Un resumen de opinión a través de la caricatura, por LA CAUSA, movimiento social de caricaturistas colombianos independientes que busca, por medio del colegaje, promover, difundir y defender la crítica social a través de manifestaciones artísticas.
“La única salida” – Una caricatura de Patán@patancartoon“Confinado” – Una caricatura de Malbuena@malbuena
“AVAL infinito en peajes” – Una caricatura de Penélope@penelopeilustra“Es un pájaro, es un avión, es…” – Una caricatura de Omi@omicaricaturas
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VI
LATINOAMÉRICA: MORADA AL SUR
Llegados a esta tierra donde 300 millones de personas se ocupan de forjar un destino que les permita superar la paradoja de la riqueza inagotable al lado de miserias sin cuento, nos acogemos a la idea de la escritora Susana Rotker: la crónica es un invento latinoamericano que después adquirió su tono particular en otros lugares, hasta el punto de que son los escritores norteamericanos quienes ostentan la paternidad del llamado Periodismo Literario. Pero se trata de un invento que, como todos, no obedece al capricho, sino a la necesidad.
Despojados de las grandes sagas fundacionales por el influjo de la colonización europea, los nacidos en este lado del mundo experimentamos el imperativo de narrarnos a nosotros mismos para comprender por fin lo que somos, ahora que desde los grandes centros de poder político y académico nos aseguran que la Historia terminó, cuando no hemos empezado siquiera a edificarla. Frente a esa perspectiva no quedaba salida distinta a la de reconstruir nuestra Historia, valiéndonos de las pequeñas historias. Las del argentino Roberto Arlt buceando en las aguas profundas del gran Buenos Aires para compartirnos en sus Aguafuertes porteñas la visión de mundo de unos hombres despojados hasta de la propia memoria.
Luis Tejada
Las del nicaragüense Rubén Darío, oculto tras el velo de un europeísmo que nunca dejó de ser expresión del refinamiento estético de un hombre convencido en lo más hondo de pertenecer a la más reciente legión de desplazados, humillados y ofendidos. Las del cubano José Martí, ubicado en las antípodas del autor de Azul, que en lugar de consolarse entre cisnes y cristales de bohemia decidió asumir hasta las últimas consecuencias su condición de animal político y para ello se valió de lo que más amaba y conocía: la palabra escrita. Las del colombiano Luis Tejada, que en los albores del siglo XX y desde las pequeñas ciudades donde ejerció su oficio de contador de historias supo conectarse con las grandes corrientes del lenguaje y el pensamiento para dejarnos en sus textos impecables y breves el testimonio de lo que estaba sucediendo en su país y de las tormentas que se agitaban en su interior como resultado de los cambios experimentados por el mundo.
A propósito, apunta Susana Rotker, señalando a José Martí: “La conciencia de la modernidad hace caer los sistemas de percepción y las formas de expresión van a ser otras. El periodismo será un medio ideal para palpar día a día el fluir de la nueva sociedad, para tratar de conocer a los hombres: el escritor interroga lo inmediato e interroga a la vez su subjetividad.
El yo y la experiencia personal sustituyen de algún modo a la ciencia: solo lo subjetivo y vivido aparece como seguro.
Al fin de cuentas, escribe Martí: ‘¿ Y por dónde hemos de empezar a estudiar, sino por nosotros mismos? Hay que meterse la mano en las entrañas, y mirar la sangre al sol: si no, no se adelanta’” (Susana Rotker – La invención de la crónica- Fondo de Cultura Económica –página 143).
La crónica fue pues, desde el advenimiento mismo de lo que unos llaman diálogo cultural y otros prefieren nombrar como invasión a secas, el instrumento a través del cual nos propusimos pensar y narrar lo que empezó a suceder entre California y La Patagonia después del 12 de octubre de 1492.
Nos sirvió para clasificar y cantar un paisaje que cambia con la prontitud de un caleidoscopio sin necesidad de recorrer muchos kilómetros. De su mano aprendimos que en el Caribe la marihuana es “La hierba del olvido” y en el Amazonas profundo el Yagé es la planta que permite hablar con los dioses. Siguiendo su rastro descubrimos que el tango le debe tanto a Europa como a los ritmos de los negros asentados en Brasil y Uruguay. Que la salsa es apenas la marca comercial de un género alimentado con los acordes del son, el mambo, la charanga y el jazz, todos ellos llegados desde el corazón del África milenaria. Avanzando un poco más allá alguien se encargó de contar -siempre hay alguien que se encarga de contar- que unos músicos colombianos llevaron el bambuco a la península de Yucatán y apenas unos años después los mexicanos devolvieron el favor convertido en el bambuco yucateco.
Resulta claro entonces que en la crónica hay una voluntad de documentar y añadirle valor a la realidad a través de la experiencia estética.
Sin esta última el cronista sería poco menos que un notario encargado de autenticar registros para los generaciones venideras. Esa belleza ya está presente en las páginas de Heródoto de Alicarnaso, que llegan hasta nosotros a través de muchas traducciones. Aparece, como un don imprevisto, en los comentarios de Pedro Cieza de León en su tránsito por tierras de Quimbayas en lo que hoy es Colombia. Irrumpe en las memorias de los Jesuitas sobre el ascenso y caída de sus misiones en Paraguay. Alienta en los textos periodísticos de Jorge Enrique Rodó o en el Rómulo Gallegos más cercano a la literatura que a la política. Sin embargo, esto último no plantea una contradicción porque la crónica, en cuanto aspira mostrar facetas veladas o prohibidas de la realidad, es en sí misma un hecho político.
VII
LAS OTRAS VOCES
Al tiempo que nosotros intentamos mirarnos, otros también nos miran desde el lenguaje de la crónica. Mientras los escritores estadounidenses que se ocupan de este género lo han hecho ante todo para dar cuenta de la fértil diversidad y de las contradicciones propias de un país de inmigrantes como el suyo, desde Europa un autor como Ryszard Kapuscinski ha dedicado buena parte de sus libros a explorar ese universo que tiempo atrás se conoció como el Tercer Mundo y que la corriente de la corrección política decidió rebautizar como Países en vía de desarrollo. No es casualidad que el propio autor sea oriundo de un país marginal y víctima de las disputas entre imperios como es Polonia. De hecho, el mismo Kapuscinski se ha encargado de precisar que en buena medida su obra es también un acto de solidaridad con pueblos que a pesar de las diferencias de lenguas y culturas han transitado caminos muy parecidos al de su tierra de origen.
Ryszard Kapuscinski
Fue a través de este autor como pudimos percibir de otra manera los conflictos en América Central, que el simplismo de algunos reporteros quiso reducir a odios atávicos entre poblados fronterizos cuando no a disputas irracionales surgidas al calor de un partido de fútbol, ignorando la importancia estratégica que esos países pequeños y empobrecidos han tenido para el equilibrio de poderes entre Norteamérica y las otras potencias occidentales.
Como para Kapuscinski la crónica no es un mero accesorio de la Historia, entonces opta por presentarnos la Historia misma palpitando en los relatos de unos personajes anónimos capaces de pequeños actos de grandeza que por si solos pueden redimir la condición humana entera. Para probarlo está ese combatiente moribundo que le encomienda sus pequeños hijos al hombre que acaba de dispararle. Lo asombroso es que este último hace hasta lo imposible por cumplir su palabra. Para conducirnos a la esencia de ese drama ignorado por los reporteros de guerra habituados a enviar inventarios de cadáveres, el escritor polaco emprende una paciente y detallada descripción del escenario donde el campesino salvadoreño agoniza rodeado de la indiferente belleza del paisaje: el sol que se filtra entre las ramas de una ceiba; el vuelo de los pájaros que repiten una rutina aprendida hace mil años; los cortejos sexuales de las pequeñas alimañas del bosque hasta que, de repente, se hace un silencio que lo rodea todo y se funde en un acto reverencial por ese hombre que se despide del mundo.
Aprehender momentos como ese requiere de un largo aprendizaje, que casi nunca pasa por las escuelas de periodismo, donde lo más importante parece ser enseñarles a los estudiantes lo que no debe hacer.
La clave, como en todo intento de creación literaria, pasa más bien por la poesía y su capacidad siempre renovada para develar los misterios del mundo en un puñado de palabras. Por la gran novela moderna y su manera de explorar los recintos más recónditos del alma humana. Pero está, sobre todo, la fina sensibilidad del que camina con los sentidos bien dispuestos a comprobar, una y otra vez, que detrás de su aparente carácter repetitivo el mundo es siempre nuevo. A ese hombre le llaman cronista.
Alma Guillermoprieto
Al lado de Kapuscinski, la mexicana Alma Guillermoprieto constituye otra de las grandes voces que desde un ámbito distinto, en este caso al anglosajón de las páginas de la revista New Yorker donde ha publicado buena parte de su trabajo, han contribuido no solo a que parte del mundo pueda tener una versión diferente de lo que ha sido el trasunto histórico de este lado del planeta, sino a que los nacidos al sur del Río Grande nos reconozcamos portadores y protagonistas de un destino que no tiene que ser necesariamente el diseñado para nosotros por los grandes centros de poder.
En una crónica titulada de manera escueta Lima 1992 Guillermoprieto nos suelta de entrada lo que vio del grupo guerrillero Sendero Luminoso y su particular manera de reflejar la realidad peruana del momento: “Un periodista en Ayacucho, cuna del grupo revolucionario ultramaoísta Sendero Luminoso, me contó una historia sobre los guerrilleros que le escuchó a un amigo, un militar de la localidad. El oficial había capturado a tres miembros del Partido Comunista del Perú -que es el nombre oficial de Sendero-, y procedió a torturarlos según las normas. Eventualmente, uno de los tres torturados murió. Como el segundo cautivo parecía estar luchando por su vida, el tercero intervino. “Voy a cooperar, dijo. “Pero si dejan vivo a mi compañero correrá la voz de que hablé, y entonces soy hombre muerto. Mátenlo primero, que después yo hablo”. El oficial aceptó el trato y asesinó al segundo hombre, pero en ese momento el prisionero que había prometido hablar empezó a insultar a sus captores con más fuerza que nunca, lanzando patadas y provocando los peores tratos. El oficial, asombrado, le recordó su promesa. “Nunca hablaré”, dijo el hombre. ‘Soy miembro del Partido Comunista del Perú. El otro era un colaborador nada más. Vi que estaba aflojando y ya iba a poner en peligro a nuestros compañeros. Ahora no hablaré. Pueden matarme.’” (Alma Guillermoprieto—Al pie de un volcán te escribo- Editorial Norma. Página 331).
Aquí aparece entonces otro elemento:
la crónica como hecho narrativo no solo ostenta una condición documental y estética: también es política en tanto desvela aspectos de la realidad que muchos no quisieran nombrar.
A esa tarea se ha consagrado la autora con una tenacidad en la investigación que encuentra su punto de equilibrio en la riqueza del estilo, de modo que lo suyo no es solo un documento de denuncia sino también un ejercicio de creación narrativa.
En sus páginas encontramos las muchas caras de un Brasil insertado en el grupo de los países ricos, mientras buena parte de la población intenta sobrevivir en medio de la pobreza y la superstición. También pasa por allí el drama de una generación de muchachos de Medellín, Colombia, que creyeron ver en los ejércitos de traficantes y sicarios creados por los capos de la droga la oportunidad de redención que estaban esperando en medio de una sociedad tan excluyente como la antioqueña en particular y la colombiana en general. Y, claro, también se ocupa de mostrarnos las contradicciones de su país, manifestadas en el gigantismo del Distrito Federal en posición al olvidado de regiones como Chiapas, que no por casualidad vieron surgir un grupo guerrillero cuando ese fenómeno, a excepción de Colombia, había desaparecido en el resto del continente. Hay que leer el texto sobre el papel desempeñado por los pepenadores en la vida cotidiana de la Ciudad de México para tener un panorama del enorme tinglado poder político, económico y corrupción forjado por la dirigencia del Partido Revolucionario Institucional durante más de medio siglo de control total del poder en el país.
Marshall Berman
“Todo lo sólido se desvanece en el aire” escribió Karl Marx en una frase retomada por Marshall Berman como título para uno de sus libros. A ese carácter inasible de la realidad se han enfrentado los artistas de todos los tiempos en in intento por conjurarla. Mediante el aprovechamiento de las palabras, los sonidos o las imágenes: esa ha sido la carta jugada por pintores, músicos, poetas, novelistas y cronistas, porque de lo que se trata aquí es de mostrar que la crónica no es un género menor, como algunos quieren hacerlo ver: es simplemente otro género que utiliza elementos de los demás para aproximarse por otros caminos a esa criatura de mil caras que es la realidad. De hecho, durante mucho tiempo, hasta la irrupción de la novela moderna, fue el género narrativo por excelencia, hasta que acabó mudándose al lugar intermedio entre el periodismo y la literatura que hoy le asignan, dando lugar a un matrimonio que ha conseguido dar frutos tan valiosos como el Diario del año de la peste, el siempre vigente relato de Daniel Defoe sobre la epidemia que asoló a Londres en el siglo XVII y o el más reciente Huesos en el desierto, del periodista mexicano Sergio González, un valiente retrato sobre el asesinato selectivo de mujeres en Ciudad Juárez.
La frase de Marx está lejos de ser solo un giro retórico. De hecho, con el carácter clarividente que siempre ha tenido la buena poesía, el pensador alemán estaba prefigurando los mundos por venir. Con el avance de las técnicas de producción, difusión y distribución en gran escala, el siglo XX fue testigo y protagonista de una sucesión de acontecimientos que superaron en mucho la intuición de que todo lo sólido se desvanecía ante los ojos de unos ciudadanos cada vez más desintegrados en el anonimato de las grandes urbes, huérfanos de mitos fundacionales y carentes de un lenguaje capaz de dar cuenta de su situación el mundo. Esa sensación de irrealidad fue captada con distintos niveles de nitidez por directores de cine como Fritz Lang, músicos de la estirpe de Louis Armstrong y novelistas como John Dos Passos o George Orwell.
Por supuesto, el periodismo también fue llamado a atestiguar desde sus distintos géneros sobre la forma como el rostro y el alma del planeta se transforman al ritmo de los saltos y destellos de la técnica. Dos guerras mundiales, grandes bancarrotas, innumerables conflictos regionales y la entronización del consumo masivo como referente vital, demandaban mentes lúcidas y plumas ágiles capaces de mostrarle al mundo la dimensión exacta de las fuerzas que se agitaban tras el aparente esplendor.
Entre todos, fueron los periodistas narrativos quienes descubrieron y les contaron a sus contemporáneos y a la posteridad que mientras los ciudadanos padecían los estragos de la guerra, multinacionales norteamericanas de las comunicaciones como ITT o del sector automotriz como la casa Ford le vendían bajo cuerda sus productos al régimen de Hitler, en una prueba más de la vigencia del proverbio aquél de “Donde está tu tesoro está tu corazón”.
Dos décadas más tarde les tocó el turno a los corresponsales de guerra, que desde los arrozales de las antípodas desnudaron los horrores del combate desigual entre la primera potencia del planeta y un pequeño país que, contra todo pronóstico, acabó expulsando al enemigo de su territorio, ante el asombro de quienes ni siquiera sospechaban lo que estaba sucediendo allí.
Esos mismos profesionales, curtidos en el tratamiento del las facetas más impredecibles y oscuras de la condición humana hicieron gala de la paciencia en los campos de batalla -aunque algunos no hubiesen estado allí de cuerpo presente- para desentrañar la urdimbre de intereses, chantajes y traiciones de los juegos del poder, que el mundo conoció con el nombre de Watergate. Como prueba de ello nos quedan los libros de gente como Tom Wolffe, Hunter Thompson, Gay Talese o Michael Herr, auténticos virtuosos al momento de separar el grano de la cizaña, que siempre se nos presentan mezclados a la hora de echar un primer vistazo a los acontecimientos. Las sagas de la mafia italiana o irlandesa en territorio estadounidense; los delirios y verdades entremezclados en las subculturas de la droga, el juego y el sexo; las pesadillas veladas por el glamour de los enroques financieros o el decadente paraíso de la industria del espectáculo aparecen ante nosotros bajo una luz distinta, aportada por el acopio de recursos investigativos y estilísticos de unos autores que, sin tenerlo muy claro, le estaban dando carta de ciudadanía a una corriente que desde entonces se conoce como periodismo literario, que en realidad había sido creada muchos siglos atrás por gente como Heródoto, los evangelistas o los cronistas de indias.
Larry Burrows y Michael Herr
Al igual que Heródoto, los hombres de este tiempo siguen viajando hacia tierras remotas para contarnos sobre las maravillas todavía ocultas o para relatarnos los horrores de que es capaz el ser humano en su propósito siempre renovado de destruirse a si mismo.
Uno de esos hombres fue el periodista norteamericano Michael Herr, enviado a los campos de batalla de Vietnam en 1967 como corresponsal de la revista Esquire. Parte de lo que vio en ese viaje al que él mismo llamó Sorbos infernales en uno de sus artículos más célebres nos la cuenta en una selección de crónicas publicada años más tarde con el título de Despachos de Guerra. “… Una de las enfermeras vietnamitas me dio un bote de cerveza fría y me pidió que lo bajase a la sala donde estaba operando uno de los cirujanos del ejército. La puerta de la sala de operaciones estaba entornada y entré. Debí mirar primero. En la mesa de operaciones había una muchachita, que miraba hacia la pared con unos ojos grandes y secos. Le había desaparecido la pierna izquierda y del muñón brotaba un trozo de hueso afilado de unos quince centímetros de largo. La pierna estaba en el suelo, medio envuelta en un papel. El médico era un comandante, y había estado trabajando solo. Tenía peor aspecto que si hubiese estado toda la noche sumergido en un canal de sangre. Tenía las manos tan resbaladizas que tuve que sujetarle el bote en la boca y alzarlo cuando echó la cabeza hacia atrás. No me sentía capaz de mirar a la chica…” (Michael Herr- Despachos de guerra- Editorial Anagrama. Página 189. 1977).
El uso de la primera persona no es un simple recurso técnico utilizado por el periodista: lo que quiere decirnos es que lo suyo no es solo el reporte impersonal de un burócrata de la información.
Yo estuve allí y pude comprobar lo que tantos me habían advertido: que los humanos somos capaces de cualquier cosa, incluso de masacrar inocentes, cuando se trata de conquistar o defender el poder, es lo que quiere decirnos el narrador de esa pesadilla desatada por países que se consideran así mismos emisores y defensores de los grandes valores de la civilización.
El cronista se erige así en testigo de un momento clave de su tiempo. Tanto que hoy, cuatro décadas después, muchos analistas políticos coinciden en que los textos enviados por los corresponsales fueron el punto de partida para que los ciudadanos de los Estados Unidos empezaran a tomar conciencia de lo que el ejército de su país estaba haciendo en el lejano oriente. Esa toma de conciencia fue el germen de los movimientos sociales que acabaron por obligar al gobierno de Richard Nixon a retirar las tropas y poner así fin a una conflagración originada después de la Segunda Guerra Mundial.
Por mucho tiempo las organizaciones se han comportado como un monocultivo. Esa fórmula, sin embargo, pierde vigencia a medida que la sociedad salda la histórica deuda por la igualdad.
¿Qué pasa cuando se irrumpe en las hegemonías? Llega el caos. Aumenta el estrés y se adicionan nuevos elementos impredecibles. Las hegemonías se encuentran en todos los niveles: desde las juntas directivas compuestas solo por hombres hasta los grupos de estimulación temprana compuestos casi exclusivamente por madres.
Las hegemonías tienen el encanto de otorgar cierto carácter de predictibilidad y permitir que la energía fluya en un mismo sentido sin muchas fricciones. Por ejemplo, la Fundación Allbright en Alemania presentó su informe “El poder de los monocultivos” que parte de la premisa de que es más fácil encontrar un alto directivo que se llame Thomas a encontrar mujeres en esos mismos cargos. Es lo que esta Fundación ha descrito como: “Thomas contrata a Thomas, y éste a su vez a otro Thomas, que se le asemeje mucho”. En otras palabras, los hombres son más propensos a contratar a otros hombres porque conectan en las mismas frecuencias durante los procesos de contratación laboral. Como las empresas tienen predominantemente hombres en sus cargos directivos, lo más probable es que prime la homogeneidad.
En la versión perversa de la hegemonía se tiene el ‘amiguismo’, que es el fenómeno según el cual se dirige o se trabaja solo con amigos. Sin lugar a dudas, se trabaja más a gusto con gente que se conoce porque se comparten círculos de amigos, actividades extra laborales, pero, ¿cuánta energía deja de entrar a ese proceso creativo?
Si en algunos lugares del mundo Thomas prefiere trabajar con Thomas, y en otros sucede lo mismo entre amigos, tenemos ante nosotros una película con sonido mono. La escuchamos, la entendemos, pero algo nos falta. Por ejemplo, los soundrounds, los bajos, las voces, la composición y mezcla que nos permita escuchar la caída del café en la tasa mientras el protagonista a su vez exhala, y desde atrás se escuchan los pasos del otro personaje.
Sigamos con el ejemplo del cine que tiene una larga tradición de monocultivos. Hasta hace muy poco las historias de amor giraban todas en torno a parejas heterosexuales blancas, rubias, y de ojos claros. De esta manera se impusieron ciertos cánones de belleza hegemónicos, ciertos comportamientos culturales frente al amor (hombre y mujer. Ella sufre, él tiende a rescatarla de sí misma), y ciertos estilos de vida que marcan la pauta de las aspiraciones de los espectadores.
Pero esa no es la realidad de un vasto grupo de seres humanos. ¿Para qué negar la existencia de las múltiples variantes del no-binarismo y de la población LGBTI, de los negros, de la diversidad étnica, de las mujeres en general? ¿A quién sirve este propósito en la industria del cine? La presencia de temáticas indígenas, afro, queer, ponen de relieve que los seres humanos somos complejos y los límites de las identidades fluyen entre sí. Ese fluir es un elemento clave en la visibilidad de otras realidades. Es lo que permite que la vida suene en estéreo.
Y si bien preservar la hegemonía permite trabajar con eficiencia, lo cierto es que eso es válido y suficiente para ambientes constantes y mercados cerrados. De ahí que la inclusión de diversas identidades permita a las organizaciones reflejar los fenómenos actuales de la globalización y la digitalización. Los equipos de trabajo diversos crean dinámicas que permiten afrontar los retos de un mundo más interconectado, y asimismo agilizan las respuestas que se derivan de visiones alternativas y complementarias.
Una de las principales tareas que las organizaciones tienen pendiente es adquirir conciencia de las diferencias humanas y darles la oportunidad de incluir un poco de caos en la ecuación inicial, pero que con el tiempo dará réditos al contar con una base de trabajo plural, capaz de ajustarse con mayor velocidad a los cambios deseados.
“Juzga a un pez por su capacidad de volar y tendremos un pez frustrado”, condensa la esencia de los errores de la sociedad hegemónica, de los monocultivos laborales. Si nos permitimos una metáfora de la agricultura, ¿qué pueblo podría alimentarse exclusivamente de la soya? ¿Qué hacemos si la Amazonía es arrasada para sembrar soya? Perdemos la diversidad de la flora y de la fauna, desgastamos el terreno y perdemos un pulmón para el planeta. Lo mismo sucede cuando las organizaciones no gestionan la diversidad y prefieren fomentar el lugar común: nos convertimos en una sociedad de sordos conveniente. Es decir, escuchamos lo que queremos de quien lo queremos, a pesar de la heterogeneidad de voces que permiten formar criterio.
El reflejo de la diversidad en una organización es parte de su cultura.
El grado apertura de mentalidad y actitud progresista en una institución puede ser cuantificado en la gestión que la misma haga de la pluralidad de sus talentos. ¿Se premia al más capaz independiente de su género o de su origen social? ¿Refleja la selección de personal y los cargos directivos en buena parte la multiplicidad étnica, socioeconómica y diversidad sexual? ¿Superó la empresa la prueba de la tolerancia y es capaz de ofrecer beneficios personalizados que permitan incluir a diferentes personalidades y perfiles?
De acuerdo con un estudio elaborado en 2016 por Great Place to Work®, en el que se mide a ‘las mejores empresas para trabajar’ por elementos como la inclusión y la oferta personalizada de beneficios, el punto relacionado con el concepto de “todos tenemos la oportunidad de recibir un reconocimiento especial”, pone de manifiesto que las empresas que se proponen el reto de aceptar la diversidad como un elemento a su favor o diferenciador, tiene un mayor nivel de conciencia que se refleja en las mediciones, según las cuales 7 de cada 10 colaboradores consideraron que podían ser reconocidos por igual.
Un trato diferenciado, pero para todos, parece ser la consigna de las organizaciones modernas, con capacidad de ajustarse a las realidades complejas de nuestros días. Por un lado, se trata de una deuda histórica con la sociedad que, parece, empieza a ser saldada. Por otra parte, pone de relieve la importancia de las organizaciones dentro de los procesos de creación de visibilidad de los diferentes relieves y matices de la complejidad humana.
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III
MARCA DE TIEMPO
Como se puede ver, esos partidos de barrio que se disputan con la pasión y la entrega de la final de un mundial de fútbol pueden ser también, si uno se lo propone, la bitácora de viaje que nos permite seguir el rastro de uno de los hechos sociales de más impacto para Colombia en las últimas décadas: el de la migración masiva de nacionales hacia distintos lugares del mundo como resultado de las violencias, de la pérdida progresiva de empleos, de la mera curiosidad o del empuje por agenciarse un destino en otro lugar de la tierra. Ese es el propósito del presente texto: no tanto demostrar, que ya lo han hecho tantos, como recordar que siguiendo la ruta de las pequeñas historias se llega al escenario de la gran Historia individual y colectiva que puede, cuando no es contada solo por los vencedores o por quienes detentan el poder, funcionar a modo de espejo donde nos reconocemos protagonistas de esa aventura que es nuestro paso por el mundo.
Es en ese punto donde la crónica, como territorio intermedio entre el periodismo y la literatura, empieza a jugar su papel de herramienta para identificar las marcas que el tiempo deja en la piel de las criaturas, pero también las que estas, célebres o anónimas, van dejando en él a medida que tejen y destejen su destino.
Ya lo planteó el pensador Karl R. Popper en su ensayo La sociedad abierta y sus enemigos: “Lo que llamamos Historia Universal es en realidad la historia del poder político, es decir, de la delincuencia internacional”. Eso explica porqué en los libros de Historia el mundo parece estar poblado solo por héroes, santos, poetas, guerreros o monarcas. Poco o nada se nos cuenta acerca de la vida cotidiana de los ingleses de los tiempos cuando Enrique VIII hizo de la decapitación la más expedita forma del divorcio. Menos nos dicen todavía sobre el cancionero o los ritos amatorios de la Francia napoleónica, como si el emperador y su dama fueran la única y gran pareja primordial capaz de absorber y abolir cualquiera otra tentativa de pasión individual.
En el concierto latinoamericano, las guerras de independencia no parecen haber tenido protagonistas distintos a una legión de generales y coroneles dedicados a recorrer valles y montañas con su tropa de amantes que, invariablemente, terminaban sus días en el destierro caribeño o europeo. Llegados un poco más al norte, el despojo de que fueron víctimas miles de mexicanos, indígenas y colonos blancos descendientes de los fundadores de lo que hoy son los Estados Unidos de América nos fue presentado siempre como una gesta civilizadora glorificada por el cine y el cancionero bajo la etiqueta de “La conquista del Oeste”.
Solo la buena literatura -y en ese concepto se incluye la crónica- supo revelarnos desde un comienzo el fraude que alentaba tras el velo de la historia oficial. Basta con leer las páginas del viejo o el nuevo testamento para descifrar entre líneas el tipo de sociedad tribal pero también la clase de individuos que no solo permitían si no que demandaban un tipo de divinidad como la expresada en la figura de Yaveh, ese intolerante dios de pastores nómadas siempre en disputa con los vecinos y con el propio clan. Tal como acontece hoy en las sociedades a punto de la disolución, los hombres no tardaron en reclamar un caudillo que pusiera en orden la casa mediante una adecuada mezcla de fuerza y promesas de redención: he ahí al Moisés recreado por los cronistas mientras recibe directamente del cielo sus tablas de la ley. Pero el relato no se queda allí. Trascendiendo los límites del conflicto local, los autores de los textos nos legaron su visión del panorama geopolítico internacional de la época, siguiendo paso a paso los avatares del pueblo judío enfrentado a las grandes fuerzas del imperialismo global, expresado en los apetitos expansionistas de babilonios y egipcios. Vistas de esa manera, las descripciones minuciosas del cautiverio de Babilonia, la travesía del Mar rojo, las plagas de langostas o el infortunio de José vendido por sus hermanos a mercaderes egipcios constituyen el recurso narrativo escogido por los autores para situar en el espacio y en el tiempo a los protagonistas de una historia que, como todas, se desarrolló en medio de grandes convulsiones.
En el prólogo a un libro del periodista colombiano Heriberto Fiorillo, el escritor argentino Tomás Eloy Martínez -él mismo un excelente cronista– anota que: “Desde mediados de los 80 pero, sobre todo, en la última década del siglo, la crónica colombiana se convirtió en el lugar privilegiado para observar los signos de un país que se volvía cada vez más indescifrable. A diferencia de los personajes de ficción, los de la nueva crónica no permiten que el lector se identifique con ellos ni que se apasione ni que tome partido: están allí por una especie de fatalidad, sin líneas de fuga. Todo pareciera estar corrompido pero, a la vez, todo pareciera ser natural. No hay inocencias ni culpas. Tampoco hay alternativas. Las cosas suceden porque la vida es así y -lo que es más terrible- porque no hay otra vida…” Más adelante, el autor de Santa Evita y La novela de Perón insiste en que “…En esa procesión de sicarios, prostitutas de diez años, criminales involuntarios y mentirosos profesionales, el cronista siempre permanece fuera. Registra lo que pasa, pero no se compromete con lo que pasa. La única señal de que está violando la objetividad es que ha elegido un determinado tema para contarlo. Y cuando lo cuenta, su ética, su conciencia están en continuo estado de alerta, pero no se nota. Lo que el lector siente es que el hecho elegido registra siempre alguna de las violencias que, en la Colombia contemporánea, son casi el otro nombre de la nación. El cronista es el sismógrafo de una sociedad desgarrada, pero no tiene nada que ver con el sismo: no puede evitarlo ni predecirlo ni mucho menos juzgarlo…” (Nada es mentira- Crónicas y otros textos- Heriberto Fiorillo, Página 11- Editorial Espasa).
Lo que uno percibe, más allá de los vaivenes propios de las normas periodísticas o del mercado editorial, es que, a diferencia de otros géneros surgidos al ritmo de las condiciones sociales y económicas que caracterizan a una determinada época, la crónica ha tenido una continuidad desde sus orígenes al punto de que puede afirmarse que subyace a los demás. De hecho, los poemas homéricos pueden leerse como la crónica de un tiempo entre histórico y mítico. No por casualidad los versos de don Juan de Castellanos sobre la conquista de América llevan el título de Crónica de los varones ilustres de Indias. Tampoco es resultado del azar que las grandes obras de ficción del citado Tomás Eloy Martínez sean en el fondo la crónica reinventada de la vida de dos figuras de la política y la cultura popular latinoamericana que hace mucho tiempo adquirieron aire de leyenda: el dictador argentino Juan Domingo Perón y Eva Duarte, su esposa y especie de personaje vicario que por momentos lo suplantó en la imaginería de los argentinos de la época.
IV
LA BUENA NUEVA
Contra lo que pretenden sus exégetas, el Nuevo Testamento no es solo el acervo probatorio de lo anunciado por los profetas mayores y menores. Es ante todo la crónica minuciosa de la presencia del Imperio romano en Oriente medio. Una relectura del mismo permite identificar los mecanismos de control de la metrópoli a través de una sutil pero efectiva cadena de recompensas y amenazas, al tiempo que nos muestra la corrupción de las castas locales que, al igual que en todos los tiempos y lugares, doblaban la rodilla ante el poderoso mientras humillaban a los desvalidos y denunciaban a los coterráneos insurrectos. Es allí donde la figura de Judas Iscariote adquiere toda su dimensión, sino como personaje histórico si en su condición de perfecto recurso literario. En el primero de los casos, como ya lo han anotado tantos investigadores y pensadores, no se explica que para capturar a una figura públicamente reconocida como Jesús de Nazareth, el aparato policial del imperio precisara de un delator que lo señalara entre todos. Pero a la luz de la simbología cristiana, el cumplimiento del martirologio sí demandaba un agente mediador y por eso el papel de Judas es clave, de modo que sin un buen cronista dotado de imaginación poética todo se hubiera echado a perder. No por casualidad este hombre es, al lado de Caín, entre el variado catálogo de personajes bíblicos proscritos, uno de los más ponderados y revisitados por escritores y artistas a través de los tiempos: al fin y al cabo es, en cuerpo y alma, uno de los suyos.
El más socorrido de los lugares comunes nos describe la Historia como un péndulo que traza, deshace y rehace el camino de hombres y pueblos. Así las cosas, el relato de la muerte de Cristo en la cruz constituye el punto de partida de un reflujo de la marea que dio lugar a ese vigoroso y complejo proceso en el que el cristianismo se hizo con el control de Occidente valiéndose, claro está en el legado filosófico, artístico y metafísico del pueblo griego. De ahí el rol que juega la figura de Saulo de Tarso en la propagación de doctrina fuera de Galilea: a diferencia de los otros evangelistas, que se contentaron con profetizar y dar testimonio de las obras de su maestro, el que muy pronto se convirtió en San Pablo no tardó en descubrir, siglos antes de Lenin y sus epígonos, lo efectivo que resulta combinar todas las formas de lucha. Con el tiempo, el apóstol entre los apóstoles devino símbolo de una de las armas más apetecidas por los caudillos de todos los tiempos: el furor de los conversos que se revuelven contra sus antiguos compañeros de causa.
Hasta hoy muchos insisten en que la doctrina cristiana no ha calado en la mayoría de sus practicantes más allá de la pompa y las formas. Pero lo que nadie discute es que la saga de relatos derivados de su expansión constituye una fuente de narraciones testimoniales y de ficción que no tiene visos de agotarse. De hecho, independiente de la fe, que es después de todo un asunto privado, uno puede leer La Biblia cristiana como el gran fresco de una etapa en la vida de la humanidad que presenció el nacimiento de una forma de religión organizada jerárquicamente, es decir, de una expresión del poder mundano.
Detengámonos en la historia de José de Arimatea. Según el evangelista fue él quien recogió en el cáliz utilizado en la última cena la sangre que brotó del costado de Cristo después de ser herido en la cruz por la lanza de un soldado romano llamado Longinus. La descripción del cronista, que gravita entre la exaltación poética y el registro forense sirvió, entre otras cosas, para que en la Gran Bretaña del Medioevo surgiera una leyenda que ha dado de qué hablar a generaciones de poetas y músicos en los siglos siguientes: la saga de El Rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda.
Lo esencial todos lo conocemos. Un hombre, mitad real, mitad ficción, es escogido para liberar a su pueblo sometido a esclavitud por una legión de bárbaros. La hermandad ritual de doce caballeros dispuestos a rescatar el mundo de las garras del mal. Una mujer, la reina Ginebra de manifiesta inspiración mariana. La traición de uno de los caballeros. Las duras pruebas impuestas a los hombres y a su rey. Arturo rescatado por las hadas y conducido a la isla de Avalon de donde regresará un día a terminar su misión. Todo ello edificado sobre la búsqueda del Santo grial, una especie de objeto mágico que resulta ser, si nos atenemos otra vez a la palabra de los poetas y cronistas, el mismo cáliz donde José de Arimatea recogió la sangre de su redentor y qué llevó consigo durante su peregrinación a Occitania.
V
LA VUELTA DE TUERCA: MÁS ALLÁ DE GIBRALTAR
Dicen -siempre hay alguien que dice- que el emperador Constantino, apodado “El Grande”, en medio del furor de la batalla vio en el cielo un estandarte con una cruz estampada, en el que se podía leer la siguiente sentencia: “Con este signo vencerás”. Y con ese signo llegarían los europeos mil quinientos años después a lo que hoy es América, en busca de esa ruta hacia las Indias Orientales que las descripciones de cronistas y trovadores se habían encargado de exacerbar en su imaginación. “Más allá de Gibraltar esta situado lo imposible” les habían dicho una y otra vez, y ya sabemos que la palabra imposible es señuelo que suele despertar la ambición de los humanos. Agobiados por las tribulaciones económicas sumadas a las habituales disputas por el poder, los Reyes Católicos se embarcarían en esa aventura de descubrimiento y conquista que por un lado instauró el despojo y sembró el terror en las nuevas tierras al tiempo que plantó los cimientos de un mestizaje étnico y cultural que al día de hoy constituye uno de nuestros grandes patrimonios. Con el llegaron la espada, los encomenderos y la cruz, pero también arribaron la lengua y la visión más amplia del mundo propia de seres acostumbrados a cruzar los mares.
Y de historias de hombres que surcan los mares para fundar y desfundar mundos está hecha la materia que le da trabajo a los cronistas.
Por eso cada uno de los conquistadores que emprendió la aventura de las Indias se ocupó de que en sus naves, aparte de armas, abalorios, medicinas y provisiones viajara un cronista que diera cuenta de sus glorias y desastres ante los tiempos por venir.
Fueron ellos quienes nos revelaron que allende las Columnas de Hércules alentaba algo peor que una colección de animales fabulosos, porque ese territorio era propiedad de un mar indómito capaz de desaparecer con sus coletazos a flotillas enteras con su tripulación. Fueron ellos quienes urdieron las biografías imaginarias -como casi todas las biografías- del comerciante genovés que fue capaz de convencer a los reyes Isabel y Fernando para que patrocinaran una travesía en la que lo único cierto era la incertidumbre. Quinientos años después, nada claro se sabe al respecto, al punto de que Charles J. Merrill, profesor de la Universidad de Saint Martin en los Estados Unidos, publicó un libro donde afirma que los antepasados del descubridor a quien el continente americano debe su nombre no pertenecían a ningún clan apellidado Colombo o Columbus, si no a la muy catalana familia Colom, enemistada para entonces con los reyes, por lo que el navegante decidió cambiar sus apellidos. Cosas de historiadores, que para eso existen: para reinventar la Historia cada día.
Las mil y una noches
Como parte del legado de la presencia de los árabes en su país durante muchos de esos cronistas conocían la saga de Las mil y una noches, más toda la literatura relacionada, de modo que estaban habituados a transitar por esos territorios donde las fronteras que separan la realidad de la ficción se disuelven para dar lugar a un universo distinto y no menos consistente.
Sabían además de los cantares medievales y de las narraciones que convirtieron en leyenda las luchas que marcaron el fin de la sociedad feudal. Por eso fueron capaces de asomarse a los desvaríos de esa nueva tierra y a los de quienes las estaban conquistando, para contarlos con el tono pausado y la riqueza de detalles de quien redacta una monografía, aunque muchos de ellos supieran que estaban haciendo literatura, como se deduce del cuidado en el estilo y de la solidez en la recreación de caracteres. Basta con echar una mirada a los diarios de viaje de Fray Junípero Serra en su cabalgata interminable por lo que una vez fue territorio mexicano y hoy es parte de los Estados Unidos de América, para darse cuenta de que no estaba confeccionado solo un inventario, dirigido a cumplir con sus superiores. Hay que leer a Bernal Díaz del Castillo describiendo el fasto de las delegaciones que salían a recibir a Hernán Cortés o sumergiéndose en el tumulto de los mercados del Nuevo mundo con el aire de impasible curiosidad de quien asiste a la revelación de algo distinto pero en esencia idéntico a lo ya conocido, para revalidar algo que nos han enseñado los cronistas de todos los tiempos: que la gente es igual en todas partes y que, a duras penas, cambian su ropaje y sus costumbres.
“Desde que vimos cosas tan admirables, no sabíamos qué decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna muchas otras, y veíamoslo todo lleno de canoas y en la calzada muchos puentes de trecho a trecho, y por delante estaba la gran Ciudad de México; y nosotros aun no llegábamos a cuatrocientos soldados, y teníamos muy bien en la memoria las pláticas y avisos que nos dijeron los de Huexocingo, Tlascala y Tamanalco, y con otros muchos avisos que nos habían dado para que nos guardáramos de entrar en México, que habían de matar desde que dentro nos tuviesen. Miren los curiosos lectores si esto que escribo si había bien de ponderar en ello. ¿Qué hombres ha habido en el universo que tal atrevimiento tuviesen?” (Cronistas de Indias-Antología. El Áncora Editores-. Bernal Díaz del Castillo. Página 89).
Desarrollar pensamiento crítico implica entender que el mundo no se divide en blanco y negro: una labor fundamental -pero cada vez más difícil- en la era del conocimiento.
Mucho se habla de que vivimos la era de la economía del conocimiento. El conocimiento como activo transable es una de las diferencias fundamentales entre las sociedades feudales, basadas en la posesión de tierra, y de las sociedades posteriores a la Ilustración, marcadas por el saber. No solo sabe el padre de la iglesia, sino también sabe aquel que puede transformar la realidad a través de invenciones sociales, artísticas y tecnológicas. Por supuesto, desde la aparición de los computadores en la producción económica, el peso de la transformación recae no en la posesión de las maquinarias para agilizar el trabajo de las fábricas, sino en la capacidad que tienen los humanos de hacer que las máquinas “hablen entre sí”, de simplificar procesos y hacerlos asequibles, de procesar enormes cantidades de data, y de conectar con solo un click a varias personas en diferentes lugares del mundo.
Hoy hablamos de la era del conocimiento por el amplio acceso que tenemos a ella, a reproducirla e incluso a crearla. Pero, ¿vivimos mejor que en los tiempos feudales?
Desde el punto de vista de los avances en medicina, salubridad en las ciudades y comodidades no hay ninguna duda: vivimos en términos generales con menos penurias en muchos lugares del mundo. Y como este artículo no trata de la desigualdad social y económica que supone el hecho de que 26 multimillonarios poseen más dinero que las 3.800 millones de personas más pobres del planeta, la referencia a las disparidades se queda aquí, para la reflexión de cada quien.
El tema sin embargo, sirve para enmarcar el asunto en cuestión: la importancia del pensamiento crítico en la vida moderna. Hoy en día la vida urbana permite que las tiendas lleguen a casa, ver al amigo que vive en Nueva Zelanda en tiempo real, observar el nacimiento de un oso polar en el zoológico de Berlín sin salir de un apartamento bogotano, escuchar un concierto de la filarmónica, encontrar pareja a través de una app, ver los atardeceres más impactantes en las Maldivas en una tablet e incluso indignarnos y pedir renuncias o anunciar grandes decisiones de política internacional en plataformas con millones de seguidores.
Somos sociedades visuales y, en especial con el acceso –diríamos ilimitado– a la información, somos generaciones de rápida respuesta.
Pero lo cierto es que esta capacidad de ubicuidad, y el acceso libre a la información, no hace que nuestras democracias sean más robustas, y esto se basa en la poca atención que recibe el pensamiento crítico como motor de transformación social.
Al que lee no le echan cuentos. Pero claro que la frase no encierra una verdad completa. Por un lado, presupone que el acto de leer implica confrontar fuentes, buscar alternativas a la historia que se acaba de escuchar o leer. Leer es un antídoto frente al impulso visceral. Pero la limitación de esta frase se encuentra precisamente allí, donde no se ve. ¿A quién estamos leyendo? ¿Me estoy saliendo de mi zona de confort, de mi burbuja mental alimentada por mis influencers personales, escogidos por mí porque piensan parecido? He ahí uno de los peligros camuflados de las redes sociales: sigo lo que me simpatiza, bloqueo lo que no me gusta. Replico lo que reafirma mis ideas ya sea por asociación o por similitud. A veces también las respuestas viscerales, movidas por la emoción, nos impiden cuestionarnos la solidez de un argumento. Es decir nos regodeamos en el placer de tener la razón en el corto plazo.
Utilizar el pensamiento crítico significa decidir sopesando argumento a favor y en contra. Significa buscar hechos y no aceptar una opinión como una verdad por el simple hecho de estar respaldada por una mayoría. Es la capacidad de conectar ideas de manera independiente y reflexiva.
Peter Facione, investigador de temas de pensamiento estratégico y liderazgo, resume el valor social del pensamiento crítico de la siguiente manera: “enseñe a las personas a tomar decisiones acertadas y las equiparará para mejorar su propio futuro y para convertirse en miembros que contribuyen a la sociedad, en lugar de ser una carga para ella.” Y aunque el pensamiento crítico no asegura la felicidad, por lo menos sí pavimenta el camino para lograrlo.
Por fin tenemos la anhelada biblioteca universal, de acceso irrestricto, con la que soñaba Borges. Una biblioteca incompleta pero con millones de títulos de libros y de videos. Pero también podemos constatar que no contamos con las suficientes herramientas para leer sus libros y ver sus videos. Y es que para lograrlo necesitamos trabajar con tres herramientas claves:
Interpretación: entendida como la capacidad de ser un hacker de la información. Es decir, decodificar lo significados e identificar los sentidos. Es la habilidad de leer entre líneas.
Análisis: permite hacer la disección de los argumentos e identificar qué partes del contenido son sentimentales y generan una supuesta relación de interferencia, y cuáles son reales.
Evaluación: es el juicio final, que permite decantar los enunciados fuertes, lógicos y pertinentes. Basados en la información pertinente se sacan conclusiones.
Parece complicado que la mente pueda coordinar cada uno de estos pasos y al mismo tiempo generar respuestas rápidas en esta sociedad del conocimiento. Pero lo cierto es que es más largo describir los diferentes aspectos que componen el pensamiento crítico, que ponerlo en práctica. Se trata de “no comer cuento” para lo cual basta tener un espíritu curioso, y entender que el mundo no está dividido entre contrarios. Cada decisión contiene una paleta de posibilidades y de matices. Somos más que blanco o negro; intuitivo o reflexivo; bueno o malo; bruto o inteligente. Al evitar las dicotomías extremas, estamos entendiendo que el pensamiento es filigrana. Que una idea puede parecer buena porque viene de una autoridad moral a la que respetamos, pero que en realidad esconde manipulación emocional para beneficio de la agenda del interlocutor.
“No coma cuento” se alimenta de saber leer, de comprender el contenido de las lecturas, de mirar entre líneas y de conectar los puntos, y, finalmente, de saber explicar cómo llegamos a tales conclusiones. La lectura nos libera de las imposiciones de la autoridad, y esa es la principal ganancia de una sociedad democrática, que al mismo tiempo permite producir nuevas formas de conocimiento. Leer permite contextualizar, que le bajemos el volumen a los populismos, y que tengamos libertad de aprender, de exigir justicia y de evitar la explotación económica.
Es por eso que los primeros dos items en las agendas de dictadores y mandatarios totalitarios son: amordazar a la prensa para acallar las voces críticas, e ideologizar la educación. El producto son hordas de iletrados que permiten que el sistema judicial colapse, que saben cómo comprar votos en elecciones populares y aceitar maquinarias a punta de cuotas burocráticas. Por la carencia de pensamiento crítico es que florecen todos esos líderes mesiánicos, que prometen acabar con guerras a punta de fuego, acorralar negociadores para obligarlos a firmar acuerdos, construir muros para detener las migraciones.
Ya basta de aprender a repetir-memorizar-recitar… para volver a repetir los errores y andar ciegos por el mundo. Porque el que no lee, es como el que no ve.
Así que si llegó hasta este punto y tiene argumentos mejores, lo invito a que tendamos puentes y colaboremos en encontrar los argumentos más pertinentes.
-“Entonces, habrá grandes cambios en el gobierno”.
Según el norteamericano Robert Darnton, historiador de la cultura, esta conversación pudo haber tenido lugar en el Café Dupon, situado en la rue Saint- Honoré, año de 1729.
Estamos en el París de Luis XV.
En el tono del diálogo es posible apreciar el clima de una sociedad en la que los chismes de cama eran claves para comprender el rol jugado por sus habitantes en los asuntos públicos.
El cotilleo sobre los escarceos sexuales de los poderosos era una manera de hacer oposición.
Casi la única: los chismes circulaban en hojas volantes y en papeles escondidos en los bolsillos de los asiduos visitantes de los cafés.
Los sitios donde se horneó lo que después se conocería con el nombre de Opinión Pública: una suerte de entelequia sin forma precisa a la que todos invocan a la hora de darle validez a las decisiones de los poderosos, sean estas acertadas o no.
Bueno, las cosas no han cambiado mucho en realidad.
Para la muestra, basta con recordar el festín que medios de comunicación, opositores y opinión pública hicieron con la célebre mamada de la becaria Mónica Lewinsky al presidente Bill Clinton en los mismísimos pasillos de la Casa Blanca.
Lo mismo sucedía en los palacios de los césares, en las habitaciones de Catalina la Grande y en las mansiones de ensueño donde el rey Salomón tenía sus encuentros con la reina de Saba.
El sexo como la más demencial entre las manifestaciones del poder.
Sólo que para entonces todavía no se había inventado la Opinión Pública.
Al menos no como se la conoce desde que los grandes poderes económicos tomaron el control de los medios de comunicación. Es decir, de los creadores de la opinión.
Y mucho menos a partir del advenimiento de las redes sociales en el mundo digital, una suerte de tierra de nadie donde, amparado en el anonimato, un francotirador pude destruir vidas y reputaciones con el simple recurso de invocar el democrático derecho a la libertad de expresión.
Aunque en realidad, no hay mucha diferencia entre lo que circula en las redes del siglo XXI y este libelo decomisado por la policía a un opositor del régimen, asiduo de los cafés parisinos del siglo XVIII:
“¡Que una hija de puta
Triunfe en la corte!
Que en el amor y el vino
Luis busque la gloria vana.
¡Ah! ahí está ¡Ah! Ah , ahí está
A quien no le importa nada”.
Esos versos eran adaptados a la música de canciones populares de la época, tan célebres como aquella “ Malbrouck S´en v-at- en guerre” conocida en España y América como “ Mambrú se fue la guerra”.
Es decir, que los primeros forjadores de opinión pública se habían anticipado a los estribillos comerciales de hoy.
En un texto anterior dije que, al mostrar en sus relatos el mundo sexual de reyes, clérigos y altos burócratas, los pornógrafos contribuyeron a ambientar el escenario para el proyecto de La Ilustración y para el advenimiento de la Revolución Francesa.
Al despojar a los poderosos de su improbable origen divino, esos escritores los mostraban desnudos y, por lo tanto, frágiles ante las acometidas de las nuevas visiones del mundo.
Por esa vía, la opinión del público cambió: el soberano ya no estaba tocado tanto por la gracia de Dios como por las enfermedades venéreas.
Pero las cosas empezaron mucho antes. Dicen que el primer café fue abierto en Constantinopla, en el año de 1560. Con él nacieron las redes sociales integradas en un circuito que pasaba por las esquinas, los parques y los salones de las cortes, lugares todos por los que circulaba gran de cantidad de información, confiable o no.
Igual que hoy.
Dicen que los forjadores de la Constitución Política de los Estados Unidos de América vivían tan atentos a esa información, que en la declaración de independencia de 1776 consignaron como su objetivo central “La preservación de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.
Como podemos ver, esos principios estaban por encima de la propiedad, que llegaría por vía del liberalismo inglés.
A qué horas naufragó la embarcación que arrastró en su deriva a tan bellos ideales es algo que todavía no se ha podido precisar.
De igual manera, para la Constitución Francesa de 1793, “El propósito de la sociedad es la felicidad de todos”.
Esas expectativas circulaban tanto en los cafés como en los relatos de los escritores de pornografía y en los tratados de los grandes filósofos.
Así que, tal como en los cafés de la Constantinopla del siglo XVI, buena parte de los anhelos de la sociedad del futuro- sublimes o terribles- deben estar circulando a esta hora por la redes sociales del mundo virtual.
Entrevista realizada en Cartagena de Indias en 1993 y publicada en el suplemento Dominical de El Universal.
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A sus 73 años, es fácil ver en él a ese adolescente enemigo del estudio que pasaba todo el tiempo con un libro entre las manos. Así como hay personas que cambian con el tiempo hasta ser otras personas, frente a él uno comprende que lo único que cambia es el color de su cabello, que lo otro, su entusiasmo, su charla desbordada, repleta de nombres y de datos, de anécdotas picantes o juicios aplastantes, son las mismas charlas desbordadas y entusiasmos de ese niño de trece años que una tarde se sentó a leer un libro de Salgari sin saber que comenzaba una carrera inabarcable de lecturas literarias, un viaje descomunal a lo largo de ese mundo que compite con el mundo y lo suplanta.
Dice que empezó a leer en serio a los 15 años y profesionalmente a los 19. Desde entonces ha anotado cada libro que ha leído, su título original si fue escrito en otro idioma, el nombre del traductor, la editorial, el año y el número de la edición.
Aunque admite que era mejor lo que hacía Andrés Caicedo, que además de anotar el nombre del libro escribía dos o tres líneas sobre el mismo. Comparte con Borges la idea de que sólo se pueden leer en la vida dos mil libros bien leídos. Duda que Thomas Wolfe, tal como lo dijo, haya leído veinte mil.
Conoce la historia de la literatura colombiana como nadie. Podría decirse que ha leído todo lo que se ha escrito. Habla de todos los escritores como si los conociera personalmente. Él mismo forma parte de esa historia por ser el primero en haber hecho una antología, la de cuento, y por estar preparando, para fines de este año, un estudio sobre la novela colombiana.
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A pesar de que dejó de escribir porque le quitaba tiempo para leer, su conocimiento sobre la literatura le permite hablar con propiedad sobre el oficio. Dice que los suplementos literarios y los concursos de cuento y de novela están llenos de personas que no son verdaderos escritores.
“Fui jurado de varios concursos de cuento. Siempre llegaban 600 ó 700, pero sólo había quince buenos. En los de novela llegan cien, pero solo hay ocho o diez buenas. Hay quienes se creen literatos, algunos profesores que han leído dos o tres libros, pero uno es la formación de muchos libros y personas.
“Un libro que escribes es producto de muchas cosas, de muchas lecturas e imitaciones. Nadie es original, quien copia a cien no copia a nadie. Todo está en la mente, nadie en la vida improvisa. Para eso uno ha leído, ha almacenado.“
Las mismas escuelas son casualidades, como el grupo de Barranquilla, eso es falso, los grupos no hacen escritores, ni los talleres literarios. Lo que se necesita es la devoción de leer.
García Márquez y Alfonso Fuenmayor
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“El cerebro del grupo de Barranquilla fue mi amigo en Bogotá, del 44 al 48, Alfonso Fuenmayor. Fue jefe de redacción de Stampa, de Cromos, de El Tiempo, era traductor del francés y del inglés.
“Acostumbrábamos reunirnos en el café Asturias a hablar de literatura y a intercambiar libros. Leíamos todos los libros de la Colección Horizonte de Sudamericana, los de la editorial Santiago Rueda y los de Losada.
“En esa época Eduardo Zalamea Borda comentaba literatura en El Tiempo, especialmente literatura anglosajona, y Fuenmayor me decía: ‘¿Será que Zalamea ha leído más que nosotros?’
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Los años cuarenta fueron decisivos en el cambio del concepto de literatura en nuestro país. Pachón Padilla recuerda especialmente un concurso literario en el que surgió el debate acerca de si la literatura colombiana debía seguir con la tradición del costumbrismo o asimilar las nuevas corrientes que proponía la literatura universal. En el año 41, la Revista de Indias convocó a un concurso de cuento. Para Pachón Padilla, esa revista, fundada por Germán Arciniegas en el 36, es la mejor que ha existido en Colombia (“Mito era un mito, estaba sujeta a las modas literarias”).“Los jurados eran Tomás Rueda Vargas, rector del Gimnasio Moderno, maestros de maestros, muy culto, muy cosa, pero que de cuento no sabía nada; Tomás Vargas Osorio, de la redacción de El Tiempo, escritor que perteneció a Piedra y Cielo (después de muerto publicaron sus cuentos santandereanos, muy nacionalistas); Hernando Téllez, muy buen gusto, gran criterio, pero no le agradaba mucho la literatura colombiana, estaba influido por la inteligencia de los franceses, tenía cierto desdén por lo hispanoamericano; y Eduardo Carranza, gran poeta desde que surgió en Bogotá, pero no tenía idea del género.
“Al concurso llegaron dos cuentos, uno firmado en Buenos Aires, que todos sabían que era de Eduardo Zalamea, y otro firmado en Lima, que todos sabían que era de Eduardo Caballero Calderón (era la historia de un zapatero que se queda sin trabajo cuando llega la fábrica). El de Zalamea, ‘La grieta’, es quizá el mejor cuento que se ha escrito en Colombia, con él empezó el cosmopolitanismo. La historia se desarrolla en Irlanda, la tierra de Joyce.
“Hubo la gran discusión acerca de cuál concepto prevalecía, lo universal o lo regional. Los tomases optaron por lo regional. Téllez se fue por lo universal, y Carranza adhirió a Téllez. El fallo repercutió mucho”.
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Eduardo Zalamea
“En el 47, El Espectador era un periódico de la tarde. Desde principios de ese año Zalamea fundó una página llamada ‘Fin de semana’. Un espontáneo mandó una carta preguntando por qué traducían tanto y no ponían cuentos colombianos.
“Zalamea respondió que el día que se hiciera buen cuento en Colombia él lo publicaba. En ese mismo año yo escribí ahí sobre lo que era un cuento moderno. Un mes antes, a fines de octubre o de septiembre, había salido en esas páginas el cuento ‘La tercera resignación’, su autor había cumplido 20 años el 6 de marzo.
Zalamea dijo: ‘Apareció un gran escritor en Colombia y por eso lo publico’. El autor de ese cuento tenía mucho la lectura de Poe, de La metamorfosis de Kafka en la traducción de Borges, y también de textos de anatomía. En Bogotá, García Márquez vivía en una pensión que ya no existe, con estudiantes de medicina de Sucre, y él se leía sus textos de estudio. Por eso en ese cuento hay tanto de anatomía.
“Es más, una noticia que salió en El Tiempo en julio del 47, en las páginas internacionales, que yo leí, con toda seguridad García Márquez la leyó. Decía que en un pueblo de Asia encontraron una urna en el agua con un ser viviente con barba. Estoy seguro que esa noticia también influyó en la escritura del cuento.
“Recuerdo que yo era amigo de Edmundo López y me dijo: ‘Te voy a presentar un tipo que sabe más de literatura que tú’. Yo era muy charlatán. Hablé todo el tiempo de literatura. Nos tomamos dos o tres sifones. García Márquez escuchaba. No dijo nada, pero a mí no me importaba. Me miraba con los pies montados en una silla. Nadie le podía negar que iba a ser muy grande”.
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“En el 49 me pidieron que hiciera un programa para la Radio Nacional. Cada jueves presentaba en cinco o diez minutos a un autor, y un radioactor, dirigido por Bernardo Romero Lozano (en esa época no había televisión, todo el mundo nos oía) leía el cuento que yo había presentado. El programa era de 9 a 9:30 de la noche. El primer cuento fue ‘Guardián y yo’, de Eduardo Arias Suárez. Eso me obligó a leer más literatura colombiana en forma disciplinada.
“Cuando se creó la Biblioteca de la Cultura Popular, en el año 58, me dijeron: “Tú tienes un libro, la antología del cuento colombiano’. Yo lo entregué en julio del 58, con 26 de los que había presentado en el programa radial y 13 nuevos, entre ellos ‘Todos estábamos a la espera’, de Cepeda Samudio. En esa antología recogí cuentos políticos, beligerantes, como el de Jorge Zalamea, el de Truque o el de Mejía Vallejo.
“No fue un trabajo fácil. Había que leer lo que diera la tierra, leer todo lo que existía. Buscar los libros originales de los autores.
“Mucho tiempo después me dijo Jorge Rojas que le hiciera cuatro tomos de antología con prólogo y notas biográficas. Un libro que lo leyera el hijo de zapatero, los estudiantes, el hombre común. Se imprimieron cincuenta mil ejemplares. En esa selección se incluyeron 44 autores.
“En el 79, el gerente de Plaza y Janés me llamó como jurado del primer premio de novela y me pidió la antología, con los comentarios, para publicarla en dos tomos. Salió en el 80. Hubo otra versión de la antología en el 85, con menos autores.
“En cada edición he tratado de incluir autores recientes, pero eso siempre ha traído problemas. La gente no se pone brava porque la metiste, pero si no lo haces se pasan a la otra acera, hablan mal, me sucedió con varios amigos.
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Los mejores cuentistas de América Latina son: Horacio Quiroga, Borges, Felisberto Hernández, Cortázar, Rulfo, Lino Novas Calvo, Uslar Pietri y García Márquez.
Álvaro Mutis y García Márquez
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“En literatura todo el mundo necesita palanca. García Márquez publicó Cien años de soledad por recomendación de Carlos Fuentes, que era hijo de embajador y le envió una carta al director de la Colección Horizonte de Sudamericana. Ya Fuentes había publicado un capítulo de la novela en su revista. Los de Sudamericana no solo editaron la novela sino toda su obra.
“Lo mismo sucede con Mutis ahora. Mutis le presentó mucha gente a García Márquez en México y ahora este le paga los favores promoviéndolo e invitándolo a eventos internacionales. Es una adefesio decir que Mutis es el segundo novelista colombiano”.
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Álvaro Cepeda Samudio
“El escritor colombiano más inteligente que ha habido ha sido Álvaro Cepeda. Murió joven pero nos dejó dos obras muy importantes, el libro de cuentos, que fue editado en 1954, fue el primero bien unitario que se hizo en Colombia. Su novela es admirable.
“Rojas Herazo es uno de los grandes novelistas que tiene Colombia. Es más importante que lo que muchos se imaginan aquí. Tendrán que reconocerlo, quieran o no quieran. La novelería lo ha eclipsado, pero la posteridad acaba con eso.
“Lo que sucedió con ellos era que se trataba de dos escritores de la misma cultura, buenos lectores de la literatura anglosajona, costeños con igual tradición oral. Entonces sus obras debían tener elementos comunes.
“Zapata Olivella es inferior a ellos, pero es importante. No tiene la cultura de ellos. Le gustaba escribir pero no leer, pero es una obra que queda.
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Héctor Rojas Herazo
Su memoria parece un fichero. Tiene perfectamente clasificados a los escritores colombianos por generaciones.
“García Márquez pertenece a la generación del 55 (la de los nacidos entre 1925 y 1939); Rojas Herazo es de la del 40 (1910-1924)”.
Dice que la generación del 70 (1940-1954) tiene grandes escritores. Entre ellos destaca a Roberto Burgos, Antonio Caballero, Juan José Hoyos, César Pérez, Carlos Perozzo y Héctor Sánchez.
La última, la del 85 (1955-1969), es la de los escritores que apenas están cimentando su obra. De ella destaca a Evelio Rosero Diago, a quien considera un escritor de primer orden. “Parece que será el sucesor de García Márquez”.
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García Usta es de los muchachos que valen como poetas. En lo cultural se ha preocupado por hacer conocer a Rojas Herazo. Todo lo de García Usta me ha gustado, menos eso que dice de Zabala como maestro de García Márquez. Cuando leí eso, hace poco en El Tiempo, me dije que estaba equivocado. No digamos que es falso. No es inexacto. Digamos que el planteamiento es equivocado, de buena fe.
“García Márquez le debe a Zabala de periodismo, pero no creo que supiera cuento. Un maestro no te dice: ‘Tienes que corregir, empleaste mucho adjetivo o mucho gerundio’. Eso es indicación, eso no es un maestro.
“Al mismo García Márquez se lo oí. Creo que dijo una vez que Zabala había sido un tirano, pero no me vengan a decir que le cambió la mentalidad kafkiana o poeiana por Faulkner.
“Cuando García Márquez se vino a Cartagena, después del 9 de abril, lo que necesitaba era tener un estilo propio. Pero ya conocía a Faulkner, ya había leído Las palmeras salvajes y Mientras agonizo, en la traducción de Borges del 42, que llegó a Bogotá en el 45.
“Creo que es mi deber decírtelo. No es contra Zabala ni contra García Usta. Ni a favor de García Márquez, él no necesita ayuda. Es el escritor del mundo que más se lee y traduce. Logró lo que hubieran aspirado Joyce o Proust. Lo que no consiguieron los maestros lo consigue él.
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Clemente Manuel Zabala
“Estoy escribiendo la historia de la novela colombiana. En ella hablo de 116 novelas y 114 autores. Los únicos escritores de los que menciono dos novelas son Tomas Carrasquilla (Frutos de mi tierra y La marquesa de Yolombó) y García Márquez (Cien años de soledad y El otoño del patriarca).
El libro [salió en 1994] y en él trato de que prevalezca más la obra que el autor. La obra es más importante que el autor.”
“Me ha tocado trabajo, pero a los que vienen les va a tocar más. Es muy difícil tener acceso a algunas obras. La primera novela colombiana se llama Yngermina o la hija de Calamar, del cartagenero Juan José Nieto, y fue editada en Kingston, Jamaica, en 1844. De ella solo quedan dos copias, la de la Biblioteca Nacional y la de la Biblioteca de la Universidad de Yale, y ya no permiten sacarles reproducciones por lo deterioradas que están. Esos son libros que hay que reeditar. En el futuro será aun más difícil hacer una historia de la literatura colombiana”.
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Roberto Burgos Cantor
Oyendo a Eduardo Pachón Padilla es fácil comprender por qué, cuando lo conoció, García Márquez se quedó callado. Para qué echar a perder esa magnífica oportunidad de oír hablar torrencialmente sobre el oficio de la palabra.
Cada hora escuchándolo daría para escribir un libro. Para aquellos que disfrutan con lo que sucede detrás de las bambalinas de los libros, va soltando en el camino la historia de las 240 lecturas que Hemingway hizo de El viejo y el mar (“y las 240 veces le gustó”) o habla de aquellos escritores echados a perder (“García Márquez habló bien del joven Óscar Collazos y este nunca pudo cristalizar su obra. ‘Lo malo fue que se lo creyó’, diría el mismo García Márquez. ‘No quiero que pase lo mismo con Burgos Cantor’), descubre las travesuras de alcoba de la familia dueña de El Tiempo (“Uno de ellos se casó con la criada; eso aparece en la novela Mi tío”), dice que es común que algunos escritores empiecen una novela muy bien y después por prisa o inexperiencia, la echen a perder, cuenta que el único colombiano que ha hecho una historia de la novela colombiana, Antonio Curzio Altamar, “se leyó 800 novelas en un año y le dio surmenage, quiso matar a sus hijos después de haber matado a su mujer”. Así, en medio de historias divertidas y macabras, como las de los libros, de anécdotas picantes y juicios aplastantes, transcurre la charla apasionante de un niño de pelo blanco que ha hecho de leer, ese placer, todo un oficio.
Siblings Mohammed, Batool and Luai Ali Zaid walk on the rubble of their neighbor’s house which was destroyed by conflict in the Old City of Sana’a. The children fled the area with their family after the incident but have since returned. They walk among the ruins, reminiscing the time they used to play with their now-deceased friends. With violence and loss a daily reality for Yemen’s civilians, mental health and psychological support needs continue to exacerbate in Yemen, particularly among those displaced and vulnerable, including children. ; The 2-years conflict in Yemen has displaced more than three million people, and 21 million are in need of some form of humanitarian assistance.
Opinión de Juliana González, desde Berlín. Publicada en unpasquin.com | Vemos la hambruna en el ojo ajeno, pero no la avaricia en el propio. De nada sirve la cercanía geográfica si no produce titulares o fotos de una triada liberadora estrechándose la mano.
La geografía es la rectora que establece las prioridades de lo que nos importa. La geografía es caprichosa y accidentada. En un mismo territorio conviven el mar Caribe y una imponente Sierra Nevada. Unos kilómetros más arriba el verdor da paso a un infinito de arena y cielo. Hay otras geografías más ásperas y menos poéticas.
Los relieves de la geografía crean necesidades, ofrecen riquezas y generan tensiones.
La inmediatez geográfica es también maleable para obtener réditos políticos. Basta con mirar los conflictos alrededor del mundo para encontrar ejemplos, y luego mirarse adentro para encontrar que hay puntos ciegos a pesar de la cercanía geográfica.
La geografía es también un filtro para el dolor. Nos duele el dolor dependiendo de dónde provenga. Hoy en día existe un país en este mapamundi que vive la peor crisis humanitaria creada por los seres humanos, de la que se tenga noticia. Y no, no es la Venezuela de Maduro deshilachada en su tejido social ante la voracidad y crueldad de un sistema con remedos de instituciones. Un país en el que la cotidianidad de sus habitantes se ha convertido en un trueque permanente en los grupos de WhatsApp de familiares, amigos, vecinos y colegas para intercambiar alimentos y medicinas. Pareciera, porque está presente en todas las emisiones de noticias, pero no lo es. ¡Cuestiones de la geografía y de la política! Y desde la perspectiva colombiana, el punto ciego de la inequidad y la pobreza extrema tanto en Chocó como en La Guajira pone de relieve que la cercanía geográfica por si misma no intensifica el dolor. O ese otro extraño punto ciego de los asesinatos de líderes sociales. Vemos la hambruna en el ojo ajeno, pero no la avaricia en el propio.
De nada sirve la cercanía geográfica si no produce titulares o fotos de una triada liberadora estrechándose la mano.
Tampoco se trata de Siria. Un conflicto que lleva siete años de involución. Un país que sirve de espejo para ver cómo las fuerzas militares más poderosas del mundo convierten un territorio de terceros en un pulso de fuerzas ideológicas para proteger sus propios intereses económicos. Las sequías, la intransigencia y la violencia han generado millones de refugiados, en un país empobrecido y corrupto. Aquí son Rusia y Estados Unidos los que tiran de lados distintos y en el medio la gente. La gente que no parece importar demasiado al final de cuentas, porque siempre terminará por reproducirse. Es irresistible señalar con el dedo y querer decir “amigo, date cuenta” de que una intervención o una ocupación militar no se traducen en la solución instantánea para eliminar a un tirano.
Y así por entre la cartografía del mundo se cruza la península árabe de norte a sur y se llega a Yemen. En la antigüedad puerto de comercio de especias. Hoy, el infierno humano de la historia moderna. La lejanía impide que duela el drama de los 11 millones de niños desnutridos, de los cuales dos millones están en riesgo de muerte inminente por desnutrición, según cifras de organismos internacionales. Los alimentos no pueden distribuirse dentro del país porque en la guerra contra el gobierno, la alianza internacional para derrocarlo ha volado puentes y carreteras. El único puerto en funcionamiento cierra permanentemente por motivos de seguridad. Y allí la comida espera para que pueda ser repartida, mientras la gente se muere de hambre. Pero hablar de Yemen no da réditos políticos.
Donar a Yemen sería visto como un acto exótico en un país en el que a los niños también les toca morirse de hambre. Niños que también viven en una península desértica y exótica, que a pocos parece importar.
Yemen no le duele a nadie. Es una guerra olvidada. Es una factura abierta que nadie quiere pagar. Es otro espejo, lejano, de una intervención militar fracasada. Es un campo de ensayo y error de fuerzas contrarias azuzadas por alianzas militares extranjeras. Cuatro años de bombardeos aéreos, de armisticios rotos, dejan a los civiles en un estado de indefensión absoluto. 6.000 civiles asesinados durante el conflicto, y alrededor de 10.000 heridos. Amnistía Internacional calcula que más de 2,5 millones de niños no pueden asistir al colegio. Y nadie ha medido aún el impacto social de la hambruna y de los traumas del conflicto en la sique de los habitantes.
Yemen es la crueldad de la guerra y la indolencia del mundo, que entiende tanto del uso de la fuerza y tan poco del de la palabra negociada. Mientras tanto, en Hodeida, la aorta del país, se acumulan medicinas, toneladas de granos que podrían alimentar durante un mes a casi cuatro millones de yemenitas, y gasolina para hacer rodar por ejemplo ambulancias. Asesinar y someter a través del hambre. Las lentejas como arma letal. Vidas que se aletargan hasta apagarse en geografías lejanas y cercanas, porque luego de que Esaú vendiera su primogenitura, nadie quiere perder su reino por un plato de lentejas.
Un célebre cuadro de don Francisco de Goya nos muestra a Saturno (el equivalente romano de la divinidad griega Cronos, el que maneja los hilos del tiempo) dedicado a la tarea de devorar a sus hijos, que son los días, y con ellos al destino de los hombres con su carga de dichas y desventuras. A esa imagen del hombre sometido al poder del dios, los poetas de todos los tiempos han intentado oponerse con el sortilegio de las palabras, que en todas las cosmovisiones son agentes creadores, en la medida en que los seres y las cosas existen a partir del momento en que son nombrados. A ese recurso supremo apelan los habitantes de Macondo, entregándose a la tarea de rotular las cosas con sus nombres, como una manera de no sucumbir a la peste del insomnio, una de cuyas manifestaciones es el olvido.
En los orígenes de la literatura el viejo Homero, ciego y memorioso, se toma el trabajo de tejer una red o, si se quiere, de ensayar una pintura en la cual quedarán consignadas las huellas que dioses, héroes y hombres dejan a su paso por la tierra.
Flavio Josefo. Tomada de: Getty Images/UniversalImagesGroup
Dioses y demonios, príncipes y guerreros, adivinos y rapsodas, amantes y criminales, santos y locos nos hablan de los momentos primordiales de unos seres en cuya sangre ya alentaban los temores, las pasiones, la ambición y la grandeza, que son la sustancia utilizada por las criaturas para amasar su destino. Más allá de lo que sus relatos puedan decirles a los estudiosos del mito, la religión o la sicología, el periplo de Heracles y Leda, de Helena y los Argonautas, de Jasón y Odiseo es un auténtico Hilo de Ariadna que nos ayuda por igual a descorrer las capas de la Historia o a interrogar los oráculos del propio corazón.
Más adelante, el mundo será testigo de la aparición de unos hombres que consagran su vida a una lucha tenaz y acaso inútil contra el olvido, pero que en todo caso intentarán apropiarse de las palabras para relatarles a sus contemporáneos y a las generaciones de un futuro que también es pasado los trabajos y los días, las obras y milagros, los horrores y goces que constituyen el rastro dejado por los hijos de los dioses en su afán de hacerse a un lugar en el mundo. Por ellos nos enteramos de las fantasías de un pueblo que un día quiso elevar una torre que llegara hasta el cielo para mirar por fin de frente el insondable rostro de Dios. De su puño y letra supimos de las intuiciones de un ser mitad mito y mitad hombre, autor de una suerte de código que al juntarse con las leyendas del Asia Menor y más tarde con la filosofía griega dio lugar a una de las grandes religiones de la Historia. Gracias a sus palabras supimos del asombro y los pavores experimentados por los hombres de Hernán Cortés y del emperador Azteca cuando una mañana remota se asomaron al abismo fascinante y terrible de sus mundos desconocidos.
Una irreprimible inclinación hacia la taxonomía llevó a que los expertos en Historia y literatura los clasificaran un día como cronistas, vale decir, los que toman nota de lo que acontece en el tiempo, aunque sería más justo decir que
los cronistas son los que recogen las briznas dejadas por el tiempo en su ir y venir sin tregua ni remedio.
La literalidad de esa acepción pasa por encima del hecho, constatado muchas veces, de que el cronista dista mucho de ser un amanuense que registra los asuntos de la existencia en una especie de debe y haber, aunque ese fue el papel que les adjudicó durante siglos la soberbia de los poderosos: Al debe iban a parar las fantasías, las divinidades y las obras de los derrotados, mientras en el haber quedaban registradas las propias hazañas. No por casualidad los cronistas formaban parte del equipo de viaje de los conquistadores. Sin ellos era seguro que las gestas -reales o inventadas- serían presa fácil de la peste del olvido que es una de las señas de identidad de la condición humana.
La lista se hace extensa: De Flavio Josefo a Heródoto. De Marco Polo a Antonio Pigaffeta. De los juglares medievales a los cronistas de Indias, todos se convierten en fuente ineludible y necesaria cuando una persona intenta comprender su presente de la única manera posible: asomándose al pasado. ¿Cómo si no podríamos comprender el complejo universo social, económico, político y cultural en el que tuvo que adentrarse Marco Polo hasta llegar a los confines de la ruta de la seda? ¿De qué otra manera podríamos aproximarnos a las turbulentas empresas acometidas por el Imperio Romano en el momento de la irrupción del cristianismo? ¿ Con qué elementos habríamos de asomarnos a lo que significó la llegada de los europeos a las Indias Occidentales si los cronistas no hubiesen descrito al detalle la esencia de instituciones tan contradictorias como la encomienda y la Inquisición?
Marco Polo
Si la crónica pretende a ayudarnos a comprender el mundo, empezando por el universo personal, es evidente que no puede ser mero dato. Fría estadística. Registro monográfico de la realidad. Inventario de próceres. Contabilidad de víctimas y victimarios. Tiene además la responsabilidad de darnos pistas que nos conduzcan a lo más esencial de esos seres de carne y hueso que hacen la Historia. En esa tarea, además de las disciplinas que se ocupan de las distintas manifestaciones de la vida individual y social, este género encontró en el camino un aliado que habría de conducirlo hacia territorios no imaginados: la literatura. Con sus técnicas narrativas, su manejo del lenguaje, su habilidad para crear personajes y ante todo con la intuición poética, los restantes géneros literarios, vale decir: la novela, el cuento, la poesía y más tarde el ensayo pasaron a formar parte de una manera de contar el mundo que, sin perder de vista el hecho de que tenía que vérselas con seres y acontecimientos reales, supo entender que todo relato perdurable de la vida es en si mismo un acto de creación. La definición de caracteres, la descripción de atmósferas, los saltos en el tiempo y el espacio, los datos prestados de otros campos del saber, serán puestos al servicio de un intento por ahondar en las fuerzas que gravitan sobre el que es para muchos el resumen del proyecto de civilización: la ciudad moderna con sus conflictos de intereses, sus prodigios tecnológicos, la inmediatez de las comunicaciones y sus ofertas de bienestar, pero también con su irremediable dosis de indolencia, de competencia feroz, de soledad y de miserias incontables.
II
POSTALES DE CIUDAD
Sucede en Pereira, como por lo demás en muchas ciudades latinoamericanas. Los días 24 y 31 de diciembre, aunque no hayan tenido contacto durante el año y atendiendo a una cita pactada mucho tiempo atrás, cientos de hombres cuyas edades gravitan entre los veinte y los sesenta años, se reúnen en las calles de los barrios populares para jugar un partido de fútbol que es en realidad una prueba siempre renovada de lealtad con el pasado.
El rito empieza con el cierre de la calle escogida para el encuentro y con la instalación de pequeñas arquerías portátiles. Después viene la selección de los equipos, que corre a cargo de quienes han permanecido durante más tiempo en el sector y ese es el primer síntoma de que estamos asistiendo a un ritual de hondas repercusiones: los participantes apelan a la memoria de quien guarda en el recuerdo las imágenes del virtuosismo o la torpeza de los jugadores, del espíritu pacifista de unos o el talante pendenciero de otros. Empieza el partido y los vecinos se asoman a las ventanas, mientras los niños se arremolinan alrededor de la cancha improvisada, con el aire nervioso de quienes saben que un día serán ellos los protagonistas de la aventura. Como resultado del sorteo, los integrantes de uno de los equipos juegan sin camisa bajo el sol mordiente de las tres de la tarde. Sus rivales lucen un aspecto variopinto. Camisetas de oncenos del torneo local o de los más prestigiosos competidores de las ligas europeas: el Manchester United, la Juventus de Turín o el F.C Barcelona son los colores que más se repiten. Un muchacho de veinte años con la imagen de un dragón tatuada en el brazo luce, a manera de desafío, la camiseta de un remoto equipo de la liga turca. Cada cierto tiempo una comisión enviada por un emigrado próspero que contempla el juego desde el balcón de su casa se acerca para hidratar a los jugadores con una reparadora dosis de cerveza bien fría.
Fin del primer tiempo
Si usted quiere puede dejarlo en la mera anécdota: una colección de camajanes provenientes de distintos lugares del país y del planeta, que se reúnen cada año a embriagarse y a rumiar nostalgias de esquina con el pretexto de un partido de fútbol. Pero sí, así lo decide, puede aproximarse un poco más y podrá encontrar un puñado de historias como las que siguen.
Saque de puerta
Leonardo Guarín, el portero de los descamisados, ya pasó la barrera de los cincuenta años. Nació a un costado de la iglesia de La Trinidad, en el corazón del barrio Berlín de Pereira. Cursó hasta cuarto de bachillerato en el Colegio Rafael Uribe Uribe. Un día de 1979, cuando apenas contaba veinte, se marchó con un tiquete de ida en el bolsillo hacia un poblado de la frontera entre México y Estados Unidos donde el novio de su hermana mayor trabajaba como “Coyote”, transportando inmigrantes irregulares entre los dos países. Poco tiempo después regentaba una casa de prostitución en Tijuana, alimentada con las mujeres indocumentadas que no alcanzaban a cruzar la frontera. Hoy es propietario de una cadena de bares diseminada por el sur de La Florida. En cada uno de ellos tiene fijado en la pared un cartel gigante del Deportivo Pereira donde aparecen, entre otros, el portero Reynel Ruiz y los delanteros Benjamín Cardona y Jairo “El Chiqui” Aguirre. Desde 1985, año en el que obtuvo su documentación regular, viaja a Pereira para el alumbrado del 7 de diciembre y regresa a Estados Unidos finalizando enero. Durante su permanencia en la ciudad se instala en la casa doña Joba, su madre, la misma donde él nació. Él es quien financia una parranda interminable que dura cuarenta y cinco días con sus noches y además se encarga de reparar los daños a terceros.
Marca a presión
Obed Tamayo anda por los sesenta pero corretea rivales y mete pierna con la tozudez de un adolescente. Luce con orgullo una camiseta roja y amarilla del Deportivo Pereira que ostenta en su espalda el nombre del futbolista Carlos Darwin Quintero, transferido hace un tiempo a la liga mexicana. La sede del desafío amistoso es ahora una de las calles del barrio Boston, ubicado en el sector suroriental de la ciudad.
Poco después de llegar de Caicedonia, Valle, un pueblo azotado por la violencia liberal-conservadora, aprendió el oficio de zapatero solador y se instaló en una casa de esterilla desde la que vio crecer lo que hoy es un sector habitado por maestros y funcionarios públicos. En 1961 empezó a jugar partidos en un potrero vecino con los hombres que regresaban e Venezuela y Estados Unidos, sin sospechar que un día se sumaría a la legión de peregrinos que partieron de la ciudad y se desperdigaron por el mundo. Un día de 1999 sus hijas, radicadas en España un lustro atrás, se lo llevaron a vivir a esa tierra de la que solo tenía noticias por las temporadas de toros y desde la que regresa cada diciembre a visitar los nietos que permanecen en su tierra, pero sobre todo a jugar los partidos donde se encuentra con Guillermo, un ingeniero de la Universidad Tecnológica que trabaja en Holanda; con Roberto, un antiguo ayudante de camión que se especializó en conducir lanchas rápidas cargadas de droga por la costa Oeste de los Estados Unidos y ahora es un empresario en uso de buen retiro y con su ahijado Sebastián, un adolescente que ya se probó en las divisiones inferiores del Pereira. Pero lo más importante de todo es comprobar que Olegario Flórez todavía está vivo. Se trata de un octogenario oriundo de La Celia que se cuenta entre los primeros habitantes del barrio y que a su edad aprendió a manejar Internet para comunicarse con sus familiares y amigos regados por el mundo.
El frente de ataque
John Steven Marín apenas tiene quince años, juega de centro delantero y desde su estreno en el año 2007 se lo disputan los equipos de los retornados que celebran la navidad y el año nuevo jugando un partido de fútbol en una calle del sector D de la Ciudadela del Café. A pesar de lo que uno pueda imaginar, su ídolo no es Lionel Messi sino Hugo Hernán Quiceno, un gigantón rubio con aire vikingo que siembra la confusión cuando declara que nació en Riosucio (Caldas), un municipio de fuerte ascendencia indígena. Cuando contaba apenas tres años John Steven lo vio jugar en las canchas del sector y quedó prendado de su elegancia para quitarles la pelota a los rivales y de su repentina manera de enfilar hacia el arco contrario. Hugo Hernán empezó a viajar a España en el año 2002 en un programa de cosecheros temporales, y desde entonces su joven adorador lo aguarda por diciembre, con la esperanza de que los dioses que controlan el azar lo pongan a jugar en su bando para aprender por fin el secreto de su manera de pegarle a la pelota sin dejarla caer.
“Triste, y muy triste”. Esos son los dos únicos estados de ánimo conocidos por el padre del narrador de El joven audaz sobre el trapecio volante, libro de cuentos del escritor norteamericano de origen armenio William Saroyan.
Las historias- veinticinco en total – transcurren en 1933, uno de los años más difíciles vividos por los Estados de América luegodel descalabro financiero de 1929.
Son títulos como: Sesenta mil asirios, Amor, muerte, sacrificio, etcétera, Risa, Guerra, Viñedo del Gran Valle, La Aspirina forma parte de la NRA, Id vosotros a la guerra y Yo sobre la tierra.
Corren tiempos de desempleo, soledad y desesperanza. A pesar de todo, millones de personas siguen llegando a esa que desde la distancia se les antoja tierra de promisión.
Ahora deambulan por calles y campos con las manos en los bolsillos, a la espera de un milagro que nunca acaecerá.
Porque hasta los milagros escasean en esos tiempos. Y más para un joven descendiente de inmigrantes condenados a trabajar a cambio de cualquier moneda que les ayude a llevarse un trozo de pan a la boca.
En esas circunstancias, sólo resta apelar a cualquier cosa que les permita asomarse a algo parecido a las raíces. Una palabra, un acorde, el olor de una comida.
Lo que sea.
“Yo soy armenio. Ya lo he dicho antes. La gente me mira y se queda extrañada, así que yo me adelanto y se lo aclaro enseguida. Soy armenio, les digo. Es una observación absurda, pero yo la hago de todas formas porque la gente espera que lo haga. No sé lo que significa ser armenio, del mismo modo que no sé qué significa ser inglés, o japonés, o cualquier otra cosa. En cambio sí tengo una vaga idea de lo que significa estar vivo. Eso es lo único que me interesa enormemente”.
Con esa declaración de principios a flor de labios, el narrador va y viene de una costa a otra de los Estados Unidos. De Manhattan a San Francisco y de ésta última a los viñedos del valle de San Joaquín, donde miles de desarrapados malviven recogiendo uvas y mordiendo el pan amargo que apenas si alcanza para mantenerse en pie.
Y en últimas, es lo único que necesita este contador de historias. Porque la vida le interesa como un enorme surtidor de historias que se entrecruzan y desembocan en la muerte redentora que a todos iguala.
En el último cuento del libro, el protagonista acaba de recuperar su máquina de escribir, que había dejado en una casa de empeño, porque anhelaba saber por un solo día cómo viven los ricos: salmón, vino blanco, cine, espectáculos, sexo.
Así que lo encontramos, dichoso y perplejo frente a la página en blanco. El resultado serán las veinticinco historias que acabamos de leer. Es decir, que los lectores avanzamos en una dirección contraria a la suya.
Lo cual quiere decir que nuestros caminos se cruzarán justo al llegar a las antípodas.
II
El germen de la locura
Con una prosa desnuda y plena de poesía, William Saroyan nos desnuda el alma profunda de ese país que tan bien supieron recrear escritores como William Faulkner, John Steinbeck y John Dos Passos.
Es decir, el germen de esa clase de locura y desarraigo que alienta en las páginas de autores como Thomas Pynchon.
William Saroyan
Porque el frenesí de consumo y derroche que llegaría después es apenas un síntoma del desasosiego que se agita en las formas supremas del capitalismo tardío.
En el cuento titulado Dormir en paz terrenal, el narrador nos deja entrever algunos asomos de la pesadilla, insinuados en el trajinar nervioso de jóvenes y viejos que buscan los cuartos de las putas en alguna pensión:
“Viejos y muchachos suben y bajan las escaleras de los pequeños hoteles. Hay dinero de por medio, y esto es así porque la nuestra es una sociedad capitalista, y porque el medio de pago, incluso en cuestiones de amor y de lujuria, ha adoptado convenientemente la forma material de la moneda y el billete. Resulta imposible entender el absoluto fracaso del capitalismo hasta que uno no ha estudiado la forma en que las chicas dan amor y muerte a oficinistas y contables”.
Estamos ante las mismas visiones del abismo que años más tarde explorarían grandes músicos de rock como Frank Zappa, Jim Morrison y Lou Reed, los tres doctorados en los abismos del desamparo.
¡Y hablamos de unos relatos escritos en la primera mitad del siglo XX!
El siglo de la guerra industrializada como otra forma de multiplicación del capital.
En el cuento Id vosotros a la guerra es posible respirar el aliento a destrucción que se ha apoderado de “El alma de la nación“.
“(…) Sé que no es oportunidad porque la oportunidad ya llamó a mi puerta hace unos cuantos años y yo no estaba, había salido a buscar trabajo (…)
“(…) y de nuevo vuelvo, esta vez con cierta tristeza, al relato que debería estar escribiendo, pero no hay manera; la guerra no me deja escribir. Es como una sombra que se cierne sobre cada una de mis ideas y hace que cualquier esperanza de futuro resulte vana. En vez de sentarme y deprimirme salgo a pasear y me encamino hacia la biblioteca pública. Me fijo en la gente y me doy cuenta de que hay algo que los hace parecer diferentes. No son como eran ayer (…)”
La desazón que atraviesa los relatos de este libro se aproxima bastante a la del joven audaz que se mece sobre el trapecio volante de la vida.
Por eso el contador de estas historias ensaya una y otra vez su declaración de principios:
“¿Sabéis que no creo que de verdad exista la poesía, el relato o la novela como formas literarias? Creo que lo único que existe es el ser humano. Lo demás son artimañas. Yo estoy intentando plasmar en esta historia al hombre que soy. Y tanto como pueda de mi tierra. Lo que más deseo en el mundo es ser honesto y audaz a mi manera”.
En esa búsqueda de lo humano, William Saroyan nos legó las doscientas páginas de este libro que prefiguraría su consolidación como una de las grandes voces de la narrativa norteamericana en la primera mitad del siglo XX.
Y lo consiguió porque, en el fondo, la suya es en realidad la voz de los millones de armenios que hoy siguen padeciendo a los poderes del mundo con su infinita capacidad para el destierro.