sábado, julio 5, 2025
cero

El 4 de julio en las canciones populares

0

El 4 de julio es una fecha especial en la que se celebra en grande en Estados Unidos, y es que un día como hoy, en el año de 1776, se firmó la Declaración de Independencia para liberar a las 13 Colonias Americanas del Imperio Británico.


 

Créditos: Us. As

Esta fecha histórica marca el comienzo de uno de los países más poderosos de mundo y para celebrarlo, aquí te dejamos cinco canciones que reflejan muy bien el espíritu festivo americano.

 

#1 “Born in the U.S.A” Bruce Springsteen

Canción escrita en 1984 como tema principal para una película del director Paul Schrader que nunca llegó a estrenarse en la que Springsteen iba a realizar el papel protagónico. El sencillo terminó convirtiéndose en uno de los  más conocidos del vocalista, obteniendo el número 275 en la lista de “Las 500 mejores canciones de todos los tiempos” de la revista Rolling Stone. La letra trata sobre los efectos de la guerra que tuvo US con Vietnam y el regreso de los soldados a casa.

 

#2 “America” Neil Diamond

Una canción muy patriótica, escrita e interpretada por Neil Diamond, para su película The Jazz Singer. El sencillo se estrenó en 1980, pero fue en 1981 cuando alcanzó el éxito masivo en US, obteniendo el octavo lugar en el Billboard Hot 100. El tema es la inmigración en los Estados Unidos tanto a principios del siglo XX como en la actualidad.

 

#3 “Living in America” James Brown

Este sencillo fue  escrito por Dan Hartman y Charlie Midnight en 1985  y alcanzó el número cuatro en el Billboard Hot 100 permaneciendo en la lista por 11 semanas consecutivas. Fue utilizado como uno de los temas para la película Rocky VI, y en 1986 nominado a un Grammy por Mejor Canción de R&B. Su tema es la vida en Estados Unidos y los lugares o ciudades emblemáticos de la nación.

 

 

#4 “White America” Eminem

Sencillo del mejor rapero de US estrenado en el 2002 en el álbum The Eminem Show. El tema aborda la política, el racismo y la violencia en Estados Unidos; desmiente el sueño americano y recuerda los derechos de los ciudadanos de América.

 

#5 “Party in the U.S.A” Miley Cyrus

Por último, una canción de pop interpretada por una de las celebridades más famosas de los últimos años. El sencillo habla del traslado de la estrella de Nashville a Hollywood y en su video rinde homenaje al musical Grease de 1978. En el 2009 la canción alcanzó el segundo lugar en el Billboard Hot 100 y ha vendido 6 millones de copias en Estados Unidos.

10 escritores estadounidenses que debes conocer

0

Selección de los primero capítulos de 10 obras maestras de la Literatura Nortemericana


 

Clic en el texto de su elección

 

Andrés Galeano, el reanimador cardiovascular de la poesía

0

Entre música y café y subrayando algunas frases, caí en cuenta que el trabajo del joven Galeano es un microcosmos literario, escritura telegráfica o mejor, paquetes de humor dosificado para reanimar ciudadanos anestesiados.


 

“He tomado a Sofía, la he fundido con Tatiana y ha salido Natasha”

Tolstói

Solo una cosa sé, para escribir como lo hace el joven pereirano Andrés Galeano (1979) hay que ser un caballo salvaje. Uno desbocado y encabritado. Uno que corre con la prosa y a la par deleita al lector haciéndolo sonreír al ritmo de sus pasos finos. Pero despacio, no hay que ondear la suave melena ni mirar el colmillo del caballo tan pronto, porque hay que indagar cuáles son los motivos detrás de la temática de su nuevo libro, especialmente en un contexto de tanta seriedad social como Pereira.

Cabizbajo (pero no ruborizado) y de cara a esta reseña, confieso una intimidad, soy mal vecino con la poesía. La razón es que tengo oído de piedra para sentirla, aunque creí por largo tiempo que los diálogos de telenovela eran poética pura y con ello me contenté. Después descubrí con desconcierto, que esa forma de hablar en la televisión era una forma de no pensar y de no sentir nada.

 

Foto: Diego Val.

 

Aún así, me interné en ese pequeño libro que generosamente me donó la Secretaría de Cultura de Pereira, titulado “De lo que soy”, ganador del concurso “Estímulos 2017”, y a eso de las 2 de la madrugada, entre música y café y subrayando algunas frases, caí en cuenta que el trabajo del joven Galeano es un microcosmos literario, escritura telegráfica o mejor, paquetes de humor dosificado para reanimar ciudadanos anestesiados.

Este armazón textual de 38 poemas, es, a mi juicio, una catarsis personal, o mejor, una mixtura entre cuento, guion, cinematografía, filosofía y azúcar. Ingredientes que cocinados a fuego lento y a temperatura de almohada, resultó en lo que los críticos y jurados del evento dictaminaron, en lenguaje de cuello almidonado, como:

“Una dosis descollante de intertextualidad e hipertextualidad crítica”.

 

Foto: Diego Val.

 

Pero ¿qué es eso? ¿por qué los insultos del jurado hacia la obra? Ni lo uno, ni lo otro; ni es algo, ni es un adefesio, es el veredicto hacia un libro que contiene un humor fragmentado a martillazos y luego lanzado con fuerza al papel (o a la pantalla), de igual forma que el pintor Alejandro Obregón tomó, sin ton ni son, a tiros su autorretrato allá en Barranquilla.

Ahora, lo curioso de este libro es la pregunta que debemos tomar del cuello para hacerla cantar ¿a qué contexto de Pereira está ligado este contenido? Porque nuestra ciudad tiene una tradición de personas bohemias, de polemistas, pseudo escritores, vértigo mercantilista y de repelús por lo cómico. Pero ¿qué tradición jocosa, se identifica en la ciudad para que este autor se inspirara en la temática? No es posible identificar esto más allá de las canciones locales picarescas de mitad del siglo pasado, los tarumbas de entre parques y la cultura de las ludotecas.  En este caso solo huelga decir que esta obra está ligada a la personalidad de su autor.

 

Foto: Diego Val.

Y aunque no soy amigo de Andrés Galeano (porque no he conversado con él) tuve una ocasión de oír una de sus charlas presididas por el poeta Hernán Mallama Roux, donde el público no quedó indiferente ante la divertida exposición de algunos poemas de este libro hoy reseñado. También ahí se me prendió el foco al pensar que uno de los medios literarios para hacer algo original es entrar, con toda seguridad, en algún tema inexplorado, donde nadie considere que valga la pena seguirlo, y escribir sobre el con inteligencia.

Esa es la explicación sobre este autor y esta obra y creo que por ahora no tengo más que decir. Es  esta una escritura limpia pero extraña, filosófica pero entretenida, desparpajada pero actual.  Porque un creador, y en efecto este autor lo es, no es uno que se adelanta a su generación, sino que es el primero de sus contemporáneos que conoce lo que está ocurriendo y lo expresa por medio de su estilo.

 

Foto: Diego Val.

 

Solo me queda decir, que toda la temática del libro titulado “De lo que soy” (2017)  salió de un único globo terráqueo: la cabeza de Andrés Galeano; y de una sola fuente de inspiración: su carácter jocoso, rayano en la poesía del bogotano Edmundo Perry o de los trabajos de la caleña Julieta Parra, ya que como dijo el escritor norteamericano David Foster Wallace: “La narrativa o mueve montañas o se sienta sobre su propio culo” y en épocas tan serias, la definición de la buena poesía debe ser la de aquel que se dedica a localizar una población aburrida hasta el tedio, y aplicarle, con su escritura, técnicas de reanimación cardiovascular. Andrés es ese técnico del humor.

El San Pedrito, una celebración coqueta que se expresa al ritmo del Sanjuanero

0
Foto por: Orlando Salazar

Las empresas, las avenidas, los edificios, los centros comerciales, los almacenes tienen al menos un motivo para recordarles a propios y a los miles de visitantes que es la época en la que toda Colombia “se pega su rodadita al Huila”.


 

” ¿Usted sabe qué significa el baile del Sanjuanero?”

Mientras intentaba elaborar una respuesta a la altura de esta celebración tan característica del país, mi interlocutora, que me había lanzado a quemarropa esa pregunta, me sorprendió con una respuesta tan original como contundente:

“Es que el parejo se lo pide a uno”.

Quedé como las casas que entrega el Gobierno: ¡de una sola pieza! La conversación no avanzó más; no había nada más que agregarle a esta simpática definición, que –como situación normal en mí- me hizo sonrojar.

Minutos antes, ese grupo de hermosas bailarinas, con sus respectivos parejos, aparecieron en el recibidor del hotel GHL Style de Neiva donde pasamos la noche los integrantes de Acord Colombia, durante la Gran Cumbre del Deporte, que incluyó un seminario y la exaltación de los mejores deportistas del país.

Como aún faltaban algunas horas para mi regreso a Pereira, aproveché la familiaridad que se percibe en este hotel para apoderarme del computador de mesa y adelantar parte de las obligaciones cotidianas (los periodistas siempre tenemos trabajo por hacer).

Mi sorpresa fue grande, muy grande, cuando fui a recoger mi celular, que de manera imprudente dejé cargando en el piso, en un costado del lobby, escondido debajo de una nevera para que nadie lo notara. Pues, efectivamente, alguien sí se percató de él. Acababa de quedar incomunicado, recriminándome por ser tan confiado.

Mi aturdimiento por la pérdida del celular se disipó un poco con el bullicio que había en el lugar. Justo al frente de la recepción del hotel, en la sala de espera, un ramillete de hermosas candidatas vestidas con sus faldas anchas y sus blusas de dacrón ceñidas al torso y con coloridos adornos y sus parejos, posaban para fotos con los huéspedes que también disfrutaban del ambiente festivo.

El botones del GHL Style de Neiva no dudó en decirme: “señor Salazar, si quiere le tomo la foto”. Y accedí. Lo hice pensando que estaba posando con las reinas del festival folclórico, Reinado nacional del bambuco y de la Muestra internacional del folclor, como se le conoce a la celebración del “San Pedro”, de la que cualquier visitante por esta época (segunda quincena de junio) no se puede sustraer: todo en Neiva gira alrededor de esta fiesta.

Las empresas, las avenidas, los edificios, los centros comerciales, los almacenes tienen al menos un motivo para recordarles a propios y a los miles de visitantes que es la época en la que toda Colombia

“se pega su rodadita al Huila”.

 

Foto por: Orlando Salazar

 

Me había equivocado, pero de ninguna manera me arrepentí de haberme tomado la foto. Las tres mujeres de mi derecha y las tres de mi izquierda sí eras reinas, pero no las del evento de San Pedro; eran las reinas de “V San Pedrito interno del hotel GHL Style Neiva”.

Es una tradición en la capital del Huila que las empresas y sus colaboradores festejen esta celebración de la Ciudad. Fiesta nacida en 1969, que está indisolublemente ligada al Sanjuanero, ese ritmo de rajaleña con acento de bambuco compuesto instrumentalmente en 1936 por el maestro Anselmo Durán Plazas (1907 – 1940)

Más allá de una filosofía empresarial encaminada al buen clima laboral, la celebración interna de las empresas del “San Pedrito” – en este caso GHL Style Neiva -, es todo un reconocimiento a la tradición, a la cultura, a los valores artísticos, al sentimiento de arraigo que se manifiesta en el palpitar de los huilenses cuando empiezan a sonar los acordes que dicen: “En mi tierra todo es gloria cuando se canta el joropo” y que sigue con:

“y si es que se va a bailar, el mundo parece loco. Sigamos bailando, sigamos cantando…”. (La letra de esta rajaleña es de la señora Sofía Gaitán de Reyes)

Contagiado por ese entusiasmo efervescente de todos los empleados del Hotel, y aún con tiempo para abordar en la terminal el bus para la capital pereirana, acepté la invitación al reinado. El salón solo quedaba a unos cuantos pasos, en un local del mismo centro comercial San Pedro Plaza, desde donde se escuchaba el vivar por las candidatas. Efectivamente eran sus madres, amigas, hijos y compañeros de trabajo, que portaban carteleras simples, adornadas con dibujos de flores o con imágenes de reinas y parejos de baile, que las movían al ritmo de los pitos y del jolgorio atrapado en ese espacio.

Al frente del auditorio estaban Wendy Chelen Quintero Rocha, representantes del departamento de Administración.

Por el departamento de Seguridad, la representante era Gisela Perdono Claro; de Recepción, Cindy Lorena Trujillo Lemus. Por parte del departamento de Alimentos y Bebidas estaba Luceidy Peña Galvis, y de Habitaciones, Leidy Johana Ipuska.

Cada una dio lo mejor de sí. Con sus parejos intentaron congraciarse con el jurado, armonizando en el escenario los ocho pasos que requiere una buena ejecución del agraciado baile; se empieza con la invitación para seguir con los ochos, los coqueteos, la arrodillada, la levantada de pie, la arrastrada del ala, el secreto y la salida final.

“Esta pieza musical se ejecuta con intensidad, romanticismo y emoción, un proceso donde el hombre conquista a la mujer de manera galante…”,

dice uno de los textos que en la Internet promociona al departamento del Huila.

 

Foto por: Orlando Salazar

 

La picardía se expresa en los gestos de los bailarines; mientras la falda pareciera tomar vuelo, al estilo de la icónica imagen de la actriz Marilyn Monroe, el parejo se arrodilla en una solo pierna, toma su sombrero con la mano derecha, se lo lleva a su pecho, y con la mano izquierda sostiene de una punta la pañoleta roja, que del otro extremo es tomada por la danzante, para que esta dé una vuelta entera y se luzca con su armonioso paso, contoneando cadera y hombros, para hacer aún más picante el baile.

Esa imagen y la de la pareja pisando el sombrero (la arrastrada del ala) son algunas de las que se aprecian en tamaño gigante en sitios públicos y centros comerciales de Neiva, elaboradas finamente, llamativas y coloridas, que además de no pasar inadvertidas, cumplen su función: recordar que Neiva está celebrando una de las fiestas folclóricas más reconocidas e importantes del país.

Cada una de las candidatas del “V San Pedrito interno de GHL Style Neiva” hace su presentación; obviamente en cada salida se escucha el Sanjuanero, mientras el jurado, integrado por la  gerente del centro comercial San Pedro Plaza, la señora Ana María Arias la Rotta; la directora de Cotelco – capítulo Huila -, Carole Macchi, y el gerente del Hotel, Miguel Darío Urbano, toman nota para acreditar que la pareja ganadora cumpla con el requisito: 50 por ciento interpretación del baile, 25 por ciento simpatía y 25 por ciento barra.

Lamenté el tener que regresar a casa, ya que dejaba en ese recinto la esencia del “San Pedro”, reducida a una mínima expresión, pero capaz de proporcionarnos a los que no conocíamos esta Fiesta, una idea de cómo nuestra sociedad no solo se aglutina sino que se reconoce y se expresa alrededor de una tradición.

El taxista tomó una ruta para evitar los atascos ocasionados por el progreso, pero además porque desde el día anterior que había llegado a la ciudad de las achiras ya observaba cómo una avenida principal estaba delimitada por vallas para los desfiles; a ello se sumaba, según dijo mi interlocutor, los atascos por dos puentes que están construyendo para “desembotellar” la ciudad. Y para que no quedara coja mi visita a esta calurosa urbe, pasamos por la concha acústica; “aquí es donde se hace el reinado”, me dijo el taxista.

En mis manos tenía todos los insumos para hacer un escrito que complaciera mi gusto por retratar algunas expresiones sociales. No obstante, a mi relato le faltaba la nuez.

“Gracias por interesarse por nuestra cultura”, fue una de las frases que me dijo la señorita que atendió mi llamada. Yo sabía que ella tenía la respuesta.

Después de explicarle que había estado en el San Pedrito de su empresa y que por circunstancias de mi “vuelo” de ocho horas a Pereira, atravesando la Línea a la una de la madrugada, no me enteré de quién había ganado el certamen de belleza.

 

Foto por: Orlando Salazar

 

Sorprendida por una inquietud aparentemente anodina, pero agradecida por el interés mostrado, me dijo con un tono de orgullo que la nueva reina era la representante de Administración, la señorita Wendy.

Cuando las dos presentadoras del reinado anunciaron a la candidata Wendy Chelen Quintero Rocha, no solo dijeron que estaba vinculada al Hotel desde el 15 de enero de 2018, sino que además se caracteriza por su sencillez y compromiso.

Para quien escribe quedan claros varios aspectos, que subyacen de la anécdota que dio lugar a este escrito.

Primero, que las fiestas de Neiva, más que baile, reinas y celebración, son toda una corriente sanguínea que recorre el cuerpo de la sociedad huilense.

Y segundo, que de manera consciente o no, la empresa sobre la que gira esta crónica (Hotel GHL Style Neiva) fomenta un aspecto básico del manejo empresarial: el clima laboral. La organización entiende – y por eso motiva el San Pedrito – que los valores culturales afectan las prácticas de la organización. Las relaciones laborales, dice el teórico Joan Costa en su artículo “El lado humano de la empresa”, abarcan todo aquello que las empresas lleven a cabo más allá de sus obligaciones contractuales, para formar, informar, motivar y reforzar los nexos que fidelizan su plantilla.

No saben la satisfacción que sentí cuando, más que preguntarle, le compartí al botones la desazón por la pérdida de mi celular. Yo estaba seguro de que alguien lo había tomado, y ya le pertenecía a algún fulano.

“Yo lo vi y lo guardé; está aquí en la recepción”, me dijo.

El alma me volvió al cuerpo. Le agradecí al empleado del Hotel, pero no dejé de fustigarme por mi excesiva confianza, al tiempo que me alegré de vivir en carne propia el valor de la honestidad, que – clarísimo está -, corresponde a un comportamiento empresarial del Hotel.  Y sigo pensando para mis adentros, que debería ser la manera correcta de comportarnos, tal como lo señala un video de aquellos que llegan por WhatsApp elogiando a la sociedad japonesa: “si no es tuyo, debe ser de alguien”. Todos sabemos que esa premisa no opera en Colombia, salvo casos como el que aquí les relato. El culto a la honestidad, más que reencontrarme con mi celular, fue la gran satisfacción que sentí esa noche en el Hotel GHL Style Neiva.

 

 

Si la candidata me volviera a hacer la pregunta de: ¿Usted sabe qué significa el baile del Sanjuanero?, yo le diría que es un baile en el que el parejo pide y la reina suave y coquetamente se desliza para incentivar la provocación.

Pero estoy seguro que ella me interrumpiría y me volvería a decir:

“Es que el parejo se lo pide a uno”.

“Sigamos cantando, sigamos bailando, sigamos cantando, ¡carambas!, que me vuelvo loco.”

Las enseñanzas de Don Juan

0

Vivimos hoy un momento de la historia empecinado en renegar de la memoria.


 

Los buenos libros son como las formas de las nubes  y las piedras: uno ve en ellos lo que desea ver. 

Dicho  de otra manera, los libros son, entre muchas otras cosas, nuestros miedos  y anhelos vueltos  palabra escrita. Siguiendo esa ruta cientos de lectores  y editores han visto en la breve  y definitiva   obra de Juan Rulfo la génesis de esa marca de fábrica llamada “Realismo mágico”.

En mi caso, las enseñanzas del autor de Pedro Páramo van mucho más allá. Para empezar, el recurso aquél de “… Muchos  años después” retomado por García Márquez en la primera frase de Cien años de soledad es una  invitación a devolverle a la memoria su condición esencial: la de clave única para entender el destino individual y colectivo.

Vivimos en un hoy que solo puede explicarse si nos asomamos al ayer.   Los recuerdos son así el hilo de Ariadna que nos  permite salir del laberinto para encontrar en el mapa del mundo el rostro de  lo que somos.

Por eso en los relatos  del escritor  mexicano,  vivos y muertos coexisten en un territorio donde el antes es también el después. Es más, los vivos van por el mundo con generaciones enteras de muertos a cuestas. Son estos quienes les ayudan a recorrer el camino con inquietud  pero sin   prevención: ellos ya lo transitaron y tuvieron como recompensa final el conocimiento de si mismos.

“Vine a Comala, porque me dijeron que aquí vivía mi padre. Un tal Pedro Páramo”, confiesa Juan Preciado al iniciar su relato.

Imagen extraída de: Casadellibro.com

 

En realidad, ese pensamiento puede expresarse de otra forma: vine a este lugar, porque aquí  yace la parte de mí que me hace  falta para completarme.

Entendida desde la clave de la memoria, no es casual que la obra de Juan Rulfo surja en un  continente sumido en un caótico y tortuoso tránsito hacia la modernidad.

Desde México hasta el cono sur, las viejas sociedades  agrarias se sumergían en un ritual baño de sangre en el que las ideas liberales y conservadoras eran  la expresión más o menos abstracta  de la conocida pugna entre los imperativos de cambio y los temores que invitan a dejar las cosas como están.

“¡Ilustración ¡” pedían unos “¡Viva Cristo rey” replicaban los otros. Entre tanto,  tal como lo precisara Karl Marx  citado en el título de un bello  texto de Marshall Berman, todo lo sólido se disolvía en el aire.

Vivimos hoy un momento de la historia empecinado en renegar de la memoria. De un lado, el hedonismo  invita a tomar la flor del día y olvidarse de todo lo demás. Por eso  repetimos los mismos actos cientos de veces sin  derivar de  ellos forma alguna de conocimiento: el principio del placer sin límites exige obrar siempre como si fuera  la primera vez.

 

Imagen extraída de: Malditacultura.com/

 

Hace unos días, un  conocido me detuvo en la calle, y como si se tratara de un doctor Kinsey  redivivo, me soltó la pregunta sin mediar preludio alguno: ¿Y usted con cuantas mujeres se ha acostado? Hasta esa fecha  había concebido el sexo como un asunto de intensidad, de descubrimiento. Pero no: Aquí se trataba de un problema estadístico dirigido a  omitir el inalienable regalo de la comunicación personal.

Es decir, ni más ni menos que el puro ejercicio de la desmemoria.

Pero hay todavía más. La velocidad  y la inmediatez de las nuevas tecnologías de la comunicación  siembran en  nosotros la idea de unos acontecimientos que surgen de  la nada, se convierten en noticias y desaparecen luego sin dejar rastro para, acto seguido dar lugar a  otra serie de eventos.

Vista de esa manera, la existencia es poco menos que una sucesión de espejismos. El ejemplo más claro de ese fenómeno son los millones de ciudadanos que le dan la vuelta al mundo en una hora a través del control remoto del televisor. Al final están enterados de todo  aunque no entienden nada.

En mi caso, los relatos de don Juan Rulfo operan a modo de antídoto frente al peligro  de  la disolución.

 

Imagen extraída de: Andavetedeviaje.com

 

Como la vida misma, sus paisajes y personajes están hechos de tiempo y por lo tanto, la única manera de acceder a ellos es a través de la  memoria, los  recuerdos.

Esas polifonías de seres dolientes y piedras calcinadas  nos recuerdan a cada instante que las criaturas, animadas o inanimadas somos apenas marcas de tiempo. Descifrarlas, o al menos   intentarlo, implica  hacer   un alto en el camino para ponerse a salvo del vértigo que todo lo banaliza.

Esas son, al menos para mí, algunas de las enseñanzas derivadas de  la última y siempre  nueva relectura de la breve, impagable obra de don Juan.

La marcha de los colores

0

Marcha por el orgullo gay 2018


Nuestro fotógrafo de La Cebra que Habla acompañó la revolución o marcha de los colores y la diversidad sexual por las calles de Pereira. Un desfile emotivo que comenzó en el parque de La Libertad y terminó en la plaza cívica Ciudad Victoria con una celebración a lo grande. Una manifestación pasiva que dejó en claro la voz y la figura de los cientos de activistas por los derechos del movimiento LGBTI a nivel nacional y mundial. Esta galería es una muestra multicolor de los actores de este evento, que sin duda, disfrutaron la tarde de domingo y se sintieron orgullosos, un día más, de los 364 días restantes.

 

Bienvenidos

 

 

Elogio de la palta o aguacate

0
SANYO DIGITAL CAMERA

El aguacate es mantequilla de árbol.


 

Ponerle azúcar es un crimen. No entiendo a la gente que coge la mitad de una palta, la espolvorea con azúcar y continuación se la come con cucharilla, sin más, sin guarnición, como si se comiera la mitad de una toronja. Han oído bien: toronja. Suena igual de apetitoso que “naranja”, y uno piensa automáticamente en colores brillantes y sensaciones agridulces llegan a la boca. A ver, ¿quién me dice que se antoja un pomelo, aunque sea a altas horas de la noche? Ni los malpensantes.

El domingo es el mejor día para el desayuno, siempre y cuando no nos hayamos pasado de copas la noche anterior. Con todo el tiempo del mundo, con apenas ruido en el ambiente, es imperativo empezar el día como Dios manda. De otra manera, para qué preocuparse en abrir la ventana o acudir a la terraza si lo que vamos a hacer es llenar un cuenco con leche y hojuelas.

Una mañana, con sólo contemplar una mesa llena de frutas, jugos, tazas, platillos y otras cosas se me hace agua la boca. Soy capaz de sonreír y perdonar a todo el mundo. Y si se cuela el sol por algún lado, ya es el colmo de la dicha. Perdonen la ridiculez.

 

Foto Por: José Crespo Arteaga.

 

Un domingo cualquiera: café tinto, marraquetas, queso curado y trozos de aguacate. De ser posible, salame o chorizo seco. Olvídense de los huevos refritos, de los panqueques o de cualquier tortilla. Y olvídense del periódico, que últimamente solo desinforma. Además, la lectura tiene el inconveniente de distraer a la mente para que ésta se concentre en las papilas gustativas.

El aguacate es mantequilla de árbol. Por decir algo, según apariencia y textura, porque nada se le parece. Su sabor impreciso es lo que me tiene atrapado desde siempre. Como los champiñones, los palmitos, las nueces y otros manjares sobrios de esta vida. Sabrán los puercos entrenados y los ricos a qué saben las trufas para que valgan tanto.

He probado paltas de todos los tamaños y formas. Las más pequeñas, de cáscara negra y aroma intenso que de chico devoraba como si fueran cualquier fruta. Siempre me ha parecido extraño que el aguacate sea una fruta, no siendo dulce o que las sandías fueran calabazas. La niñez es una etapa misteriosa, la vida nos tiene engañados durante esos años.

 

Foto Por: José Crespo Arteaga.

 

Como tal me ha enseñado que este fruto sirve para ensaladas (tomando las funciones de hortaliza), acompañando cualquier comida seca o mitigando el hambre con un sándwich de mortadela y palta a media tarde.

Batirlo es un crimen. Su consistencia pastosa me hace pensar en las mascarillas de belleza y así no se me antoja. Yo soy muy de imágenes a la hora de comer. Ni con nachos picantes había podido desterrar el fastidio. Pero siempre hay una excepción: mezclado con unos toques de cilantro es la combinación más extraordinaria para acompañar una tortilla mexicana con carne molida. Un gozo para el paladar y un redoble festivo para el espíritu.

Degustarlo en cubitos marca la diferencia, y trinchándolo con el tenedor, aparte de elegante, acrecienta el gusto. No me sabe bien que haya que hacerlo con cucharilla -cogiendo una mitad-, como si fuera un helado de crema. Al deshacerse en la boca, su consistencia suave y delicada multiplica las variables de su sabor. Como los chocolates que se deshacen con la lengua. No es lo mismo el chocolate casi líquido que uno casi sólido. La sutil diferencia en aspecto es inmensa cuando se trata de sensaciones.

 

Lo que define a los tacos es el aguacate con el toque de cilantro. Foto Por: José Crespo Arteaga.

 

La vida se trata de eso, de apreciar detalles por mínimos que sean. Perdonen otra vez el cliché o la inocencia. La comida me hace retornar a la infancia, qué le vamos a hacer.

Y así, me alegra que pueda disfrutar de esta delicia prácticamente todo el año. Me importa un comino que digan que se debe comer con moderación por su supuesta tendencia engordante. Vicios todos tenemos. Este el mío: paltas o aguacates, según la región como se denominen. Cremosos, acuosos, fibrosos, olorosos o menos, verdosos o amarillentos, siempre estarán en mi mesa acompañando el arroz, los espaguetis o las papas fritas de vez en cuando.

Ofreciendo indescriptible contraste a la carne asada, cuando ésta sala la boca más de la cuenta y se requiere algo que ofrezca mayor frescura. Una vez más, en el momento insoslayable del desayuno, con ese café humeante, no hay mejor alimento para el alma junto al pan recién horneado y crocante. La sensación lo es todo.

 

 

Un desayuno como pide el cuerpo para disfrute del espíritu. Foto Por: José Crespo Arteaga.

Hiroshima

0
Writer John Hersey sitting at his desk w. pen in hand, in office at TIME. (Photo by Time Life Pictures/Pix Inc./The LIFE Picture Collection/Getty Images)

John Hersey


Texto extraído del libro “Hiroshima”

[Internet]

 

I           UN RESPLANDOR SILENCIOSO

 

Exactamente a las ocho y quince minutos de la mañana, hora japonesa, el 6 de agosto de 1945, en el momento en que la bomba atómica relampagueó sobre Hiroshima, la señorita Toshiko Sasaki, empleada del departamento de personal de la Fábrica Oriental de Estaño, acababa de ocupar su puesto en la oficina de planta y estaba girando la cabeza para hablar con la chica del escritorio vecino. En ese mismo instante, el doctor Masakazu Fujii se acomodaba con las piernas cruzadas para leer el Asahi de Osaka en el porche de su hospital privado, suspendido sobre uno de los siete ríos del delta que divide Hiroshima; la señora Hatsuyo Nakamura, viuda de un sastre, estaba de pie junto a la ventana de su cocina observando a un vecino derribar su casa porque obstruía el carril cortafuego;

el padre Wilhelm Kleinsorge, sacerdote alemán de la Compañía de Jesús, estaba recostado —en ropa interior y sobre un catre, en el último piso de los tres que tenía la misión de su orden—, leyendo una revista jesuita, Stimmen der Zeit, el doctor Terufumi Sasaki, un joven miembro del personal quirúrgico del moderno hospital de la Cruz Roja, caminaba por uno de los corredores del hospital, llevando en la mano una muestra de sangre para un test de Wasserman; y el reverendo Kiyoshi Tanimoto, pastor de la Iglesia Metodista de Hiroshima, se había detenido frente a la casa de un hombre rico en Koi, suburbio occidental de la ciudad, y se preparaba para descargar una carretilla llena de cosas que había evacuado por miedo al bombardeo de los B-29 que, según suponían todos, pronto sufriría Hiroshima. La bomba atómica mató a cien mil personas, y estas seis estuvieron entre los sobrevivientes.

Todavía se preguntan por qué sobrevivieron si murieron tantos otros. Cada uno enumera muchos pequeños factores de suerte o voluntad —un paso dado a tiempo, la decisión de entrar, haber tomado un tranvía en vez de otro— que salvaron su vida. Y ahora cada uno sabe que en el acto de sobrevivir vivió una docena de vidas y vio más muertes de las que nunca pensó que vería. En aquel momento, ninguno sabía nada.

El reverendo Tanimoto se levantó a las cinco en punto esa mañana. Estaba solo en la parroquia porque hacía un tiempo que su esposa, con su bebé recién nacido, tomaba el tren después del trabajo hacia Ushida, un suburbio del norte, para pasar la noche en casa de una amiga. De las ciudades importantes de Japón, Kyoto e Hiroshima eran las únicas que no habían sido visitadas por B-san —o Señor B, como llamaban los japoneses a los B-29, con una mezcla de respeto y triste familiaridad—; y el señor Tanimoto, como todos sus vecinos y amigos, estaba casi enfermo de ansiedad.

Había escuchado versiones incómodamente detalladas de bombardeos masivos a Kure, Iwakuni, Tokuyama y otras ciudades cercanas; estaba seguro de que el turno le llegaría pronto a Hiroshima. Había dormido mal la noche anterior a causa de las repetidas alarmas antiaéreas. Hiroshima había recibido esas alarmas casi cada noche y durante semanas enteras, porque en ese tiempo los B-29 habían comenzado a usar el lago Biwa, al noreste de Hiroshima, como punto de encuentro, y las superfortalezas llegaban en tropel a las costas de Hiroshima sin importar qué ciudad fueran a bombardear los norteamericanos.

La frecuencia de las alarmas y la continuada abstinencia del Señor B con respecto a Hiroshima habían puesto a la gente nerviosa. Corría el rumor de que los norteamericanos estaban reservando algo especial para la ciudad.

El señor Tanimoto era un hombre pequeño, presto a hablar, reír, llorar. Llevaba el pelo negro peinado por la mitad y más bien largo; la prominencia de su hueso frontal, justo encima de sus cejas, y la pequeñez de su bigote, de su boca y de su mentón, le daban un aspecto extraño, entre viejo y mozo, juvenil y sin embargo sabio, débil y sin embargo feroz. Se movía rápida y nerviosamente, pero con un dominio que sugería un hombre cuidadoso y reflexivo. De hecho, mostró esas cualidades en los agitados días previos a la bomba.

Aparte de decidir que su esposa pasara las noches en Ushida, el señor Tanimoto había estado trasladando todas las cosas portátiles de su iglesia, ubicada en el atestado distrito residencial de Nagaragawa, a una casa de propiedad de un fabricante de telas de rayón en Koi, a tres kilómetros del centro de la ciudad. El hombre de los rayones, un tal señor Matsui, había abierto su propiedad, hasta entonces desocupada, para que varios amigos y conocidos pudieran evacuar lo que quisieran a una distancia prudente de los probables blancos de los ataques.

Al señor Tanimoto no le había resultado difícil empujar él mismo una carretilla para mudar sillas, himnarios, Biblias, objetos de culto y discos de la iglesia, pero la consola del órgano y un piano vertical le exigían ayuda. El día anterior, un amigo del mencionado Matsuo lo había ayudado a sacar el piano hasta Koi; a cambio, él le había prometido al señor Matsuo ayudarlo a llevar las pertenencias de una de sus hijas. Era por eso que se había levantado tan temprano.

El señor Tanimoto preparó su propio desayuno. Se sentía terriblemente cansado. El esfuerzo de mover el piano el día anterior, una noche de insomnio, semanas de preocupación y de dieta desequilibrada, los asuntos de su parroquia: todo se combinaba para que apenas se sintiese capaz del trabajo que le esperaba ese nuevo día. Había algo más: el señor Tanimoto había estudiado teología en Emory College, en Atlanta, Georgia; se había graduado en 1940 y hablaba un inglés excelente; vestía con ropas americanas; había mantenido correspondencia con varios amigos norteamericanos hasta el comienzo mismo de la guerra; y, metido entre gente obsesionada con el miedo de ser espiada —y quizás obsesionado él también—, descubrió que se sentía cada vez más incómodo.

La policía lo había interrogado varias veces, y apenas unos días antes había escuchado que un conocido, un hombre de influencia llamado Tanaka, oficial retirado de la línea de vapores Tokio Kisen Kaisha, anticristiano y famoso en Hiroshima por sus ostentosas filantropías y notorio por sus tiranías personales, había estado diciéndole a la gente que Tanimoto no era confiable. En forma de compensación, y para mostrarse públicamente como el buen japonés que era, el señor Tanimoto había asumido la presidencia de su tonarigumi local, o Asociación de Vecinos, y esta posición había sumado a sus otras tareas y preocupaciones la de organizar la defensa antiaérea para unas veinte familias.

Esa mañana, antes de las seis, el señor Tanimoto salió hacia la casa del señor Matsuo. Encontró allí la que sería su carga: un tansu, gran gabinete japonés lleno de ropas y artículos del hogar. Los dos hombres partieron. Era una mañana perfectamente clara y tan cálida que el día prometía volverse incómodo. Pocos minutos después se disparó la sirena: un estallido de un minuto de duración que advertía de la presencia de aviones, pero que indicaba a la gente de Hiroshima un peligro apenas leve, puesto que sonaba todos los días, a esta misma hora, cuando se acercaba un avión meteorológico norteamericano.

Los dos hombres arrastraban el carrito por las calles de la ciudad. Hiroshima tenía la forma de un ventilador: estaba construida principalmente sobre seis islas separadas por los siete ríos del estuario que se ramificaban hacia fuera desde el río Ota; sus barrios comerciales y residenciales más importantes cubrían más de seis kilómetros cuadrados del centro de la ciudad, y albergaban a tres cuartas partes de su población: diversos programas de evacuación la habían reducido de 380.000, la cifra más alta de la época de guerra, a unos 245.000 habitantes. Las fábricas y otros barrios residenciales, o suburbios, estaban ubicados alrededor de los límites de la ciudad. Al sur estaban los muelles, el aeropuerto y el mar interior, tachonado de islas.

Una cadena de montañas recorre los otros tres lados del delta. El señor Tanimoto y el señor Matsuo se abrieron camino a través del centro comercial, ya atestado de gente, y cruzaron dos de los ríos hacia las inclinadas calles de Koi, y las remontaron hacia las afueras y las estribaciones. Subían por un valle, lejos ya de las apretadas filas de casas, cuando sonó la sirena de despeje, la que indicaba el final del peligro. (Habiendo detectado sólo tres aviones, los operadores de los radares japoneses supusieron que se trataba de una labor de reconocimiento). Empujar el carrito hasta la casa del hombre de los rayones había sido agotador; tras maniobrar su carga sobre la entrada y las escaleras del frente, los hombres hicieron una pausa para descansar.

Un ala de la casa se interponía entre ellos y la ciudad. Como la mayoría de los hogares en esta parte de Japón, la casa consistía de un techo de tejas pesadas soportado por paredes de madera y un marco de madera. El zaguán, abarrotado de bultos de ropa de cama y prendas de vestir, parecía una cueva fresca llena de cojines gordos. Frente a la casa, hacia la derecha de la puerta principal, había un jardín amplio y recargado. No había ruido de aviones. Era una mañana tranquila; el lugar era fresco y agradable.

Entonces cortó el cielo un resplandor tremendo. El señor Tanimoto recuerda con precisión que viajaba de este a oeste, de la ciudad a las colinas. Parecía una lámina de sol. Tanto él como el señor Matsuo reaccionaron con terror, y ambos tuvieron tiempo de reaccionar (pues estaban a 3.200 metros del centro de la explosión). El señor Matsuo subió corriendo las escaleras, entró en su casa y se lanzó de cabeza entre los bultos de sábanas.

El señor Tanimoto dio cuatro o cinco pasos y se arrojó entre dos rocas grandes del jardín. Se dio un fuerte golpe en el estómago contra una de ellas. Como tenía la cara contra la piedra, no vio lo que sucedió después. Sintió una presión repentina, y entonces le cayeron encima astillas y trozos de tablas y fragmentos de teja. No escuchó rugido alguno. (Casi nadie en Hiroshima recuerda haber oído nada cuando cayó la bomba. Pero un pescador que estaba en su sampán, muy cerca de Tsuzu en el mar Interior, el hombre con quien vivían la suegra y la cuñada del señor Tanimoto, vio el resplandor y oyó una explosión tremenda.

Estaba a treinta y dos kilómetros de Hiroshima, pero el estruendo fue mayor que cuando los B-29 atacaron Iwakuni, a no más de ocho kilómetros de allí).

Cuando finalmente se atrevió, el señor Tanimoto levantó la cabeza y vio que la casa del hombre de los rayones se había derrumbado. Pensó que una bomba había caído directamente sobre ella. Se había levantado una nube de polvo tal que había una especie de crepúsculo alrededor. Aterrorizado, incapaz de pensar por el momento que el señor Matsuo estaba bajo las ruinas, corrió hacia la calle. Se dio cuenta mientras corría de que la pared de la propiedad se había desplomado hacia el interior de la casa y no a la inversa.

Lo primero que vio en la calle fue un escuadrón de soldados que habían estado escarbando en la ladera opuesta, haciendo uno de los mil refugios en los cuales los japoneses se proponían resistir la invasión, colina a colina, vida a vida; los soldados salían del hoyo, y la sangre brotaba de sus cabezas, de sus pechos, de sus espaldas. Estaban callados y aturdidos.

Bajo lo que parecía ser una nube de polvo del lugar, el día se hizo más y más oscuro.

La noche antes de que cayera la bomba, casi a las doce, un anunciador de la estación de radio de la ciudad dijo que cerca de doscientos B-29 se acercaban al sur de Honshu, y aconsejó a la población de Hiroshima que evacuara hacia las «áreas de refugio» designadas. La señora Hatsuyo Nakamura, la viuda del sastre, que vivía en la sección llamada Nobori-cho y que se había acostumbrado de tiempo atrás a hacer lo que se le decía, sacó de la cama a sus tres niños —Toshio, de diez años, Yaeko, de ocho, y una niña de cinco, Myeko—, los vistió y los llevó caminando a la zona militar conocida como Plaza de Armas del Oriente, al noreste de la ciudad.

Allí desenrolló unas esteras para que los niños se acostaran. Durmieron hasta casi las dos, cuando los despertó el rugido de los aviones sobre Hiroshima.

Tan pronto como hubieron pasado los aviones, la señora Nakamura emprendió el camino de vuelta con sus niños. Llegaron a casa poco después de las dos y media y de inmediato la señora Nakamura encendió la radio, la cual, para su gran disgusto, ya anunciaba una nueva alarma. Cuando miró a los niños y vio lo cansados que estaban, y al pensar en la cantidad de viajes —todos inútiles— que había hecho a la Plaza de Armas del Oriente en las últimas semanas, decidió que, a pesar de las instrucciones de la radio, no era capaz de comenzar de nuevo. Acostó a los niños en sus colchones y a las tres en punto ella misma se recostó, y al instante se quedó dormida tan profundamente que después, cuando pasaron los aviones, no la despertó el ruido.

A eso de las siete la despertó el ulular de la sirena. Se levantó, se vistió con rapidez y se apresuró hacia la casa del señor Nakamoto, jefe de la Asociación de Vecinos de su barrio, para preguntarle qué debía hacer. Él le dijo que debía quedarse en casa a menos que sonara una alarma urgente: una serie de toques intermitentes de la sirena. Regresó a casa, encendió la estufa en la cocina, puso a cocinar un poco de arroz y se sentó a leer el Chugoku de Hiroshima correspondiente a esa mañana. Para su gran alivio, la sirena de despeje sonó a las ocho.

Oyó que los niños comenzaban a despertarse, así que les dio a cada uno una manotada de cacahuetes y les dijo, puesto que la caminata de la noche los había agotado, que se quedaran en sus colchones. Esperaba que volvieran a dormirse, pero el hombre de la casa que limitaba al sur con la suya empezó a hacer un escándalo terrible martillando, poniendo cuñas, aserrando y partiendo madera. La prefectura de gobierno, convencida como todo el mundo en Hiroshima de que la ciudad sería atacada pronto, había comenzado a presionar con amenazas y advertencias para que se construyeran amplios carriles cortafuegos, los cuales, se esperaba, actuarían en conjunción con los ríos para aislar cualquier incendio consecuencia de un ataque; y el vecino sacrificaba su casa a regañadientes en beneficio de la seguridad ciudadana.

El día anterior, la prefectura había ordenado a todas las niñas físicamente capaces de las escuelas secundarias que ayudaran durante algunos días a despejar estos carriles, y ellas comenzaron a trabajar tan pronto como sonó la sirena de despeje.

La señora Nakamura regresó a la cocina, vigiló el arroz y empezó a observar a su vecino. Al principio, el ruido que hacía el hombre la irritaba, pero luego se sintió conmovida casi hasta las lágrimas. Sus emociones se dirigían específicamente hacia su vecino, aquel hombre que echaba su propio hogar abajo, tabla por tabla, en momentos en que había tanta destrucción inevitable, pero indudablemente sentía también cierta lástima generalizada y comunitaria, y eso sin mencionar la que sentía por sí misma. No había sido fácil para ella.

Su marido, Isawa, había sido reclutado justo después del nacimiento de Myeko, y ella no había tenido noticias suyas hasta el 5 de marzo de 1942, día en que recibió un telegrama de siete palabras: «Isawa tuvo una muerte honorable en Singapur». Supo después que había muerto el 15 de febrero, día de la caída de Singapur, y que era cabo. Isawa no había sido un sastre particularmente exitoso, y su único capital era una máquina de coser Sankoku. Después de su muerte, cuando su pensión dejó de llegar, la señora Nakamura sacó la máquina y empezó a aceptar trabajos a destajo, y desde entonces mantenía a los niños —pobremente, eso sí— mediante la costura.

La señora Nakamura estaba de pie, mirando a su vecino, cuando todo brilló con el blanco más blanco que jamás hubiera visto. No se dio cuenta de lo ocurrido a su vecino; los reflejos de madre empezaron a empujarla hacia sus hijos. Había dado un paso (la casa estaba a 1.234 metros del centro de la explosión) cuando algo la levantó y la mandó como volando al cuarto vecino, sobre la plataforma de dormir, seguida de partes de su casa.

Trozos de madera le llovieron encima cuando cayó al piso, y una lluvia de tejas la aporreó; lodo se volvió oscuro, porque había quedado sepultada. Los escombros no la enterraron profundamente. Se levantó y logró liberarse. Escuchó a un niño que gritaba: «¡Mamá, ayúdame!», y vio a Myeko, la menor —tenía cinco años— enterrada hasta el pecho e incapaz de moverse. Al avanzar hacia ella, abriéndose paso a manotazos frenéticos, la señora Nakamura se dio cuenta de que no veía ni escuchaba a sus otros niños.

Durante los últimos días antes de la bomba, el doctor Masakazu Fujii, un hombre próspero y hedonista que en ese momento no tenía demasiadas ocupaciones, se había dado el lujo de dormir hasta las nueve o nueve y media, pero la mañana de la bomba había tenido que levantarse temprano para despedir a un huésped que se iba en tren. Se levantó a las seis, y media hora después partió con su amigo hacia la estación, que no estaba lejos de su casa, pues sólo había que atravesar dos ríos. Para cuando dieron las siete, ya estaba de vuelta en casa: justo cuando la sirena sonó su alarma continua.

Desayunó; entonces, puesto que el día comenzaba a calentarse, se desvistió y salió a su porche a leer el diario en calzoncillos. Este porche —todo el edificio, en realidad— estaba curiosamente construido. El doctor Fujii era propietario de una institución peculiarmente japonesa: un hospital privado, un hospital de un solo doctor. La construcción, encaramada sobre la corriente vecina del río Kyo, y justo al lado del puente del mismo nombre, contenía treinta habitaciones para treinta pacientes y sus familiares —ya que, de acuerdo a la tradición japonesa, cuando una persona se enferma y es recluida en un hospital, uno o más miembros de su familia deben ir a vivir con ella, para bañarla, cocinar para ella, darle masajes y leerle, y para ofrecerle la infinita simpatía familiar sin la cual un paciente japonés se sentiría profundamente desgraciado—.

El doctor Fujii no tenía camas para sus pacientes, sólo esteras de paja. Sin embargo, tenía todo tipo de equipos modernos: una máquina de rayos X, aparatos de diatermia y un elegante laboratorio en baldosín. Dos tercios de la estructura descansaban sobre la tierra y un tercio sobre pilares, encima de las fuertes corrientes del Kyo. Este alero (la parte en la cual vivía el doctor Fujii) tenía un aspecto extraño; pero era fresco en verano, y desde el porche, que le daba la espalda a la ciudad, la imagen de los botes de turismo llevados por la corriente del río resultaba siempre refrescante.

El doctor Fujii había pasado momentos ocasionales de preocupación cuando el Ota y sus ramales se desbordaban, pero los pilotes eran lo bastante fuertes, al parecer, y la casa siempre había resistido.

Durante cerca de un mes el doctor Fujii se había mantenido relativamente ocioso, puesto que en julio, mientras el número de ciudades japonesas que permanecían intactas era cada vez menor y cada vez más Hiroshima parecía un objetivo probable, había comenzado a rechazar pacientes, alegando que no sería capaz de evacuarlos en caso de un ataque aéreo. Ahora le quedaban sólo dos: una mujer de Yano, lesionada en un hombro, y un joven de veinticinco años que se recuperaba de quemaduras sufridas cuando la metalúrgica en la que trabajaba, cerca de Hiroshima, fue alcanzada por una bomba.

El doctor Fujii contaba con seis enfermeras para atender a sus pacientes. Su esposa y sus niños se encontraban a salvo: ella y uno de sus hijos vivían en las afueras de Osaka; su otro hijo y sus dos hijas vivían en el campo, en Kyushu. Una sobrina vivía con él, igual que una mucama y un mayordomo. Tenía poco trabajo y no le importaba, porque había ahorrado algún dinero. A sus cincuenta años, era un hombre sano, cordial y calmado, y le agradaba pasar las tardes con sus amigos, bebiendo whisky —siempre con prudencia—, por el gusto de la conversación. Antes de la guerra había hecho ostentación de marcas importadas de Escocia y los Estados Unidos; ahora lo satisfacía plenamente la mejor marca japonesa, Suntory.

El doctor Fujii se sentó sobre la estera inmaculada del porche, en calzoncillos y con las piernas cruzadas, se puso los lentes y comenzó a leer el Asahi de Osaka. Le gustaba leer las noticias de Osaka porque allí estaba su esposa. Vio el resplandor. Le pareció —a él, que le daba la espalda al centro y estaba mirando su diario— de un amarillo brillante. Asustado, comenzó a levantarse. En ese instante (se encontraba a 1.416 metros del centro) el hospital se inclinó a sus espaldas y, con un terrible estruendo de destrozos, cayó al río. El doctor, todavía en el acto de ponerse de pie, fue arrojado hacia adelante, fue sacudido y volteado; fue zarandeado y oprimido; perdió noción de todo por la velocidad con que ocurrieron las cosas; entonces sintió el agua.

El doctor Fujii apenas había tenido tiempo de pensar que se moría cuando se percató de que estaba vivo, atrapado entre dos largas vigas que formaban una V sobre su pecho como un bocado suspendido entre dos palillos gigantescos, vertical e inmóvil, su cabeza milagrosamente sobre el nivel del agua y su torso y piernas sumergidos. A su alrededor, los restos de su hospital eran un surtido desquiciado de trastos rotos y de materiales para aliviar el dolor. Su hombro izquierdo le dolía terriblemente. Sus lentes habían desaparecido.

En la mañana de la explosión, el padre Wilhelm Kleinsorge, de la Compañía de Jesús, se hallaba en condición algo frágil. La dieta japonesa de guerra no lo había alimentado, y sentía la presión de ser extranjero en un Japón cada vez más xenófobo: desde la derrota de la Patria, incluso un alemán era poco popular. A sus treinta y ocho años, el padre Kleinsorge tenía el aspecto de un niño que crece demasiado rápido: delgado de rostro, con una prominente manzana de Adán, un pecho hueco, manos colgantes y pies grandes. Caminaba con torpeza, inclinado un poco hacia delante.

Todo el tiempo estaba cansado. Para empeorar las cosas, había sufrido durante dos días, junto al padre Cieslik, una diarrea bastante dolorosa y urgente de la cual culpaban a las judías y a la ración de pan negro que los obligaban a comer. Los otros dos sacerdotes que vivían en la misión de Nobori-cho —el padre superior La Salle y el padre Schiffer— no habían sido afectados por la dolencia.

El padre Kleinsorge se levantó a eso de las seis la mañana en que cayó la bomba, y media hora después —estaba un poco aletargado por su enfermedad— comenzó a dar misa en la capilla de la misión, un pequeño edificio de madera estilo japonés que no tenía bancos, puesto que sus feligreses se ponían de rodillas sobre las acostumbradas esteras japonesas, de cara a un altar adornado con sedas espléndidas, bronce, plata, bordados finos. Esta mañana, lunes, los únicos feligreses eran el señor Takemoto, un estudiante de teología que vivía en la casa de la misión;

el señor Fukai, secretario de la diócesis; la señora Murata, ama de llaves de la misión y devotamente cristiana; y sus colegas sacerdotes. Después de la misa, mientras el padre Kleinsorge leía las oraciones de Acción de Gracias, sonó la sirena. Suspendió el servicio y los misioneros se retiraron cruzando el complejo de la misión hacia el edificio más grande. Allí, en su habitación de la planta baja, a la derecha de la puerta principal, el padre Kleinsorge se cambió a un uniforme militar que había adquirido cuando fue profesor de la escuela intermedia Rokko, en Kobe, un uniforme que le gustaba llevar puesto durante las alarmas de bombardeo.

Después de una alarma, el padre Kleinsorge solía salir y escudriñar el cielo, y al salir esta vez se alegró de no ver más que el solitario avión meteorológico que sobrevolaba Hiroshima todos los días a esta misma hora. Seguro de que nada iba a pasar, regresó adentro y junto a los otros padres desayunó con un sucedáneo de café y su ración de pan, la cual le resultó especialmente repugnante bajo las circunstancias. Los padres conversaron durante un rato, hasta cuando escucharon, a las ocho, la sirena de despeje. Entonces se dirigieron a diversas partes del edificio.

El padre superior La Salle se quedó de pie junto a la ventana de su habitación, pensando. El padre Kleinsorge subió a una habitación del tercer piso, se quitó toda la ropa, excepto sus interiores, se acostó en su catre sobre su costado derecho y comenzó a leer su Stimmen der Zeit.

Después del terrible relámpago —el padre Kleinsorge se percató más tarde de que el resplandor le había recordado algo leído en su infancia acerca de un meteorito que se estrellaba contra la tierra— tuvo apenas tiempo (puesto que se encontraba a 1.280 metros del centro) para un pensamiento: una bomba nos ha caído encima. Entonces, durante algunos segundos o quizás minutos, perdió la conciencia.

El padre Kleinsorge nunca supo cómo salió de la casa. Cuando volvió en sí, se encontraba vagabundeando en ropa interior por los jardines de hortalizas de la misión, sangrando levemente por pequeños cortes a lo largo de su flanco izquierdo; se dio cuenta de que todos los edificios de los alrededores se habían caído, excepto la misión de los jesuitas, que tiempo atrás había sido apuntalada y vuelta a apuntalar por un sacerdote llamado Gropper que le tenía pavor a los terremotos; se dio cuenta de que el día se había oscurecido; y de que Murata-san, el ama de llaves, se encontraba cerca, gritando: «Shu Jesusu, awaremi tamai! ¡Jesús, señor nuestro, ten piedad de nosotros!».

En el tren que llegaba a Hiroshima desde el campo (donde vivía con su madre), el doctor Terufumi Sasaki, cirujano del hospital de la Cruz Roja, iba recordando una desagradable pesadilla que había tenido la noche anterior. La casa de su madre estaba en Mukaihara, a cincuenta kilómetros de la ciudad, y llegar al hospital le tomó dos horas en tren y tranvía. Había dormido mal toda la noche y se había despertado una hora antes de lo acostumbrado; se sentía lento y levemente afiebrado, y alcanzó a pensar en no ir al hospital. Pero su sentido del deber lo obligó finalmente, así que tomó un tren anterior al que tomaba casi todas las mañanas.

El sueño lo había asustado particularmente porque estaba relacionado, por lo menos de manera superficial, con cierta actualidad molesta. El doctor tenía apenas veinticinco años y acababa de completar su entrenamiento en la Universidad Médica de Oriente, en Tsingtao, China. Tenía su lado idealista, y lo preocupaba la insuficiencia de instalaciones médicas de la región en que vivía su madre. Por su propia iniciativa y sin permiso oficial alguno había comenzado a visitar enfermos de la zona durante las tardes, después de sus ocho horas en el hospital y cuatro de trayecto. Recientemente se había enterado de que la multa por ejercer sin permiso era severa; un colega al cual había consultado al respecto le había dado una seria reprimenda. Él, sin embargo, había seguido haciéndolo.

En su sueño estaba junto a la cama de un paciente, en el campo, cuando irrumpieron en la habitación la policía y el colega al que había consultado, lo agarraron, lo arrastraron afuera y lo golpearon con saña. En el tren se había casi decidido a abandonar el trabajo en Mukaihara, convencido de que sería imposible obtener un permiso: las autoridades sostendrían que ese trabajo entraba en conflicto con sus labores en el hospital de la Cruz Roja.

Pudo conseguir un tranvía tan pronto como llegó a la terminal. (Después calcularía que si hubiera tomado el tren de siempre esa mañana, y si hubiera debido esperar algunos minutos a que pasara el tranvía, habría estado mucho más cerca del centro al momento de la explosión, y probablemente estaría muerto). Llegó al hospital a las siete y cuarenta y se reportó al cirujano jefe. Pocos minutos después subió a una habitación del primer piso y obtuvo una muestra de sangre de un hombre para realizar un test de Wassermann. Los incubadores para el test estaban en un laboratorio del tercer piso.

Con la muestra en la mano izquierda, sumido en esa especie de distracción que había sentido toda la mañana —acaso debida a la pesadilla y a la mala noche que había pasado—, comenzó a caminar a lo largo del corredor principal hacia las escaleras. Había dado un paso más allá de la ventana cuando el resplandor de la bomba se reflejó en el corredor como un gigantesco flash fotográfico. Se agachó sobre una rodilla y se dijo, como sólo un japonés se diría: «Sasaki, gambare! ¡Sé valiente!». Justo entonces (el edificio estaba a 1.508 metros del centro) el estallido irrumpió en el hospital. Los lentes que llevaba volaron; sus sandalias japonesas salieron disparadas de sus pies. Pero aparte de eso, gracias a donde se encontraba, no sufrió daño alguno.

El doctor Sasaki llamó a gritos al cirujano jefe, corrió a buscarlo en su oficina y lo encontró terriblemente herido por los vidrios. La confusión en el hospital era espantosa: tabiques pesados y trozos del techo habían caído sobre los pacientes, las camas habían sido volteadas, había sangre salpicada en las paredes y en el suelo, los instrumentos estaban por todas partes, los pacientes corrían de aquí para allá, gritando, y otros yacían muertos. (Un colega que trabajaba en el laboratorio al cual se dirigía el doctor Sasaki estaba muerto; un paciente al cual el doctor Sasaki acababa de dejar, que poco antes había tenido un miedo terrible a contraer la sífilis, estaba muerto). El doctor Sasaki era el único doctor en el hospital que no estaba herido.

El doctor Sasaki, convencido de que el enemigo sólo había alcanzado el edificio en el cual se encontraba, consiguió vendas y comenzó a envolver las heridas de los que estaban dentro del hospital; mientras tanto, afuera, en Hiroshima, ciudadanos mutilados y agonizantes comenzaban a dar pasos vacilantes hacia el hospital de la Cruz Roja, dando inicio a una invasión que haría que el doctor Sasaki se olvidara de su pesadilla por mucho, mucho tiempo.

El día en que cayó la bomba, la señorita Toshiko Sasaki, empleada de la Fábrica Oriental de Estaño (y que no era parienta del doctor Sasaki), se despertó a las tres de la mañana. Tenía más quehaceres que de costumbre. Su hermano Akio, de once años, había llegado el día anterior aquejado de serias molestias estomacales; su madre lo había llevado al hospital pediátrico de Tamura y se había quedado a acompañarlo. La señorita Sasaki, de poco más de veinte años, tuvo que preparar desayuno para su padre, un hermano, una hermana y para ella misma;

y —puesto que, debido a la guerra, al hospital no le era posible dar comidas— tuvo que preparar las de un día entero para su madre y su hermano menor, y todo eso a tiempo para que su padre, que trabajaba en una fábrica haciendo tapones plásticos para los oídos de los artilleros, le llevara la comida de camino a la planta. Cuando hubo terminado, limpiado y guardado los utensilios de cocina, eran casi las siete. La familia vivía en Koi, y a la señorita Sasaki la esperaba un trayecto de cuarenta y cinco minutos hasta la fábrica de estaño, ubicada en una parte de la ciudad llamada Kannon-machi (ella estaba a cargo de los registros de personal en la fábrica). Salió de Koi a las siete; tan pronto como llegó a la planta, fue con otras chicas al auditorio. Un notable marino local, antiguo empleado, se había suicidado el día anterior arrojándose a las vías del tren —una muerte considerada lo suficientemente honorable como para merecer un servicio funerario que tendría lugar a las diez de la mañana en la fábrica de estaño—. En el amplio zaguán, la señorita Sasaki y las otras arreglaban los preparativos para la reunión.

Esta labor les llevó unos veinte minutos.

La señorita Sasaki regresó a su oficina y tomó asiento frente a su escritorio. Estaba bastante lejos de las ventanas a su izquierda; detrás de ella había un par de altas estanterías que contenían todos los libros de la biblioteca de la fábrica: el personal del departamento las había organizado. Ella se acomodó, metió algunas cosas en un cajón y movió unos papeles. Pensó que antes de comenzar a hacer entradas en sus listas de contratos, despidos y reclutamientos en el ejército, conversaría un rato con la chica de su derecha. Justo al girar la cabeza y dar la espalda a la ventana, el salón se llenó de una luz cegadora. Quedó paralizada de miedo, clavada en su silla durante un largo momento (la planta estaba a 1.462 metros del centro).

Todo se desplomó, y la señorita Sasaki perdió la conciencia. El cielo raso se derrumbó de repente y el piso de madera se desplomó y cayó la gente de arriba y el techo cedió; pero lo principal y lo más importante fue que las estanterías que estaban justo detrás de ella fueron barridas hacia delante, los libros la derribaron y ella quedó con su pierna izquierda horriblemente retorcida, partiéndose bajo su propio peso. Allí, en la fábrica de estaño, en el primer momento de la era atómica, un ser humano fue aplastado por libros.

 

Las Aventuras De Huckleberry Finn

0

Mark Twain


 

Texto extraído del libro “Las Aventuras De Huckleberry Finn”

[Internet]

Capítulo I

 No sabréis quién soy yo si no habéis leído un libro ti­tulado Las aventuras de Tom Sawyer, pero no importa. Ese libro lo escribió el señor Mark Twain y contó la ver­dad, casi siempre. Algunas cosas las exageró, pero casi siempre dijo la verdad. Eso no es nada. Nunca he visto a nadie que no mintiese alguna vez, menos la tía Polly, o la viuda, o quizá Mary. De la tía Polly ––es la tía Polly de Tom–– y de Mary y de la viuda Douglas se cuenta todo en ese libro, que es verdad en casi todo, con algunas exage­raciones, como he dicho antes.

Bueno, el libro termina así: Tom y yo encontramos el dinero que los ladrones habían escondido en la cueva y nos hicimos ricos. Nos tocaron seis mil dólares a cada uno: todo en oro. La verdad es que impresionaba ver todo aquel dinero amontonado. Bueno, el juez Thatcher se en­cargó de él y lo colocó a interés y nos daba un dólar al día, y todo el año: tanto que no sabría uno en qué gastárselo. La viuda Douglas me adoptó como hijo y dijo que me iba a cevilizar, pero resultaba difícil vivir en la casa todo el tiempo, porque la viuda era horriblemente normal y res­petable en todo lo que hacía, así que cuando yo ya no lo pude aguantar más, volví a ponerme la ropa vieja y me llevé mi pellejo de azúcar y me sentí libre y contento. Pero Tom Sawyer me fue a buscar y dijo que iba a organizar una banda de ladrones y que yo podía ingresar si volvía con la viuda y era respetable. Así que volví.

La viuda se puso a llorar al verme y me dijo que era un pobre corderito y también me llamó otro montón de co­sas, pero sin mala intención. Me volvió a poner la ropa nueva y yo no podía hacer más que sudar y sudar y sentir­me apretado con ella. Entonces volvió a pasar lo mismo que antes. La viuda tocaba una campanilla a la hora de la cena y había que llegar a tiempo. Al llegar a la mesa no se podía poner uno a comer, sino que había que esperar a que la viuda bajara la cabeza y rezongase algo encima de la comida, aunque no tenía nada de malo; bueno, sólo que todo estaba cocinado por separado. Cuando se pone todo junto, las cosas se mezclan y los jugos se juntan y las cosas saben mejor.

Después de cenar sacaba el libro y me contaba la his­toria de Moisés y los juncos, y yo tenía ganas de enterar­me de toda aquella historia, pero con el tiempo se le es­capó que Moisés llevaba muerto muchísimos años, así que ya no me importó, porque a mí los muertos no me interesan.

En seguida me daban ganas de fumar y le pedía permi­so a la viuda. Pero no me lo daba. Decía que era una cos­tumbre fea y sucia y que tenía que tratar de dejarlo. Eso es lo que le pasa a algunos. Le tienen manía a cosas de las que no saben nada. Lo que es ella bien que se interesaba por Moisés, que no era ni siquiera pariente suyo, y que maldito lo que le valía a nadie porque ya se había muerto, ¿no?, pero le parecía muy mal que yo hiciera algo que me gustaba. Y además ella tomaba rapé; claro que eso le pa­recía bien porque era ella quien se lo tomaba.

Su hermana, la señorita Watson, era una solterona más bien flaca, que llevaba gafas, acababa de ir a vivir con ella, y se le había metido en la cabeza enseñarme las le­tras. Me hacía trabajar bastante una hora y después la viuda le decía que ya bastaba. Yo ya no podía aguantar más. Entonces pasaba una hora mortalmente aburrida y yo me ponía nervioso. La señorita Watson decía: «No pongas los pies ahí, Huckleberry» y «No te pongas así de encogido, Huckleberry; siéntate derecho», y después de­cía: «No bosteces y te estires así, Huckleberry; ¿por qué no tratas de comportarte?» Después me contaba todos los detalles del lugar malo y decía que ojalá estuviera yo en él. Era porque se enfadaba, pero yo no quería ofender. Lo único que quería yo era ir a alguna parte, cambiar de aires.

No me importaba adónde. Decía que lo que yo de­cía era malo; decía que ella no lo diría por nada del mun­do; ella iba a vivir para ir al sitio bueno. Bueno, yo no veía ninguna ventaja en ir adonde estuviera ella, así que decidí ni intentarlo. Pero nunca lo dije porque no haría más que crear problemas y no valdría de nada.

Entonces ella se lanzaba a contarme todo lo del sitio bueno. Decía que lo único que se hacía allí era pasarse el día cantando con un arpa, siempre lo mismo. Así que no me pareció gran cosa. Pero no dije nada. Le pregunté si creía que Tom Sawyer iría allí y dijo que ni muchísimo menos, y yo me alegré, porque quería estar en el mismo sitio que él.

Un día la señorita Watson no paraba de meterse con­migo, y yo empecé a cansarme y a sentirme solo. Después llamaron a los negros para decir las oraciones y todo el mundo se fue a la cama. Yo me fui a mi habitación con un trozo de vela y lo puse en la mesa. Después me senté en una silla junto a la ventana y traté de pensar en algo ani­mado, pero era inútil. Me sentía tan solo que casi me da­ban ganas de morirme. Las estrellas brillaban y las hojas de los árboles se rozaban con un ruido muy triste; allá le­jos se oía un búho que ululaba porque se había muerto alguien y un chotacabras y un perro que gritaban que se iba a morir alguien más, y el viento trataba de decirme algo y yo no entendía lo que era, de forma que me daban calofríos.

Después, allá en el bosque, oí ese ruido que ha­cen los fantasmas cuando quieren decir algo que están pensando y no pueden hacerse entender, de forma que no pueden descansar en la tumba y tienen que pasarse toda la noche velando. Me sentí tan desanimado y con tanto miedo que tuve ganas de compañía. Luego se me subió una araña por el hombro y me la quité de encima y se cayó en la vela, y antes de que pudiera yo alargar la mano, ya estaba toda quemada. No hacía falta que me dijera na­die que aquello era de muy mal fario y que me iba a traer mala suerte, así que tuve miedo y casi me quité la ropa de golpe. Me levanté y di tres vueltas santiguándome a cada vez, y después me até un rizo del pelo con un hilo para que no se me acercaran las brujas. Pero no estaba nada seguro.

Eso es lo que se hace cuando ha perdido uno una herradura que se ha encontrado, en vez de clavarla encima de la puerta, pero nunca le había oído decir a na­die que fuese la forma de que no llegara la mala suerte cuando se había matado a una araña.

Volví a sentarme, todo tiritando, y saqué la pipa para fumar, porque la casa estaba ya más silenciosa que una tumba, así que la viuda no se iba a enterar. Bueno, al cabo de mucho tiempo oí que el reloj del pueblo empezaba a so­nar: bum… bum… bum… doce golpes y todo seguía igual de tranquilo, más en silencio que nunca. Poco después oí que una rama se partía en la oscuridad entre los árboles: algo se movía. Me enderecé y escuché. En seguida escuché apenas un «¡miau! ¡miau!» allá abajo. ¡Estupendo!, yvoyy digo «¡miau! ¡miau!» lo más bajo que pude y después apa­gué la luz y me bajé por la ventana al cobertizo. Entonces me dejé caer al suelo y me fui arrastrando entre los árbo­les, y claro, allí estaba Tom Sawyer esperándome.

El Gran Gatsby

0

Fitzgerald F Scott 


 

Texto tomado del libro “El Gran Gatsby”

[Internet]

I

En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza.

“Cuando sientas deseos de criticar a alguien” -fueron sus palabras- “recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste.”

No dijo nada más, pero como siempre nos hemos comunicado excepcionalmente bien, a pesar de ser muy reservados, comprendí que quería decir mucho más que eso.  En consecuencia, soy una persona dada a reservarme todo juicio, hábito que me ha facilitado el conocimiento de gran número de personas singulares, pero que también me ha hecho víctima de más de un latoso inveterado.  La mente anormal es rápida en detectar esta cualidad y apegarse a las personas normales que la poseen.  Por haber sido partícipe de las penas secretas de aventureros desconocidos, en la universidad fui acusado injustamente de ser político.

No busqué la mayor parte de estas confidencias; a menudo fingía tener sueño o estar preocupado; o cuando gracias a algún signo inconfundible me daba cuenta de que se avecinaba por el horizonte la revelación de alguna confidencia, mostraba una indiferencia hostil.  Y es que las revelaciones íntimas de los jóvenes, o al menos la manera como las formulan, son por regla general plagios o están deformadas por supresiones obvias.  Reservarse el juicio es asunto de esperanza ilimite.  Todavía hoy temo un poco perderme de algo si olvido que como lo insinuó mi padre en forma por demás pretencioso, y yo de la misma manera lo repito-, el sentido fundamental de la buena educación es inequitativamente repartido al nacer.

Y tras vanagloriarme de este modo de mi tolerancia, he de admitir que tiene un límite.  La conducta puede estar cimentada en la dura piedra o en el pantano húmedo, pero pasado cierto punto me tiene sin cuidado en qué se funde.  Cuando regresé del Este en el otoño sentí deseos de que el mundo estuviera de uniforme y con una especie de eterna vigilancia moral; no quería mas excursiones desenfrenadas con atisbos privilegiados al corazón humano.  Sólo Gatsby, el hombre que presta su nombre a este libro, Gatsby, el hombre que representaba cuanto he desdeñado desde siempre, estuvo eximido de mi reacción.  Si por personalidad – se entiende una serie ininterrumpida de gestos exitosos, entonces había algo fabuloso en él, una sensibilidad a flor de piel hacia las promesas de la vida, como si estuviera vinculado a uno de aquellos intrincados aparatos que registran terremotos a diez mil millas de distancia.

Esta sensibilidad nada tiene que ver con la amorfa capacidad de impresionarse que adquiere categoría bajo el nombre de “temperamento creativo era, más bien, una extraordinaria disponibilidad para la esperanza, una presteza para el romance que jamás he encontrado en nadie y que probablemente no vuelva a hallar jamás.  No…. Gatsby resultó bien al final; fue más bien aquello que lo devoró, esa basura hedionda que flotaba en la estela de sus sueños, lo que mató por un tiempo mi interés por las congojas intempestivas y las efímeras dichas de los hombres.

Desde hace tres generaciones mi familia ha sido gente de bien, prominente en esta ciudad del Oeste Medio.  Los Carraway son una especie de clan que, según una tradición suya, desciende de los duques de Buccleuch; pero el verdadero fundador de la rama a la cual pertenezco fue el hermano de mi abuelo, que vino a este lugar en el año cincuenta y uno, envió un reemplazo a la guerra civil y fundó la ferretería mayorista que mi padre administra hoy.

Jamás conocí a este tío abuelo, pero se supone que me parezco a él en especial tal como se ve en un retrato bastante duro, que cuelga en la oficina de mi padre.  Me gradué en New Haven en 1915, exactamente un cuarto de siglo después de que mi padre lo hiciera, y al poco tiempo participé en aquella emigración teutónica tardía conocida como la Gran Guerra.  Disfruté tanto en el contraataque que cuando regresé me sentía aburrido. En lugar de ser todavía el cálido centro del universo, el Oeste Medio parecía ahora el raído extremo del mundo, razón por la cual decidí dirigirme hacía el Este y aprender el negocio de bonos y valores.

Todos mis conocidos estaban en este campo y me parecía que podía brindarle el sustento a un soltero más.  Mis tíos hablaron del asunto como si estuviesen escogiendo un colegio para mí, y al fin dijeron: “Pues… bueno”, con grandes dudas y caras largas, Mi padre aceptó subvencionarme un ano, y luego de postergarlo varias veces, me vine para el Este definitivamente, o al menos así lo creía, en la primavera del año veintidós.

Lo más práctico habría sido encontrar alojamiento en la ciudad, pero como la estación era calurosa y yo acababa de abandonar una región de grandes campos y árboles acogedores, cuando un campanero de la oficina me insinuó que alquiláramos juntos una casa en un pueblo vecino, la idea me sonó. Él la encontró, una casa de campo prefabricada, con paredes de cartón, golpeada por los elementos, por ochenta dólares mensuales; pero a último minuto la empresa lo envío a Washington, y yo me marché al campo solo.  Tema un perro -o al menos lo tuve durante varios días, antes de que escapara-, un viejo Dodge y una criada oriunda de Finlandia que me tendía la cama, hacía el desayuno y mascullaba máximas finlandesas junto a la estufa eléctrica.

Durante un día o dos me sentí solo, hasta que un buen día un hombre más recién llegado que yo me detuvo en la carretera.

-¿Por dónde se llega al pueblo de West Egg? -me preguntó, sin saber que hacer.

Se lo indiqué, y cuando seguí mi camino ya no me sentía solo: era un gula, un baquiano, un colono original.  Sin quererlo, él me había otorgado el derecho a considerarme un vecino del lugar.

Y entonces, gracias al sol y a los increíbles brotes de hojas que nacían en los árboles, a la manera como crecen las cosas en las películas de cámara rápida, sentí la familiar convicción de que la vida estaba empezando de nuevo con el verano.

Tenía mucho para leer, por una parte, y mucha salud qué arrebatarle al joven y alentador aire.  Me compré una docena de obras sobre bancos, crédito y papeles de inversión, que se erguían en el estante, en rojo y oro, como dinero recién acuñado, prometiendo revelar los resplandecientes secretos que sólo Midas, Morgan y Mecenas conocían.  Tenía, además, las mejores intenciones de leer muchos otros libros.

En la universidad fui uno de aquellos estudiantes que se inclinan por la literatura -un año escribí varios editoriales muy solemnes y obvios para el Yale News-, y ahora traería de nuevo estas cosas a mi vida, para convertirme en el más limitado de los especialistas, el “hombre cultivado”.  Esto no es sólo un epigrama; al fin y al cabo, la vida se puede contemplar mucho mejor desde una sola ventana.

Fue azar que alquilé una casa en una de las comunidades más extrañas de Norteamérica.  Estaba situada en aquella isla bulliciosa y delgada que se extiende por todo el este de Nueva York, y en la que hay, entre otras curiosidades naturales, dos formaciones de tierra insólitas.  A veinte millas de la ciudad, un par de enormes huevos, idénticos en contorno y separados sólo por una bahía de cortesía, penetran en el cuerpo de agua salada más domesticado del hemisferio occidental, el gran corral húmedo de Long Island Sound.  No son óvalos perfectos; al igual que el huevo de la historia de Colón, ambos son aplastados en el punto por donde hacen contacto, y su parecido físico tiene que ser fuente de perpetua confusión para las gaviotas que los sobrevuelan.  Para las criaturas no aladas, un fenómeno más llamativo es lo disímiles que son en todo salvo en forma y tamaño.

Yo vivía en West Egg, el…, bueno, el lugar menos de moda de los dos, aunque éste es un rótulo demasiado superficial para explicar el extraño y no poco siniestro contraste que hay entre ellos.  Mi casa quedaba en la punta misma del huevo, a sólo cincuenta yardas del estuario, apabullada por dos inmensos palacetes que se alquilaban por doce o quince mil dólares la temporada.  El de mi derecha era, visto desde cualquier ángulo, un enorme caserón, imitación perfecta de un Hôtel de Ville de algún pueblo normando, con una torre a un lado, tan nueva que relucía bajo una delgada barba de hiedra silvestre, una piscina de mármol y cuarenta cuadras de jardines y prados.  Era la mansión de Gatsby. O mejor, puesto que aún no conocía al señor Gastby, era la mansión donde habitaba el caballero de este apellido.

Mi casa era una  vergüenza a la vista, pero una vergüenza pequeña, y  por eso no le habían hecho caso; y así, tenía yo vista al agua, vista parcial a los prados de mi vecino y la consoladora proximidad de los millonarios… todo por ochenta dólares mensuales.

Al otro lado de la bahía de cortesía rutilaban junto al agua los palacetes blancos de los refinados habitantes de East Egg; la historia de este verano comienza en realidad la tarde en que fui a cenar adonde los Buchanan.  Daisy era prima segunda mía, y a Tom lo conocí en la universidad.  Cuando la guerra había acabado de terminar pasé dos días con ellos en Chicago.

Entre otras hazañas físicas, su esposo había llegado a ser uno de los más poderosos punteros que hayan jugado alguna vez al fútbol americano en New Haven, figura de renombre nacional, de cierta manera.  Era uno de aquellos hombres que a los veintiún años han descollado tanto en un campo limitado que todo lo que sigue les sabe a anticlímax.  Su familia era en extremo acaudalada -cuando estaba todavía en la universidad se le reprochaba su libertad con el dinero-, pero él ya se había mudado de Chicago, y había llegado al Este en un estilo que cortaba el aliento; por ejemplo, se trajo desde Lake Forest toda una cuadra de caballos de polo.  No era fácil imaginarse que un hombre de mi propia generación pudiera ser tan adinerado como para hacer algo semejante.

No sé por qué vinieron al Este.  Hablan pasado un año en Francia sin ninguna razón particular y luego anduvieron inquietos de un lugar a otro, dondequiera que hubiera jugadores de polo y gente con quien disfrutar de su dinero. Daisy me dijo por teléfono que esta mudanza era definitiva, pero no le creí…, no conocía bien el corazón de mi prima, pero sentía que Tom andada por siempre con algo de ansiedad en pos de la dramática turbulencia de un irrecuperable partido de fútbol.

Fue así como me encontré una cálida y venteada noche viajando hacia East Egg con el propósito de visitar a dos viejos amigos a quienes apenas conocía.  Su casa era aún más recargada de lo que esperaba, una mansión colonial georgiana, en alegres rojo y blanco, con vista a la bahía.  La grama comenzaba en la playa y a lo largo de una distancia de un cuarto de milla subía hacia la puerta del frente, sorteando relojes solares, muros de ladrillo y flamantes jardines, para acabar, al llegar a la casa, trepando a los lados en enredaderas brillantes, que parcelan producidas por el impulso de su carrera.

Quebraba la fachada una hilera de ventanales franceses, relucientes ahora por el oro reflejado y abiertos de par en par a la cálida y fresca tarde; Tom Buchanan, en traje de montar, estaba de pie en el pórtico delantero, con las piernas separadas.

Habla cambiado desde los días de New Haven.  Era ahora un hombre en sus treinta, robusto y de cabellos pajizos, boca más bien dura y porte altivo.  Un par de brillantes ojos arrogantes habían establecido su dominio sobre el rostro, haciéndole aparecer siempre como echado hacia adelante con agresividad.  Ni siquiera el afeminado y ostentoso traje de montar podía esconder el enorme poder de aquel cuerpo; llenaba las lustrosas botas de modo que los cordones más altos parecían a punto de reventar, y se podía ver la enorme masa muscular moverse cuando el hombro cambiaba de posición bajo su chaqueta delgada, Era un cuerpo capaz de ejercer enorme poder; un cuerpo cruel.

La voz con que hablaba, de tenor hosco y bronco, parecía aumentar la impresión de displicencia que comunicaba. Había en ella un toque de desdén paternalista, incluso cuando se dirigía a personas que sí apreciaba, y en New Haven más de uno lo detestó a morir.

“Mira, no creas que yo en esto tengo la última palabra” –parecía decir-,”sólo porque soy más fuerte y más hombre que tú”.  En la universidad habíamos pertenecido a la misma cofradía y aunque jamás fuimos íntimos, siempre tuve la impresión de que tenía de mí  una buena opinión, y de que, con aquella ansiedad brusca y provocativa tan suya, deseaba que yo lo apreciara.

Conversamos unos minutos en el pórtico soleado. -Esto aquí es bonito dijo, dando un vistazo inquieto en derredor.

Haciéndome girar por el antebrazo, movió una de sus manos anchas y aplanadas para señalar el paisaje, incluyendo en su barrido un jardín italiano en desnivel, media cuadra de rosas intensas y pungentes y un bote motorizado, de nariz levantada que hacía salir la marea de la playa.

-Perteneció a Demaine, el petrolero -de nuevo me volvió a hacer girar, a un tiempo cortés y abruptamente-.  Entremos.

Pasando por un corredor de techo alto llegamos a un alegre espacio de colores vivos, apenas integrado a la casa por ventanales franceses a lado y lado.  Los ventanales blancos estaban abiertos del todo y resplandecían contra el césped verde de la parte de afuera, que parecía entrarse un poco a la casa.  La brisa soplaba a través del cuarto, haciendo elevarse hacia adentro la cortina de un lado y hacia afuera la del otro, como pálidas banderas, enroscándolas y lanzándolas hacia la escarchada cubierta de bizcocho de novia que era el techo, para después hacer rizos sobre el tapiz vino tinto, formando una sombra sobre él, como el viento al soplar sobre el mar.

El único objeto completamente estacionario en el cuarto era un enorme sofá en el que habla dos mujeres a flote como sobre un globo anclado.  Ambas vestían de blanco, y sus trajes revoloteaban ondulados como si hubieran acabado de regresar por el aire tras un corto vuelo por los alrededores de la casa.  Debí haber permanecido unos instantes escuchando el restañar y revolotear de las cortinas y el crujir del retrato de la pared. Se sintió una explosión al Tom cerrar el ventanal de atrás; y entonces el viento atrapado murió en el cuarto, y las cortinas y los tapetes y las dos mujeres descendieron cual globos con lentitud hasta el piso.

La menor de ellas me era desconocida.  Estaba extendida cuan larga era en su extremo del sofá, totalmente inmóvil, con su pequeño mentón ligeramente levantado, como si estuviera equilibrando en él algo que fácilmente podía caer.  Si me vio por el rabillo del ojo, no dio ninguna muestra de ello; es más, me sorprendí a mí mismo a punto de balbucir una disculpa por haberla molestado con mi entrada.

La otra joven, Daisy, hizo el intento de levantarse -se inclino un poco hacia adelante, con expresión consciente- , emitió entonces una risita absurda y encantadora; yo también reí y entré a la habitación.

– Estoy pa… paralizada de la felicidad.

De nuevo rió, como si hubiera dicho algo muy ingenioso, me estrechó la mano un momento, me miró a la cara, y juró que no había nadie en el mundo a quien deseara tanto ver.  Era un truquito muy suyo.  En un susurro me hizo saber que el apellido de la joven equilibrista era Baker (he oído decir que el susurro de Daisy servía sólo para hacer que la gente se inclinara hacia ella; crítica sin importancia que en nada lo hacía menos atractivo).

De todos modos, los labios de la señorita Baker se movieron un poco, me hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza y acto seguido volvió a echaría hacia atrás -era obvio que el objeto que sostenía en equilibrio se había tambaleado, produciéndole un pequeño susto.  De nuevo una especie de disculpa llego a mis labios.  Casi cualquier exhibición de total autosuficiencia arranca de mí un atónito tributo.

Volví a mirar a mi prima, que comenzó a formularme preguntas en su voz queda y excitante.  Es la clase de voz que el oído sigue en sus altos y bajos, como si cada emisión fuese un arreglo musical que nunca jamás volverá a ser ejecutado.  Su rostro era triste, bello y brillante el brillo en los ojos y la brillante y apasionada boca; pero era tan sensual su voz que los hombres que la amaban encontraban difícil olvidarla: un cantarín apremio, un “escúchame” susurrado, la promesa de que acababa de hacer cosas ricas y emocionantes, de que se avecinaban cosas excitantes a la hora siguiente.

Le comenté que en mi viaje hacia el Este había pasado un día en Chicago y que una docena de personas le mandaban saludes conmigo.

-¿Me extrañan? -exclamó en éxtasis.

-La ciudad entera está desolada.  Todos los autos pintaron de negro la llanta izquierda trasera Como corona fúnebre, y a lo largo de la costa norte se escucha, la noche entera, un permanente gemido.

-¡Qué maravilla! ¡Regresemos, Tom; mañana mismo, -y entonces agregó, como sin darle importancia:

-Tienes que conocer a la niña.

-Me gustaría mucho.

-Está dormida.  Tiene tres altos. ¿No la has visto nunca?

-Jamás.

-Entonces, tienes que conocerla.  Es…

Tom Buchanan, que había estado moviéndose inquieto de un lado a otro por el cuarto, se detuvo y dejó descansar su mano en mi hombro.

-¿En qué andas, Nick?

-Esclavo de los bonos.

-¿Con quién?

Le conté con quienes.

-No los he oído mentar -comentó con tono seguro.

Eso me molestó.

-Ya oirás de ellos -contesté cortante-.  Si te quedas en el Este oirás.

Pues claro; que me quedaré aquí, créeme -dijo, dirigiéndole una mirada a Daisy y de nuevo una a mí, como si estuviera pendiente de algo más-.  Sería un tonto si me fuera a vivir a otra parte.

En aquel instante la señorita Baker dijo: “¡Seguro!”, de modo tan abrupto que me hizo sobresaltar-; era lo primero que decía desde que yo entrara al cuarto.  Era evidente que esto la sorprendió tanto a ella como a mi, porque dio un bostezo, y con una serie de movimientos rápidos y precisos se puso de pie y se integró al cuarto.

-Estoy tiesa -se lamentó-, llevo recostada en este sofá desde que tengo memoria.

-No me mires a mí replicó Daisy ; toda la tarde me la he pasado tratando de convencerte de que vayamos a Nueva York .

-No, muchas gracias -le dijo la señorita Baker a los cuatro cocteles que acababan de traer desde la despensa; seguro, estoy en pleno entrenamiento.

Su anfitrión la miró incrédulo.

-¡Que va! -Se bebió el trago como si no fuera más que una gota en el fondo del vaso-.  No me explico cómo logras llevar a cabo alguna cosa a veces.

Miré a la señorita Baker para darme cuenta de qué es lo que lograba “llevar a cabo”.  Disfrutaba mirándola. Era una chica esbelta, de senos pequeños y porte erguido acentuado por su modo de echar el cuerpo hacia atrás en los hombros, como un cadete joven.  Sus ojos grises, entrecerrados por el sol, me devolvieron la mirada con una curiosidad recíproca y cortés desde su rostro pálido, encantador e insatisfecho. Pensé que en el pasado la había visto a ella o una fotografía suya en alguna parte.

-Usted vive en West Egg -anotó con desprecio-.  Conozco a alguien allí.

-No conozco a nadie…

-Usted debe conocer a Gatsby.

-¿Gatsby? ¿Cuál Gatsby? -preguntó Daisy.

Antes de que pudiera replicar que era mi vecino anunciaron la comida; metiendo su tenso brazo en forma imperiosa bajo el mío, Tom Buchanan me sacó de la habitación como quien mueve una ficha de damas a otro cuadro.

Esbeltas, lánguidas, las manos suavemente posadas sobre las caderas, las dos jóvenes señoras nos precedieron en la salida a la terraza de colores vivos, abierta al ocaso, en donde cuatro velas titilaban sobre la mesa en el viento ya apaciguado.

-¿Y velas por qué? -objetó Daisy, frunciendo el ceño y procediendo a apagarlas con los dedos-.  En dos semanas caerá el día más largo del año -nos miró radiante. ¿Esperas siempre el día más largo del año y después se te pasa por alto?  Yo siempre espero el día más largo del año y después se me pasa por alto.

-Tenemos que hacer algún programa -bostezó la señorita Baker, sentada a la mesa como si estuviera a punto de irse a la cama.

-Está bien -dijo Daisy-. ¿Qué podemos hacer? -se volvió hacia mi, compungido-, ¿Qué hace la gente?

Antes de que pudiera contestarle, fijó sus ojos con expresión doliente en su dedo meñique.

-¡Mira! –se quejó- ; está lastimado.

Todos miramos.  Tenía el nudillo amoratado.

-Fuiste tú, Tom -dijo acusadora-, Sé que fue sin culpa, pero fuiste tú. Eso me gano por haberme casado con un bruto, un espécimen de hombre grande y grueso; un completo mastodonte.

-Detesto la palabra mastodonte -objetó Tom, malhumorado-, hasta en broma me molesta.

-Mastodonte -insistió Daisy.

Algunas veces ella y la señorita Baker hablaban al tiempo, con disimulo y con una frivolidad burletera – que no podía llamarse charla-, tan fría como sus vestidos blancos y sus ojos impersonales, vacíos de todo deseo.  Se encontraban en este lugar y nos aceptaban a Tom y a mí; hacían sólo un cortés y afable esfuerzo por entretener o ser entretenidas.  Sabían que muy pronto terminarían de cenar y muy pronto también la tarde, como si nada importara, sería arrinconada.  En esto el Oeste era radicalmente diferente, pues allí una velada se precipitaba de etapa en etapa hasta llegar a su fin, defraudadas siempre las expectativas, o a veces en total pavor del momento mismo.

-Tú me haces sentir- poco civilizado, Daisy -confesé al calor de mi segundo vaso de un clarete soberoso espectacular-. ¿No puedes hablar de las cosechas o y algo por el estilo?

No me refería a nada en especial cuando hice este comentario, pero fue, acogido de un modo que no esperaba.

La civilización se está derrumbando -estalló Tom con violencia-.  Me he vuelto un terrible pesimista en la vida. ¿Has leído El auqe de  los imperios de color, escrito por ese tipo Goddard?

-Oh, no respondí, muy sorprendido por su tono.

-Pues es un magnífico libro, que todo el mundo debería leer.  La tesis es que si nos descuidamos, la raza blanca va a quedar aplastada sin remedio.  Es algo científico; está demostrado.

-Tom se nos está volviendo muy profundo -dijo Daisy con una expresión de tristeza indiferente-.  Lee libros plagados de palabras largas. ¿Qué palabra fue aquélla que … ?

-Pues cómo te parece que esos libros son científicos -insistió Tom, mirándola con impaciencia–.  Ese tipo sabe cómo son las cosas.  Nos corresponde a nosotros, la raza dominante, estar atentos para que esas otras razas no se apoderen de] control.

-Es necesario aplastarlas -murmuró Daisy, parpadeando con ferocidad hacia el ferviente sol.

-Ustedes deberían vivir en California -comenzó la señorita Baker, pero Tom la interrumpió, moviéndose pesadamente en su asiento.

-La idea es que nosotros somos nórdicos.  Yo lo soy y tú lo eres, y tú también y… -después de una vacilación infinitesimal incluyó a Daisy con un gesto de la cabeza y ella me guiñó el ojo de nuevo-, y nosotros hemos sido los artífices de todas las cosas que conforman la civilización… ciencia y arte y todo lo demás, ¿ves?

Su concentración tenia un no sé qué patético, como si su complacencia, más aguda que antaño, no le bastara ya. Cuando, casi enseguida, el teléfono repicó adentro y el mayordomo se retiró del balcón, Daisy aprovechó la interrupción momentánea para inclinarse hacia mí.

-Te voy a contar un secreto de la familia -murmuró entusiasmada-.  Se trata de la nariz del mayordomo. ¿Quieres saber de la nariz del mayordomo?

-Para eso vine hoy.

-Pues bien; él no fue siempre un simple mayordomo; solía ser el brillador de una gente de Nueva York que tenía un servicio de plata para doscientas personas.  De la mañana a la noche tema que brillarle, hasta que al cabo de un tiempo comenzó a afectársele la nariz.

-Las cosas fueron de mal en peor -insinuó la señorita Baker.

-Sí.  Fueron de mal en peor, hasta que se vio obligado a renunciar a su cargo.

Por un momento el último rayo de sol cayó con romántico afecto sobre su rostro radiante; su voz me obligó a inclinarme hacia adelante, sin aliento mientras la oía… entonces se fue el brillo, y cada uno de los rayos abandonó su rostro con reticente pesar, como dejan los niños una calle animada al llegar la oscuridad.

El mayordomo regresó y le dijo a Tom en secreto algo que lo puso de mal humor; echó entonces hacia atrás su silla y sin decir palabra entró en la casa.  Como si la ausencia de su marido hubiera encendido algo en ella, Daisy se inclinó hacia adelante de nuevo, su voz ardiente y melodioso.

-Me encanta verte en mi mesa, Nick.  Me recuerdas una rosa…, toda una rosa. ¿No? -Se volvió hacia la señorita Baker en busca de confirmación: ¿Toda una rosa?

Esto no era cierto.  No me parezco ni un poco a una rosa.  Lo que hacia era improvisar, pero manaba de ella una calidez excitante, como si su corazón estuviera tratando de llegar adonde uno, escondido tras alguna de aquellas palabras emocionantes, emitidas sin aliento. De pronto, arrojó la servilleta sobre la mesa, se excusó y entró en la casa.

La señorita Baker y yo intercambiamos una rápida n-di rada, adrede desprovista de significado.  Me encontraba a punto de hablar cuando ella se sentó atenta y dijo “chist” en tono de advertencia.  Un murmullo contenido pero cargado de pasión alcanzó a escucharse el cuarto aledaño, y la señorita Baker, sin la menor vergüenza, se inclinó hacia adelante Para escuchar mejor. El murmullo vibró en los límites de la coherencia, se apagó, creció excitado y cesó por completo.

-Este señor Gatsby de quien usted me habló es mí vecino -dije.

-No hable.  Quiero oír qué pasa.

-¿Sucede algo? -indagué inocente.

-¿Quiere decir que no lo sabe? dijo la señorita Baker, francamente sorprendida-.Yo pensé que todo el mundo estaba enterado.

-Yo no.

-Pues -dijo con vacilación-, Tom tiene una mujer en Nueva York.

-¿Tiene una mujer? -repetí impertérrito.

La señorita Baker hizo un gesto de afirmación.

-Debería tener la decencia de no llamarlo a horas de comida, ¿no le parece?

Casi antes de que hubiera alcanzado a entender lo que quería decir se oyó el revoloteo de un traje y el crujido de unas botas de cuero, y Tom y Daisy regresaron a la mesa.

-¡No se pudo evitar! -exclamó Daisy con tensa

Se sentó, dio una mirada inquisitivo a la señorita Baker, otra a mí, y continuó:

-Me asomé y está muy romántico afuera.  Hay un pájaro en el prado que debe ser un ruiseñor llegado en un barco de la Cunard o de la White Star.  Está cantando…-cantó su voz-; qué romántico, ¿no, Tom?

-Mucho -observó él, y entonces, angustiado, me dijo a mí:

-Si hay buena luz después de cenar, te llevo a los establos.

De, pronto se oyó sonar el teléfono adentro, y al hacerle  Daisy a Tom un gesto contundente con la cabeza, el tema del establo, o mejor, todos los temas, se desvanecieron en el aire.  Entre los fragmentos rotos de los últimos cinco minutos pasados en la mesa recuerdo que, sin ton ni son, encendieron de nuevo las velas, y tengo conciencia de que yo deseaba mirar de frente a cada uno de ellos, y al mismo tiempo quería evitar todos los ojos.

No podía adivinar qué pensaban Daisy y Tom, pero dudo que incluso la señorita Baker, que parecía dueña de un atrevido escepticismo, fuera capaz de hacer caso omiso de la penetrante urgencia metálica de este quinto huésped. Para ciertos temperamentos la situación podría parecer fascinante… pero, a mí, el instinto me impulsaba a llamar de inmediato a la policía.

Huelga decir- que los caballos no se mencionaron más. Tom y la señorita Baker, con varios centímetros de crepúsculo entre ambos, se encaminaron hacia la biblioteca, como si fueran a velar un cuerpo perfectamente tangible, mientras yo, tratando de parecer satisfecho e interesado, y un poco sordo, seguí a Daisy por una serie de  corredores que iban a dar al pórtico delantero.  En medio de su profunda oscuridad, nos sentarnos lado a lado en un diván de mimbre.

Daisy se rodeó el rostro con las manos como para palpar su hermoso óvalo, y sus ojos se dirigieron poco a poco a la aterciopelada penumbra.  Viéndola poseída por turbulentas emociones le formulé una serie de preguntas sobre su hijita, preguntas que esperaba que la sedarán.

-No nos conocemos bien, Nick -dijo de repente-; aunque seamos primos.  No viniste a mi boda.

-No habla regresado de la guerra.

-Cierto -vaciló-.  Pues, sí, Nick.  He tenido malas experiencias y me he vuelto muy cínica con respecto a todo.

Era obvio que tenia razones para serlo.  Esperé, pero no dijo más, y después de un momento volví, débilmente, al tema de la hija.

-Supongo que hablará…. comerá, y todo lo demás.

-Oh sí, claro -me miró ausente-.  Escucha, Nick; te voy a contar lo que dije cuando nació. ¿Quieres oírlo?

-Claro.

-Eso te va a mostrar cómo me he vuelto.  Bien, tenía la niña menos de una hora de nacida y Tom estaba quién sabe dónde.  Me desperté del éter con un sentimiento de total desamparo, y ahí mismo le pregunte a la enfermera si era niño o niña.  Me dijo que niña, y entonces volteé la cara y lloré.  “Esta bien” -dije-, “me alegro de que sea niña. Pero confío en que sea tonta…, lo mejor que le puede pasar a una niña en este inundo es ser una hermosa tontita”.

-Como puedes ver, pienso que el mundo es horrible, mírese como se mire -prosiguió convencida-.  Todo el mundo lo cree… hasta la gente más avanzada. Pero yo lo sé.  He estado en todas partes, lo he visto todo y lo he hecho todo -sus ojos, desafiantes como los de Tom, se movieron veloces en derredor río con emotivo desdén-. ¡Refinada; oh, Dios, si soy refinada!

En el instante en que se quebró su voz, dejando de atraer mi atención y mi credulidad, me di cuenta de la falta de sinceridad básica de cuanto había dicho. Me hizo sentir incómodo, como si toda la velada no hubiera sido sino una especie de truco destinado a suscitar en mí una emoción que le sirviera de apoyo. Esperé, y dicho y hecho…. un segundo después me miro con la más postiza de las sonrisas en su hermoso rostro, que confirmaba su pertenencia a una sociedad secreta muy distinguida, de la que ella y su marido eran miembros.

Adentro, el cuarto carmesí resplandecía. Tom y la señorita Baker se encontraban sentados en los extremos del largo sofá, y ella le leía en voz alta un artículo del Saturday Evening Post; las palabras, susurradas con monótona voz, fluían en sedante melodía.  La luz de la lámpara, brillante en las botas de Tom y opaca en el cabello de la joven, color amarillo de hoja otoñal, se reflejaba en el periódico en el momento en que ella volteó la página con una crispación de los delgados músculos de sus brazos. Cuando entrarnos alzó la mano para obligarnos a guardar silencio.

-Continuará -dijo arrojando el periódico sobre la mesa en nuestro próximo número.

Afirmando su cuerpo con un movimiento inquieto de la rodilla, se puso de pie.

-Las diez de la noche –anotó, encontrando, aparentemente, la hora en el techo. Hora en que las niñas buenas se van a la cama.

-Jordan va a jugar- en el torneo mañana -explicó Daisy- En Westchester.

-Ah… usted es Jordan Baker.

Ya sabia por qué su rostro se me había hecho conocido; su agradable expresión de desdén me había mirado desde muchas fotografías de fotograbado de la vida deportiva de Asheville y Hot Springs y Palm Beach. También había oído una historia sobre ella, negativa y desagradable, pero hace tiempos había olvidado de qué se trataba.

-Hasta mañana -dijo con suavidad-.  Despiértenme a las ocho, ¿si?

-Si te levantas.

-Sí, desde luego.  Buenas noches señor Carraway.  Nos veremos de nuevo.

-Claro que lo harás -confirmó Daisy-.  Es más, me dan ganas de arreglar un matrimonio.  Ven a menudo, Nick, y yo.. ,cómo decirlo…. echaré a uno en brazos del otro.  Qué buena idea, los encerraré por accidente en los armarios de la ropa blanca, los lanzaré en un bote a altamar, o algo por el estilo…

-Buenas noches -gritó la señorita Baker desde las escaleras-.  No oí nada.

-Es una buena muchacha -dijo Tom al cabo de un rato-.  No la deberían dejar corretear por todo el país de esta manera.

-¿Quién no debería? – preguntó Daisy con frialdad.

-Su familia.

Toda su familia es una tía que tiene como cien años de edad.  Además, Nick va a cuidar de ella; ¿no es así, Nick?  Ella va a pasar muchos fines de semana aquí este verano.  Creo que la influencia de un hogar le va a ser muy provechosa.

Daisy y Tom se miraron por un instante en silencio.

-¿Es de Nueva York? -me apresuré a preguntar.

-De Louisville. Pasamos allí nuestra inocente infancia.  Nuestra hermosa e inocente…

-¿ Le abriste tu corazón a Nick en la terraza? -preguntó Tom de repente.

-¿Te lo abrí -me miró. No creo acordarme, me parece que hablamos de la raza nórdica. Sí; eso hicimos. No sé cómo se nos metió ese tema, y cuando menos lo pensamos…

-No creas todo lo que te cuenta, Nick- me aconsejó.

Sin darte importancia dije que nada había escuchado, pocos minutos después me levanté para irme a casa. Salieron los dos hasta la puerta conmigo y se pararon, lado a lado, en un alegre cuadrado de luz.  Cuando encendí el auto Daisy me llamó con voz imperiosa:

-¡Espera!

-Olvidé preguntarte algo importante. Supimos que estabas comprometido con una chica de allá del Oeste.

-Cierto -corroboró Tom con gentileza-.  Nos contaron que estabas comprometido.

-Es una calumnia.  Soy demasiado pobre.

-Pero lo oímos decir -insistió Daisy,  sorprendiéndome al abrirse de nuevo como una flor-. Se lo oímos a tres personas, luego debe ser cierto.

Yo, por supuesto, sabía a qué se referían, pero no estaba ni remotamente comprometido. El hecho que los chismosos hubieran publicado sus amonestaciones fue una de las razones que me trajeron al Este.  No es lógico dejar de salir con una vieja amiga por hacerle caso a los rumores, pero por otra parte, no tenía yo intenciones de que a fuerza de chismes me obligaran a casarme.

Su interés en mí me conmovió un poco y los volvió un tanto menos remotamente ricos; de todos modos me sentía confundido y un poco asqueado cuando me marché.  Me parecía que lo que Daisy debía hacer era irse cuanto antes de la casa con la niña; pero todo parecía indicar que no se le había pasado por la cabeza hacerlo. En cuanto a Tom, el hecho de que tuviera “una mujer en Nueva York” me sorprendía muchísimo menos que verlo deprimido por un libro. Algo lo impulsaba a mordisquear los bordes de unas ideas rancias, como si su robusto egoísmo físico no bastara para alimentar aquel imperioso corazón.

Ya se reflejaba bien el verano en los techos de las hosterías y en las estaciones de camino donde las nuevas bombas de gasolina rojas se erguían en medio de sus fuentes de luz; cuando llegué a mi predio en West Egg puse el auto bajo el cobertizo y me senté un rato sobre una podadora abandonada en el césped.  El viento se había ido, dejando una noche ruidosa y brillante, con alas que batían en los árboles y el persistente sonido de un órgano a medida que los fuelles abiertos de la tierra les insuflaban vida a los sapos.

La silueta de un gato en movimiento se recortó contra los rayos de la luna, y al volver mi cabeza para mirarlo, me di cuenta de que no me encontraba solo: a unas cincuenta yardas, la figura de un hombre con las manos en los bolsillos, observando de pie la pimienta dorada de las estrellas, había emergido de las sombras de la mansión de mi vecino. Algo en sus pausados movimientos y en la posición segura de sus pies sobre el césped me indicó que era Gatsby en persona, que había salido para decidir cuál parte de nuestro firmamento local le pertenecía.

Decidí llamarlo. La señorita Baker lo había mencionado en la comida, y esto era suficiente para una presentación.  Pero no lo hice ya que mostró un repentino indicio de que se sentía contento en su soledad: estiró los brazos hacia las aguas oscuras de un modo curioso y, aunque yo estaba lejos de él, pude haber jurado que temblaba. Sin pensarlo, miré hacia el mar, y nada distinguí salvo una sola luz verde, diminuta y lejana, que parecía ser el extremo de un muelle. Cuando volví a mirar hacia Gatsby, éste había desaparecido y yo me encontraba solo de nuevo en la turbulenta oscuridad.