, pues se producía mediante el adecuado frotamiento de las alas contra los costados, en tanto que los pájaros cantaban tan mal porque se empeñaban en hacerlo con la garganta, evidentemente el órgano del cuerpo humano menos indicado para emitir sonidos dulces y armoniosos.

Al escuchar aquello, el Director, que era un Grillo muy viejo y muy sabio, asintió varias veces con la cabeza y se retiró, satisfecho de que en la Escuela todo siguiera como en sus tiempos.

LA OVEJA NEGRA
En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada.

Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.

Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

LA VACA
Cuando iba el otro día en el tren me erguí de pronto feliz sobre mis dos patas y empecé a manotear de alegría y a invitar a todos a ver el paisaje y a contemplar el crepúsculo que estaba de lo más bien. Las mujeres y los niños y unos señores que detuvieron su conversación me miraban sorprendidos y se reían de mí pero cuando me senté otra vez silencioso no podían imaginar que yo acababa de ver alejarse lentamente a la orilla del camino una vaca muerta muertita sin quien la enterrara ni quien le editara sus obras completas ni quien le dijera un sentido y lloroso discurso por lo buena que había sido y por todos los chorritos de humeante leche con que contribuyó a que la vida en general y el tren en particular siguieran su marcha.

EL ESPEJO QUE NO PODÍA DORMIR

Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía razón; pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las noches los guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico.

HUMORISMO

El humorismo es el realismo llevado a sus últimas consecuencias. Excepto mucha literatura humorística, todo lo que hace el hombre es risible o humorístico.

En las guerras deja de serlo porque durante éstas el hombre deja de serlo. Dijo Eduardo Torres: “El hombre no se conforma con ser el animal más estúpido de la Creación; encima se permite el lujo de ser el único ridículo”.

SINFONÍA CONCLUIDA

–Yo podría contar –terció el gordo atropelladamente– que hace tres años en Guatemala un viejito organista de una iglesia de barrio me refirió que por 1929 cuando le encargaron clasificar los papeles de música de La Merced se encontró de pronto unas hojas raras que intrigado se puso a estudiar con el cariño de siempre y que como las acotaciones estuvieran escritas en alemán le costó bastante darse cuenta de que se trataba de los dos movimientos finales de la Sinfonía inconclusa así que ya podía yo imaginar su emoción al ver bien clara la firma de Schubert y que cuando muy agitado salió corriendo a la calle a comunicar a los demás su descubrimiento todos dijeron riéndose que se había vuelto loco y que si quería tomarles el pelo pero que como él dominaba su arte y sabía con certeza que los dos movimientos eran tan excelentes como los primeros no se arredró y antes bien juró consagrar el resto de su vida a obligarlos a confesar la validez del hallazgo por lo que de ahí en adelante se dedicó a ver metódicamente a cuanto músico existía en Guatemala con tan mal resultado que después de pelearse con la mayoría de ellos sin decir nada a nadie y mucho menos a su mujer vendió su casa para trasladarse a Europa y que una vez en Viena pues peor porque no iba a ir decían un Leiermann* guatemalteco a enseñarles a localizar obras perdidas y mucho menos de Schubert cuyos especialistas llenaban la ciudad y que qué tenían que haber ido a hacer esos papeles tan lejos hasta que estando ya casi desesperado y sólo con el dinero del pasaje de regreso conoció a una familia de viejitos judíos que habían vivido en Buenos Aires y hablaban español los que lo atendieron muy bien y se pusieron nerviosísimos cuando tocaron como Dios les dio a entender en su piano en su viola y en su violín los dos movimientos y quienes finalmente cansados de examinar los papeles por todos lados y de olerlos y de mirarlos al trasluz por una ventana se vieron obligados a admitir primero en voz baja y después a gritos ¡son de Schubert son de Schubert! y se echaron a llorar con desconsuelo cada uno sobre el hombro del otro como si en lugar de haberlos recuperado los papeles se hubieran perdido en ese momento y que yo me asombrara de que todavía llorando si bien ya más calmados y luego de hablar aparte entre sí y en su idioma trataron de convencerlo frotándose las manos de que los movimientos a pesar de ser tan buenos no añadían nada al mérito de la sinfonía tal como ésta se hallaba y por el contrario podía decirse que se lo quitaban pues la gente se había acostumbrado a la leyenda de que Schubert los rompió o no los intentó siquiera seguro de que jamás lograría superar o igualar la calidad de los dos primeros y que la gracia consistía en pensar si así son el allegro y el andantecómo serán el scherzo y el allegro ma non troppo y que si él respetaba y amaba de veras la memoria de Schubert lo más inteligente era que les permitiera guardar aquella música porque además de que se iba a entablar una polémica interminable el único que saldría perdiendo sería Schubert y que entonces convencido de que nunca conseguiría nada entre los filisteos ni menos aún con los admiradores de Schubert que eran peores se embarcó de vuelta a Guatemala y que durante la travesía una noche en tanto la luz de la luna daba de lleno sobre el espumoso costado del barco con la más profunda melancolía y harto de luchar con los malos y con los buenos tomó los manuscritos y los desgarró uno a uno y tiró los pedazos por la borda hasta no estar bien cierto de que ya nunca nadie los encontraría de nuevo al mismo tiempo –finalizó el gordo con cierto tono de afectada tristeza– que gruesas lágrimas quemaban sus mejillas y mientras pensaba con amargura que ni él ni su patria podrían reclamar la gloria de haber devuelto al mundo unas páginas que el mundo hubiera recibido con tanta alegría pero que el mundo con tanto sentido común rechazaba.

 


 

ÚLTIMA ENTRADA DE ESTE ESPECIAL

Español, lengua mía

Los peldaños del tiempo

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Heimito von Doderer

El exteniente Meltzer, veterano de la Primera Guerra Mundial, tiene un solo anhelo: encontrar una mujer de buenas maneras y piernas largas. Suponiendo que sus deseos se cumplan, le resta otro desafío: conseguir que esas cualidades encajen con su ser dislocado de hombre instalado en una tierra de nadie: el imperio austrohúngaro que se disuelve sin otro asidero que el de sus viejos símbolos.

Mientras avanzamos en la historia  descubrimos que esa mezcla de buenas maneras y piernas largas es  en realidad la metáfora de su espera.

Meltzer es el protagonista- aunque no resulta claro si su condición de hombre excluido de los acontecimientos públicos y privados permite llamarlo así- de Las escaleras de Strudholf, la novela del escritor austríaco Heimito von Doderer. Emparentado en calidad y propósitos con autores de la dimensión de Marcel Proust, Thomas Mann y Robert Musil, von Doderer convirtió su experiencia como sicólogo, bibliotecario, filósofo y prisionero en las dos guerras mundiales en materia de una compleja urdimbre de personajes y  situaciones que se entretejen en las calles de una Viena nostálgica de su pasado y aterrorizada ante la inminencia de  su disolución.

Heimito von Doderer

Esos destinos se cruzan, algunas veces al azar y en otras con vagos propósitos en  Las escaleras de Strudholf, algo así como un  símbolo del destino en el sentido clásico de la expresión.

Meltzer es un extranjero, no solo en la acepción geográfica de la palabra. A decir verdad, es un extraño para sí mismo y para quienes lo rodean, empezando por las mujeres de quienes se enamora. Está siempre al margen de todo, aun en las situaciones dramáticas propias de una sociedad en pleno desmoronamiento. Incluso en circunstancias en las que  se pone en juego la vida, su papel es más de testigo que de protagonista. Ubicado un tanto en la senda de Edipo, Meltzer es  a su modo uno de esos expatriados caros a toda una tradición literaria.

El único que siente cierta piedad por el personaje es el narrador de la novela. “A las personas se les mira solo por fuera”, nos dice. “En el fondo no estamos lo bastante corrompidos para poder discernir instintivamente en cada percepción la esencia de la apariencia o lo interior de lo exterior, de modo que si se nos muestra una fachada, vemos solo la fachada y nada más”.

De ahí la aprensión que suscita Meltzer entre quienes se cruzan en su camino. Todos  parecen tener una consistencia sólida, por errática que sea su ruta. Cuando se encuentran, casi siempre sin proponérselo, en las escaleras de Strudholf, adquieren  una noción momentánea del peso de la propia vida.

“Las escaleras estaban allí  para todos, sin excluir  la canalla pretenciosa, pero su construcción  había sido destinada a abrir paso al destino, que no siempre avanza con pies de plomo, sino a menudo  también a paso ligero y  silencioso; no siempre se alcanza a zancadas de gigante, sino también  al diminuto paso, al lento ritmo de un diminuto corazón”.

Eso nos dice el narrador en mitad del relato, es decir, del camino de René von Stangeler, la señorita Siebenschein, Editha o de Etelka, eventuales compañeros de viaje del exteniente. Entonces lo comprendemos: el tiempo es una entidad de talante caprichoso. En el momento del goce se nos antoja ingrávido, gaseoso y atravesamos así una parte de la senda de la propia vida con alas en los pies. Ni siquiera sentimos su paso. Pero cuando la desventura toca a la puerta adquiere la gravidez del plomo y nos arrastra con su peso hacia simas de pesadumbre. Experimentamos entonces los segundos y sus fracciones como gotas de dolor que caen en el pozo de nuestra alma.

Es esto último lo que hace de Meltzer un expatriado: su alma es el pozo en el que gotea, inclemente, el fermento descompuesto del espíritu de una época: la del imperio que se desploma sobre su vieja y ahora improbable grandeza.


ÚLTIMA PUBLICACIÓN DEL AUTOR

La llanura interior

Caricatura de opinión: ¿Qué pasó con los 226 mil millones de FINAGRO?

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Barbarias un personaje de Don Fingo

Ciudadanía Activa: invitación de un lector a probar el café de la APECAFEQ de Quinchía. Pedidos por WhatssApp

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Un lector de La cebra que habla que nos sigue por WhatsApp nos reenvía el siguiente mensaje:

Amigos, permítanme un minuto de su valioso tiempo para expresar lo siguiente: por el tema de la pandemia varios de nuestros caficultores están pasando una situación muy difícil, es por ello que me nace ayudar a una asociación que se encuentra en el municipio de Quinchía, Risaralda de nombre APECAFEQ (Asociación de Pequeños Caficultores de Quinchía). Esta crisis ha generado que su producto que es el café en sus diferentes variedades: estandar, especial y orgánico, por cierto, de muy buena calidad, no se esté comercializando de una manera fluida. De acuerdo a esta situación acudo a ustedes para que entre todos aportemos nuestro granito de arena, consumiendo un delicioso café y así ayudar a esta humilde asociación.

Cualquier información extra al celular 310 512 96 73 o al WhatsApp 313 229 31 65

El café se vende al por mayor y unidad.

¡¡RECUERDE!! COSESHEMOS ESPERANZA, NUESTROS CAFICULTORES NOS NECESITAN.

 

Les dejamos el video institucional de la Asociación para que conozcan sus productos y el origen de sus productos y los pueden seguir en facebook, búsquenlos como @apecafeq:

 

El replicante

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De ver pasar |

A escasas dos semanas de cumplir 59 años, desperté impávido a las 3:35 de la madrugada de un jueves húmedo. Cubrí mi torso desnudo con una camiseta raída y abandoné la cama con pesado desaliento. Abrí la ventana de mi cuarto, froté mis ojos con la rugosidad de mi mano derecha y saqué la cabeza al mundo exterior. El aire estaba enrarecido, grueso, como si alguien hubiese asperjado el lugar con kerosene y las partículas diminutas del líquido inflamable estuvieran aún en el aire. Solo la lluvia podría amainar en algo ese ambiente; pero las épocas de llovizna y tempestades de estropicio, eran apenas leves recuerdos de un tiempo feliz.

Distinguía pocas luces en el horizonte. No había ruido o por lo menos un ruido que yo pudiera identificar plenamente. Tampoco podía afirmar que hubiera silencio, porque lograba escuchar que algo reptaba, que cuerpos complejos, en caravana, se movían sobre la superficie del cemento, seis pisos debajo de mi habitación. Nada era normal a esa hora del arco nocturno-diurno; nada era esperanzador. Todos siguen durmiendo. O todos fingen dormir, concedí.

En medio de la oscuridad, alcancé a reconocer un par de árboles de guayacán y divisé a lo lejos la línea de una carretera bifurcada que se me antojó nueva. Aturdido por el olor a combustible, insistí en reconocer las formas de las casas de mi vecindario, las líneas de los techos, la maraña de cables colgantes de los postes de luz, los vectores de alta tensión de los transformadores eléctricos.

Por más que me empeñé en esa tarea, tuve que aceptar que, salvo los dos árboles, nada de lo que divisaba a esa hora de la madrugada me era cercano. ¿Estaré soñando de nuevo? Más tarde, me dije para tranquilizarme, cuando al fin pudiera salir y volver a mis labores, sin duda reconocería el paisaje urbano, lo haría mío de nuevo y concluiría que no fui yo el que despertó a las 3:35: fue otro, una sombra, acaso una energía divagante, en un sueño alterno.

Sin más compañía que una almohada, un reloj de nochero y un radio portátil, tuve la certidumbre, no obstante, de que el día había llegado. Necesitaba la luz de ese día. Debería estar contento o por lo menos optimista. Solo que en mis últimos sueños las cosas no me eran favorables y había adquirido la costumbre de trasladar la materia del sueño a la realidad de mis vigilias. Por lo cual había perdido los límites entre una y otra dimensión. Incluso había perdido los límites de la propiedad: ya no sabía a quién le pertenecía lo que escribía o leía en mi sala de estudio. Se me dificultaba discernir entre el original y la copia. Ya no estaba seguro de nada, de mi auctoritas. Aunque supuse que una vez retornara a mis rutinas, a mi ejercicio docente, esos límites volverían a ser parte de mi lucidez.

Fui hasta la cocina y preparé café. Una voz entusiasta en la radio, habituada a narrar eventos deportivos, daba la buena nueva de que por fin habíamos cumplido con decoro la última de las 45 cuarentenas consecutivas, decretadas por el jefe de gobierno de turno, cuyo estado de salud, anunció el comentarista bajando la voz, era crítico, luego de que la Covid-19 se hubiera ensañado, un par de veces, con su madura humanidad. Sin embargo, todo estaba en orden, sugería la voz: la vicepresidenta tenía la salud de la reina Isabel II.

“¿Sabe usted durante cuántos días hemos permanecido en confinamiento?”, dramatizaba la voz: “Cuatro años, once meses y dos días”. La verdad, en un acto consciente, yo había perdido la noción del tiempo, después de que Ramón, mi viejo gato, se había esfumado una noche de octubre por la cornisa de un edificio contiguo.

Era la última semana de marzo. Desde hacía meses ninguna noticia del afuera, ningún comunicado oficial alteraba mis rutinas lentas. Después de ducharme y antes de salir de casa abrí el ordenador y consulté el correo. Dos entidades bancarias me recordaban, con amenaza de desalojo, las obligaciones atrasadas. Una empresa de turismo me ofrecía un crucero, low cost, por las aguas en las que el mítico marino Luis Alejandro Velasco había naufragado. Una bella ucraniana ofrecía su virginidad a cambio de un ventilador mecánico para salvar la vida de su tía abuela infectada. El último mensaje era de mi colega Adriana Villegas: “Que disfrutes estos días tan de ficción”. Ese mensaje lo leí en clave nerviosa.

Al salir a la calle, lo primero que comprobé es que no era parte de un sueño lo visto en la madrugada. Todo lo que espiaba en mi entorno era real, pero no pertenecía a mi realidad. Era como si alguien me estuviera jugando una broma y me hubiese arrojado a un sector desconocido, casi estéril, de la urbe. O como si estuviera en alguna de esas ciudades imaginadas por Calvino en la primavera del 72 y nadie estuviera en posición de indicarme una ruta de salida. Los terrenos baldíos contenían montañas de desechos industriales. Los antejardines de las casas habían sido reemplazados por barricadas.

Recuerdo que anduve sin rumbo fijo por horas fatigosas, entre gentes enmascaradas que me veían como a un bicho empinado en un par de patas. Gentes que portaban en sus espaldas sofisticados tanques de oxígeno, envueltas en gruesos trajes de polietileno, mientras desempeñaban oficios varios, al tiempo que hordas de bomberos lavaban calles y fachadas con ríos de amoniaco.

Más por azar que por orientación, arribé exhausto y al caer la tarde, a las inmediaciones del campus universitario. Para poder ingresar tuve que seguir las estrictas indicaciones de los guardias de seguridad. Me llevaron hasta un cuarto amplio y allí me hicieron vestir con traje lunar y mascarilla desechable.

–Así deben ingresar los visitantes a la universidad –dictaminó un guardia sin rostro, mientras instalaba en mi vestido un carné de visitante–. El campus es un paraíso de asepsia –agregó.

–¿Visitante? –repliqué–. Está equivocado, yo trabajo aquí. Soy profesor de esta universidad.

–Esa información es reservada, señor visitante –sonó enfático–. Tendrá que dirigirse a las oficinas de Talento Humano Poscovid, al final de aquel pasillo naranja; sí, allá, al norte, en inmediaciones de la Vicerrectoria de Recursos Humanos Virtuales.

Nada quedaba de mi antigua universidad; al menos nada de lo que encontré en mi ruta, rumbo a mi lugar de trabajo, correspondía a mi pasado laboral. En medio de una ciudadela de hormigón, similar a una refinería de Ecopetrol, respiré aliviado al reconocer la fachada metálica, corroida, de la Facultad de Educación.

Subí agitado, con el corazón en la mano, las escaleras de tres pisos. Recorrí cauteloso un largo pasillo y me detuve, trémulo, frente a mi oficina, la 306. Escuché que alguien, detrás de la puerta,  abría una gaveta y se sonaba la nariz.

Tomé aire, lo detuve por momentos en mis pulmones para llenarme de valor y así poder tocar a mi puerta.

–¿Sí? ¿Quién anda ahí? ­–preguntó una voz desconfiada, cuyo timbre se me hizo familiar.

–Soy el profesor Rigoberto Gil –dije, sin fuerza.

Entonces se abrió la puerta y un hombre con careta, de estatura similar a la mía, dijo con naturalidad y suficiencia:

–Eso no es posible, señor visitante. El profesor Gil soy yo. ¿Se le ofrece algo?

Más por temor que por curiosidad, le rogué que se quitara la careta.

–No veo por qué razón deba hacerlo. Empieza usted a fastidiarme, señor. Baste decir que soy el profesor Gil y que llevo en este lugar un poco más de cuatro años.

–¿Y qué asignaturas orienta… profesor Gil?

–Literaturas pandémicas; me especialicé en la UNAM.

Desmadejado, incapaz de seguir enfrentando a ese Gil con capucha, di media vuelta y me escuché decir mientras caminaba: “¿Cuál de los dos existe en este ahora, de un yo plural y de una sola sombra?”.

La voz encapuchada alegó:

–¿Qué importa la palabra que me nombra si es indiviso y uno el anatema?

Desconcertado, imbuido de miedo, voltee mi cuerpo y lo vi de lejos, siniestro. Se había quitado la careta y sonreía satisfecho. Su calva brillaba bajo la luz mortecina de una bombilla led. De su cara arrugada por el sol y la intemperie coronavírica, brotaron unas palabras que yo recitaba en mis clases:

miro este querido
Mundo que se deforma y que se apaga
En una pálida ceniza vaga
Que se parece al sueño y al olvido

Gabriel en Groenlandia

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elmundo.es

Hola. Soy Gabriel. O mejor dicho, fui Gabriel porque ahora ya no soy. Ni  Gabriel ni nadie. Acabo de desembarcar en Groenlandia, el lugar del universo donde vivimos los muertos.

Nací  en Alicante el año en que se separaron los Beatles, de modo que estoy predestinado a grandes pérdidas.

El pasado 14 de abril fui despachado a toda prisa y sin mayores ceremonias por unos hombres ocultos detrás de mascarillas y escafandras, después de morir tras una violenta arremetida del Coronavirus, el seudónimo adoptado por la pelona, la parca, la guadaña, la huesuda, al despuntar la segunda década del siglo XXI: 2020, una cifra que pasará a la historia y que devanará los sesos de muchos expertos del futuro en busca de su esclarecimiento.

¿Qué querrá decir 2020? ¿el comienzo o el fin de una dinastía? ¿el código de barras de algún invento? ¿la nueva marca del Anticristo?

No sé si ustedes estaban enterados pero, en efecto, Groenlandia es el lugar escogido como sitio de residencia de  todos los muertos que en el mundo han sido.

Todos.

Cientos, miles, millones, billones de fulanos de todas las edades, embalados y remitidos por los empresarios de pompas fénebres desde el comienzo de los siglos: desde los encargados de prender fuego a los cuerpos en la época de las cavernas, hasta los modernos burócratas enterradores, pasando por los embalsamadores egipcios y los barqueros vikingos.

Antes de que hagan preguntas, les diré que no hay hacinamiento aquí: esos son problemas de los mortales en sus ciudades abarrotadas. Los muertos  estamos liberados del cuerpo, y por lo tanto, no ocupamos un lugar en el espacio. De hecho, hay sitio aquí para toda la secuencia de los números transfinitos y unas cuantas tandas más.

Donde quiera que esté, el matemático Georg Cantor se encontrará feliz. Espero encontrármelo algún día para abrazarlo y decirle que tenía razón con su teoría de los números transfinitos.

Sus argumentos son algo complicados, pero, ahora que estén en cuarentena, deberían meterles el diente. Les ayudaría a comprender las condiciones de vida en este Hades de la era digital.

Por lo demás, los urbanizadores – legales y piratas-deberían darse un paseo por aquí, a ver si aprenden alguna cosa en  aprovechamiento gozoso del espacio.

Otra aclaración: contra todos los pronósticos, aquí no se siente frío. Quienes vivimos- si señores, los muertos vivimos sin necesidad de ser zombies-  en este sitio disfrutamos de lo que las agencias de viajes en la tierra llamaban “un clima primaveral”.

Y digo llamaban, porque la última peste planetaria las tiene en estado de hibernación: cero consumo de paisajes y de selfies arriesgadas es la consigna de las autoridades médicas.

Un detalle: los billones de habitantes de este lugar tenemos algo en común con los que siguen vivos: la pasión por la música. Todo el tiempo se escucha un coro babélico en el que se entonan canciones de todos los géneros y de todas las épocas: cantos griegos, trovas medievales, saetas gitanas, oratorios cristianos, tangos, boleros, sambas, fados, sinfonías, jazz,  baladas, hard rock.

En éste último caso, noto que los muertos, tengan uno o diez mil años de permanencia aquí, sienten una especial inclinación por tres canciones:  La oda a la alegría, de Beethoven, Stairway to heaven de Led Zeppelin y Si la muerte pisa mi huerto, de Joan Manuel Serrat.

¿ Las reconocen? Si no es así se las recomiendo.

Son  algo así como el Top tres de las estaciones de radio en Groenlandia.

La fascinación por la música es la única gran similitud. Todo lo demás nos distancia. No hay codicia, no hay envidia, no hay anhelos, no hay miedo, no hay sumisión, no hay formas de poder entre nosotros.

Al entrar aquí nos invitaron  a despojarnos de esas vestiduras. Ahora andamos desnudos, como Adán y Eva antes de ser  seducidos por la serpiente.

Ah… una diferencia esencial : amamos el silencio y el pensamiento.

Ahora mismo suspendo este diálogo con ustedes y me retiro a mis aposentos.

Pìénsenlo. Medítenlo. Se está bien aquí ¿Saben?


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