viernes, junio 13, 2025
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La ventana: Las Cadenas del Tiempo

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Los estudiantes del profesor Franklin Molano Gaona pasaron de la entrevista a la ficción. A partir de hoy publicaremos cinco relatos bajo el nombre La ventana, resultado de su trabajo académico durante la cuarentena.

“Hay quietud. Al parecer en cuarentena nada se mueve y el encierro agudiza el estar quietos. Una opción, asomarse a la ventana y así, con los ojos puestos hacia afuera, los estudiantes de Redacción del programa de Comunicación Audiovisual y Digital de la Fundación Universitaria del Área Andina, relataron lo que veían, contaban lo que sentían, escribían lo que escuchaban, hasta obtener estos textos para el deleite del lector.”

Franklin Molano

Valeria Hoyos Vásquez:

Naufrago en un mar de tiempo, no sé cuanto falte para salir de este encierro, lo único que sé es que la ansiedad poco a poco se apodera de mi cuerpo, no paro de mirar aquellas noticias amarillistas que alimentan mi angustia, ansiedad y miedo.

Ahora no encuentro en qué refugiar mis temores, estoy a la vista de toda mi familia, me comporto como un ser pasivo y tranquilo, pero en mi interior hay un monstruo que se nutre día tras día de aquella tormentosa realidad que genera en mí temor.

Me he convertido en una esclava del tiempo, solo pienso en las horas que he invertido, que he perdido y en los días que me falta para terminar esto. Cada vez me vuelvo más loca al mirar el reloj, mi mente empieza a colapsar, los cálculos empiezan a cobrar vida en mi cerebro, empieza mi cuenta regresiva para salir de esta cárcel.

Sin embargo, el momento más angustioso es cuando el Presidente de la República da su anuncio diario, en ese instante no se sabe qué pueda suceder, empiezo a cuestionarme ¿se alargará más esto?, ¿no saldremos de esta?, ¿las muertes han aumentado?, ¿estamos en el pico?, y muchas más preguntas que comen mi cabeza. Al fin y al cabo ya terminaré estos 2 meses encerrada y sin ningún motivo para salir, han cancelado las clases hasta el 31 de mayo.

Ahora lo único que anhelo es escapar de esta prisión, quiero salir a compartir con mis amigos, abrazar a las personas que amo, salir a despejar mi mente y volver a la universidad.

A pesar de todo esto, he tratado de poner mi mejor voluntad ante esta situación, ahora he sabido manejar un poco mi tiempo, sigo encadenada a un reloj pero he podido controlar esa ansiedad, trato de ocultar todos estos sentimientos de opresión y los oculto en cosas que no solía hacer antes. Empecé a tocar un instrumento, a compartir más con mi familia y a dedicar más tiempo en cosas que me gustan y por el poco espacio que despejaba para realizarlas no me había dado cuenta que eran de mi agrado, ahora me he encontrado más con mis sentimiento y gustos.

Cada día que pasa aprecio más lo que me rodea, el simple silbido de los pájaros, la brisa que acompaña mi ventana, el suspiro de mi perro y el trueno que hace vibrar nuestras venas al saber que se acerca una tormenta; tantas cosas que no solía apreciar cuando me encontraba libre pero ahora que me encuentro encerrada un sentimiento de aliento recorre mi cuerpo al escuchar aquellos sonidos que me regala la naturaleza.

Espero que esta tormenta se diluya rápido, que las cadenas del tiempo desaten mi cuerpo para volver a ser libre, valorando cada detalle de la vida como nunca lo habría hecho, reencontrarme con mis amigos y lo más importante, salir al mundo con una mentalidad diferente: “todo puede cambiar en cuestión de segundos, valora todo”, si no nos atrevemos a cambiar, el mundo lo hará por nosotros.

Las rutas de La Guajira profunda: beduinos de otros desiertos

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Por, Martha Alzate |

He escrito ya en extenso sobre La Guajira como paisaje, como etnia, lenguaje y componentes mitológicos.

Pero, en la práctica, desde una visión menos idealizada, ¿qué es La Guajira?

Para responderme esa cuestión debo recurrir, otra vez, a la naturaleza porque esta región de Colombia está marcada por la presencia inobjetable del desierto, y del mar, que es, a su manera, otra extensión hostil.

 

 

Aunque cada uno, desierto, y mar, entregan sus frutos para que los locales puedan sobrellevar la escasez propia de las zonas yermas.  La pesca es importante para aquellos habitantes de las áreas costeras, y en las arenas, aún en su profunda vastedad deshabitada, crecen los cactus que son base de muchas de las prácticas ancestrales que manejan estas comunidades, asociadas sobre todo a la cría de chivos.

Entonces se podría decir que La Guajira es tierra seca veteada por cactus y juguetones cabritos que pueblan el espacio con sus balidos; y que la estética que predomina está configurada por esa mezcla, y resulta particularmente bella en su simpleza. Esos matorrales espinosos que mezclan diferentes plantas adaptadas a las duras condiciones de sequía, en combinación con el horizonte ocre de las arenas, y de suerte, el verde azuloso del mar, aportan una condición que gratifica los sentidos y deja una impronta.

 

 

Pero La Guajira también se juega su ser esporádico, escaso, en la dispersión de sus habitantes. Se pasa de la baja y la media Guajira, con sus poblaciones más representativas, Dibulla, Uribia, Rioacha, Manaure, que son relativamente urbanizadas y que tienen asentamientos importantes, al límite entre la Media y la Alta Guajira: El Cabo de la Vela.

 Y luego a un vacío radical.

A partir de ahí la difusión empieza a ser el signo más distintivo en el territorio. Las carreteras desaparecen y de repente quienes se desplazan se ven lanzados a la inmensidad, en donde es preciso encontrar el camino recurriendo a una suerte de  instinto de ubicación con la que vienen dotados los lugareños. Y también se esfuman los poblados, y lo que se empieza a experimentar son una especie de apariciones. De la nada, sobre los vehículos se posan estos habitantes del desierto, que salen de improviso, primero los niños, después las mujeres, y escasamente los hombres.

 

 

De repente los autos se ven interceptados por improvisados retenes a los que es obligado atender. Pero, ¿cómo desenvolverse apropiadamente en un entorno en el cual el visitante desconoce las reglas implícitas, las convenciones no dichas, los rituales, y hasta el idioma?

En este borroso panorama, en donde perderse sería lo evidente, la única manera de acertar es estar guiado por un habitante local.

No sólo se trata de esas repentinas interacciones, a las que ellos, los conductores y guías oriundos de la zona, saben responder con una precisión asombrosa. Aquí donan una libra de café, allí un billete dos mil pesos, más allá un porrón de agua, por aquí galletas, en este otro retén, bocadillos, o tal vez lapiceros o cuadernos. Todo esto preparado de antemano y sufragado por los visitantes: un tributo impuesto al turismo, establecido sin leyes ni decretos, pero efectivo.

 

 

También se requiere la pericia en el encuentro permanente de la ruta acertada. Sin ellos, el foráneo estaría inevitablemente extraviado, aun cuando estuviera rodeado de aparatos de geolocalización, porque la señal escasea y no es seguro que en todo momento se pueda acudir a la ayuda tecnológica, mientras que la necesidad de descifrar los caminos es permanente, ininterrumpida: se requiere de la escogencia constante, de la decisión precisa a cada paso.

Así, en medio de la incredulidad y el asombro generalizado, se va desenvolviendo el viaje hacia la punta más norte de este país de encanto, donde la magia todavía se experimenta en apariciones y desapariciones: así como sobresalen de los espesos matorrales pueden desaparecer velozmente estos “beduinos de las américas”, seres misteriosos encerrados en la soberanía de sus costumbres y su lengua, autonomía paupérrima y a punto de extinguirse, pero mando, al fin y al cabo, resistencia.

De todo ello, lo más deplorable son los niños que han sido entrenados desde su nacimiento para pedir, portadores de un lamento que es más bien una formación para mendigos.

 

 

Esta última imagen no se ajusta bien a los semblantes de los pobladores de edad adulta: curtidos, duros, hostiles, forjados de arrugas por las implacables fuerzas existenciales a las que han sido sometidos. Los infantes, aún desprovistos de esos surcos profundos y terrosos que marcan los rostros de sus mayores, exhiben sonrisas con dentaduras aún completas, y en sus pupilas puede adivinarse el truco, el engaño, la pilatuna que más tarde se tornará en amargo pillaje.

“Déme una monedita, déme un billetico”, se les oye cantar en tono ficticiamente cariñoso y premeditadamente inocente. Y a un descuido de su interlocutor, acuden en montonera, rodeando a su objetivo y forzándolo a despojarse de lo que tenga a disposición.

Son, tal vez, viejos trucos humanos, añejas estrategias de sobrevivencia que uno puede toparse también en mundos muy distintos, como sucede con los gitanos en las ciudades de Europa. Es esa miserabilización de su pueblo, esa auto degradación que los condena a una situación de indignidad que en el caso de los guajiros no se compadece con la extensión de su territorio, ni con la historia de su cultura.

Puede ser la falta de agua, la ausencia del régimen de lluvias, base de su supervivencia, que lleva cerca de una década completamente subvertido, y que los ha sumido aún más en la pobreza, obligándolos a adoptar costumbres ajenas a sus tradiciones.

No lo sé.

Sólo recuerdo las miradas expectantes, las sonrisas adiestradas, las manos extendidas, y el ritmo de las invocaciones, una entonación destinada a conmover, a remover en lo profundo de ese ser ajeno y accidental un remordimiento, de activar una sensación de culpabilidad.

Hay una mezcla en esta interacción de un viejo binomio poderoso, instalado en la profundidad del ser humano: el miedo y la gratitud.

Arrojados en la vastedad de lo desconocido, los foráneos se tornan vulnerables en poder de un guía que habla una lengua extraña y puede comunicarse efectivamente con los que, si bien situados en el exterior de los vehículos, trazan una línea de continuidad con su único interlocutor con quien comparten la misma raíz: con él se entienden y se comunican. Los ajenos a estos territorios sentimos miedo. Temor de esas inmensidades desiertas, de los seños fruncidos y de aire contrariado, pánico interior de pensarnos abandonados de repente en el corazón de las tinieblas.

 

 

El otro polo de esta contradicción no es menos motivante a la donación voluntaria o limosna. Es la gratitud que arriba, es el sentimiento que proviene de la comparación obligada que surge al echar una mirada a las condiciones de vida de estos seres humanos, a sus escasas covachas hechas de troncos y hojas escuetas, a sus dientes inexistentes o careados, a la sed que les traspasa hasta brotarles por la cara, a sus humanidades enjutas de huesos sobresalientes. Entonces, el atribulado visitante recuerda que está allí de paseo, que su estancia en esos lugares enigmáticos y amenazantes es temporal, y hace un rápido pero efectivo viaje mental a las comodidades de su propio hogar, a las seguridades de su propio entorno.

 

 

Ambos estímulos son movilizados a voluntad por esta puesta en escena que tal vez no tiene mucho de reflexión consciente pero que procede de un saber ancestral, tribal, y que ha sido efectiva por milenios para poner sobre aviso o ahuyentar a los diferentes, cuya lengua no se conoce, esos otros de facciones desconocidas cuya presencia perturba. En eso, los residentes de la Alta Guajira han ganado una experticia a la que pueden recurrir en sus existencias llenas de limitaciones, marcadas por la dureza de la carencia, la escasez y la miseria.

 

#LaCebraenImágenes

 


ÚLTIMA ENTRADA RELACIONADA

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Autorretratos en cuarentena

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Fotografías de Rodrigo Grajales |

“No es extraño que haya esperanza en fotografías que muestran la guerra” dice Pablo Montoya, o quizá uno de sus personajes, ya no lo recuerdo, en Los derrotados, un libro a ratos disfrazado de ensayo y a ratos de novela, pero que es más bien una confesión íntima de las frustraciones políticas y los fracasos de una generación. “La fotografía es ese arte que hace de la miseria y lo humilde, de lo decrépito y lo fofo, de lo escandaloso y vulgar, algo con ribetes bellos”.

La cita de Montoya viene a propósito de los retratos que está haciendo de sí mismo el fotógrafo Rodrigo Grajales en el confinamiento de su pequeña residencia campestre. Él, que por décadas no ha hecho más que posar su mirada sobre los otros, ahora la devuelve sobre sí, obligado a descifrar los gestos, las líneas y contornos de su propia existencia, obligado a contemplarse con detenimiento en ese espejo lleno de distorsiones que es el lente, empañado por el velo de la angustia y de los meses de encierro.

Rodrigo me explicó hace años que su manera de entender el arte del retrato consistía en tratar de capturar con un destello el alma del retratado.

¿Ha conseguido entonces cazarse a sí mismo, día a día, semana tras semana, con estas imágenes que insisten una y otra vez en su rostro desencajado, oculto, negado a contraluz? ¿Qué encuentra él con esas múltiples variaciones de gestos desconfigurados y perturbados, él que había perseguido paisajes y montañas y sabios indígenas de las cordilleras remotas, él que incluso se empeñó en negar el rostro de los otros para afirmarlo cuando retrató por la espalda a las viudas y víctimas de una masacre, o cuando fotografió hombres a contraluz que regresaban de la faena aniquilante en el corte de la caña?

Esa preferencia por la distorsión se contrapone con otra concepción de la fotografía que Pablo Montoya también exploró en La sed del ojo. Es la idea de que la foto puede y debe ser un sortilegio eficaz para las pasiones, para la belleza (consensuada o no, prohibida o no, arbitraria o aceptada), y en últimas, para el erotismo. “La belleza” afirma Montoya “a veces es mejor no tocarla”.

Grajales comenzó desde el primer día del confinamiento esta serie con la pretensión de llegar a ser algo más que una tipología. Busca retratar “lo fofo y lo decrépito”, como dice el escritor, “lo escandaloso y lo vulgar”, lo inmensamente frágil y poco trascendente que resulta la humanidad encerrada y aislada, imágenes que a la vez ocultan el vigor y la energía, el poderío de lo sublime y lo trascendente, aunque tratan siempre de un único tema: el encierro, esa realidad opresiva, repetitiva y monótona, esa condición que tiene a media humanidad enfrentada a la soledad, al silencio y la quietud. Al fin cada uno es prisionero de su propia existencia.

Y el chillido sordo, que está ahí pero no se oye, un grito mudo para definir toda la serie. A Rodrigo le cabe esa confesión que un hombre le hizo a la Nobel bielorrusa Svletana Alexiévich en medio de la catástrofe de Chernóbil: “¿Por qué me he hecho fotógrafo? Porque me faltaban palabras”.

La cuarentena y la vida en la calle: un pasado cada vez más remoto

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Sala estrecha, 25 de septiembre de 2019

Cafetín en Pereira, 3 pm.

Pido una cerveza Póker mientras veo la gente pasar por la calle 21 hacia la carrera séptima o hacia la octava: una mamá le grita al hijo que camine más rápido, las señoras van con sus compras riendo y admirando las artesanías de la tienda del pitufo, el policía de tránsito viendo quién está mal parqueado, el vendedor de dulces que grita chitos, maní, caramelos, los carros y las motos van frenando porque se aproximan al semáforo.

Adentro, un grupo de señores en edad de pensión, entre risas, hablan sobre el chascarrillo que le pasó a uno de los de la mesa el día anterior.

Huele a café, se escucha de fondo “Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé / En el quinientos seis / Y en el dos mil, también”. Tarareo la letra compuesta por de Enrique Sánchez mientras sorbo un trago helado de la cerveza. Recuerdo a mi tío que ponía sus tangos cuando se reunía con mi papá a charlar sobre su infancia. Me río mientras recreo en mi mente esta imagen familiar.

Sentada, observo a todo color el trasegar del corazón del centro de Pereira, la gente que tiene un poco de mí y yo un poco de ellos, y escucho la música que representa mi vida y recrea mi pensamiento. Bebo la cebada que conozco desde que tengo uso de razón porque la consumió mi abuela, mi padre no la deja y yo la comparto con amigos. Recuerdo con nostalgia estas escenas de mi vida de lo que era una tarde normal hasta el 13 de marzo del 2020.

Plaza de Bolivar de Pereira, 22 de agosto 2019

La cultura, ese cúmulo de conocimientos, tradiciones y costumbres que habitualmente tenemos en nuestra vida y que conscientes o no, hacen de nosotros lo que somos y nos identificamos porque vivimos experiencias similares y las reconocemos como propias. Eso es lo que nos hace ser parte de algo, pertenecer a una sociedad.

La retreta de La Banda Sinfónica de Pereira, las películas de Cine en Cámara, Cine con alma de la Cámara de Comercio de Pereira, Corto Circuito el viernes de cada mes, la cerveza en Sala estrecha antes de entrar a la obra de teatro, el café de María Antonia cultivado en las montañas de Belén de Umbría, los atardeceres donde don Olmedo con aquella grata compañía de quienes resuenan en la celebración de la vida, o el Festival de mariposas amarillas en el barrio La Mariana de Dosquebradas, donde un grupo de artistas reúnen a la comunidad y los enamoran del teatro, el grafiti, la danza, el clown, permitiendo a través del arte llegar a los habitantes de este sector del municipio con otras posibilidades para verse, inventarse, sentirse, más allá de la comercialización de drogas.

El arte vivo como una representación de la cultura y una respuesta de resistencia, de poesía, de encuentro para reflexionar sobre quienes somos y recrear la realidad que compartimos desde otras formas de mirarnos. Eso es lo que hoy ya  perdimos, porque tenemos que estar a más un metro de distancia el uno del otro.

Extraño el arte como representación de la cultura; las redes sociales tratan de acercarnos, sin éxito, porque se requiere el roce de los cuerpos, la emoción de ver al artista en escena y al público eufórico.

Esa comunicación cara a cara que es una conductora de afectos y testimonia que no somos tan distintos el uno del otro desde lo cultural, desde esa urdimbre de costumbres que nos dan la forma de pereiranos, risaraldenses, colombianos, latinoamericanos, seres humanos.

Sala estrecha, 25 de septiembre de 2019

Ojalá cuando regresemos a las calles para empezar a construir una nueva normalidad, vayamos al teatro, al cine alternativo, al Lucy Tejada, a la biblioteca, al museo, a los festivales de danza, de música, de gastronomía, de teatro, y para qué, para reconocernos y ver en el arte esa expresión de la cultura que nos acerca y la que por un momento nos desdibuja el signo de pesos que nos distancia y nos cambalachea, haciéndonos ver menos o más dependiendo de cuánto tienes.

No hay algo que sea más humano que la cultura, es una creación desde el ser, o ¿quién no ha llorado, no se ha erizado, ha sonreído, se le ha hinchado el corazón de una sensación que se te agua hasta la boca cuando escuchas un tema o ves a un gran actor ponerle todo el corazón en vivo a la obra que está interpretando? De las cosas más humanas son las artes vivas y  ahora que no las tenemos es motivo de nostalgia.

El cartel del mes por Quimbaya Studio: Alucinaciones y fantasías de cuarentena desde la Perla

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De nuevo y con mucho agrado compartimos algo de nuestro trabajo artístico. Alucinaciones y fantasías de cuarentena desde La Perla.

Hoy es una ilustración de futuro postapocalíptico, la idea que nos asaltó es la visión de esos escenarios, esos momentos y actividades que antes parecían tan cotidianos y que ahora pensamos, que tal vez, pueden dejar de existir así como los conocemos. Un arte a cargo de nuestro ilustrador @hectorbetancug para Quimbaya Studio y La Cebra que Habla.

Los invitamos a seguirnos en Instagram, búscanos como @quimbayastudio

Huellas de lectura

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Los libros son las memorias que nos preludian; también los que dilatan un espejismo: ese de estar vivos; o dicho de otro modo: eso de arriesgar un destino individual que se vincula a las circunstancias de los otros. Son, en efecto, anticipaciones de la muerte que se narra o que se canta; pero al mismo tiempo anuncios para la vida que se quiere.

Arribamos al mundo, balbucimos, gateamos, aprendemos a abrir una puerta, estiramos las manos y comprendemos, sin que nadie nos lo advierta, que están allí, imponiendo su discreta distinción. Después de examinar su peso, de admirar un detalle en su forma antigua, de inventar para ese libro una historia como objeto personal, su materialidad se impone para siempre: en la luz del día como artilugio del pensamiento y en la opacidad de la noche como intriga onírica.

Al principio no sabemos qué hacer con ellos, pero algo nos induce a rodearlos, a cambiarlos de lugar, a enfilarlos en un rincón destinado a las rarezas; a ser pacientes con su misterio de hojas. A permanecer despiertos para traducir su recado. Menos retraídos, una tarde de aire sofocante verificamos en sus manchas, en sus hongos y borraduras, un principio de realidad: la misma que nos lee las líneas de la mano; la misma señal de finitud.

Cuando aprendemos a abrirlos y eso no es fácil –a menudo los abrimos al revés–, a seguir el orden de las palabras que los contienen, los libros descubren para nosotros lo que ignoramos, lo que tememos o lo que en un sueño habíamos pronosticado. En ellos se condensa una memoria escrita a varias manos y en ellos es factible adivinar lo que implica vivir, arrogar una existencia en la respiración de los seres animados. Es claro que podemos vivir sin los libros. También es claro que vivir sin ellos nos disminuye. No basta con nuestra existencia vulgar; precisamos, para fortalecer el espejismo, de la existencia imaginada de los que jamás seremos.

Suelen habitar en ellos minúsculos insectos que corroen sus hojas y carcomen sus palabras como inquisidores medievales. Comprendemos que son tan frágiles como nuestro cuerpo. Así que los protegemos del sol y del agua, pero no es suficiente. Así que los envolvemos en papeles de colores y los ocultamos de la luz en un armario, pero nada detiene su deterioro. Envejecen con nosotros, aunque a menudo nos superan. De suerte que al levar anclas para jamás volver, seguirán sobre el nochero, en un entrepaño, conteniendo nuestras huellas: un subrayado, un ex libris, una nota al pie en la que señalamos un titubeo.

Por estos días de encierro, adherido como estoy a la piel de lo incierto y con más tiempo para viajar alrededor de mi cuarto, descubrí que más allá de las termitas y más acá del polvo acumulado de los años, los libros ocultan entre sus hojas todo un bazar de elementos: el pétalo de una rosa que fue blanca; una servillleta con un mensaje escrito en esperanto; un cabello rizado; una envoltura de chocolatinas Jet; la corteza bonsai de un árbol parecido a la canela. En este bazar de exhibición secreta, de museo de la inocencia, el que más se impone es el marcapáginas, el separador de libros como señalador de un tiempo de lectura que quizá se detuvo.

¿Por qué antes de cerrar el libro dejé allí esa señal como si se tratara de un semáforo que arroja luces a la comprensión del fluir de la vida privada? ¿Tenía la intención de volver a esas páginas y continuar hasta el final con la lectura? ¿Lo que marca esta página podría cambiar en algo mi situación actual frente a una contingencia histórica que no sé cómo glosar? Hay tantos separadores en mis libros como peguntas para hacer.

Si Benjamin codició el proyecto de un libro total urdido de citas, libro de libros, memoria de un ejercicio intelectual compartido, quisiera imaginar el anexo de ese libro tejido de líneas subrayadas o de textos enteros tomados de aquellas páginas marcadas por una señal física, perdida en libros que hace tiempo no tocamos. En medio de todo buscamos una señal, intentamos comprender un mensaje. Mucho más en estos días lentos acentuados por la espera y el desasosiego. Una palabra. Tal vez solo sea eso lo que buscamos.

#QuédateEnCasa lecturas recomendadas

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GETTY IMAGES. La ficción de George Orwell, publicada en 1949, se basó en hechos reales.

 

Revista Gatopardo: Los guardianes del agua en Homún, Yucatán

Fotografía de Alberto Velázquez.

The New York Times: Carta a mi padre, Gabriel García Márquez

R. Fresson

Página 12 de Argentina: Una jornada para celebrar a solas
7 de mayo: Día Mundial de la Masturbación

Imagen: Twitter

BBC Mundo: Einstein y Hawking: el “baile” de 2 gigantescos agujeros negros que prueba teorías clave de los científicos

R.HURT/ABHIMANYU.S. Ilustración de OJ 287: el agujero negro más pequeño perfora el disco de acrecimiento, compuesto de gas y polvo, dos veces cada 12 años.

BBC MUNDO: Los hechos históricos que inspiraron la famosa novela “1984” de George Orwell

GETTY IMAGES. La ficción de George Orwell, publicada en 1949, se basó en hechos reales.

El País de España: La pandemia en Latinoamérica

Fragmentos del libro: Y por favor miénteme, Fernando Araújo Vélez

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Antojos |

Cada sábado tenemos la sección Antojos, un espacio para leer fragmentos de libros publicados por Sílaba Editores y reseñados en La cebra que habla.

 

 

A eso de las nueve, su madre, misiá Helena, golpeó de nuevo a su puerta. Ella se acurrucó contra una esquina y comenzó a temblar, ligera, y en medio de aquellos temblores intentó retener la respiración. Su madre habría sido el blanco de ciertas burlas y ciertas compasiones que detestaba y el enojo se le notaba en la voz, aunque hiciera hasta lo imposible por disimularlo, en la voz y en ese Helena María que siempre fue la señal de los regaños y castigos que más tarde llegaban. Helena María, ábreme la puerta que esto es muy serio, no es un juego. Y el silencio. ¿Estás enferma?, ¿te pasa algo?, preguntaba minutos después, cariñosa y nerviosa a la vez. Dime algo, lo que sea, mija, pero dime algo. Helena quería responder, abrazarse con su madre en un abrazo sin fin, pero ceder en aquel instante era aceptar ante el mundo que su encierro había sido un capricho de niña consentida, y nadie comprendería la gravedad de la situación, la gravedad de su situación. Si aguantaba más, el capricho ya no sería capricho, sería locura, embrujo, un acto del demonio, algo profundo e importante que sólo podría ser tratado por monseñor o por un médico. Quizás habría que llevarla a Estados Unidos o a Europa. Helena María, tu comportamiento es inadmisible, ¿no te da vergüenza con la gente, con el señor Veliz, con tu madre que se está muriendo de los nervios? Ahora quien la regañaba era su padre que empezaba a soltarse en un rosario de sermones sin orden ni lógica ni aparente fin. Helena continuaba en su rincón. Por momentos temblaba, por momentos lloraba o sonreía. De cuando en cuando se sacaba su sortija y observaba a través de ella la luna y se imaginaba una sortija tan brillante como la luna, así de blanca, con sus sombras y relieves. Después cerraba los ojos y volvía a su diálogo inconcluso con Dionisio. Y entonces qué es el amor, a ver, dímelo tú que todo lo sabes. Yo puedo saber qué no es el amor, y definitivamente, no es lo que sientes por el señor Veliz. Podría serlo si vemos la situación a primera vista, es un tipo buen mozo, fino, de apellidos, sano, el hombre de los sueños para cualquier mujer. Pero no para ti, y tú lo sabes, lo supiste desde el primer día que lo viste. Está bien, está bien, me equivoqué, ¿y ahora qué?

La respuesta nunca llegó. Helena reconoció a Alfredo Veliz que le decía te amo, Helena, mi amor, ábreme, por lo que más quieras, mira, aquí te traigo a Neptuno que está muy triste. Y explotó. Lanzó floreros, jarras, muñecos y vasos contra la puerta. Gritó que la dejaran en paz, que ella quería estar sola, que no se metieran en su vida. Misiá Helena propuso que se fueran a dormir, mañana será otro día. Don Fernando acató la orden velada, atragantado con mil reproches hacia su hija. El señor Veliz entendió que hasta ahí había llegado su matrimonio, que por más amor que sintiera por aquella mujer, no iba a soportar, o a esperar, o a temer sus crisis todos los días de una vida. Sentía miedo, y angustia, y dolor, y lástima, y rabia. A veces se creía culpable, a veces, ultrajado. Sin embargo, por momentos, una nube de esperanza lo cobijaba. Él podría sacar a Helena de allí, llevarla de la mano con paciencia y amor hacia la otra vereda, quitarle los miedos. Era feliz cuando imaginaba aquella posibilidad: una vida juntos, una familia, ella riendo y gastando bromas, él pendiente de que nada hiciera falta, los perros por ahí, unos echados, otros jugueteando con los niños. Entonces se impulsaba para regresar a la puerta maldita, pero la fuerza de lo pasado y el rencor y el miedo lo paralizaban.