lunes, junio 16, 2025
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El tiempo en suspensión

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Al principio parecía una casualidad. Pero ya resulta inquietante el número de veces que he leído y escuchado glosas a 2001, Odisea del Espacio, dirigida por el gran Stanley Kubrick y convertida en película de culto por los cineclubistas del mundo entero.

Ensayistas y columnistas de opinión vuelven una y otra vez a la ingravidez que caracteriza la marcha de los astronautas, acentuada por los movimientos de la cámara, como una premonición de lo que pasa con el tiempo en estos días de cuarentenas e incertidumbres.

Confinados en nuestras casas y paralizados de súbito por un enemigo oculto, asistimos a un hecho fascinante, intuído hasta ahora sólo por los físicos teóricos: el tiempo y el espacio se licuaron, para transformarse en una sustancia viscosa que los humanos tratamos de atravesar con gran esfuerzo, como insectos atrapados en una mancha de aceite.

Uno se asoma a la ventana y ve el vacío donde antes se arremolinaba el clamor de una multitud ansiosa. Nada de competencias para llegar primero a la otra esquina, ni codazos para abrirse paso entre la masa de transeúntes.

El estruendo de las bocinas y los motores emigró hacia una suerte de dimensión desconocida, provocando una temprana añoranza entre quienes abominaban de ellos apenas dos meses atrás.

En la calle sólo quedan las agencias del poder, enseñoreadas de ellas como alienígenas en una tierra de nadie.

Entonces empiezo a entender la reiterada cita a la película de Kubrick: sucede, que al adquirir esa consistencia viscosa, el tiempo y el espacio se quedaron atrás, atascados en alguna espiral del universo, y nos dejaron sin asidero.

Desconcertados, transitamos al borde del desvanecimiento, como esos habitantes de Ciudad Gótica que empiezan a desdibujarse antes de doblar la esquina, hasta perderse en lo más hondo de la negrura. En un momento de nuestras vidas en el que la única certeza es la incertidumbre, empezamos a sentir nostalgias por cosas que ayer nos resultaban molestas.

Una amiga, para quien ha transcurrido un tiempo inabarcable desde que empezó la cuarentena- años, tal vez-, dice que desea echarse a las calles y respirar el humo de los autos, deleitar los oídos con los insultos de los energúmenos, las peleas de las putas y los travestis en la alta noche, el aulllido de un perro o un humano atropellados por un borracho.

Cualquier cosa que represente una señal de vida. Algo que la libere de esta sensación de estar siendo borrada de la historia. De su historia.

Imagen tomada de la columna dominical de Rigoberto Gil, De ver pasar: El replicante

La misma sensación plasmada por el escritor Rigoberto Gil en un inquietante texto titulado El replicante, una criatura engendrada en las entrañas de Blade Runner, otra película que sugiere un mundo distópico en el que no existe posibilidad alguna de redención.

Educados en la religión del progreso, en la que el futuro es una tierra firme a cuyo reino podemos acceder si nos empeñamos en ello con todas nuestras fuerzas, olvidamos que somos criaturas contingentes y que el mañana es sólo una ilusión, como tantas cosas inventadas por los hombres para eludir lo irremediable.

Comprendo entonces el desasosiego de mi amiga.

Si el futuro se disolvió sin que nos diéramos cuenta, llevándose consigo su compañera de viaje, la esperanza, la nostalgia deviene espejo en el que la gente empieza a mirar con cariño hasta a sus experiencias más amargas.

Sólo que antes los sucesos de la existencia necesitaban años para convertirse en nostalgias. Estábamos demasiado ocupados viviendo como para prestar atención a pérdidas que parecían menores. “ Usted tiene toda la vida por delante”, reza un lugar común, aunque en lo más profundo del corazón sepamos que podemos morir ahora mismo.

Casi siempre se necesitaba de una canción que nos devolviera las llaves de ese reino extraviado en las tinieblas. “Tu amor es un periódico de ayer”, por ejemplo.

Pero escribir buenas canciones demanda mucho tiempo, y ya sabemos que ese compañero de viaje nos abandonó en algún recodo del camino.

Por eso, confinadas entre las paredes de sus casas, las personas andan por estos días consagradas a una singular tarea: estirar los recuerdos hasta hacerlos parecer viejos.

Es  el único remedio que encuentran a la mano para no sucumbir a la desazón.

Caricatura de opinión: Día del Maestro

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Don Barbarias un personaje de Don Fingo

Fragmentos del libro: Animales Urbanos de Jhon Agudelo García

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Cada sábado tenemos la sección Antojos, un espacio para leer fragmentos de libros publicados por Sílaba Editores y reseñados en La cebra que habla.

Clic en la imagen para ir a información del libro

Rejuvenecer

Jazmín y Alberto llevaban diez años casados. Desde hacía unos años habían olvidado cómo era el sexo. Para rejuvenecer la pasión siguieron un consejo que les dio su sicóloga. Dormían en camas separadas pero seguían sin desearse. El volumen de la música en el apartamento vecino era ensordecedor.

–Andá a mirar qué pasa –dijo Jazmín.

–¿Yo?

Jazmín le dio un golpecito en el pecho.

–Sí, vos.

Acababan de llegar de hacer compras. Alberto había descargado cuatro pesadas bolsas en medio del comedor. En una de las bolsas había una película porno que compraron de pasada.

–Todo yo –murmuró Alberto.

–Sí, claro –dijo Jazmín destapando las bolsas–. Todo vos.

Se dieron un rutinario beso de despedida. Jazmín permaneció en la cocina clasificando la comida en la alacena. Lo primero que hizo fue poner la carne en una coca y meterla al refrigerador.

Alberto iba sorprendido de que ningún vecino se quejara. Pensóque quizás era por ser viernes en la noche. Tocó el timbre del 501 hasta que la puerta se abrió.

–¿Hola? –Alberto asomó tímidamente la cabeza–. ¿Hay alguien en casa?

Las luces estaban apagadas y una nube de humo lo cubría todo. Olía a marihuana. Una lámpara se encendió en la sala y Alberto retrocedió.

–Hola linda –dijo Alberto–. ¿Están tus papis?

La niña permanecía recostada contra el interruptor.

–No –dijo.

Llevaba un vestido azul celeste que le caía hasta las rodillas, unos zapatos como de bailarina y dos manillas coloridas que le colgaban de la muñeca izquierda. A Alberto le parecieron bonitos sus ojos negros como el petróleo.

–¿Estás escuchando esa música? –dijo Alberto, agachándose–. ¿Te gusta?

El rock adentro no sonaba tan fuerte. Haciendo un paneo general, Alberto descubrió que el ruido se colaba con tanta vehemencia hacia su casa porque los bafles apuntaban hacia la pared del 502. No había nadie cerca al equipo de sonido.

–¿Puedo apagarlo?

La niña se encogió de hombros.

Alberto se acercó al aparato. Agarró el control remoto y lo miró como si estuviera en chino. Al rato encontró el botón y lo apagó.

–¿Estás solita?

A Alberto le pareció inapropiado que una niña de su edad (ocho le calculó) estuviera inmersa en ese ambiente alucinógeno. Antes de hacer algo al respecto, inspeccionó la vivienda. Había dos cuartos desordenados, libros en el piso, desarmados, sobras de comida, hileras de hormigas, zapatos sin cordones, calcetines sin su par, sábanas

desparramadas…

En la cocina no había más que botellas de cerveza vacías y cajas untadas de salsas y grasa en las que sin dudas hubo comida chatarra. También había un pequeño patio donde colgaban una camiseta de pielroja y dos jeans rotos en la zona de las rodillas. Por ninguna parte había indicio de presencia adulta.

#QuédateEnCasa lecturas recomendadas para este fin de semana

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BBC MUNDO: ¿Cuál será la especie dominante si los humanos nos extinguimos?

ISTOCK | Los dinosaurios dominaban la Tierra hasta que desaparecieron hace más de 60 millones de años. ¿Quién nos reemplazará a nosotros?

CARETAS DE PERÚ: El hueco más grande de la capa de ozono sobre el Ártico se habría cerrado

EMOL DE CHILE: Deudas, angustias, la vida les pega fuerte… La dura realidad de los futbolistas después del retiro

AGENCIA EMOL | Juan Carlos Peralta, Ángel Carreño y Pascual de Gregorio.

EL PERIÓDICO DE ESPAÑA: Estados Unidos abandona a su suerte a los inmigrantes ‘sinpapeles’

RICARDO MIR DE FRANCIA | Varios inmigrantes esperan frente a un centro comercial de Langley Park (Maryland) para ser contratados por horas.

THE NEW YORK TIMES: El banquero filósofo que estremece a Surinam

Adriana Loureiro Fernandez para The New York Times | El Banco Central de Surinam. El gobierno local admitió haber usado más de 200 millones de dólares de las reservas bancarias para importar alimentos básicos.

Las voces que el tiempo apagó

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Como una manera de aproximarnos al rumor de voces callejeras silenciado por la cuarentena, rescatamos la siguiente crónica  escrita años atrás.

Entre el personaje callejero que exorciza sus demonios narrando un interminable partido de fútbol que se reinicia una y otra vez en su imaginación y los locutores millonarios que al mismo tiempo ponen a prueba sus cuerdas vocales y los tímpanos de sus oyentes, existe una línea de sombra habitada por hombres que un día soñaron con ser los reyes del dial y acabaron anunciando los números en un salón de bingo, pregonando telas en un almacén céntrico o promocionando platos populares en un restaurante donde ofrecen pollos de cuatro muslos.

Foto por PXHere

De goles y canciones

Pedro Pablo Uribe es uno de ellos. Desde que una tarde de diciembre se le fue la mano en las copas y lo despidieron de La Voz de Anserma, la emisora de su pueblo natal, anduvo como un alma en pena, tocando las puertas de las estaciones de radio de lo que entonces se llamaba El Viejo Caldas, hasta que un locutor del Grupo Radial Colombiano le dio una palomita en su programa de tango y al final le dijo que su manera de pronunciar las erres lo aproximaba más a la condición de un general prusiano dando órdenes a un ejército de hombretones rubios, que a las cadencias de un presentador de ritmos que invitan a la danza y a la seducción.

Yo no soy como tantos compañeros, que se consideran unos genios incomprendidos, porque no son capaces de reconocer que sus voces  no sirven ni  para narrar una pelea de borrachos en la esquina y se la pasan toda la vida en la amargura, echándole  la culpa a la mala suerte, dice, parado en la puerta de un almacén de confecciones de la carrera octava con calle dieciséis.

Acaba de hacer buches con una mezcla de aguapanela, limón y miel de abejas, que según él es capaz de obrar prodigios hasta en una de esas gargantas que parecen hechas de papel de lija. Mejor dicho: este brebaje es capaz de aclararle la voz hasta a don Juan Gossaín, sentencia con una muestra de humor que lo pone a salvo de todo posible patetismo.

Como cierta clase de flacos saludables, aparenta tener varios años menos de los que cuenta en realidad. Dice que nació en San  José de Risaralda pero que desde los dos años se nacionalizó en Anserma, por obra y gracia del espíritu errante de su padre, un pintor de brocha gorda que acabó sus días con el cerebro estropeado por los químicos de las pinturas, reclamándole al gobierno la pensión que le adeudaba por su participación en una guerra en la que nunca estuvo.

Anserma – Paisaje Cultural Cafetero

En realidad fue el quien me metió en la cabeza el cuento de que tenía buena voz. Como los viejos de antes, no iba a ninguna parte sin un radio Sanyo terciado a la espalda con una correa de cuero. En ese aparato escuchaba las noticias leídas por   Eucario Bermúdez, las narraciones de fútbol y ciclismo en la voz del campeón Carlos Arturo Rueda  C. y, claro, las radionovelas en las que Gaspar Ospina y Erica Krum nos hacían imaginar personajes que vivían sus aventuras en lugares llenos de peligros. A ese paso es imposible que uno no acabe  con la cabeza de cucarachas ¿no cree?

A los diez años hizo su estreno narrando una carrera de balineras protagonizada por sus compañeros de escuela. Recuerda que el ganador llegó a ser alcalde de Belálcazar veinti cinco años después, pero no cree que eso signifique algo especial, pues en ese caso el habría terminado narrando los partidos del mundial de fútbol o animando un programa como los de Jorge Barón.

Animado por mi padre, terminé metido en cuanta competencia tuviera que ver con el uso de la voz: concursos de canto en los que interpretaba canciones de Chucho Avellanet, encuentros de declamadores en los que al  final ganaba el que más llorara recitando el Seminarista de los ojos negros, así como torneos de oratoria y narración de los campeonatos de fútbol que se realizaban en los potreros. 

A ese ritmo, no tardaron en llamarme “El  locutor” Uribe. Con ese dato en la hoja de vida una señora llamada Miriam me dio chance en la Voz de Anserma, haciendo un programa para niños, donde leíamos poemas de Rafael Pombo y sonábamos canciones infantiles.

No me pagaban ni un peso, pero me volví famoso, porque en las tiendas y almacenes nos regalaban dulces y juguetes para rifar entre los oyentes y entonces yo era el duro de los regalos. Eso fue por allá en el año setenta. Lo recuerdo porque fue el último  mundial de fútbol donde jugó Pelé y en el programa rifábamos paquetes con las laminitas de los jugadores. Entonces yo tenía  catorce años y cursaba segundo de bachillerato, porque fui buen estudiante hasta que me duraron las ganas.

Hasta que en 1973 lo dejaron narrar un partido entre las selecciones de fútbol de Anserma y Guática. Fue un domingo de mayo en el que no paró de llover y para colmo de males el equipo local se llevó una goleada que muchos ansermeños todavía  recuerdan con dolor. Cinco a uno es demasiado para una población que no pierde oportunidad de hacer ostentación de su pasado señorial. Sin embargo, al otro día la gente no hablaba del partido, si no de la forma en que Uribe narraba los goles como si fueran epitafios. 

Foto por formulario PxHere

Desde ese día, narró cuanto acontecimiento era susceptible de ser convertido en una sucesión de palabras trepidantes: cabalgatas, reinados de belleza, convites, peleas de gallos, desafíos boxísticos y hasta fiestas de San Isidro. De ahí a presentar programas de música popular no mediaba si no la voluntad de los responsables de la emisora, que dieron su visto bueno una tarde en que lo escucharon referirse al cantante Sandro como el hombre que tenía el corazón atado con una corona de espinas. Veleidades de la poesía popular. Ustedes saben.

Entre el 73 y el 76 presenté de todo: música vieja, baladas, tropical, guasca, lo que quiera. Pero de  todas esas canciones de José Miguel Class, Armando Moreno, Antonio Aguilar, Claudia de Colombia y Rodolfo Aicardi, lo que más recuerdo son esos programas del día de las madres, en los que la gente no paraba de llamar a la emisora para dedicarles canciones a las madres vivas y muertas.

Hasta  que llegó ese diciembre del 76 en el que  todo se lo llevó el putas. Las cosas estaban programadas como un relojito, pero como dice el dicho “Cuando uno va de culos, no hay barranco que lo ataje”. Teníamos un especial de música bailable de todos los tiempos y habíamos hecho una selección de lo mejor del repertorio: desde Lucho Bermúdez hasta Los Graduados de  Gustavo Quintero, pero sucede que yo andaba con una “Tusa” ni la verraca, pues la sardina de la que estaba enamorado se acababa de embarcar para los Estados Unidos en compañía de un primo que le arrastraba el ala.

Pensando en ella empecé a beber aguardiente desde el 23 de diciembre y el 24 a las cinco de la tarde no me podía tener en pie. De manera que con la suerte echada me acosté a dormir y  apenas el 26 resucité con mi cara de palo en la emisora. Por supuesto, me echaron con una patada en el culo y por eso puede decirse que la culpa de que esté aquí parado con un micrófono en la mano, ofreciendo promociones de tangas y telas a todo el que pasa la tiene esa muchacha  que me dejó  tirado en pleno diciembre para irse a buscar billetes verdes donde los gringos ¿Sí ve? Las mujeres siempre metidas en todo.

II

¿Te acuerdas del percal?

Bueno, en lo mío no hay nada romántico, si quiere que hablemos claro desde un comienzo.

Foto por formulario PxHere

En 1990, después de perder el empleo en una fábrica que confeccionaba camisas con telas de contrabando, me di al dolor y le acepté la oferta a un amigo que me lo dijo sin darle vueltas al asunto: Manuel, usted tiene una excelente voz para anunciar los números en los bingos. Tengo un amigo que le puede ayudar, pues la muchacha que le colaboraba se dejó embarazar y le figuró retirarse. Si quiere mañana mismo vamos a hacer la prueba.

De manera que así empezó mi vida como locutor… o bueno, de todos modos así nos dicen a los que trabajamos en estos oficios. ¿Qué si un día soñé con ser  narrador deportivo o presentador de programas musicales? ¡Pues claro, hombre! Como todos los que han tenido radio o televisor alguna vez, pero las cosas no pasaron de ahí, pues desde muy pelao arranqué a trabajar de ayudante en los buses y luego como bodeguero en una fábrica. Después de todo, un tipo que se fuma un paquete de cigarrillos  diarios y se empaca media de guaro cada noche no puede aspirar a ser Gardel ¿No le parece?

Tiene la piel cetrina de los que están acostumbrados a vivir a la intemperie y a dormir menos horas de lo recomendado. Se llama Manuel Puerta, vive en el barrio Hernando Vélez y cuando anuncia las promociones de comidas típicas en un restaurante del centro de la ciudad imposta la voz, como si en lugar de ofrecer un plato de bandeja paisa que incluye aguacate y mazamorra por  “los mismos diez mil pesitos” estuviera anunciando el estreno de un joven artista destinado a ser famoso.

Sus amigos le dicen “El Tato”, por asociación con el célebre narrador deportivo que parece haber nacido con una dotación extra de pulmones. Como en el restaurante donde trabaja haciendo de pregonero no se alcanza a ganar el salario mínimo, se cuadra el sueldo promocionando desde reuniones comunales hasta préstamos de dinero gota a gota con la ayuda de un viejo megáfono que parece rescatado de algún naufragio.

Como le dije, empecé a trabajar anunciando las fichas en un bingo de El Lago Uribe, donde se laboraba desde las dos de la tarde hasta las diez de  la noche. A la gente le gustaba mi estilo, porque le ponía misterio a la voz cuando se acercaban los números más importantes, pero un día, uno de esos metidos que no faltan convenció al administrador de que las voces femeninas gustaban más. 

Entonces fui a parar al almacén de telas de unos turcos que todos los días me daban palmadas en la espalda, diciendo que mi  voz les ayudaba a aumentar las ventas, pero cuando les hablaba del aumento de mi propio sueldo se volvían sordos de repente. Lo bueno de ese trabajo fue que me volví un experto en telas. Así pude aprender a diferenciar el dacrón del dril, la seda del satín y además descubrí que el percal no sólo existía en las letras de los tangos.

Con esa experiencia, cuando necesitaba descansar la voz le ayudaba a las muchachas en los mostradores y en una de esas me enamoré de Gloria Inés, la que hoy es mi mujer y la madre de mis dos niños. Por eso y por muchas otras razones le doy gracias a Dios por todo lo que me ha dado en la vida.

al estar parado en la puerta con un micrófono en la mano conoce mucha gente que un día le puede servir

A pesar de que alguna gente se burla de mí diciéndole que si me creo Edgar Perea, la verdad es que, a su manera, uno también es famoso, pues al estar parado en la puerta con un micrófono en la mano conoce mucha gente que un día le puede servir. Como el ingeniero que nos ayudó a conseguir la casa o el doctor que atendió los partos de mi mujer. Incluso hay locutores de verdad que me consiguen pases para ir a fútbol o a conciertos en el estadio. Hace unos tres meses me trajeron boletas de cortesía para ir a ver el circo de los hermanos Gasca. Es que eso de la gente que trabaja con la voz es una cosa bien rara ¿sabe? A veces uno mismo se asusta de ver como se arma un grupo de personas a escuchar a un tipo que anuncia calzones, cacharros o comidas con la ayuda de un micrófono. Es como si asistieran a un espectáculo, pero también creo que es por lo desocupada que vive la gente y entonces con tal de desaburrirse es capaz de pararse a ver tapar un hueco.

A las dos de la tarde, la banda sonora de quienes transitan el centro de la ciudad se configura con una mezcla digna de algún disc- jockey delirante: bocinas de automóviles, gritos de vendedores ambulantes, silbidos, madrazos, oraciones de los Hare Khrishna, tambores de un grupo de negros desplazados, silbatos de los guardas de tránsito, sonidos de reguetón provenientes de la camioneta blindada de un mafioso, y por encima de todo, las otras voces, las de los locutores en la sombra, que ante la imposibilidad de cantar  un gol o de presentar a una celebridad de la canción, se conforman con pregonar las bondades de una marca de sostenes  o  los inimaginables  poderes nutritivos del caldo de  ojo espolvoreado con  nuez moscada.

Estampas de la cuarentena: esos ricos momentos que el coronavirus nos arrebató

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Un almuerzo ancestral: ¿será que podremos volver a disfrutar de estas estampas?
Kepi o kibe a la boliviana, el último banquete al que asistí.

¿Recuerdan cuándo fue la última vez que se reunieron de manera grupal, en formato de pequeña manada si quieren,  para disfrutar de una comida? ¿Así haya sido entre colegas de trabajo, entre amigos o entre familiares? Hace… ¿uno? ¿dos? ¿tres meses o más? En cualquier caso, no parece que fue ayer sino hace toda una vida. Sinceramente, no puedo precisar hace cuánto me ocurrió a mí. Pero recuerdo nítidamente que fue en el cumpleaños 25 de una de mis primas, de un sábado cualquiera en el calendario, al que fui invitado de improviso, sin mayor protocolo como cabe entre gente de bien y, ya saben que, cuando me convidan a un ágape u otro acontecimiento parecido yo jamás me hago de rogar. Podría hasta curarme de una úlcera estomacal en un pestañeo por momentos así.

Un bufett sin gente alrededor ya no tiene sentido.

Desde entonces no he vuelto a probar nada parecido. Y no me refiero al menú precisamente. Pude haber compartido una simple comida ancestral o celebrado la ocasión con un chocar suave de copas para luego acariciar el vino, mientras todos decíamos colectivamente ‘¡salud!’ Asimismo, rematar la faena con una porción de frutas a manera de postre, las que hubiera a la mano y, de fondo, el sol que desparramaba sus hilos de luz sobre las macetas del patio. Da igual, eso es lo de menos, decimos. Pero ese rato conjunto, ese murmullo de voces en torno de una mesa, esa complicidad de sonrisas y demás ingredientes era invaluable, no encuentra sabor parecido al día de hoy.

Un almuerzo ancestral: ¿será que podremos volver a disfrutar de estas estampas?

Por entonces no lo sabíamos. Quizás estábamos sueltos, alegres, despreocupados, como suele ocurrir en todo evento compartido, donde tercia un plato de comida y su correspondiente trago de compañía. Sin excesos, sin prisa, sin pausa. Como buenos animales satisfechos, ajenos al futuro. Con cada bocado con que nos deleitábamos estábamos palpando el presente, nos hacía sentir vivos.

‘No hay nada menos mudo que las mesas sin nadie’ sentenciaría un Galeano de la gastronomía.

Por entonces no lo sabíamos ni lo sospechábamos, pero cada gorgoteo del vino bajando a nuestra copa inclinada era la antesala al momento culminante: ese brindis, esa comunión con nuestros amigos o seres queridos nos hacía sentir, quizás por un instante, la eternidad. 

El autor (de gorra), ejerciendo el noble arte de gorronear, con su copa de vino, por supuesto. Tiempos sanos, tiempos vividos, otros tiempos.
**Pueden ver más contenidos de este autor en: Bitácora del Gastronauta. Un viaje por los sabores, aromas, y otros amores

Caricatura de opinión: Día de la Enfermera

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Don Barbarias un personaje de Don Fingo

La ventana: Un recuerdo de libertad

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Los estudiantes del profesor Franklin Molano Gaona pasaron de la entrevista a la ficción. Este es el segundo relato de cinco que publicaremos bajo el nombre La ventana, resultado de su trabajo académico durante la cuarentena.

“Hay quietud. Al parecer en cuarentena nada se mueve y el encierro agudiza el estar quietos. Una opción, asomarse a la ventana y así, con los ojos puestos hacia afuera, los estudiantes de Redacción del programa de Comunicación Audiovisual y Digital de la Fundación Universitaria del Área Andina, relataron lo que veían, contaban lo que sentían, escribían lo que escuchaban, hasta obtener estos textos para el deleite del lector.”

Franklin Molano

Valeria Luna Ramírez:

Me sentía agobiada, quería salir de mi casa lo más pronto posible, volver a sentir el aire puro, quería ver a mis abuelos, ir a su casa y pasar el día con ellos, escuchar las locas historias de mi abuelo, oír las absurdas bromas de mi abuela referentes a lo que según ella era mi inexistente nariz, pero no podía. Hacerlo traía consigo ciertas consecuencias tanto para mí como para ellos, así que lo mejor era quedarme aquí, extrañándolos y conociendo lo que es el aburrimiento, en todo sentido de la palabra.

Dudas como ¿cuándo acabará esta tortura?, o ¿cuándo podré salir? rondaban por mi mente, mientras estaba acostada en mi cama viendo el techo. Mis pensamientos se vieron interrumpidos por unos ladridos, los cuales ahora centraban toda mi atención.

Así que se me ocurrió que sería una buena idea ir y ver a través de la ventana, pues no encontraba algo qué hacer; pensé que tal vez ayudaría quedarme unos minutos allí tratando de hacer más ameno este horrible encierro, aunque también existía esa pequeña posibilidad de que ocurriera todo lo contrarío y solo empeorara mi situación.

Me levanté de la cama, y me dirigí a la ventana, podía ver desde allí, uno que otro bus o auto pasando por la calle, y el viejo parque. Una suave brisa contra mi rostro me hizo sentir un poco más relajada, llevándose mi frustración y ansiedad, y trayendo consigo recuerdos de cuando era pequeña. Aún podía escuchar a esos viejos amigos, llamándonos a mi hermano y a mí, para que saliéramos a jugar hasta altas horas de la noche, corriendo de un lado a otro por ese parque, disfrutando de lo que antes era un castillo, una fortaleza, o cualquier cosa que nuestra infantil imaginación quisiera que fuese. Darme cuenta de lo que era en la actualidad, rompió un poco mi corazón, ver ese espacio donde antes había un columpio rojo que siempre rechinaba al balancearse, lo que solía ser un tobogán amarillo y esa enorme estructura que lo conectaba todo, ahora no eran más que trozos de madera podrida cayéndose día tras día.

La nostalgia me invadió haciéndome lamentar no haber aprovechado el tiempo, tampoco pude evitar esa sensación de querer volver en el tiempo y ser esa niña despreocupada, ajena al mundo, gozando de una enorme imaginación, ser feliz una vez más, quería volver a ser yo.