miércoles, julio 2, 2025
cero

El guardian entre el centeno

0

J.D. Salinger


 

Texto extraído del libro “El guardian entre el centeno”

[Internet]

Capítulo 1

Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre. Son buena gente, no digo que no, pero a quisquillosos no hay quien les gane. Además, no crean que voy a contarles mi autobiografía con pelos y señales.

Sólo voy a hablarles de una cosa de locos que me pasó durante las Navidades pasadas, antes de que me quedara tan débil que tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco. A D.B. tampoco le he contado más, y eso que es mi hermano. Vive en Hollywood.

Como no está muy lejos de este antro, suele venir a verme casi todos los fines de semana. El será quien me lleve a casa cuando salga de aquí, quizá el mes próximo. Acaba de comprarse un «Jaguar», uno de esos cacharros ingleses que se ponen en las doscientas millas por hora como si nada. Cerca de cuatro mil dólares le ha costado. Ahora está forrado el tío. Antes no. Cuando vivía en casa era sólo un escritor corriente y normal. Por si no saben quién es, les diré que ha escrito El pececillo secreto, que es un libro de cuentos fenomenal. El mejor de todos es el que se llama igual que el libro.

Trata de un niño que tiene un pez y no se lo deja ver a nadie porque se lo ha comprado con su dinero. Es una historia estupenda. Ahora D.B. está en Hollywood prostituyéndose. Si hay algo que odio en el mundo es el cine. Ni me lo nombren.

Empezaré por el día en que salí de Pencey, que es un colegio que hay en Agerstown, Pennsylvania. Habrán oído hablar de él. En todo caso, seguro que han visto la propaganda. Se anuncia en miles de revistas siempre con un tío de muy buena facha montado en un caballo y saltando una valla. Como si en Pencey no se hiciera otra cosa que jugar todo el santo día al polo. Por mi parte, en todo el tiempo que estuve allí no vi un caballo ni por casualidad. Debajo de la foto del tío montando siempre dice lo mismo: «Desde 1888 moldeamos muchachos transformándolos en hombres espléndidos y de mente clara.» Tontadas.

En Pencey se moldea tan poco como en cualquier otro colegio. Y allí no había un solo tío ni espléndido, ni de mente clara. Bueno, sí. Quizá dos. Eso como mucho. Y probablemente ya eran así de nacimiento.

Pero como les iba diciendo, era el sábado del partido de fútbol contra Saxon Hall. A ese partido se le tenía en Pencey por una cosa muy seria. Era el último del año y había que suicidarse o -poco menos si no ganaba el equipo del colegio. Me acuerdo que hacia las tres, de aquella tarde estaba yo en lo más alto de Thomsen Hill junto a un cañón absurdo de esos de la Guerra de la Independencia y todo ese follón. No se veían muy bien los graderíos, pero sí se oían los gritos, fuertes y sonoros los del lado de Pencey, porque estaban allí prácticamente todos los alumnos menos yo, y débiles y como apagados los del lado de Saxon Hall, porque el equipo visitante por lo general nunca se traía muchos partidarios.

A los encuentros no solían ir muchas chicas. Sólo los más mayores podían traer invitadas. Por donde se le mirase era un asco de colegio. A mí los que me gustan son esos sitios donde, al menos de vez en cuando, se ven unas cuantas chavalas aunque sólo estén rascándose un brazo, o sonándose la nariz, o riéndose, o haciendo lo que les dé la gana. Selma Thurner, la hija del director, sí iba con bastante frecuencia, pero, vamos, no era exactamente el tipo de chica como para volverle a uno loco de deseo. Aunque simpática sí era. Una vez fui sentado a su lado en el autobús desde Agerstown al colegio y nos pusimos a hablar un rato.

Me cayó muy bien. Tenía una nariz muy larga, las uñas todas comidas y como sanguinolentas, y llevaba en el pecho unos postizos de esos que parece que van a pincharle a uno, pero en el fondo daba un poco de pena. Lo que más me gustaba de ella es que nunca te venía con el rollo de lo fenomenal que era su padre. Probablemente sabía que era un gilipollas.

Si yo estaba en lo alto de Thomsen Hill en vez de en el campo de fútbol, era porque acababa de volver de Nueva York con el equipo de esgrima. Yo era el jefe. Menuda cretinada. Habíamos ido a Nueva York aquella mañana para enfrentarnos con los del colegio McBurney. Sólo que el encuentro no se celebró. Me dejé los floretes, el equipo y todos los demás trastos en el metro. No fue del todo culpa mía. Lo que pasó es que tuve que ir mirando el plano todo el tiempo para saber dónde teníamos que bajarnos. Así que volvimos a Pencey a las dos y media en vez de a la hora de la cena. Los tíos del equipo me hicieron el vacío durante todo el viaje de vuelta. La verdad es que dentro de todo tuvo gracia.

La otra razón por la que no había ido al partido era porque quería despedirme de Spencer, mi profesor de historia. Estaba con gripe y pensé que probablemente no se pondría bien hasta ya entradas las vacaciones de Navidad. Me había escrito una nota para que fuera a verlo antes de irme a casa. Sabía que no volvería a Pencey.

Es que no les he dicho que me habían echado. No me dejaban volver después de las vacaciones porque me habían suspendido en cuatro asignaturas y no estudiaba nada. Me advirtieron varias veces para que me aplicara, sobre todo antes de los exámenes parciales cuando mis padres fueron a hablar con el director, pero yo no hice caso. Así que me expulsaron. En Pencey expulsan a los chicos por menos de nada. Tienen un nivel académico muy alto. De verdad.

Pues, como iba diciendo, era diciembre y hacía un frío que pelaba en lo alto de aquella dichosa montañita. Yo sólo llevaba la gabardina y ni guantes ni nada. La semana anterior alguien se había llevado directamente de mi cuarto mi abrigo de pelo de camello con los guantes forrados de piel metidos en los bolsillos y todo. Pencey era una cueva de ladrones. La mayoría de los chicos eran de familias de mucho dinero, pero aun así era una auténtica cueva de ladrones.

Cuanto más caro el colegio más te roban, palabra. Total, que ahí estaba yo junto a ese cañón absurdo mirando el campo de fútbol y pasando un frío de mil demonios.

Sólo que no me fijaba mucho en el partido. Si seguía clavado al suelo, era por ver si me entraba una sensación de despedida. Lo que quiero decir es que me he ido de un montón de colegios y de sitios sin darme cuenta siquiera de que me marchaba. Y eso me revienta. No importa que la sensación sea triste o hasta desagradable, pero cuando me voy de un sitio me gusta darme cuenta de que me marcho. Si no luego da más pena todavía.

Tuve suerte. De pronto pensé en una cosa que me ayudó a sentir que me marchaba. Me acordé de un día en octubre o por ahí en que yo, Robert Tichener y Paul Campbell estábamos jugando al fútbol delante del edificio de la administración. Eran unos tíos estupendos, sobre todo Tichener. Faltaban pocos minutos para la cena y había anochecido bastante, pero nosotros seguíamos dale que te pego metiéndole puntapiés a la pelota. Estaba ya tan oscuro que casi no se veía ni el balón, pero ninguno queríamos dejar de hacer lo que estábamos haciendo. Al final no tuvimos más remedio.

El profesor de biología, el señor Zambesi, se asomó a la ventana del edificio y nos dijo que volviéramos al dormitorio y nos arregláramos para la cena. Pero, a lo que iba, si consigo recordar una cosa de ese estilo, enseguida me entra la sensación de despedida. Por lo menos la mayoría de las veces. En cuanto la noté me di la vuelta y eché a correr cuesta abajo por la ladera opuesta de la colina en dirección a la casa de Spencer. No vivía dentro del recinto del colegio.

Vivía en la Avenida Anthony Wayne.

Corrí hasta la puerta de la verja y allí me detuve a cobrar aliento. La verdad es que en cuanto corro un poco se me corta la respiración. Por una parte, porque fumo como una chimenea, o, mejor dicho, fumaba, porque me obligaron a dejarlo. Y por otra, porque el año pasado crecí seis pulgadas y media. Por eso también estuve a punto de pescar una tuberculosis y tuvieron que mandarme aquí a que me hicieran un montón de análisis y cosas de ésas. A pesar de todo, soy un tío bastante sano, no crean.

Pero, como decía, en cuanto recobré el aliento crucé a todo correr la carretera 204. Estaba completamente helada y no me rompí la crisma de milagro. Ni siquiera sé por qué corría. Supongo que porque me apetecía. De pronto me sentí como si estuviera desapareciendo. Era una de esas tardes extrañas, horriblemente frías y sin sol ni nada, y uno se sentía como si fuera a esfumarse cada vez que cruzaba la carretera.

¡Jo! ¡No me di prisa ni nada a tocar el timbre de la puerta en cuanto llegué a casa de Spencer! Estaba completamente helado. Me dolían las orejas y apenas podía mover los dedos de las manos.

—¡Vamos, vamos! —dije casi en voz alta—. ¡A ver si abren de una vez!

Al fin apareció la señora Spencer. No tenían criada ni nada y siempre salían ellos mismos a abrir la puerta. No debían andar muy bien de pasta.

—¡Holden! —dijo la señora Spencer—. ¡Qué alegría verte! Entra, hijo, entra. Te habrás quedado heladito.

Me parece que se alegró de verme. Le caía simpático. Al menos eso creo.

Se imaginarán la velocidad a que entré en aquella casa.

—¿Cómo está usted, señora Spencer? —le pregunté—. ¿Cómo está el señor Spencer?

—Dame el abrigo —me dijo. No me había oído preguntar por su marido. Estaba un poco sorda.

Colgó mi abrigo en el armario del recibidor y, mientras, me eché el pelo hacia atrás con la mano. Por lo general, lo llevo cortado al cepillo y no tengo que preocuparme mucho de peinármelo.

—¿Cómo está usted, señora Spencer? —volví a decirle, sólo que esta vez más alto para que me oyera.

—Muy bien, Holden —Cerró la puerta del armario-. Y tú, ¿cómo estás?

Por el tono de la pregunta supe inmediatamente que Spencer le había contado lo de mi expulsión.

—Muy bien —le dije—. Y, ¿cómo está el señor Spencer? ¿Se le ha pasado ya la gripe?

—¡Qué va! Holden, se está portando como un perfecto… yo que sé qué… Está en su habitación, hijo. Pasa.

 

La subasta del lote 49

0

Thomas Pynchon


Capítulo primero

Texto extraído de el libro “La subasta del lote 49”

[Internet]

 

Una tarde de verano, al volver de una fiesta organizada por Tupperware donde la anfitriona había puesto quizá demasiado kirsch en la fondue, la señora Edipa Maas se enteró de que la habían nombrado albacea de la herencia de un tal Pierce Inverarity, un magnate californiano de las inmobiliarias que cierta vez había perdido dos millones de dólares en su tiempo libre pero cuyos restantes bienes eran aún lo bastante numerosos y complicados como para que el trabajo de clasificarlos fuese algo más que simbólico. Edipa se detuvo en la sala de estar y, bajo la atenta mirada del ojo apagado y verdoso de la pantalla del televisor, invocó el nombre de Dios y se esforzó por sentirse embriagada al máximo.

No dio resultado. Pensó en la habitación de cierto hotel de Mazatlán cuya puerta se había cerrado de golpe, por lo visto definitivamente, despertando a doscientos pájaros que dormitaban en el vestíbulo; en un amanecer en la cuesta de la biblioteca de la Universidad de Cornell que nadie más había visto porque dicha cuesta daba a poniente; en una melodía triste y sin adornos del cuarto movimiento del Concierto para Orquesta de Bartók; en un busto encalado de Jay Gould que Pierce tenía sobre la cama, en un anaquel tan estrecho que a ella siempre le asaltaba el temor de que se les cayera encima. ¿Habría muerto así, pensó, sumido en sueños, aplastado por la única escultura de la casa? Sólo se le ocurrió echarse a reír, a carcajadas, con impotencia: qué morbosa eres, dijo para sí, o para la habitación, que estaba al tanto.

La carta era del bufete Warpe, Wistfull, Kubitschek y McMingus, de Los Ángeles, y la había firmado un sujeto apellidado Metzger. Decía que Pierce había fallecido en primavera y que hasta hacía unos días no habían encontrado el testamento. Metzger haría de coejecutor y consejero especial en caso de litigio. También a Edipa se la nombraba ejecutora, o ejecutriz, en un codicilo redactado hacía un año. Trató de recordar si había ocurrido algo insólito por entonces.

Durante el resto de la tarde, mientras iba al centro, a Kinneret-Entre-Los-Pinos, a comprar requesón y escuchar la música ambiental (de hecho cruzó la puerta encortinada con ristras de abalorios más o menos en el cuarto compás de las variaciones sobre el Concierto para Mirlitón de Vivaldi, en la versión grabada por el Settecento Ensemble de Fort Wayne, con Boyd Beaver de solista);

y luego mientras cogía mejorana y albahaca en el huerto soleado, mientras leía la sección de libros en el último número de Investigación y Ciencia, mientras preparaba las distintas capas de la lasaña, mientras untaba el pan con ajo, mientras partía la lechuga; y por fin, con el horno ya encendido, mientras preparaba el cóctel vespertino, a base de whisky, limón y azúcar, en espera de que su marido, Wendell Maas («Mucho»), volviera del trabajo, estuvo pensando, pensando y repasando una abundante procesión de días que se le antojaban (¿acaso no sería ella la primera en confesarlo?) prácticamente iguales, o cuando menos indicadores abstrusos de una misma dirección, como las cartas de un adivino, no por singular menos diáfana para el ojo avezado.

Hasta la mitad del telediario dirigido por Huntley y Brinkley no recordó que cierta madrugada del año pasado, a eso de las tres, había recibido una llamada telefónica de un lugar lejano y cuyo nombre no sabría nunca (a no ser que se encontrase un diario entre los papeles del difunto) en la que una voz había empezado diciendo, con marcado acento eslavo, como un subsecretario del Consulado de Transilvania, que buscaba un murciélago fugitivo; para proseguir como un negro gracioso y luego acometer el agresivo dialecto de los mexicanos de California, con abundancia de «chingadas» y «maricones»; y acto seguido como un agente de la Gestapo que inquiría a gritos si tenía parientes en Alemania; y por último con la voz de Lamont Cranston*, la que había empleado durante todo el trayecto hasta Mazadán.

—Pierce, por favor —dijo ella, interrumpiéndole por fin—, creí que habíamos…

—Escucha, Margo —atajó con gran seriedad—, acabo de hablar con el comisario Weston y resulta que al viejo aquel de la Casa de la Risa lo mataron con la misma cerbatana con que mataron al profesor Quackenbush —dijo más o menos.

—Válgame Dios —murmuró ella. Mucho se había dado la vuelta y la observaba.

—Cuélgale —sugirió Mucho con sentido común.

—Lo he oído —dijo Pierce—. Y creo que ya es hora de que La Sombra haga una breve visita a Wendell Maas. —Se hizo el silencio, total y absoluto.

Aquélla fue la última de las voces que le oyó. La de Lamont Cranston. El otro extremo del hilo habría podido estar en cualquier parte, a cualquier distancia. Su apacible ambigüedad se desplazó, en los meses que siguieron a la llamada, hacia lo que había resucitado: el recuerdo de su cara, de su cuerpo, de objetos que él le había regalado, de cosas que de tarde en tarde ella fingía no haberle oído decir.

También él fue desplazado y a punto estuvo de que se le olvidase. La sombra había tardado un año en efectuar la visita. Pero allí estaba la carta de Metzger. ¿La había llamado Pierce el año pasado para contarle lo del codicilo? ¿O había sido fruto de una decisión posterior, motivada tal vez por el fastidio de ella y la indiferencia de Mucho? Se sentía desnuda, burlada, abatida. Nunca había hecho cumplir un testamento, ignoraba por dónde empezar, no sabía cómo decir a los del bufete de Los Ángeles que ignoraba por dónde empezar.

—Mucho, cariño —exclamó sintiéndose repentinamente desamparada.

Mucho Maas, ya en casa, avanzaba hacia el cancel de la puerta.

—Otro desastre hoy —comenzó a decir.

—Quiero hablar contigo —se puso a decir ella también. Pero dejó que Mucho hablara primero.

Trabajaba de pinchadiscos en la otra punta de la península [de San Francisco] y periódicamente sufría crisis de conciencia en relación con su trabajo.

—No creo en mi profesión, Ed. Me esfuerzo, pero no puedo, de verdad —solía decir mientras se hundía en un abismo insondable, más profundo de lo que ella podía llegar, motivo por el que a menudo se sentía al borde del pánico. Puede que saliera de su abstracción al verla tan fuera de sí.

—Eres muy sensible. —Bueno, habría podido decirle muchas otras cosas, pero fue esto lo que le salió. De todos modos, era cierto.

Durante un par de años se había dedicado a vender coches de segunda mano y había sido tan superconsciente de lo que esta profesión había acabado por significar, que las horas de trabajo eran para él una intensa tortura. Todas las mañanas se afeitaba el labio superior tres veces hacia abajo y otras tres a contrapelo para eliminar el menor vestigio de bigote, manchando de sangre las hojas recién estrenadas pero sin desistir por ello; los trajes se los compraba todos sin hombreras y luego iba al sastre para que le estrechara aún más las solapas; para lavarse el pelo le bastaba el agua sola y se lo peinaba como Jack Lemmon para confundir más.

Daba un respingo a la vista del serrín, incluso a la de las virutas de los lápices, pues se conocía su tendencia a utilizar estas cosas para disimular las malas transmisiones, y aunque hacía régimen no podía aún, como Edipa, endulzar el café con miel, porque le horrorizaba, al igual que todas las sustancias pegajosas, que le recordaban de un modo angustiante eso que suele mezclarse con el aceite de coche y que chorrea, pérfido, por los resquicios que hay entre el émbolo y la pared interior del cilindro. Una noche se fue de una fiesta porque alguien pronunció la palabra «merengue», que se le antojó malintencionada. Se trataba de un refugiado húngaro, un pastelero que hablaba de su oficio, pero así era nuestro Mucho: un picajoso.

Pero al menos había creído en los coches. Tal vez en exceso; y cómo no, si durante los siete días que caben en una semana llegaba un ejército interminable de sujetos más pobres que él, negros, mexicanos, inmigrantes blancos del sur, para ofrecer como anticipo las «cafeteras» más espantosas del universo, auténticas prótesis con motor, prolongaciones de su propio cuerpo, de su familia, de su vida entera, totalmente desnudas para que cualquiera, un desconocido como él, echara una ojeada a la carrocería inclinada hacia un lado, al chasis cubierto de óxido, a los guardabarros repintados con un color que desentonaba lo suficiente como para estropear su valor, para estropear incluso el ánimo de Mucho, y a un interior que olía irremediablemente a niños, a vino barato, a dos, en ocasiones tres, generaciones de fumadores, o simplemente a polvo;

y cuando se limpiaban a fondo los coches, había que fijarse en lo que realmente quedaba de aquellas existencias, porque no había manera de saber qué se había tirado (pues pensaba que quien gana poco guarda mucho por temor) y qué se había (tal vez trágicamente) perdido: cupones comerciales que prometían descuentos de cinco o diez centavos, vales canjeables, hojas de color rosa que pregonaban rebajas de supermercado, colillas, peines mellados, anuncios con ofertas de empleo, páginas amarillas arrancadas de la guía telefónica, jirones de ropa interior vieja, o de vestidos que ya eran disfraces de época, para limpiar con ayuda del aliento el interior del parabrisas y ver cualquier cosa que se terciara, la película, mujer o coche que despertase el interés, el policía que ordenaba detener el vehículo para no perder la costumbre, todo ello recubierto, como si fuese la ensalada de la desesperación, por una salsa de color gris ceniciento, humo concentrado del tubo de escape, polvo, excreciones corporales; le daba asco mirar, pero tenía que mirar.

Si el negocio hubiera sido un almacén de chatarra como es debido, es probable que hubiese llevado las cosas hasta el final, que se lo hubiese tomado como una profesión, pues la violencia responsable de las catástrofes era lo bastante infrecuente, estaba lo bastante alejada de él para ser portentosa, del mismo modo que son portentosas todas las muertes hasta que llega la hora de la nuestra. Pero los interminables ritos del cambalache, una semana tras otra, no llegaban nunca ni a la violencia ni a la sangre, eran por tanto demasiado razonables para que el sensible Mucho les dedicara mucho tiempo.

Aunque el continuo contacto con la invariable miseria gris le había inmunizado hasta cierto punto, seguía sin aceptar que aquellos conductores, aquellas sombras, se dirigiesen a él sólo para cambiar una abollada y estropeada versión de sí mismos por otra, que a su vez no era más que la proyección automotriz, igualmente exenta de futuro, de otra vida. A Mucho le resultaba horrible. Un incesto infinito y circular.

Edipa no alcanzaba a comprender por qué le seguía afectando tanto en la actualidad. Cuando se casaron, él ya llevaba dos años en radio REDOJ y el lote que había junto a la clara y rugiente autopista se encontraba a mucha distancia, como la segunda guerra mundial o la de Corea para los maridos con más años. Que Dios la perdonase, pero si Mucho hubiese estado en alguna guerra, nipones en los árboles, boches en carros de combate Tiger, amarillos con trompetas por la noche, puede que hubiera olvidado ya lo de aquellos terrenos, que, fuera lo que fuese, le venía obsesionando desde hacía cinco años.

Cinco años. Se les consuela cuando se despiertan bañados en sudor o gritando en el idioma de las pesadillas, sí, se les abraza, ellos se tranquilizan y un día se les va; Edipa lo sabía. Pero ¿cuándo iba a olvidar Mucho? Recelaba que el trabajo de pinchadiscos (que había conseguido gracias al encargado de publicidad de radio REDOJ, que era coleguilla suyo y había visitado a los loteros una vez a la semana, ya que se trataba de uno de los patrocinadores) era una forma de hacer que los 200 Principales, y también la hoja de noticias que brotaba parloteando de la máquina —todo el engañoso delirio de los deseos adolescentes—, sirviesen de amortiguadores entre él y el lote de marras.

Había creído demasiado en el lote, no creía ni por asomo en la emisora. Sin embargo, al verle ahora en la salita crepuscular, deslizándose como un pájaro grande que remontase el vuelo hacia la coctelera sudorosa, sonriendo desde el centro del grueso círculo de su frenesí, podría pensarse que todo era calma chicha, dorado, sereno.

Hasta que abrió la boca.

—Hoy me ha llamado Funch —dijo a Edipa atropelladamente—, quería hablarme de mi imagen, no le gusta. —Funch era el director de programas y el gran adversario de Mucho—. Soy demasiado salaz. Debería ser un padre joven, un hermano mayor. Las jovencitas me llaman para hacer peticiones y en cada palabra que digo, según Funch, palpita una lascivia sin ambages. Parece que en lo sucesivo tendré que grabar las conversaciones telefónicas, Funch en persona eliminará lo que pueda herir la sensibilidad, o sea, todo lo que yo diga. «Eso es censura», le dije. «Esquirol», murmuré, y me fui. —Solía tener estos encontronazos con Funch una vez a la semana, aproximadamente.

Edipa le enseñó la carta de Metzger. Mucho sabía todo lo de ella y Pierce; había terminado un año antes de que Mucho se casara con ella. Leyó la carta y emitió una serie de tímidos parpadeos.

—¿Qué hago? —preguntó Edipa.

—No, por favor —dijo Mucho—, no soy el más indicado. De veras. Ni siquiera sé hacer la declaración de la renta. Ejecutar un testamento, no sé qué decirte, habla con Roseman.

Roseman era el abogado de ambos.

—Mucho. Wendell. Aquello se acabó. Antes de que él pusiera mi nombre ahí.

—Claro, claro. Si yo sólo me refería a eso, Ed. A que yo no sabría.

Pues eso es lo que hizo ella a la mañana siguiente, ir a ver a Roseman. Después de pasarse media hora ante el espejo del tocador y repasarse la raya de maquillaje de unos párpados que se le pegaban o se le movían con nerviosismo antes de que pudiera apartar el pincel. Había estado en vela casi toda la noche después de otra llamada telefónica a las tres de la madrugada, vaya susto de muerte los timbrazos, salidos prácticamente de la nada, el aparato mudo y que de pronto se pone a dar berridos. Los dos se despertaron en el acto y estuvieron, con las articulaciones agarrotadas, sin atreverse a mirarse siquiera durante los primeros timbrazos. Edipa, por último, tras pensar si tenía algo que perder y no ocurrírsele nada, descolgó. Era el doctor Hilarius, el come-cocos, el psicoterapeuta de ella. Pero se parecía a Pierce cuando imitaba a un agente de la Gestapo.

—No la he despertado, ¿verdad? —dijo con sequedad—. Parece asustada. ¿Qué pasa con las pastillas? ¿No le hacen efecto?

—No me las tomo —dijo ella.

—¿Le dan miedo?

—No sé qué contienen.

—No se cree que sólo sean calmantes.

—¿Debo fiarme de usted? —La verdad es que no se fiaba y lo que dijo él a continuación explicaba el motivo.

—Seguimos necesitando una ciento cuatro para el puente. —Rió entre dientes, con sequedad. Ya que el puente, die Brücke, era el nombre familiar que daba al experimento con que, en colaboración con el hospital de la comunidad, controlaba los efectos del LSD-25, la mescalina, la psilocibina y productos afines en un amplio muestrario de amas de casa de las zonas residenciales periféricas. El puente interior—. ¿Cuándo la incluimos en nuestra agenda de trabajo?

—No —dijo ella—, elijan a otra, disponen de medio millón. Y son las tres de la madrugada.

—La queremos a usted. —De pronto vio, suspendida en el aire que flotaba sobre el lecho, la archiconocida imagen del Tío Sam que hay en la entrada de todas las estafetas de Correos, con los ojos relampagueando de manera enfermiza, con las mejillas pálidas, hundidas y sonrojadas de un modo violentísimo, apuntándole con el dedo entre los ojos. Te quiero a ti. Nunca le había preguntado el motivo al doctor Hilarius porque temía su respuesta.

—Estoy alucinando en este momento, no me hacen falta drogas.

—No me lo cuente —dijo él en el acto—. Bien. ¿Quiere decirme algo más?

—Ah, ¿le he llamado yo?

—Me parece que sí —contestó él—. Fue un presentimiento. No telepatía. Lo que pasa es que las relaciones con los pacientes a veces son extrañas.

—En esta ocasión no. —Y colgó el auricular. Y ya no pudo volver a conciliar el sueño. Pero que la ahorcasen si se tomaba las pastillas que le había recetado Hilarius. Que la ahorcasen literalmente. No tenía intención de volverse adicta a nada, así mismo se lo había dicho.

—Entonces —dijo él encogiéndose de hombros—, ¿tampoco es usted adicta a mí? En ese caso puede irse. Está usted curada.

No se fue. No porque el comecocos ejerciera un misterioso magnetismo sobre ella. Pero era más sencillo quedarse. ¿Quién sabría el momento de su curación definitiva? Él no, eso ya lo confesaba él para su capote.

—Es que lo de las pastillas no es lo mismo —insistió ella en tono de súplica. Hilarais se limitó a hacerle un visaje, una mueca que ya había hecho antes. Era un almacén de deliciosos detalles heterodoxos. Pues según su teoría, un visaje es tan simétrico como una mancha de Rorscharch, cuenta una historia igual que una imagen del TAT, suscita una reacción como una palabra que se dice a medias; o sea, que por qué no. Según él, había curado un caso de ceguera histérica con el número 39, el «Fu Manchú» (pues muchos visajes tenían, al igual que las sinfonías alemanas, un número y un apodo), que se obtenía estirando hacia arriba el rabillo de los ojos con ambos índices, ensanchando las fosas nasales con los corazones, dilatando la boca con los meñiques y sacando la lengua.

Era realmente aterrador cuando lo hacía Hilarius. Es más, cuando se desvaneció la alucinación edípica del Tío Sam, fue el visaje Fu Manchú lo que vino a ocupar su puesto y a hacerle compañía durante el tiempo que faltaba para el amanecer. Dejó a Edipa en un estado muy poco presentable para ver a Roseman.

Pero tampoco Roseman había pegado ojo en toda la noche de tanto darle vueltas al episodio de Perry Mason que había visto antes de acostarse, a su mujer le gustaba, pero Roseman enfocaba la teleserie con una ambigüedad exasperante, pues quería al mismo tiempo ser un famoso abogado criminalista como Perry Mason y, puesto que se trataba de un imposible, destruir a Perry Mason mediante intrigas. Edipa entró en el despacho prácticamente sin avisar y sorprendió a su fiel abogado familiar guardando con celeridad culpable en un cajón del escritorio un fajo de papeles de distintos colores y tamaños. Sabía que era el borrador de La profesión contra Perry Mason, un caso no tan hipotético, que había ido creciendo desde que empezara a emitirse la teleserie.

—Que yo recuerde, antes no tenías esa cara de culpable —dijo Edipa. A menudo iban juntos a las mismas sesiones de terapia de grupo, unas veces en el coche de uno, otras en el de otro, en compañía de un fotógrafo de Palo Alto que se creía un balón de voleibol—. Buena señal, ¿no?

—No sabía si eras una espía de Perry Mason o qué —dijo Roseman. Tras meditar lo dicho, añadió—: Ja, ja.

—Ja, ja —dijo Edipa. Se miraron—. Tengo que ejecutar un testamento.

—Pues adelante —dijo Roseman—, no te turbe mi presencia. —Después de leer la carta preguntó—: ¿Por qué lo habrá hecho?

—¿Morirse?

—No —contestó Roseman—, nombrarte albacea.

—Era un hombre imprevisible.

Fueron a comer. Roseman quiso insinuársele por debajo de la mesa rozándole el pie. Pero Edipa llevaba botas y apenas se dio cuenta. Protegida de aquel modo, optó por no hacer ninguna escena.

—Fúgate conmigo —dijo Roseman cuando les sirvieron el café.

—¿Adónde? —preguntó Edipa. Y él se quedó cortado.

Al volver al despacho, bosquejó a Edipa lo que tenía que hacer: conocer a fondo los libros y el negocio, someterse al dictamen del juez adverador, reunir todas las deudas, inventariar los bienes, obtener una tasación de las propiedades, decidir qué vender y qué conservar, saldar reclamaciones, liquidar impuestos, repartir legados…

—Un momento —interrumpió Edipa—. ¿No podría contratar a alguien para que lo hiciese en mi lugar?

—A mí —dijo Roseman—. Yo podría encargarme de una parte, claro. Pero no me digas que ni siquiera te interesa.

—¿El qué?

—Lo que puedas descubrir.

Según se comprobó más tarde, habría descubrimientos para todos los gustos. No precisamente sobre Pierce Inverarity o sobre Edipa Maas; sino sobre lo que faltaba, pero que, en cierto modo, antes de aquello, había quedado al margen. Dominaba en conjunto un no sé qué de amortiguamiento, de aislamiento, la misma Edipa había comprobado que faltaba allí cierto sentido de la definición, como cuando se ve una película un tanto desenfocada que el operador no acaba de ajustar. Y que la había llevado amablemente de la mano a interpretar el extraño papel rapunzeliano de muchacha pensativa mágicamente prisionera, hasta cierto punto, entre los pinos y nieblas saladas de Kinneret, en busca de alguien que le dijera: vamos, suéltate el pelo.

Como resultó que se trataba de Pierce, ella se había quitado las horquillas y los rulos con alegría, y la cabellera se había desplomado cual murmurante y exquisita cascada, pero cuando Pierce había escalado más o menos la mitad, la cabellera encantadora se transformó, mediante infausto sortilegio, en una gigantesca peluca sin elásticos, y él se dio una culada de miedo. No obstante, intrépido como era, y sirviéndose tal vez de una de sus muchas tarjetas de crédito a modo de palanqueta, había forzado la cerradura de la puerta de la edípica torre y subido los conquiformes peldaños, cosa que, de haber tenido un poco más de picardía natural, habría hecho desde el principio. Pero nada de cuanto había sucedido entonces entre ellos había salido ja-más de los muros de la torre.

En Ciudad de México, sin darse cuenta, habían acabado por entrar en una exposición de cuadros de la guapa española exiliada Remedios Varo; en el panel central de un tríptico titulado Bordando el manto terrestre había una serie de niñas delgaduchas con cara de corazón, ojos grandes, cabellera de oro en rama, encerradas en el habitáculo superior de una torre circular, bordando una especie de tapiz que se salía por las troneras y caía al vacío, tratando inútilmente de llenarlo: pues los demás edificios y criaturas, olas, barcos y bosques de la Tierra estaban dentro del tapiz y el tapiz era el mundo.

Edipa, con morbo, se había detenido ante el cuadro y se había echado a llorar. Nadie se había dado cuenta; llevaba gafas semi-esféricas de color verde oscuro. Durante un instante se había preguntado si la goma que las ajustaba alrededor de las cuencas estaría lo bastante prieta para dejar que fluyesen las lágrimas y llenaran los cristales semiesféricos sin secarse nunca.

De este modo podría llevar eternamente consigo la tristeza del momento, ver el mundo refractado por las lágrimas, por aquellas lágrimas concretas, como si indicaciones no descubiertas aún variasen significativamente entre un llanto y otro. Se había mirado los pies y sabido entonces, gracias a un cuadro, que el punto en que aquéllos se apoyaban se había tejido apenas a tres mil kilómetros de distancia, en su propia torre, que por pura casualidad se llamaba México, y que Pierce, en consecuencia, no la había sacado de ninguna parte, que no había habido huida. ¿De qué deseaba tanto huir? Una doncella cautiva de esta índole, con tiempo de sobra para pensar, advierte muy pronto que la torre, su altitud y formas arquitectónicas son como el ser de la doncella casualidad pura: y que lo que en realidad la mantiene donde está es la magia, sin nombre, perversa, que le cayó encima desde el exterior y sin el menor motivo.

Al no tener más instrumental que miedo instintivo y astucia femenina para analizar esta magia sin forma, para comprender su funcionamiento, medir su radio de acción, contar sus líneas de fuerza, puede caer en la superstición, o adoptar una distracción aprovechable como el arte de la aguja, o volverse loca, o casarse con un pinchadiscos. Si la torre está en todas partes y el caballero libertador es impotente frente a su magia, ¿qué más puede hacerse?

 


* Personaje interpretado por Orson Welles en un serial radiofónico de 1937 titulado La sombra (N. del T.)

Nadie sabe mi nombre

0
American novelist, writer, playwright, poet, essayist and civil rights activist James Baldwin poses at his home in Saint-Paul-de-Vence, southern France, on November 6, 1979. AFP PHOTO RALPH GATTI (Photo credit should read RALPH GATTI/AFP/Getty Images)

James Baldwin


 

Primera parte
 Sentado en mi casa….

El descubrimiento de lo que significa ser Americano

Texto extraído del libro “Nadie sabe mi nombre”

[Internet]

«Es un sino complejo el de ser americano», observó Henry James, y el descubrimiento principal que un escritor americano hace en Europa es precisamente el de ver qué complejo es aquel sino. La historia de los Estados Unidos de América, sus aspiraciones, sus peculiares triunfos, sus todavía más peculiares derrotas, y su posición en el mundo de ayer y de hoy, son todos tan profunda y tozudamente únicos que la mera palabra «América» sigue siendo un nombre propio nuevo, casi por completo carente de definición, y materia de controversia. No parece que nadie en el mundo sepa exactamente lo que designa, ni siquiera los abigarrados millones que nos llamamos americanos.

Dejé Norteamérica porque desconfiaba de mi capacidad de sobrevivir al furor que allí tiene el problema racial. (A veces desconfío todavía.) Quería impedirme a mí mismo el convertirme meramente en un negro; o, incluso, meramente en un escritor negro. Quería descubrir un modo de que el carácter especial de mi experiencia me pusiera en contacto con otras personas en vez de separarme de ellas. (Estaba tan aislado de los negros como de los blancos, que es lo que ocurre cuando un negro comienza, en el fondo, a creer lo que los blancos dicen de él.)

En mi necesidad de encontrar los términos en los cuales mi experiencia podría relacionarse con las de otros, negros y blancos, escritores y no-escritores, me encontré, ante mi propio asombro, con que yo era tan americano como cualquier tejano rubio. Y descubrí que mi experiencia la compartían todos los escritores americanos que conocí en París. Como a mí, se les había divorciado de sus orígenes, y resultó que representaba muy poca diferencia el que los orígenes de los americanos blancos fueran europeos y el mío fuera africano: no eran en Europa menos forasteros que yo.

Cuando nos encontramos frente a frente en suelo europeo, el hecho de que yo era hijo de un esclavo y ellos hijos de hombres libres tenía menos importancia que el hecho de que cada cual iba en busca de su particular identidad. Si la encontramos, parecíamos andar diciendo, bueno, pues entonces no tendremos que seguir agarrados a la vergüenza y la amargura que tanto tiempo nos han separado.

En Europa apareció terriblemente claro, como nunca lo había estado en América, que sabíamos unos de otros mucho más de lo que ningún europeo llegaría nunca a saber. Y quedó claro también que, sin que importara dónde hubieran nacido nuestros padres o lo que hubieran sufrido, el hecho de que Europa nos había formado a unos y a otros era parte de nuestra identidad y parte de nuestra herencia.

Pasé en París un par de años antes de que nada de esto se me manifestara con evidencia. Al descubrirlo, como muchos escritores que antes de mí se encontraron con que les dejaban sin muletas de un puntapié, sufrí una especie de neurosis y tuvieron que llevarme a las montañas de Suiza. Allí, en aquel paisaje de absoluto alabastro, equipado con dos discos de Bessie Smith y una máquina de escribir, empecé a intentar recrear la vida que conocí de niño, y de la que había pasado tantos años huyendo.

Fue Bessie Smith, con su tono y su cadencia, la que me ayudó a horadar túneles hasta la manera en que seguramente hablaba yo cuando era un negrito, y a recordar lo oído y visto entonces. Yo había hundido muy hondo todo aquello. En Norteamérica nunca escuché las canciones de Bessie Smith (del mismo modo como, durante años, no pude ver una sandía), pero en Europa ella me ayudó a reconciliarme con lo de ser un «negro».

No creo que tal reconciliación me hubiese sido posible aquí. Una vez fui capaz de aceptar mi papel (aunque haciendo constar que no mi «lugar») en el extraordinario drama que es América, me vi libre de la ilusión de que odiaba a América.

El relato de lo que puede ocurrirle a un escritor negro norteamericano en Europa ilustra simplemente, con tintas algo más fuertes, lo que puede ocurrirle allí a cualquier escritor norteamericano. Con lo cual no quiero decir, desde luego, que les ocurra a todos, porque Europa puede ser también muy paralizadora; y de todos modos, cuando un escritor atraviesa su primera muralla no ha hecho más que ganar una escaramuza crucial en una batalla peligrosa, sin fin, y de resultado imprevisible. Sin embargo, la muralla es importante, y lo que hay que destacar es que, para atravesarla, un escritor norteamericano muchas veces tiene que dejar este país.

En Europa, el escritor norteamericano se encuentra libre, en primer lugar, de la necesidad de pedir excusas por su propia existencia. Hasta que no se encuentra, en efecto, libertado de la costumbre de enseñar los bíceps y de demostrar que es un tío que vale por cualquier otro, no se da cuenta de lo desmoralizadora que ha sido aquella costumbre. Allí no tiene necesidad de fingir que es lo que no es, porque en Europa un escritor no encuentra el mismo recelo que encuentra aquí. Sea lo que sea lo que los europeos piensen, en definitiva, de los artistas, a estas alturas ya han asesinado bastantes para saber que son tan reales (y tan persistentes) como la lluvia, la nieve, los impuestos o los capitalistas.

Naturalmente, la razón de la relativa claridad que reina en Europa en cuanto a las diferentes funciones de los hombres en la sociedad es que la sociedad europea ha estado siempre dividida en clases, de un modo en que la sociedad americana no lo ha estado nunca. Un escritor europeo se considera parte de una vieja y honrosa tradición (de actividad intelectual, de las letras), y su elección vocacional no le provoca ninguna especulación angustiada acerca de si le costará o no el perder todos sus amigos. Pero aquella tradición no se da en Norteamérica.

Por el contrario, tenemos una desconfianza, muy hondamente implantada, ante el esfuerzo intelectual auténtico (probablemente porque sospechamos que destruye, según espero que lo destruye en efecto, el mito de América, al que tan desesperadamente nos agarramos). Un escritor norteamericano lucha por encontrar un puesto en uno de los peldaños más bajos de la escala social norteamericana, y lo logra por pura testarudez y pasando por una indescriptible serie de trabajos extravagantes. Probablemente ha sido un «tipo normal» durante buena parte de su vida adulta, y no se le hace fácil salir de aquel baño tibio.

Sin embargo, tenemos que considerar una paradoja bastante seria: aunque la sociedad americana es más móvil que la de Europa, allí es más fácil que aquí el atravesar las barreras sociales y profesionales. A mi modo de ver, esto se relaciona con la cuestión de la «jerarquía», el status, en la vida americana. Donde cada cual tiene su status, es perfectamente posible que al cabo no lo tenga nadie. Parece inevitable, en todo caso, que un hombre se sienta desazonado en cuanto a cuál es su status.

Los europeos, en cambio, han pasado mucho tiempo acostumbrados a la idea de las clases y puestos sociales. Un hombre puede sentirse tan orgulloso de ser un buen camarero como de ser un buen actor, y ni en uno ni en otro caso tiene por qué sentirse amenazado. Y esto implica que el actor y el camarero pueden en Europa tener una relación más libre y más auténticamente amistosa de lo que es probable que tengan aquí. El camarero no siente, con un resentimiento oscuro, que el actor «ha llegado», y el actor no está atormentado por el miedo de encontrarse mañana haciendo otra vez de camarero.

Esta falta de lo que podríamos llamar un poco toscamente paranoia social hace que el escritor norteamericano sienta en Europa (casi con toda seguridad por vez primera en su vida) que puede llegar hasta todo el mundo, que es accesible a todo el mundo y está abierto a toda cosa. Es un sentimiento extraordinario. Entonces uno siente, por así decir, su propio peso, su propia valía.

Al escritor norteamericano le parece como si de pronto saliera de un túnel sombrío y se encontrara bajo el cielo abierto. Y el hecho es que en París me parecía ver el cielo por primera vez. Me vi forzado a sentir (lo cual no me puso melancólico) que el cielo había existido antes de nacer yo y que existiría igualmente después de mi muerte. Y, por lo tanto, era asunto mío el obtener de mi breve oportunidad todo lo que pudiera obtenerse.

He nacido en Nueva York, pero sólo he vivido en escondrijos de la ciudad. En París, vivía en todas partes: en la ribera derecha y en la izquierda, entre la burguesía y entre los miserables, y conocía a toda suerte de personas, desde las prostitutas y los maquereaux de la Place Pigalle hasta banqueros egipcios de Neuilly. Decir esto puede parecer muy desprovisto de principios, o incluso vagamente inmoral: yo lo encontré sano. Me gusta hablar con la gente, con toda clase de gentes, y a casi todo el mundo le agrada un hombre al que le gusta escuchar.

El trato constante con gente muy diferente de mí provocó un hundimiento de prejuicios que yo apenas sabía que tenía. El escritor encuentra en Europa a personas que no son norteamericanas, cuyo sentimiento de la realidad es muy diferente del suyo. Pueden amar u odiar o admirar o temer o envidiar a este país: en todo caso, lo ven desde un punto de vista diferente, y esto obliga al escritor a examinar muchas cosas que siempre había dado por sentadas. Esta reevaluación, que puede ser muy dolorosa, es también muy valiosa.

Tal libertad, como todas las libertades, encierra sus peligros y sus responsabilidades. Un buen día se le impone al escritor la evidencia, y muy fuerte por cierto, de que vive en Europa como un americano. Si viviera allí como un europeo, viviría en un continente distinto y mucho menos atractivo.

Ese día crucial puede ser el día en que un taxista argelino le dice lo que representa ser argelino en París. Puede ser el día en que pasa ante una terraza de café y atisba la cara intensa, inteligente y preocupada de Albert Camus. O puede ser el día en que alguien le pide una explicación de Little Rock y el escritor empieza a sentir que sería más sencillo (y, por cursi que pueda parecer la palabra, más honroso) el irse a Little Rock que el estar sentado en Europa, provisto de un pasaporte norteamericano, intentando explicar aquello.

Aquél es un día personal, un día terrible, el día a que ha estado tendiendo todo el exilio de uno. El día en que uno se da cuenta de que no existen países sin tormentos en este mundo espantosamente atormentado; y que si el escritor se ha preparado para algo en Europa, aquello para que se ha preparado es América. Dicho brevemente, la libertad que el escritor norteamericano encuentra en Europa lo devuelve, cerrando el círculo, a sí mismo, y la responsabilidad de su desarrollo sigue estando donde estaba: en sus propias manos.

Incluso el más incorregible vagabundo tiene que haber nacido en alguna parte. Puede abandonar el grupo que lo ha producido, puede verse obligado a abandonarlo, pero nada borrará sus orígenes, cuyas marcas lleva consigo a todas partes. Creo que es importante el saber esto e incluso encuentro en ello un motivo de contento, como lo encuentran las personas más fuertes, independientemente de su lugar jerárquico. Del aceptarlo depende, literalmente, la vida de un escritor.

Muchas veces se ha acusado a los escritores norteamericanos de que no describen la sociedad, de que no se interesan por ella. Sólo describen individuos en oposición a la sociedad, o aislados de ella. Naturalmente, lo que el escritor norteamericano describe es su propia situación. Pero ¿qué describe Ana Karenina, si no es el sino trágico de una persona aislada, en conflicto con su lugar y su tiempo?

La diferencia real es que Tolstoi describía una sociedad vieja y densa en la que todo parecía (para las gentes que la componían, no para Tolstoi) fijado para siempre. Y el libro es una obra maestra porque Tolstoi era capaz de sondear, y de hacernos ver, las leyes escondidas que gobernaban realmente aquella sociedad y que hacían inevitable la perdición de Ana.

Los escritores norteamericanos no tienen una sociedad fija a la que describir. Sólo conocen una sociedad en la que nada está fijo y en la que cada individuo debe luchar por su identidad. Tal confusión es lujuriante, en verdad, y crea para el escritor norteamericano oportunidades sin precedentes.

Que son tremendas las tensiones de la vida americana, así como sus posibilidades, no es, desde luego, ni siquiera una cuestión que quepa debatir. Pero en la mayor parte de la literatura contemporánea se las trata por vía de compulsión neurótica; o sea, que lo más probable es que el libro sea un síntoma de nuestra tensión, y no un examen de la misma. Dios sabe si ha llegado el momento de que pasemos a analizarnos, pero sólo podremos hacerlo si estamos dispuestos a libertamos del mito de América y a intentar descubrir lo que realmente ocurre aquí.

Toda sociedad está, en realidad, gobernada por leyes ocultas, por presuposiciones que las gentes nunca expresan pero aceptan hondamente, y la nuestra no es una excepción. Al escritor norteamericano le compete descubrir cuáles son tales leyes y tales presuposiciones. En una sociedad muy inclinada a tirotear los tabús pero sin lograr nunca librarse de ellos, no será una tarea fácil.

No es de sorprender, entretanto, que el escritor norteamericano siga escapando a Europa. Para su viaje vital necesita alimento y los mejores modelos que pueda encontrar. Europa tiene lo que nosotros no tenemos todavía, un sentimiento de las misteriosas e inexorables limitaciones de la vida, un sentimiento, en una palabra, de la tragedia. Y nosotros tenemos lo que a ellos les hace mucha falta: un nuevo sentimiento de las posibilidades de la vida.

En este esfuerzo por casar la visión del Viejo Mundo con la del Nuevo, el escritor, y no el político, es nuestra arma más fuerte. Aunque todavía no logremos creerlo del todo, la vida interior es una vida real, y los intangibles sueños de los hombres tienen un efecto tangible sobre el mundo.

 

La cabaña del Tío Tom

0
Image processed by CodeCarvings Piczard ### FREE Community Edition ### on 2017-12-06 15:48:54Z | http://piczard.com | http://codecarvings.com

Harriet Beecher Stowe


Capítulo Primero

En el que se presenta al lector a un hombre humanitario.

Texto extraído de Internet

 

A mediados de una fría tarde de febrero, dos hombres estaban sentados solos con una copa de vino delante en un comedor bien amueblado de la ciudad de P. de Kentucky. No había criados, y los caballeros estaban muy juntos y parecían estar hablando muy serios de algún tema. Por comodidad, los hemos llamado hasta ahora dos caba­lleros. Sin embargo, al observar de forma crítica a uno de ellos, no parecía ceñirse muy bien a esa categoría. Era bajo y fornido, con facciones bastas y vulgares, y el aspecto fanfa­rrón de un hombre de baja calaña que quiere trepar la escala social. Vestía llamativamente un chaleco multicolor, un pa­ñuelo azul con lunares amarillos anudado alegremente al cuello con un gran lazo, muy acorde con su aspecto general.

Las manos eran grandes y rudas y cubiertas de anillos; lleva­ba una gruesa cadena de reloj repleta de enormes sellos de gran variedad de colores, que solía hacer tintinear con paten­te satisfacción en el calor de la conversación. Ésta estaba to­talmente exenta de las limitaciones de la Gramática de Mu­rray, y salpicada regularmente con diversas expresiones pro­fanas, que ni siquiera el deseo de dar una versión gráfica de la conversación nos hará transcribir.

Su compañero, el señor Shelby, sí parecía un caballero; y la organización y el aparente gobierno de la casa indicaban una posición cómoda si no opulenta. Como hemos apunta­do, estaban los dos inmersos en una seria conversación.

––Así dispondría yo el asunto ––dijo el señor Shelby.

––No puedo hacer negocios de esa forma, de verdad que no, señor Shelby ––dijo el otro, alzando su copa entre él y la luz.

––Pues el caso es, Haley, que Tom es un muchacho poco común; desde luego que vale ese precio en cualquier parte, pues es formal, honrado, eficiente y me lleva la granja como la seda.

––Quiere usted decir honrado para ser negro ––dijo Ha­ley, sirviéndose una copa de coñac.

––No, quiero decir que Tom es un hombre bueno, formal, sensato y piadoso. Se convirtió a la religión hace cuatro años en una reunión, y creo que se convirtió de verdad. Desde entonces, le confío todo lo que tengo: dinero, casa, caballos, y lo dejo ir y venir por los alrededores; y siempre lo he en­contrado honrado y cabal en todas las cosas.

Algunas personas no creen que haya negros piadosos, Shelby ––dijo Haley, con un movimiento candoroso de la mano––, pero yo sí. Había un tipo en este último lote que llevé a Orleáns: era como un mitin religioso oír rezar a ese in­dividuo; y era bastante tranquilo y callado. Me dieron un buen precio por él también, pues lo compré barato a un hombre que tuvo que venderlo todo; así pues gané seiscientos con él. Sí, creo que la religión es una cosa valiosa en un negro, cuando es de verdad, he de decirlo.

––Bien, Tom tiene religión de verdad, sin duda ––respon­dió el otro––. El otoño pasado, le dejé ir solo a Cincinnati a hacer negocios en mi lugar y me trajo a casa quinientos dó­lares. «Tom», le dije, «me fio de ti porque creo que eres buen cristiano y se que no me engañarías». Tom volvió, desde lue­go, como ya lo sabía yo. Cuentan que algunos tipos rastreros le dijeron: «Tom, ¿por qué no te largas al Canadá?» y él res­pondió: «El amo conga en mí y no podría hacerlo», eso me contaron. Me da pena desprenderme de Tom, he de confe­sarlo. Debería usted cogerle por toda la deuda, Haley; y si tu­viera usted conciencia, lo haría.

––Pues tengo tanta conciencia como se puede permitir cualquier hombre de negocios, sólo un poco para ir tirando, como si dijéramos ––dijo chistoso el comerciante––; y estoy dispuesto a hacer cualquier cosa razonable para contentar a mis amigos, pero lo que pide usted es un poco excesivo ––el comerciante suspiró pensativo y se sirvió más coñac.

––¿Cómo quedamos, entonces, Haley? ––preguntó el se­ñor Shelby, después de una pausa incómoda.

––¿No tiene usted un niño o una niña que pueda meter en el lote con Tom?

––Bien, ninguno que me sobre; a decir verdad, si no fuera absolutamente necesario, no vendería a ninguno. La verdad es que no me hace gracia desprenderme de ninguno de mis muchachos.

En este momento, se abrió la puerta y entró en la habita­ción un pequeño cuarterón de entre cuatro y cinco años. Ha­bía algo hermoso y atractivo en su aspecto. El cabello negro, suave como la seda y de color azabache, caía en rizos brillan­tes alrededor de su rostro redondo con hoyuelos en las meji­llas, mientras que unos grandes ojos negros, llenos de fuego y dulzura, se asomaban bajo unas pestañas largas y pobladas y miraban con curiosidad por el aposento. Un alegre traje de cuadros rojos y amarillos, cuidadosamente cortado y entalla­do, resaltaba su belleza exótica; y un curioso aire de seguri­dad mezclado con timidez demostraba que estaba acostum­brado a que su amo se fijara en él y le hiciera mimos.

––Hola, Jim Crow ––dijo el señor Shelby, silbando y lanzando un racimo de pasas en dirección al niño––, recoge esto, vamos.

El muchacho salió corriendo en pos de su premio mien­tras se reía su amo.

––Ven aquí, Jim Crow ––dijo. Se acercó el muchacho y el amo le dio golpecitos en la cabeza y le acarició la barbilla.

––Vamos, Jim, demuestra a este caballero lo bien que sa­bes bailar y cantar.

El muchacho comenzó a cantar con voz clara y rica una de esas canciones salvajes y grotescas de los negros, acompa­ñando su canción con muchos movimientos cómicos de las manos, los pies y el cuerpo entero, todo al compás de la música.

––¡Bravo! ––gritó Haley, echándole un cuarto de naranja. Vamos, Jim, anda como el viejo tío Cudjoe cuando le da el reuma ––dijo su amo.

En el acto las flexibles extremidades del muchacho adop­taron la apariencia de la deformidad y la distorsión mientras, con la espalda encorvada y el bastón de su amo en la mano, andaba a trompicones por la habitación con su rostro de niño dibujando una mueca de dolor, escupiendo a diestro y siniestro como un viejo.

Los dos caballeros se rieron estrepitosamente.

––Ahora, Jim, muéstranos cómo el viejo Robbins canta el salmo ––el muchacho rechoncho alargó la cara de manera sorprendente, con gravedad imperturbable, y comenzó a en­tonar nasalmente un salmo

––¡Hurra, bravo! ¡Qué chico! ––dijo Haley––; que me as­pen si ese muchacho no es todo un caso. ¿Sabe lo que le digo? ––dijo de repente, golpeando al señor Shelby en el hombro––, incluya usted a este muchacho y cerraremos el tra­to, se lo prometo. Venga ya, no diga usted que no es un buen trato.

En ese momento se abrió suavemente la puerta y entró en la habitación una joven cuarterona de unos veinticinco años. Sólo hacía falta una mirada al muchacho para identificar­la como su madre. Tenían los mismos ojos oscuros y expresi­vos con largas pestañas, los mismos rizos de cabello sedoso y negro. Su cutis moreno mostraba un rubor perceptible en las mejillas que se oscureció cuando se percató de la mirada osa­da de franca admiración del desconocido fija en ella. Su ves­tido se ceñía perfectamente a su cuerpo resaltando sus for­mas armoniosas; la mano de delicada factura y el pie y el to­billo pequeños no escapaban a la mirada perspicaz del comerciante, acostumbrado a evaluar con una mirada las ventajas de un buen ejemplar femenino.

––¿Y bien, Eliza? ––preguntó su amo cuando ella se detu­vo para mirarlo vacilante.

––Buscaba a Harry, señor, si no le importa y el mucha­cho se le acercó de un salto mostrándole su botín, que había recogido en la falda de su vestido.

––Pues llévatelo, entonces ––dijo el señor Shelby; y ella se retiró deprisa con su hijo en brazos.

––Por Júpiter ––dijo el comerciante, mirándolo con admi­ración–– ¡ése sí que es un buen artículo! Podría usted hacer­se rico cuando quisiera con esa muchacha en Nueva Orleáns. He visto a más de cien hombres pagar al contado por mucha­chas menos guapas.

––No quiero hacerme rico con ella ––dijo secamente el se­ñor Shelby; y, para cambiar de tema, descorchó otra botella de vino y pidió la opinión de su compañero al respecto.

––¡Excelente, señor, de primera! ––dijo el tratante; y vol­viéndose y dando palmaditas en el hombro de Shelby, aña­dió––: Vamos, ¿qué me dice de la muchacha? ¿Qué le doy? ¿Cuánto quiere?

––Señor Haley, ella no está en venta ––dijo Shelby––. Mi esposa no se desprendería de ella ni por su peso en oro.

––¡Bah! Las mujeres siempre dicen esas cosas, porque no entienden de números. Usted demuéstrele cuántos relojes, plumas y chucherías pueden comprar con su peso en oro, y cambiará de idea, me figuro.

––Ya le digo, Haley, que no se hable más del asunto; he di­cho que no, y es que no ––dijo Shelby con decisión.

––Bueno, pero me dará al muchacho, ¿verdad? ––dijo el comerciante––. Tiene que reconocer que me porto bien al conformarme con él.

––¿Para qué demonios quiere usted al niño? elijo Shelby.

––Bueno, pues, un amigo mío se va a dedicar a este nego­cio y quiere comprar muchachos guapos y criarlos para el mercado. Sólo de primera calidad, para venderlos como ca­mareros y cosas así a los ricos, a los que pueden pagar por los guapos. Realza la calidad de una de estas casas solariegas te­ner a un muchacho realmente guapo para abrir la puerta y servir. Se pagan bien; y este diablillo es un niño tan gracioso y dotado para la música, que sería perfecto.

––Prefiero no venderlo ––dijo el señor Shelby pensati­vo––. El caso es que soy un hombre humanitario y no me gustaría quitarle el hijo a su madre, señor.

––No me diga; vaya, algo parecido, ya, lo comprendo per­fectamente. Es muy desagradable tener tratos con las mujeres a veces, a mí no me gusta nada que se pongan a gritar y a chi­llar. Son muy desagradables; pero yo, como soy hombre de negocios, evito tales escenas. Bien, aleje usted a la muchacha un día, o una semana o así; se hace la operación discretamen­te y todo habrá acabado antes de que vuelva. Su esposa po­dría comprarle pendientes, o un vestido nuevo, o algo así, para compensarle.

––Me temo que no.

––¡Dios me ampare, le digo que sí! Estas criaturas no son como la gente blanca, desde luego; superan las cosas, sólo hay que saberlos llevar. Pues dicen ––dijo Haley con un aire franco y confidencial–– que este tipo de negocios endurece los sentimientos; pero a mí no me lo parece. A decir verdad, nunca he podido hacer las cosas como algunos tipos las ha­cen en este negocio. He visto a quien arrancaba al hijo de brazos de su madre para ponerlo a la venta, con ella chillan­do como loca todo el rato; es muy mala política, pues daña el género y a veces los estropea para el servicio.

Conocí a una muchacha muy guapa una vez en Nueva Orleans que se echó a perder del todo por un trato así. El tipo que la vendía no quería a su hijo, y ella era altiva cuando se enfadaba. Le digo que estranguló a su hijo con sus manos y siguió hablando de manera terrible. Me hiela la sangre recordarlo; y cuando se llevaron al hijo y a ella la encerraron, se volvió loca de atar y al cabo de una semana estaba muerta. Un desperdicio, señor, de mil dólares, sólo por no saber hacer negocios, esa es la ver­dad. Siempre es mejor hacer lo humanitario, señor, en mi ex­periencia y el comerciante se repantigó en la silla y cruzó los brazos, con un aire decidido y virtuoso, considerándose como un segundo Wilberforce.

El tema parecía interesar mucho al caballero; mientras que el señor Shelby pelaba pensativo una naranja, empezó a ha­blar de nuevo, con decoroso apocamiento, como si la fuerza de la verdad le empujara a decir unas palabras más.

––No está bien visto que uno se elogie a sí mismo, pero lo digo porque es la verdad. Se dice que importo los mejores re­baños de negros de todos, por lo menos eso se dice; me lo han dicho más de cien veces, en cualquier caso, gordos y pro­metedores, y pierdo menos que cualquier otro comerciante. Y yo lo achaco todo a la organización, señor; y la humani­dad, señor, si me permite, es el pilar de la organización.

El señor Shelby, al no saber qué decir, dijo simplemente: ––¡Vaya!

––Mis ideas han sido motivo de escarnio, señor, y de críti­cas. No son bien vistas, ni son corrientes; pero yo sigo en mis trece; yo sigo en mis trece y así me va; sí, puedo decir que he amortizado su pasaje ––y el comerciante se rió de su broma.

Había algo tan provocativo y original en estas dilucidacio­nes de humanidad, que el señor Shelby no pudo menos que reír también. Quizás te rías tú, también, querido lector; pero sabes que la humanidad se presenta hoy día de muchas ma­neras peculiares, y no hay límite a las cosas extrañas que dice y hace la gente humanitaria.

La carcajada del señor Shelby animó al comerciante a se­guir.

––Es raro pero nunca he podido meterlo en la cabeza de la gente. Veamos el caso de mi viejo socio, Tom Loker, de Natchez; era un tipo muy listo, aunque era el mismísimo dia­blo con los negros, pero sólo por principio, porque jamás ha existido hombre con mejor corazón; era su sistema, señor. Yo lo comentaba con Tom. «Bueno, Tom», le decía, «cuando se ponen a llorar tus muchachas, ¿de qué sirve darles en la cabe­za o pegarles una paliza? Es ridículo», decía yo, «y no sirve para nada. A mí no me parece mal que lloren», decía yo, «es la naturaleza», decía, «y si la naturaleza no se desahoga de una forma, lo hará de otra.

Además, Tom», decía yo, «estro­pea a tus muchachas; enferman y se ponen tristes; y a veces se ponen feas, sobre todo las amarillas se ponen feas, y cues­ta mucho trabajo que se domestiquen. Ahora bien», decía yo, «¿por qué no las engatusas y les hablas con amabilidad? Puedes creerme, Tom, una pequeña dosis de humanidad re­media más que tus regaños y golpes; y es más rentable, pue­des creerme». Pero Tom no alcanzaba a comprenderlo; y me echó a perder a tantas que tuve que romper con él, aunque tenía buen corazón y era un hombre de negocios honrado.

––¿Y cree usted que su manera de hacer negocios es mejor que la de Tom? ––preguntó el señor Shelby.

––Ya lo creo. Verá usted, cuando puedo, cuido de la parte desagradable, como la venta de los niños; alejo a las madres, pues ojos que no ven, corazón que no siente, ya sabe, y cuan­do la cosa está hecha y no tiene remedio, se resignan. No es como si fuera gente blanca, educada para quedarse con sus hijos y sus esposas y todo eso. Los negros bien criados no tie­nen expectativas de ninguna clase, así que aceptan más fácil­mente todas estas cosas.

––Me temo que los míos no están bien criados entonces ––dijo el señor Shelby.

––Supongo que no; ustedes los de Kentucky miman mu­cho a sus negros. Tienen ustedes buena intención, pero no es bueno para ellos. Verá, a un negro que tiene que ir de aquí para allá en el mundo y soportar que lo vendan a Mengano y a Zutano y a Dios sabe quién más, no es bueno llenarle la cabeza de ideas y expectativas y educarle demasiado, porque la dureza de la vida es mucho más difícil de soportar des­pués. Estoy seguro de que los negros de usted estarían muy tristes en un lugar donde algunos negros de plantación can­tarían y vitorearían como posesos. Es natural, señor Shelby, que cada hombre crea que sus propias maneras de hacer las cosas son las mejores; y yo creo que trato a los negros tan bien como merecen.

––Es una felicidad estar satisfecho ––dijo el señor Shelby, encogiéndose ligeramente de hombros y dando muestras de incomodidad.

––Entonces ––dijo Haley, después de que ambos hombres pasaran un rato comiendo frutos secos en silencio––, ¿qué me dice?

––Me lo pensaré y lo hablaré con mi esposa ––dijo el se­ñor Shelby––. Mientras tanto, Haley, si usted quiere que se maneje el asunto con la discreción que ha mencionado, más vale que lo mantenga en secreto en este vecindario. Correrá la voz entre mis muchachos, y no será un asunto nada dis­creto llevarse a alguno de mis muchachos si se enteran, se lo aseguro.

––¡Desde luego, naturalmente, ni una palabra! Pero mire usted, tengo muchísima prisa y quiero saber cuanto antes qué decide usted ––dijo él, levantándose y poniéndose el abrigo.

––Pues venga esta tarde entre las seis y las siete y le contes­taré ––dijo el señor Shelby, mientras el tratante salía de la ha­bitación con una reverencia.

«Me hubiera gustado echarlo de una patada», se dijo cuan­do vio que se había cerrado la puerta, «con ese aplomo des­carado; pero sabe que me tiene a su merced. Si alguien me hubiera dicho que iba a vender a Tom a uno de estos bribo­nes tratantes del sur, yo habría dicho: “¿Es un perro tu sir­viente para que hagas eso?” Y ahora parece ser que tendrá que ser así. ¡Y el hijo de Eliza, también! Sé que tendré un problema con mi esposa por eso, y, de hecho, por el asunto de Tom también. Mala cosa tener deudas, ¡vaya! El tipo ve la ocasión y se aprovecha».

Quizás la forma más suave del sistema de la esclavitud es la del estado de Kentucky. El predominio general de los que­haceres agrícolas tranquilos y paulatinos, que no necesitan de esas prisas y presiones periódicas que tienen lugar en los asuntos de los estados de más al sur, hace que la tarea del ne­gro sea más sana y razonable; mientras que el amo, satisfe­cho de seguir un estilo más gradual de adquisición, no siente la tentación de la crueldad que siempre vence a las naturale­zas débiles cuando lo que está en la balanza es la posibilidad de una ganancia repentina y rápida, sin más contrapeso que los intereses de los indefensos y desvalidos.

Quien visita alguna finca de allí y observa la complacencia de algunos amos y amas y la lealtad cariñosa de algunos es­clavos, podría caer en la tentación de pensar en la popular le­yenda poética de la institución patriarcal; pero por encima de esta escena pende una sombra ominosa ––la sombra de la ley––. Mientras que la ley considere a todos estos seres huma­nos, con sus corazones que laten y sus sentimientos vivos, como una serie de objétos que pertenecen a un amo, mientras que el fracaso, la desgracia, la imprudencia o la muerte del amo más amable pueda hacer que cambien una vida protegi­da e indulgente por otra desesperada de miseria y trabajos, es imposible hacer nada bello ni deseable dentro de la adminis­tración mejor regida de la esclavitud.

El señor Shelby era un hombre bastante común, amable y de buen corazón y bien dispuesto hacia los que lo rodeaban, y nunca había faltado nada que pudiera contribuir al bienestar fisico de los negros de su finca. Sin embargo, se había dedica­do a la especulación, se había endeudado mucho y sus pagarés por una gran suma habían caído en manos de Haley; esta pe­queña información es la clave de la conversación precedente.

Bien, dio la casualidad de que, al acercarse a la puerta, Eli­za había escuchado bastante de la conversación para saber que el comerciante quería que su amo le vendiera a alguien.

De buena gana se habría quedado escuchando detrás de la puerta al salir, pero tuvo que marcharse deprisa porque la lla­mó su ama en ese momento.

Sin embargo, le parecía haber oído al comerciante hacer una puja por su hijo; ¿podía equivocarse? Se le encogió el co­razón y comenzó a latir de prisa, y sin querer apretaba tanto al niño que éste le miró atónito a la cara.

––Eliza, muchacha, ¿qué te pasa hoy? ––preguntó su ama, después de que ésta le volcara la jarra del lavabo, derribara el bastidor y le ofreciera distraída un camisón largo en lugar del vestido de seda que le había pedido que le trajera del ar­mario.

Eliza dio un respingo.

––¡Oh, señora! ––dijo, alzando los ojos y, rompiendo a llorar, se sentó en una silla y se puso a sollozar.

––Eliza, hija, ¿qué te ocurre? ––preguntó su ama.

––¡Oh, señora, señora! ––dijo Eliza––. ¡Había un tratante hablando con el amo en el salón! Lo he oído.

––Bueno, tonta, ¿y qué?

––Oh, señora, ¿usted cree que el amo vendería a mi Harry? y la pobre criatura se lanzó a una silla y se puso a sollozar convulsivamente.

––¿Venderlo? ¡Qué va, tontita! Sabes que el amo no hace negocios con esos tratantes sureños y que nunca querrá ven­der a ninguno de sus criados, siempre que se porten bien. Va­mos, tonta, ¿quién crees que querrá comprar a tu Harry? ¿Crees que todo el mundo lo quiere como tú, gansita? Ven­ga, anímate y abróchame el vestido. Vamos, arréglame el pelo con esa trenza bonita que aprendiste el otro día, y deja de escuchar detrás de las puertas.

––Señora, usted nunca permitiría…

––¡Tonterías, niña! Por supuesto que no. ¿Cómo puedes hablar así? Antes dejaría vender a uno de mis propios hijos. Pero, Eliza, te estás enorgulleciendo demasiado de ese niño. No puede asomar la nariz un hombre por la puerta sin que creas que ha venido a comprarlo.

Reconfortada por el tono seguro de su ama, Eliza siguió ágil y mañosa con el tocado, riéndose de sus propios temores.

La señora Shelby era una dama de clase alta, hablando tan­to intelectual como moralmente. Además de la magnanimi­dad y generosidad mentales que a menudo tipifican el carác­ter de las mujeres de Kentucky, tenía grandes sensibilidades y principios morales y religiosos, que se plasmaban en resulta­dos prácticos realizados con gran energía y habilidad. Su ma­rido, que no profesaba ninguna religión en particular, reve­renciaba y veneraba la consistencia de la religiosidad de su es­posa y su opinión le imponía respeto.

Era verdad que le daba carta blanca en todos sus esfuerzos benévolos para el con­fort, instrucción y mejora de sus criados, aunque él personal­mente no intervenía en ello. De hecho, si no creía exacta­mente en la doctrina de la eficiencia del excedente de las bue­nas obras realizadas por los santos, sí parecía pensar que su esposa tenía suficiente piedad y benevolencia para los dos y albergaba una vaga esperanza de entrar en el cielo gracias a la sobreabundancia de cualidades de ella que él mismo no pre­tendía poseer.

Lo que más le pesaba a él, después de su conversación con el tratante, era tener que informar a su esposa del negocio propuesto, y enfrentarse a las objeciones y oposición que sa­bía que le esperaban.

La señora Shelby, totalmente ignorante de las deudas de su marido y conociendo sólo la bondad habitual de su tem­peramento, era sincera al reaccionar ante las sospechas de Eli­za con absoluta incredulidad. De hecho, había descartado la idea sin pensarlo dos veces; y, ocupada como estaba con los preparativos de una visita por la tarde, se le fue totalmente de la mente.

 


Lindley Murray (1745––1826). Gramático estadounidense. Su English Grammar (1795) tuvo un enorme éxito y fue introducida como libro de tex­to y manual de autoridad en Inglaterra y Estados Unidos.

«Camp meeting» en el original. Encuentros religiosos al aire libre que se celebraban durante varios días con el propósito de realizar ejercicios espiri­tuales. Reuniones de este tipo fueron normales desde el principio de la histo­ria de la iglesia cristiana, pero en Estados Unidos adquirieron gran importan­cia dentro de la iglesia metodista y de sus campañas de evangelización.

Jim Crow es un término peyorativo utilizado para describir a los negros. La tradición hace remontar su procedencia a las canciones y bailes ideados por Thomas «Daddy» Rice a principios del siglo xiY, en los que un bailarín se contorsionaba en escena ataviado con harapos de mendigo y la cara en­mascarada de negro. Sin embargo, parece que su origen fue un poco mas en­revesado. Probablemente el término fue puesto en circulación por vez prime­ra para describir los servicios segregados en el Norte.

A finales del siglo = adquirió un nuevo significado, convirtiéndose en símbolo del sistema sureño de segregación surgido después de la Guerra Civil y pasando a representar la discriminación racial concretada firsicamente en la existencia de carteles que indicaban la separación de «Negros» y «Blancos» en establecimientos y luga­res públicos.

William Wilberforce (1759––1833). Filántropo y abolicionista inglés, fue uno de los principales dirigentes de la Secta de Clapham, un grupo de refor­mistas sociales evangelistas de Londres. Gracias a sus esfuerzos, logró que el parlamento inglés aboliese el comercio de esclavos de las colonias británicas en 1807. Murió un mes antes de que se aprobase la ley contra la esclavitud en las colonias del Imperio Británico.

Canto a mí mismo

0

Walt Whitman


Texto de traducción de Jorge Luis Borges

[Internet]

 

Yo me celebro y yo me canto,
Y todo cuanto es mío también es tuyo,
Porque no hay un átomo de mi cuerpo que no te pertenezca.

Indolente y ocioso convido a mi alma,
Me dejo estar y miro un tallo de hierba de verano.

Mi lengua, cada átomo de mi sangre, hechos con esta tierra, con este aire,
Nacido aquí, de padres cuyos padres nacieron aquí, lo mismo que sus padres,
Yo ahora, a los treinta y siete años de mi edad y con salud perfecta, comienzo,
Y espero no cesar hasta mi muerte.

Me aparto de las escuelas y de las sectas, las dejo atrás;
me sirvieron, no las olvido;
Soy puerto para el bien y para el mal, hablo sin cuidarme de riesgos,
Naturaleza sin freno con elemental energía.

Creo en ti, mi alma, el otro que soy no se rebajará ante ti,
Y tú no te rebajarás ante él.

Tiéndete en el pasto conmigo, desembaraza tu garganta,
No son palabras, ni música, ni versos lo que preciso, ni hábitos, ni
discursos ni aun los mejores,
Sólo quiero el arrullo, el susurro de tu voz suave.

Recuerdo cómo nos acostamos una mañana transparente de estío,
Cómo apoyaste la cabeza sobre mis caderas y la volviste a mí dulcemente,
Y abriste mi camisa sobre el pecho y hundiste tu lengua hasta tocar mi corazón desnudo,
Y te estiraste hasta tocarme la barba, y luego hasta tocarme los pies.

Velozmente se irguieron y me rodearon el conocimiento y la paz que
trascienden todas las discusiones de la tierra,
Y desde entonces sé que la mano de Dios ha sido prometida a la mía,
Y sé que el espíritu de Dios es hermano del mío,
Y que todos los hombres que han nacido son mis hermanos, y las
mujeres mis hermanas y mis amantes,
Y que el sostén de la creación es el amor,
Y que son innumerables las hojas rígidas o que se curvan en los campos,
Y las negras hormigas en las grietas bajo las hojas,

Y las mohosas costras del seto, las piedras hacinadas, el saúco, la
candelaria y la cizaña.

Soy el poeta del Cuerpo y soy el poeta del Alma,
Los goces del cielo están conmigo y los tormentos del infierno están conmigo,
Los primeros los injerto y los multiplico en mi ser, los últimos los
traduzco a un nuevo idioma.

Soy el poeta de la mujer no menos que el poeta del hombre,
Y digo que es tan grande ser mujer como ser hombre,
Y digo que nada es mayor que ser la madre de los hombres.
Entono el canto de la exaltación o de la soberbia,
Ya estamos hartos de plegarias y de zalanderías,
Muestro que el tamaño no es más que crecimiento.
¿Has dejado atrás a los otros? ¿Eres el presidente?
Es una bagatela, cada uno de los otros te alcanzará y seguirá adelante.
Soy el que camina con la tierra y creciente noche,
Llamo a la tierra y al mar que abraza la noche.
Abrázame, noche de senos desnudos, abrázame, noche magnética y fecunda,
Noche de los vientos del sur, noche de las estrellas grandes y escasas,
Noche serena que me llama, loca y desnuda noche de estío.

Sonríe, tierra voluptuosa de fresco aliento,
Tierra de los árboles dormidos y húmedos,
Tierra del sol que ya se ha ido, tierra de las montañas de cumbre nebulosa,
Tierra del cristalino fluir de la luna llena, apenas tocada de azul,
Tierra del brillo y de la sombra manchando la corriente del río,
Tierra del gris límpido de las nubes que resplandecen y se aclaran
para que yo no las vea,
Tierra yacente y extendida, rica tierra de azahares
Sonríe, porque llega tu amante.

Pródiga me has dado tu amor, te doy pues mi amor,
Mi apasionado amor indecible.

Walt Whitman, un cosmos, de Manhattan el hijo,
Turbulento, carnal, sensual, comiendo, bebiendo, engendrando,
Ni sentimental, ni sintiéndome superior a otros hombres y mujeres,
ni alejado de ellos,
No menos modesto que inmodesto.

¡Arrancad los cerrojos de las puertas!
¡Arrancad las puertas de los goznes!

El que degrada a otro me degrada,
Y todo lo que se dice o se hace vuelve a mí al fin.
A través de mí surge y surge la voluntad creadora, a través de mí, el
torrente y el índice.
Digo el primordial santo y seña, hago el signo de la democracia,
¡Por Dios! No aceptaré nada que no sea ofrecido a los demás
en iguales condiciones.

Muchas voces largo tiempo calladas brotan de mí,
Voces de las interminables generaciones de prisioneros y de esclavos,

Voces de los enfermos y de los inconsolables, de los ladrones y de los enanos,
Voces de ciclos de preparación y de crecimiento,
De los hilos que unen a las estrellas, y de los vientres, y de la
simiente paterna,
Y del derecho de aquellos a quienes oprimen los otros,
De los deformes, triviales, simples, tontos y despreciados,
De neblina en el aire, de escarabajos arrastrando bolas de estiércol.
Brotan de mí voces prohibidas,
Voces del sexo y del apetito, voces veladas y yo aparto el velo,
Voces indecentes clarificadas y transfiguradas por mí.
Yo me cubro la boca con la mano,
Me conservo tan puro en las entrañas como en la cabeza y en el corazón,
La cópula no es para mí más vergonzosa que la muerte.

Creo en la carne y en los apetitos,
Ver, oír, tocar, son milagros, y cada parte de mí es un milagro.

Divino soy por dentro y por fuera, y santifico todo lo que toco y me toca,
El aroma de estas axilas es más fino que las plegarias,
Esta cabeza es más que las iglesias, las biblias y todos los credos.

Si algo hay que yo venero más que las otras cosas, ese algo es la
extensión de mi cuerpo y cada una de sus partes,
Traslúcida arcilla de mi cuerpo, ¡tú lo serás!
Sombreados bordes y bases, ¡vosotros lo seréis!
Firme reja viril, ¡tú lo serás!
Tú, mi rica sangre, tú líquido lechoso, pálido extracto de mi vida.
Pecho que oprimes otros pechos, ¡tú lo serás!
¡Cerebro serán tus circunvoluciones ocultas!
Raíz lavada del junco oloroso, becada medrosa, nido recatado de los
huevos gemelos, ¡vosotros lo seréis!
Heno mezclado y revuelto de la cabeza, barba, cejas, ¡vosotros lo seréis!
Savia que goteas del arce, fibra del noble trigo, ¡vosotros lo seréis!
Sol generoso, ¡tú lo serás!
Nubes que ilumináis y oscurecéis mi rostro, ¡vosotros lo seréis!
Sudorosos arroyos y rocíos, ¡vosotros lo seréis!
Vientos que me rozáis, frotando contra mí vuestros genitales,
¡vosotros lo seréis!
Amplios campos musculares, ramas de encina, amoroso holgazán de
mi sendero tortuoso ¡vosotros lo seréis!
Manos que he tomado, rostros que he besado, mortal a quien toqué
alguna vez, ¡vosotros lo seréis!

Estoy enamorado de mí, hay tantas cosas en mí que son tan deliciosas,
Cada momento y todo lo que ocurre me llena de alegría,
No sé cómo se doblan mis tobillos, ni la causa del más leve de mis deseos,
Ni de la amistad que suscito, ni de las amistades que me devuelven.

Al subir por las escaleras me detengo a reflexionar si no estoy soñando,
La madreselva en la ventana me satisface más que la metafísica de los libros.

¡Contemplar el amanecer!
La escasa luz que va borrando las sombras inmensas y diáfanas,
El sabor del aire es grato a mi paladar.

Retoños del cambiante mundo ascienden silenciosos en un juego
inocente, fresco sudor,
Oblicuamente errando por todos lados.

Algo invisible está proyectando libidinosos dardos,
Torrentes de brillante zumo inundan el cielo.

La tierra por el cielo invadida, la cotidiana consumación de su boda,
El desafío del oriente sobre mi cabeza,
La burla mordaz: ¡Ya veremos quién es el amo!

Creo que una hoja de hierba no es menos que el camino recorrido por las estrellas,
Y que la hormiga es perfecta, y que también lo son el grano de
arena y el huevo del zorzal,
Y que la rana es una obra maestra, digna de las más altas,
Y que la zarzamora podría adornar los salones del cielo,
Y que la menor articulación de mi mano puede humillar a todas las máquinas,
Y que la vaca paciendo con la cabeza baja supera a todas las estatuas,
Y que un ratón es un milagro capaz de confundir a millones de incrédulos.

Siento que en mi ser se incorporan el gneis, el carbón, el musgo de
largos filamentos, las frutas, los granos, las raíces comestibles,
Y que estoy hecho de cuadrúpedos y de pájaros,
Y que puedo recuperar cuanto he dejado atrás,
Pero que puedo hacerlo volver cuando se me antoje.

En vano la timidez o la prisa,
En vano las rocas incandescentes arrojan sobre mí su antiguo calor,
En vano el mastodonte se oculta detrás del polvo de sus huesos,
En vano los objetos se alejan leguas y leguas y toman muchas formas,
En vano el mar se oculta en las cavernas donde tienen su guarida los monstruos,
En vano el buitre tiene por morada el cielo,
En vano la serpiente se desliza entre las lianas y los troncos,
En vano el alce busca las honduras recónditas de la selva,
En vano el cuervo marino tiende el vuelo hacia el norte,
hacia el Labrador,
Lo sigo velozmente, trepo al nido que está en la grieta del peñasco.
¿Quién es este salvaje amistoso y gárrulo?
¿Espera la civilización, o la ha dejado atrás y la ha dominado?
¿Es un hombre del sudoeste y ha sido criado a la intemperie? ¿Es un canadiense?
¿Viene de las tierras del Mississippi, de Iowa, de Oregon, de California?
¿De la montaña, de las praderas, de los bosques, o un marino del mar?
Dondequiera que vaya, los hombres y las mujeres lo desean y lo aceptan,
Quieren que los quiera, que los toque, que les hable, que se quede con ellos.

Obra sin ley, como los copos de nieve, sus palabras son simples
como la hierba, el pelo despeinado, risas e ingenuidad.
Lento el andar, comunes las facciones, emanando sencillez y modestia,
Brotan de un modo nuevo desde las puntas de los dedos,
Flotan en el aire con el olor de su cuerpo o de su aliento, salen de
la mirada de sus ojos.

Me ha tocado en suerte, lo sé, lo mejor del tiempo y del espacio;
nunca he sido medido y no seré medido jamás.

El viaje que emprendo es eterno (¡que todos me oigan!).
Mis signos son un capote contra la lluvia, fuertes zapatos y un
bastón cortado en el bosque,
En mi silla no sestean los amigos,
No tengo cátedra ni iglesia ni filosofía,
No llevo a ningún hombre a una mesa puesta, a la biblioteca, a la bolsa,
Pero a cada uno de vosotros, hombre o mujer, lo llevo a una cumbre,
Mi brazo izquierdo ciñe tu cintura,
Mi derecha señala los continentes y el gran camino.

Ni yo ni ningún otro puede andar por ti ese camino,
Eres tú quien debe andarlo.

No queda lejos, está a tu alcance,
Quizá estabas en él desde que naciste y no lo has sabido,
Quizá esté en todas partes, en mar y en tierra.

Échate tus prendas al hombro, hijo mío, y yo traeré las mías y apresurémonos;
Ciudades prodigiosas y naciones libres nos saldrán al paso.

Si te cansas, dame las dos cargas y apoya tu mano en mi cadera,
Y a su debido tiempo me devolverás el mismo servicio,
Porque ya emprendida la marcha nunca descansaremos.

Esta mañana, antes del alba, subí a una colina para mirar el cielo poblado,
Y le dije a mi alma: cuando abarquemos esos mundos, y el
conocimiento y el goce que encierran, ¿estaremos al fin hartos y satisfechos?
Y mi alma dijo: No, una vez alcanzados esos mundos proseguiremos el camino.
Tú también me interrogas y yo te escucho,
Contesto que no puedo contestar, tú mismo debes encontrar la respuesta.
Siéntate un momento, hijo mío,
Aquí tienes pan para comer y leche para que bebas,
Pero después de haber dormido y haber cambiado de ropa te beso
con el beso del adiós y te abro la puerta para que salgas.

Demasiado tiempo has perdido en sueños deleznables,
Ahora te quito la venda de los ojos,
Debes acostumbrarte al brillo de la luz y de cada momento de tu vida.
Demasiado tiempo has vadeado, asido a una tabla en la orilla,
Ahora quiero que seas un nadador, que te arrojes al mar, que
reaparezcas, que me hagas una seña, que grites y que agites el
agua con tus cabellos.

Dije que el alma no es más que el cuerpo,
Y dije que el cuerpo no es más que el alma,
Y que nada, ni Dios, es más que uno mismo,
Quien camina una milla sin amor, se dirige a su propio funeral
envuelto en su propia mortaja;
Y yo y tú, sin tener un centavo, podemos comprar lo más precioso de la tierra,
Y la mirada de unos ojos o una arveja en su vaina confunden la
sabiduría de todos los tiempos,
Y no hay oficio ni profesión en los cuales el joven que los sigue no
pueda ser un héroe,
Y no hay cosa tan frágil que no sea el eje de las ruedas del universo,

Y digo a cualquier hombre o mujer: que tu alma esté serena y en
paz ante millones de universos.
Y digo a la Humanidad: No hagas preguntas sobre Dios,
Porque yo que pregunto tantas cosas, no hago preguntas sobre Dios,
(No hay palabras capaces de expresar mi seguridad ante Dios y la muerte.)
Escucho y veo a Dios en cada cosa, pero no lo comprendo en lo más mínimo,
Ni comprendo cómo pueda existir algo más prodigioso que yo mismo.
¿Por qué desearía yo ver a Dios mejor que en este día?
Algo veo de Dios en cada hora de las veinticuatro y en cada uno de sus minutos,
En el rostro de los hombres y de las mujeres veo a Dios, y en mi propio rostro en el espejo;
Encuentro cartas de Dios tiradas por la calle y su firma en cada una,
Y las dejo donde están porque sé que dondequiera que vaya,
Otras llegarán puntualmente.

Los asesinos

0

Ernest Hemingway


Texto tomado de la obra: Los Asesinos

[Internet]

 

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.

-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.

-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?

-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.

Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.

-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.

-Todavía no está listo.

-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?

-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.

George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.

-Son las cinco.

-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.

-Adelanta veinte minutos.

-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?

-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.

-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.

-Esa es la cena.

-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?

-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado…

-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.

-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.

-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.

-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.

-Dije si tienes algo para tomar.

-Sólo lo que nombré.

-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?

-Summit.

-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.

-No -le contestó éste.

-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.

-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.

-Así es -dijo George.

-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.

-Seguro.

-Así que eres un chico vivo, ¿no?

-Seguro -respondió George.

-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?

-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?

-Adams.

-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?

-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.

George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.

-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.

-¿No te acuerdas?

-Jamón con huevos.

-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.

-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.

-Nada.

-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.

-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.

George se rió.

 no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?

-Está bien -dijo George.

-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.

-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.

-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.

-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.

-¿Por? -preguntó Nick.

-Porque sí.

-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.

-¿Qué se proponen? -preguntó George.

-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?

-El negro.

-¿El negro? ¿Cómo el negro?

-El negro que cocina.

-Dile que venga.

-¿Qué se proponen?

-Dile que venga.

-¿Dónde se creen que están?

-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?

-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.

-¿Qué le van a hacer?

-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?

George abrió la portezuela de la cocina y llamó:

-Sam, ven un minutito.

El negro abrió la puerta de la cocina y salió.

-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.

-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.

El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:

-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.

-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo.

El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.

-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?

-¿De qué se trata todo esto?

-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.

-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.

-¿De qué crees que se trata?

-No sé.

-¿Qué piensas?

Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.

-No lo diría.

-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.

-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.

-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?

George no respondió.

-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?

-Sí.

-Viene a comer todas las noches, ¿no?

-A veces.

-A las seis en punto, ¿no?

-Si viene.

-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?

-De vez en cuando.

-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.

-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?

-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.

-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.

-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.

-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.

-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.

-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?

-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.

-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?

-Uno nunca sabe.

-En un convento judío. Ahí estuviste tú.

George miró el reloj.

-Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?

-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?

-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.

George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró un conductor de tranvías.

-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?

-Sam salió -dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media.

-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.

-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.

-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.

-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.

A las siete menos cinco George habló:

-Ya no viene.

Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos “para llevar”, como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.

-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.

-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.

-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.

Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.

-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.

-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.

En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.

-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.

-Vamos, Al -insistió Max.

-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?

-No va a haber problemas con ellos.

-¿Estás seguro?

-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.

-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.

-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?

-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas.

-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.

-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.

Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.

-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a pasarme.

Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.

-¿Qué carajo…? -dijo pretendiendo seguridad.

-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.

-¿A Ole Andreson?

-Sí, a él.

El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.

-¿Ya se fueron? -preguntó.

-Sí -respondió George-, ya se fueron.

-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.

-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.

-Está bien.

-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.

-Si no quieres no vayas -dijo George.

-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.

-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?

El cocinero se alejó.

-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.

-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.

-Voy para allá.

Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.

-¿Está Ole Andreson?

-¿Quieres verlo?

-Sí, si está.

Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.

-¿Quién es?

-Alguien que viene a verlo, señor Andreson -respondió la mujer.

-Soy Nick Adams.

-Pasa.

Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.

-¿Qué pasa? -preguntó.

-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.

Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.

-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.

Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.

-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.

-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.

-Le voy a decir cómo eran.

-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.

-No es nada.

Nick miró al grandote que yacía en la cama.

-¿No quiere que vaya a la policía?

-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.

-¿No hay nada que yo pueda hacer?

-No. No hay nada que hacer.

-Tal vez no lo dijeron en serio.

-No. Lo decían en serio.

Ole Andreson volteó hacia la pared.

-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.

-¿No podría escapar de la ciudad?

-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.

Seguía mirando a la pared.

-Ya no hay nada que hacer.

-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?

-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.

-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.

-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.

Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.

-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: “Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este”, pero no tenía ganas.

-No quiere salir.

-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?

-Sí, ya sabía.

-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.

-Bueno, buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick.

-Yo no soy la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la señora Bell.

-Bueno, buenas noches, señora Bell -dijo Nick.

-Buenas noches -dijo la mujer.

Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.

-¿Viste a Ole?

-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.

El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.

-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.

-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.

-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.

-¿Qué va a hacer?

-Nada.

-Lo van a matar.

-Supongo que sí.

-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.

-Supongo -dijo Nick.

-Es terrible.

-Horrible -dijo Nick.

Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.

-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.

-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.

-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.

-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.

-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.

-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.

Aceite de perro

0

Ambrose Bierce


Texto tomado de la obra: El club de los parricidas

[Internet]

 

Me llamo Boffer Bing. Mis respetables padres eran de clase muy humilde: él fabricaba aceite de perro y mi madre tenía un pequeño local junto a la iglesia del pueblo, en donde se deshacía de los niños no deseados. Desde mi adolescencia me inculcaron hábitos de tra­bajo: ayudaba a mi padre a capturar perros para sus calderos y a veces mi madre me empleaba para hacer desaparecer los «restos» de su labor. Para llevar a cabo esta última tarea tuve que recurrir con frecuencia a mi talento natural, pues todos los guardias del barrio estaban en contra del negocio materno. No se trataba de una cuestión política, ya que los guardias que salían elegidos no eran de la oposición; era sólo una cuestión de gusto, nada más.

La actividad de mi padre era, lógicamente, menos impopular, aunque los dueños de los perros desaparecidos le miraban con una descon­fianza que, en cierta medida, se hacía extensible a mí. Mi padre contaba con el apoyo tácito de los médicos del pueblo, quienes raras veces recetaban algo que no contuviera lo que ellos gustaban llamar Ol.can. Y es que realmente el aceite de perro es una de las más valiosas medicinas jamás descubiertas. A pesar de ello, mucha gente no estaba dispuesta a hacer un sacrificio para ayudar a los afligidos y no dejaban que los perros más gordos del pueblo jugaran conmigo; eso hirió mi joven sensibilidad, y me faltó poco para hacerme pirata.

Cuando recuerdo aquellos días a veces siento que, al haber ocasionado indirectamente la muerte de mis padres, tuve la culpa de las desgracias que afectaron tan profundamente mi futuro.

Una noche, cuando volvía del local de mi madre de recoger el cuerpo de un huérfano, pasé junto a la fábrica de aceite y vi a un guardia que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Me habían enseñado que los guardias, hagan lo que hagan, siempre actúan inspirados por los más execrables motivos; así que, para eludirle, me escabullí por una puerta lateral del edificio, que por casualidad estaba entreabierta.

Una vez dentro cerré rápidamente y me quedé a solas con el pequeño cadáver. Mi padre ya se había ido a descan­sar. La única luz visible era la del fuego que, al arder con fuerza bajo uno de los calderos, producía unos reflejos rojizos en las paredes. El aceite hervía con lentitud y de vez en cuando un trozo de perro asomaba a la superficie.

Me senté a esperar que el guardia se fuera y empecé a acariciar el pelo corto y sedoso del niño cuyo cuerpo desnudo había colocado en mi regazo. ¡Qué hermoso era! A pesar de mi corta edad ya me gustaban apasionadamente los niños, y al contem­plar a aquel angelito deseé con todo mi corazón que la pequeña herida roja que había sobre su pecho, obra de mi querida madre, hubiera sido mortal.

Mi costumbre era arrojar a los bebés al río que la naturaleza había dispuesto sabiamente para tal fin, pero aquella noche no me atreví a salir de la fábrica por miedo al guardia. «Seguro que si lo echo al caldero no pasará nada -me dije-. Mi padre nunca distinguirá sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pueda ocasionar la administración de un tipo de aceite diferente al incomparable Ol.can. no pueden ser importantes en una población que crece con tanta rapidez.» En resumen, di mi primer paso en el crimen y arrojé al niño al caldero con una tristeza inexpresable.

Al día siguiente, y para asombro mío, mi padre nos informó, frotándose las manos de satisfacción, que había conseguido la mejor calidad de aceite nunca vista y que los médicos a los que había enviado las muestras así lo afirmaban. Añadió que no tenía la menor idea de cómo lo había hecho, pues los perros eran de las razas habituales y habían sido tratados como siempre. Consideré mi deber dar una explica­ción y eso fue lo que hice, aunque de haber previsto las consecuencias, me habría callado. Mis padres, tras lamentar haber ignorado hasta entonces las ventajas que la fusión de sus respectivos quehaceres suponía, pusieron manos a la obra para reparar tal error.

Mi madre trasladó su negocio a una de las alas del edificio de la fábrica y mis obligaciones respecto a ella cesaron: nunca más volvió a pedirme que me deshiciera de los cuerpos de los niños superfluos.

Como mi padre había decidido prescindir totalmente de los perros, tampoco hubo necesidad de causarles más sufrimientos. Eso sí, aún conservaban un lugar honorable en el nombre del aceite. Al encontrarme abocado, tan repentinamente, a llevar una vida ociosa, me podría haber convertido en un chico perverso y disoluto, pero no fue así. La santa influencia de mi querida madre siguió protegién­dome de las tentaciones que acechan a la juventud, y además mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay! ¡Y pensar que por mi culpa unas personas tan estimables tuvieran un final tan trágico!

Debido al doble provecho que encontraba en su actividad, mi madre se entregó totalmente a ella. No sólo aceptaba encargos para eliminar bebés no desea­dos, sino que se acercaba a las carreteras y caminos en busca de niños más crecidos, e incluso adultos, a los que conseguía arrastrar con engaños hasta la fábrica. Mi padre, encantado con la superior calidad del pro­ducto, también se dedicaba con diligencia y celo a abastecer sus calderos. La transformación de sus veci­nos en aceite de perro llegó a ser, en pocas palabras, la pasión de sus vidas; una codicia absorbente y arrolla­dora se apoderó de sus almas y pasó a ocupar el lugar antes destinado a la esperanza de alcanzar la Gloria, que, por cierto, también les inspiraba.

Se habían hecho tan emprendedores que llegó a celebrarse una asamblea pública en la que se aprobaron varias mociones de censura contra ellos. El presidente hizo saber que en lo sucesivo los ataques contra la población hallarían una contundente respuesta. Mis pobres padres abandonaron la reunión con el corazón partido, sumidos en la desesperación y creo que algo desequilibrados. A pesar de ello, creí prudente no acompañarles a la fábrica aquella noche y preferí dor­mir fuera, en el establo.

Hacia la medianoche, un misterioso impulso me hizo levantarme y espiar a través de una ventana el cuarto en el que, junto al horno, mi padre dormía. Los fuegos ardían vivamente, como si la cosecha del día siguiente fuera a ser abundante. Uno de los enormes calderos hervía lentamente, con un misterioso aire de contención, en espera de la hora propicia para desple­gar todas sus energías. La cama estaba vacía: mi padre se había levantado y, en camisón, estaba haciendo un nudo en una soga. Por las miradas que lanzaba hacia la puerta de la habitación de mi madre, adiviné lo que estaba tramando. Mudo e inmóvil por el terror, no supe qué hacer para evitarlo.

De pronto, la puerta de la alcoba se abrió sin hacer el menor ruido y los dos, algo sorprendidos, se encontraron. Mi madre tam­bién estaba en camisón y blandía en la mano derecha su herramienta de trabajo: una larga daga de hoja estrecha.

Ella, como mi padre, no estaba dispuesta a quedarse sin la única oportunidad que la actitud poco amistosa de los ciudadanos y mi ausencia le dejaban. Por un instante sus miradas encendidas se cruzaron e inme­diatamente saltaron el uno sobre el otro con una furia indescriptible. Lucharon por toda la habitación como demonios: mi madre gritaba y pretendía clavar la daga a mi padre, que profería maldiciones e intentaba aho­garla con sus grandes manos desnudas. No sé durante cuánto tiempo tuve la desgracia de contemplar aquella tragedia familiar pero, por fin, después de un forcejeo particularmente violento, los combatientes se separa­ron de pronto.

El pecho de mi padre y la daga mostraban pruebas de haber entrado en contacto. Durante un momento mis progenitores se miraron de la forma más hostil; entonces, mi pobre padre, malherido, al sentir la pro­ximidad de la muerte, dio un salto hacia delante y, sin prestar atención a la resistencia que ofrecía, agarró a mi madre en brazos, la llevó hasta el caldero hirviente y, sacando fuerzas de flaqueza, se precipitó con ella en su interior. En solo un instante los dos desaparecieron y su aceite se unió al del comité de ciudadanos que habían traído la citación para la asamblea del día anterior.

Convencido de que estos desafortunados aconteci­mientos me cerraban todas las puertas para llevar a cabo una carrera honrada en aquel pueblo, me trasladé a la conocida ciudad de Otumwee, desde donde escri­bo estos recuerdos con el corazón lleno de remordi­miento por aquel acto insensato que dio lugar a un desastre comercial tan espantoso.

Café, jóvenes y talento: una tarde en Consotá

0

La Cebra que Habla estuvo semanas atrás en un evento en el parque Consotá, donde se mostró lo mejor de nuestra cultura cafetera.


 

Al llegar al parque Consotá, en el kilometro 11 Vía Cerritos, un mar de gente hacía fila para entrar a uno de los eventos más esperados del mes: el primer encuentro de jóvenes productores de cafés especiales del paisaje cultural cafetero colombiano. Niños, mujeres, ancianos, periodistas y visitantes de varias partes del país llegaron motivados a pasar un fin de semana en familia, pero también atraídos por este evento que prometía la mejor muestra representativa de nuestra región.

El aroma de jóvenes emprendedores se sentía desde lejos, pues desde muy temprano, ya estaban instalados los stands o las carpas, donde se exhibirían los mejores productos como miel, comida orgánica, y especialmente el café,  cultivado en diversas regiones risaraldenses como Santuario, Marsella, Apía  y Quinchía. Un grupo de personas emprendedoras, mayormente jóvenes,  que con toda profesionalidad atendían a las visitantes en los pasos previos para reconocer un buen café: cata, o sabor, textura, color, suavidad y marca.

Así, también en este encuentro de jóvenes productores de café,  sobresalió la programación que agregaba otros eventos propios de nuestra cultura: música, comida, artesanía, danza, juegos y más. Los invitados, que no solo eran de Pereira, sino también del Valle del Cauca, Tolima y otras regiones, no se perdieron ni un minuto de estas intervenciones captando en toda su esencia nuestra identidad como región cafetera.

Y es que el café especial está teniendo su auge, pues como afirma la secretaria de Desarrollo Agropecuario, Luz Yasmid López Vélez:  El tema del café en el departamento siempre ha sido pilar de la economía del Risaralda, pero las últimas tres o cuatro décadas está tomando fuerza el café especial.

Por ello, esa tarde fue una ocasión para que la familia conociera, se deleitara y a su vez, hicieran parte de nuestra cultura cafetera. Así que les dejamos una muestra fotográfica del evento y también una entrevista en audio que le realizamos a la secretaria de Desarrollo Agropecuario, Luz Yasmid López Vélez.  Bienvenidos.

 


Galería de Fotos


 

 


Audio entrevista a la Secretaria de Desarrollo Agropecuario


 

La lengua Umbra

0
Fotografía: Diego Val.

La reconstrucción de mundo a partir de cada habla es singular


 

En el año 1995, el profesor de la Universidad de Caldas Guillermo Rendón, mientras realizaba unas exploraciones de campo por los lados del corregimiento de Bonafont (Riosucio, Caldas), se encontró con la evidencia de que existía un idioma ancestral no identificado en los inventarios especializados.

Este lenguaje fue hablado por los habitantes ribereños del río Cauca, y en la parte alta de estos territorios, en lo que hoy conocemos como Anserma, nombre que según sus investigaciones proviene de la palabra anzer (sal en lengua umbra).

La estructura semántica de esta lengua es compleja, y su descripción por parte del profesor que la descubrió nos remite al estudio de la lingüística.

 

Fotografía extraída de: Agenciadenoticias.unal.edu.co

 

Para recrear un poco la complejidad del asunto, voy a citar textualmente uno de los apartes del libro “La Lengua Umbra: Descubrimiento, Endolingüística, Arqueolingüística”, del profesor Rendón (Doctor en Etnografía de la Universidad Humboldt de Berlín):

“El hecho es que la lengua Umbra presenta una tal abundancia de fonemas rozantes en el gesto, una tal profusión de expresiones tan directamente ligadas a los actos, que nos traslada a un arquetipo de los más antiguos que sea posible hallar, o tan siquiera imaginar. Muchos de estos sonidos son tan primarios, que bien parecen remitirnos a una arqueolingüística, a los primeros principios de la lengua en la vida de las cavernas, o un poco antes, en la vida de los homínidos: sonidos superpuestos a gestos de orden primario, rudimentario, diríase, la onomatopeya y la mimación, unidos de modo indesligable; gestos unidos a sonidos que reproducen el esfuerzo, el dolor, el miedo, el sigilo, el secreto, el suspenso, el grito o el susurro, antes del nacimiento del sonido verbal y de la palabra”. 

Es importante recordar que la reconstrucción de mundo a partir de cada habla es singular, pues este es un ejercicio de acotación en donde, a través de la palabra, se delimita el infinito y su interacción con él: el mundo descrito por cada lenguaje es propio, pues da cuenta de una peculiar forma de insertarse en el universo y relacionarse con él.

 

Fotografía: Diego Val.

 

Por ello, resguardar un lenguaje ancestral equivale a guardar esa particular forma de ser y estar en el mundo que dicha lengua reconstruye.

En este orden de ideas, cobra sentido lo que me dijo Yoany de Jesús Largo Trejos, habitante de Quinchía y hablante Umbra:

“Para enseñar lengua Umbra hay que internarse en su mundo, que es otro distinto al del español”. 

 

Fotografía: Diego Val.

 

Los habitantes de Quinchía, Risaralda, lugar donde desde tiempos pre-coloniales se viene hablando Umbra, quieren que la Gobernación de Risaralda les destine un profesor de tiempo completo para la enseñanza y preservación de este tesoro ancestral.

Aunque el esfuerzo económico requerido para llevar a cabo este propósito no sea excesivo, sí necesita la comprensión de su valor simbólico como protección de nuestro patrimonio cultural. Ojalá el Gobernador Sigifredo Salazar se encargue de realizar lo pertinente para garantizar que esta lengua, desaparecida por muchos años y recién descubierta, no se pierda nuevamente, y esta vez, definitivamente.

 

Fotografía: Diego Val.

Microhistorias de ciudad: Pereira a través de las narraciones audiovisuales

0

Microhistorias de Ciudad


 

El portal web La Cebra que Habla y la Maestría en Historia de la Universidad Tecnológica de Pereira, presentan con agrado y para el público, su programa: “Microhistorias de ciudad”. Una iniciativa que busca rememorar y a su vez, mostrar a la ciudad de Pereira por medio de la historia y las historias que la constituyen. Así entonces, la idea de fondo es recrear momentos claves del acontecer político local, resaltar hechos cotidianos de la Pereira antigua, dar a conocer eventos urbanos y rurales por medio de personajes o hechos populares, enseñar los lugares emblemáticos y más. Todo esto como parte de la memoria colectiva, memoria que es nuestra identidad más profunda como habitantes de “La Perla del Otún”.

Esta serie llamada “Microhistorias de Ciudad”, tendrá varias entregas, un video cada 15 días, que representarán lo mejor, lo popular, lo que no conocemos de nuestra cultura risaraldense. Desde ya indicamos que algunas de las historias, donde las personas son las protagonistas, tendrán un tinte jocoso, otras serán de carácter más serio, y otras contendrán temas de interés popular.

No se pierda ninguno de los capítulos porque lo que se viene es mejor,  ya que como dice el slogan: “conoce tu historia y conocerás Pereira”. Mira el lanzamiento, recuerda la ciudad y comparte este video para que juntos hagamos historia en Risaralda y Colombia.

 

Video del lanzamiento Oficial de Microhistorias de Ciudad.