Junto a la quijada equina y la tarima, el pandero hace parte del ritmo de los sones. Un marco de madera le da su forma octagonal, y de cada una de sus ranuras se sujetan varios discos de metal o sonajas. Un parche, que antes era fabricado con la piel de la panza de un gato, se extiende por uno de sus lados y lo cubre. Quien toca el pandero pasa su dedo pulgar e índice por el parche, también lo golpea con la palma de su mano en diferentes partes. Así surgen los sonidos de cascabel que se oyen en los fandangos, parecen lucecitas que titilan de cuando en cuando en una noche.
Los primeros panderos del son se hicieron en Tlacotalpan, el pueblo veracruzano que es ribera del río Papaloapan y hogar de grandes músicos del son jarocho, como Evaristo ‘Varo’ Silva. El pandero de este sonero tlacotalpeño está adornado con listones de colores, son los pequeños destellos que brotan en el aire cuando vibran las sonajas.
Otros intérpretes reconocidos de este instrumento son Tereso Vega y Gilberto Gutiérrez. Sin embargo, hay uno cuya memoria mantiene viva en la comunidad jaranera cercana al Fandango Fronterizo, Andrés Flores.
Muchos jaraneros y jaraneras de la frontera tienen un pandero hecho por Andrés, muchos aprendieron con él a llevar los tiempos rítmicos de la tarima con este instrumento. El pandero no es un capricho o adorno en el son jarocho, y Andrés lo dejó claro al tocarlo en los talleres que impartió en Tijuana y San Diego. Esas enseñanzas no son olvidadas y resuenan en cada persona al pasar sus dedos o golpear con la palma de su mano un pandero cuando el Fandango Fronterizo da la bienvenida y celebra la vida y conmemora a quienes nos han dejado.
En el video Andrés Flores ejecuta el pandero:
Andrés Flores en su visita a El Centro Cultural De México en Santa Ana, California el 21 de enero del 2013. Autor, producción: César Gallo.
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Son una familia que rara vez discute, vive en los cielos, no tiene vecinos, solo trabaja el papá tres horas al día, tienen robot doméstico, un perro que ya casi habla perfectamente y la tecnología maneja sus vidas. Así son Los Supersónicos, un prototipo de hogar del año 2062 creado para una serie animada en los sesenta por William Hanna y Joseph Barbera, dos estadounidenses de papás inmigrantes, quienes se conocieron en 1937 mientras trabajaban en los estudios de Metro Goldwyn Mayer (MGM), una compañía estadounidense de producción y distribución de películas de cine y programas de televisión.
Joseph Barbera y William Hanna
Estos dos hombres crearon 20 años después Hanna-Barbera, el estudio de televisión más exitoso en ese tiempo. Gracias a ellos surgieron series como Los Picapiedras, Scooby-Doo, Los Pitufos, Don Gato, el Show del Oso Yogi y Los Supersónicos. Estas series llegaron a Colombia por diferentes productoras, en el caso de Los Supersónicos, en los años noventa los derechos de emisión los adquirió la programadora y productora de televisión Cenpro TV para transmitirlas por el canal público Canal A, que antes de 1992 se llamaba Cadena Dos. Actualmente el Canal A no existe y la productora que era propiedad de padres jesuitas devolvió sus espacios a la Comisión Nacional de Televisión en septiembre del 2000 por la crisis de los canales públicos, ante la llegada de la televisión privada en Colombia.
Me acuerdo de los años noventa cuando vi la serie, 30 años después de su creación. Ahora que regreso a ella ya no me gustó tanto. Me entusiasma imaginarme cuando tenía 10 años y me dibujé con un lapicero de tinta negra un reloj en la muñeca y en vez de manijas le tracé un círculo, con ojos, boca y pelo, porque la idea me la dio Súper cuando hablaba con su jefe y se veían las caras en el reloj. O recuerdo mi acceso de risa al ver que la mamá Ultra y la hija adolescente Lucero se arreglaban uñas, pelo, maquillaje y se vestían en 3 segundos, gracias a unas máquinas robots que les hacían toda la acicalada con solo apretar un botón. Pensaba en ese entonces, lo recuerdo muy bien: qué rico una de esas máquinas que me levante de la cama, me bañe, me dé desayuno y me suba a la ruta del colegio sin tener que abrir los ojos ni moverme y que cuando me despierte esté sentada en el salón.
Pero hoy, en pleno 2020, mientras me río con mis recuerdos de infancia, encerrada en la casa por el coronavirus, me pareció un mensaje traído del futuro desde 1962. Y no un futuro bonito. Tuve que ver la serie con una mirada sociocultural, domesticada por la academia; mi pensamiento mágico desapareció y lo que encuentro en la serie es una representación de una realidad no tan distinta a la que vivimos como sociedad actualmente.
Les voy a contar por qué.
La familia Sónico o los Jetson que sería su denominación en inglés, viven su vida flotando.
Un día cayó un meteorito a la tierra y destruyó y hundió las ciudades con terremotos, maremotos y cuánto fenómeno natural se imaginen. Entonces Los Sónicos se fueron a vivir a la estación espacial, donde trabaja Súper, para sobrevivir, mientras se construían casas en el aire, único lugar ambientalmente habitable. Los Sónicos son una familia acomodada de Estados Unidos donde al parecer los únicos que viven en el aire son los ricos: los pobres se quedaron en la parte de abajo, y no se sabe bien cómo es ese lugar porque la serie no lo explica en detalle.
De hecho lo del meteorito se aborda en un comic realizado en el 2007.
Los que hacen los trabajos operativos y domésticos son robots, quienes tienen sentimientos y ya hacen parte de las clases sociales, porque son los únicos que viajan en transporte público; el resto de gente que flota tiene carro volador y generalmente anda una persona por autonave. Su vida transcurre entre las compras, el trabajo, la casa y andar solos por los aires… y bueno, ir de vacaciones a Las venus cuando el señor Sónico tiene días libres.
Pero lo peor viene con el uso de la tecnología. Esta gente no tiene vida social, no tiene vecinos, depende 100 por ciento de la tecnología. Súper trabaja tres horas al día, sí, maravilloso, pensaremos algunos, solo le pone cuidado a un botón por 180 minutos al día, 15 horas a la semana, 20 días al mes y trabaja en una estación espacial, pero si se le llega a dañar el botón no sabría cómo solucionar el problema.
Porque realmente lo único que hace es aburrirse tres horas en esa estación, vigilando cuándo llega el momento en el que debe oprimir el botón.
Algo parecido pasa con Cometín, el hijo menor de la familia: no sabe qué es el miedo de ir al odontólogo ni tiene tiempo de aburrirse, todo se lo resuelve una máquina o lo que se llamaría ahora la telemedicina para las consultas de salud. Juega con robots, sus amigos se conectan por videollamada, la comida que quiere sale de manera mágica por una máquina, nunca toca el suelo, no lo conoce. No ve pájaros, menos reptiles, tampoco se mete al río o va al mar. No sabe qué es subirse a un árbol o comerse una fruta recién cosechada, no conoce el sabor de la tierra o del agua salada. Y nunca podrá ver caer el agua del cielo en las plantas y ver los colores y formas de las hojas, ni hacer pistolas con palos, ni casas con ramas.
Una tira de Sephko Comics 2014
¿Qué vida es esa? Supongo que si no la conoces no la anhelas, pero, aquí va mi punto, yo que sí la vivo no la quiero perder. ¿Y tú?
Siguiendo con la historia de los Sónicos, que les recuerdo es una serie de dibujos animados, o sea, pura ficción, nada que ver con la realidad, esta gente tampoco sale a caminar, porque claro, viven en el aire, y las rampas y puentes que tienen para conectarse entre casas, con centros comerciales y edificios empresariales o escuelas, todas son automáticas, los arrastran por la vida, no entiendo cómo no son obesos, la única pasada de kilos es la “señora” que les ayuda con los oficios de la casa, quien además es psicóloga de la familia es un robot y tiene otras máquinas robots que le ayudan a ser un robot menos ocupado.
Pero sí, menos mal esto es ficción, nada de qué preocuparse, pero bueno, a mi la verdad me llama mucho la atención que este mundo utópico y distópico a la vez, creado en 1962, hoy no es tan distante y no es tan cómico. En internet pueden encontrar diferentes escritos sobre las “profecías” que ya se cumplieron en cuanto a avances tecnológicos se tenían en la serie: relojes inteligentes, videollamadas, asistentes virtuales, casas inteligentes, bandas caminadoras, telemedicina, teatro en casa, robots que hacen oficios del hogar.
La recomiendo para todas las edades porque esa serie desarrolla una hipótesis sobre cómo sería una sociedad sumergida en la tecnología. La automatización de los individuos, la falta de aburrimiento para incentivar la creatividad, la ausencia de espacios sociales rodeados de naturaleza para el contacto, la soledad como la anulación del ser y no como espacio para el autoconocimiento.
Mírenla, sáquenle el tiempo en cuarentena, además como dato curioso, la serie en español contó con la participación de voces mexicanas, entre ellas la de María Antonieta de las Nieves, más conocida como La Chilindrina, ella hace la voz de Lucero y Cometín en la primera temporada.
La ilusión de un futuro fantástico de la mano de la tecnología, eso construyeron William Hanna Y Joseph Barbera mientras el primero preparaba los guiones y se encargaba del ritmo de la animación el otro escribía y dibujaba. Dos artistas a los que les tocó crecer durante la época de la Gran Depresión y realizar sus sueños de empresarios durante los años sesentas llenos de revueltas sociales y políticas, cambios en el orden social y la cultura. Quizás esto fue lo que los motivó a pensar en paraísos hedonistas llenos de robots y pantallas inteligentes por todos lados. Con gente que no se encuentra piel con piel ni para mirarse de reojo.
William murió en el 2001 y Barbera en el 2006, vivieron más de 90 años. El primero nació en 1910 y el otro al año siguiente. Me pregunto qué pensarían ahora si estuvieran vivos o me gustaría preguntarles qué mundo paralelo armarían, quizás uno bien fiestero como el de Los Picapiedras combinado con la tecnología de Los Sónicos.
No sé, creo que ya regresé a mi pensamiento mágico.
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El santo de esta historia cayó a la tierra a bordo de una nave en llamas de la que salían peces. De ese modo se entronizó en los altares que sus fieles devotos labraron para él entre el sur del Río Grande y Buenos Aires, dando un rodeo por la España de Franco y su legión de damas enlutadas.
A sus ochenta y tres años, tres matrimonios, siete mozas, catorce hijos y otras proezas, don Eliécer Suárez, natural de Ebéjico, Antioquia, para servir a usted, es el sumo sacerdote de la cofradía en Pereira. Y acaso el último, porque de lejos es el más vital de los feligreses que – ayudados por sus nietos -se han congregado a través de Internet el miércoles 15 de abril de 2020.
Los objetos de culto están desplegados sobre una mesa de madera antigua ubicada en el patio de la casa: películas en blanco y negro, recortes de prensa, varias botellas de vino y muchos discos en vinilo que traen desde el otro mundo la voz del motivo de sus desvelos.
Uno a uno, y por distintos caminos, han llegado Oralia, de ochenta años; Bertina, de ochenta y dos; Obed, de setenta y ocho; Gabriel, de setenta y cinco; Carlina, de ochenta y tres; Jacinto, de ochenta y cinco; Doralba, de ochenta y Chucho, de ochenta y siete.
Como vienen haciéndolo desde que se pensionaron, los peregrinos hoy llegan a la casa de Eliécer a través de las webcam a las diez de la mañana y luego de hacerle una reverencia al anfitrión, ocupan los lugares de siempre.
Aunque esta vez se trate de una mesa virtual.
La pandemia, o “La peste”, como prefieren llamarla, les impuso esas reglas del juego.
Solo les falta santiguarse para que el rito alcance la cima de la religiosidad.
Todos tienen razones de sobra para acudir a la cita: un 15 de abril de 1957, Pedro Infante, el puro macho, el novio de América, el ídolo de los pobres, el que nunca cambió las tortillas por pan ni el tequila por whisky, volaba a bordo de un vetusto bombardero de la Segunda Guerra Mundial convertido en carguero de pescado.
Se acercaban a su destino en Mérida luego de una travesía sin contratiempos.
Y entonces el aparato se vino al suelo. Con el cantante murieron también el piloto, el mecánico y una muchacha que estaba tendiendo la ropa en el patio de su casa.
Caer a tierra en medio de una multitud de peces: como si le faltara algún detalle al mito que empezaba a nacer.
Don Eliécer, con una voz que intenta abrirse paso entre el estropicio dejado por setenta años de tabaco y aguardiente, da inicio a la homilía:
Todos los aquí presentes nos enamoramos, nos casamos, nos descasamos, engendramos hijos, rompimos corazones, nos rompieron el propio, enterramos a los padres, a las esposas, a los esposos y a los amigos al ritmo de las canciones de Pedro Infante. Muchas personas nos preguntan por qué mantener esta tontería durante tantos años. Yo callo, porque creo que no entienden: basta con ver películas como Dos tipos de cuidado, Nosotros los pobres, Ustedes los ricos o escuchar con atención las canciones para darse cuenta de que Pedro era distinto a otros grandes de la época y posteriores a él: ni Jorge Negrete, ni José Alfredo Jiménez ni Javier Solís supieron ser fieles al pueblo, al barrio, al amigo de la esquina. No sé, a medida que se vuelve famosa la gente toma distancia: cambian, aunque hacen lo posible para que no se les note, pero este hombre era otra cosa. Por eso estamos aquí.
Y yo, que nací tres años después de la muerte de Pedro el Grande, acudo a esta fiesta virtual por otras razones:
Mientras lavaba la ropa de sus diecisiete hijos, Mi abuela Ana María cantaba en un murmullo: Allá en el rancho grande/ allá donde viviaaaaaaa/ vivía una rancherita/ que alegre me decía /que alegre me decía.
Por su lado, cuando plantaba el maíz y el fríjol en su finca de El tigre, el abuelo Martiniano hacía vibrar el aire con su mejor voz de arriar mulas: Siento que no soy el de antes/ y a veces mi vida desprecio yo mismo/ siento que estoy en las nubes/ y a pesar de todo recuerdo el abismo.
Y si no bastaba con eso, mi mamá Amelia enhebraba la aguja y le daba pedal a su máquina Singer al tiempo que cantaba- a veces entre sollozos-: Yo quiero ser/un solo ser/y estar contigo/te quiero ver en el querer/ para soñar.
Con esos tres recuerdos pagué la entrada virtual a la casa de don Eliécer Suárez este miércoles 15 de abril y de paso recuperé esos momentos quizá esenciales de mi infancia.
El demiurgo y razón de ser de la ceremonia era ese mexicano adoptado por toda Hispanoamérica, nacido en Mazatlán, Sinaloa, el 18 de noviembre de 1917 y caído- ya que no muerto- en tierra de Mérida en medio de una lluvia de peces el 15 de abril de 1957.
Así son las historias de algunos santos paganos: caen a tierra en lugar de subir al cielo. Por eso tardan más en sumirse en el olvido.
Hubo una nación en donde Faustina Muelas, todavía joven y de rostro bello, miraba a su padre alejarse aperado de cajones con pieles y carne de ovejo para el patrón en Popayán. Faustina, que había nacido sierva de los terratenientes como los abuelos, como los tatarabuelos, una medianoche trepó al páramo de Las Moras porque quiso acompañar a sus hermanos a la conferencia secreta con Juan Gregorio Palechor y Trino Morales, indígenas iguales que ellos, que charlaban y pensaban con la madrugada. Fueron encuentros clandestinos, iguales a los que había sostenido cincuenta años antes el indio rebelde Manuel Quintín Lame, en aquel mismo páramo, en aquel mismo frío, en aquella oscuridad.
Faustina Muelas
Que la tierra era de nosotros, decían. La quitaron engañando a los antiguos, con mentiritas, con embustes. Miren cómo perdieron su herencia Matías y José Pechené: cien hectáreas que el negociante David Rodríguez les cambió en el poblado de Silvia por cuatro tubos de tela para coserse unos vestidos. Así no más se apoderó del valle del Chimán el negociante Matías Fajardo, con engaños, con promesas, pidiendo que le cediéramos un lote pequeñito para instalar un molino. Que antes de los blancos ya los indios llevábamos muchos años en estas montañas, decían, pero la espada nos sometió. Que existen papeles que lo prueban; títulos, escrituras coloniales. Que hay que recuperarlas, luego entrar a los potreros, sembrar papas, maíz, ullucos, convertir las casas de las haciendas en escuelas para los hijos, repartir la tierra entre todos, decían.
Faustina aún no sabía que ella acabaría prisionera en una cárcel de Popayán por revoltosa y que sus hermanos iban a ser perseguidos y acosados. Tampoco sabía que les iba a tocar darse garrotazos con policías, con los soldados, y después con los toros de lidia sueltos a mansalva en los potreros de la hacienda. Faustina sí sabía de escasez, de apañarse semanas y semanas comiendo vitorias guisadas con sal, sabía de dormir todos en un rancho estrecho, sabía echar azadón muchas horas a cambio de un terraje.
Y cuando el alcalde y el juez y los soldados pregunten, les decimos que no somos mandaderos de nadie, ni nos dirigen ningunos partidos políticos, seguían explicando Trino Morales y Juan Gregorio Palechor en medio de la oscuridad. No más nos obligan el hambre y la necesidad, decían. El hambre y la necesidad.
2
Hubo una nación mutilada, quemada, trozada y repartida con la Conquista. Primero por el capitán Pedro de Agreda, después por Felipe V –Rey de España, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, duque de Milán y soberano de los Países Bajos– quien favoreció a Juan y José Fernández, herederos de Francisco Belalcázar que a su vez descendía del conquistador Sebastián de Belalcázar. Ese Rey lejano ordenó que fueran para ellos todas las tierras y los indios que se encontraran entre “el Serro del Mogote y el río de Japio que dentra en el de Silva en el Valle de Guambía, y dicho río abajo linda con el asiento o solares del Pueblo de Guambía, y su frente desde el monte alto dicho de Monchique”. Así quedó escrito en la Merced Real firmada en Madrid, con su puño y letra, el 29 de noviembre de 1729.
Guambía ya no sería más el Nupirau, el territorio de los Nu Misak, la gente grande, la gente del arco iris que nació del agua. Ya no sería ese valle estrecho donde el transcurrir conserva el espíritu de los caracoles, que caminan llevando una espiral a cuestas. Ya no más aquel lugar donde el aguacero era un señor que subía entre las nubes del occidente para batallar con otro señor, el Páramo, que mantenía en las cumbres orientales aguardándolo a ver si le daba pelea. Aquel lugar donde Sierpi, la culebra enorme criada en las lagunas, se aventaba río abajo echando avalanchas y derrumbes de los que nacían niños iluminados. La nación del Pishimisak y la Mamá Dominga quedó convertida en un erial de siervos según las órdenes del Rey que nunca apareció por esos montes. Durante la visita del español Tomás López en 1559 se calculaba un censo de casi tres mil pobladores en Guambía. No habían pasado dos siglos de la conquista cuando en 1733 a Guambía sólo le quedaban trescientos habitantes y 90 hombres capaces de trabajar, los demás huyeron, o habían muerto por las enfermedades. Después en los mapas ya ni siquiera aparecía el nombre de Guambía (“Wampía” en lengua misak), lo habían cambiado por Silvia, en relación a una palabra latina que se refiere a los bosques, dicen algunos, en relación a la madre de un terrateniente y encomendero caucano, dicen otros.
Mamá Faustina en el territorio sagrado
El antropólogo Luis Guillermo Vasco llegó en la década del setenta al municipio de Silvia, en el departamento del Cauca. Quería colaborar con la lucha de este pueblo vestido de azul elegante, de negro y violeta. Todo el mundo les llamaba guambianos pues Guambía siguió siendo el nombre de su resguardo. Era célebre la tranquilidad de aquellas gentes, una compostura ancestral que a veces rayaba en la sabiduría profunda, a veces en la quietud inerte y pasiva. Pero ahora iban preparados para lo que fuera con tal de recuperar sus tierras. Llegarían los asesinatos y las amenazas, los lanzamientos. Llegaría el hambre, los calabozos. “Tenemos que recuperar la tierra para recuperarlo todo”, aquel era su lema. Recuperar la tierra. Recuperarlo todo.
“Nosotros somos de aquí, de esta raíz” contaron los mayores al antropólogo. “Somos del agua, de esa sangre que huele en los derrumbes. Somos nativos, legítimos de Pishimisak, de esa sangre. No somos venideros de otros mundos. Los blancos… ellos son los venideros”.
3
Hubo una nación que sobrevivió. Protegida en sus fogones, sembrada en los surcos verticales que dibujan de cultivos la montaña, guardada en las vueltas del sombrero con forma de pandereta. Arriba en el páramo hay una piedra inmensa –explicaron– del tamaño de una casa. Esa piedra carga encima otra que, siendo igual a ella, es diferente, para los Misak uno siempre son dos, porque la vida es acompañarse, el yo cabe en el nosotros, en ir todos juntos aunque no seamos iguales.
4
Hubo una nación en donde Henry Eduardo Tunubalá fue niño, demasiado niño para entender por qué abajo de la quebrada Michambe aquellas praderas fértiles las custodiaban mayordomos armados y alguaciles a caballo. Podía comparar las mansiones señoriales de las haciendas con la pared de barro y la paja en el techo de su rancho. Podía comparar la desmesura señorial de los patrones con la suciedad que impone el hambre. Quebrada Michambe arriba queda un valle empinado donde descuelga el río Piendamó, en ese valle, que los mestizos de Silvia llaman Guambía, o también “el resguardo”, sólo habitaban gentes debajo de un sombrero en pandereta. Gentes que charlan con susurros sibilantes. Misak, como él, tranquilos, amables, reservados, grandes conversadores de fogón. Somos hijos del agua, le enseñaron sus mayores, según habían aprendido estos de sus mayores.
El vecino Mario Yalanda había viajado lejos, a Israel, donde aprendió cooperativismo y otras cosas. A su edad Henry no entendía de compraventas notariales, menos iba a saber de deudas con la Caja Agraria. Cuarenta familias Misak sin tierra emprendieron la tarea de organizarse alentadas por varios comuneros, entre ellos su padre, Taita Agustín Tunubalá, y dos jóvenes dirigentes: Manuel Trino Morales y Javier Calambás. Ellos se habían echado encima la faena de fundar una empresa comunitaria apenas comenzando la década de los sesenta. Viniendo dicha iniciativa de unos indios que ni hablaban bien el español, a todo mundo aquello le pareció un desvarío en las montañas del Cauca, donde un puñado de descendientes por línea directa de los conquistadores españoles gobernaba sin misericordia sobre aldeas, montes y ganados.
Asamblea Misak
La cooperativa de Las Delicias –así se bautizó el experimento– resultó una empresa exitosa. Pero su producto más valioso no fue la leche de la finca San Fernando, con la que pagaron el dinero en la Caja Agraria, ni las arrobas de verduras cosechadas cada año. En Las Delicias, sostienen los que saben, se sembró en 1964 la semilla del actual movimiento indígena colombiano. Después vino el Consejo Regional Indígena del Cauca, la organización, las movilizaciones, los asesinatos. Después la retoma de los territorios ancestrales, invasiones a golpe de pala y machete, peleando con el azadón al hombro. Después fueron las marchas de gobernadores indígenas que llegaron hasta Bogotá y la participación en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, y luego la Constitución, que sobre el papel reconoce la autonomía y los derechos de los pueblos originarios. Recuperar la tierra. Recuperarlo todo.
Henry Eduardo Tunubalá ya sobrepasó los setenta, pero alguna vez fue niño. No tanto para olvidar el apretón de manos con que el patrón Julio Garrido le entregó a Taita Agustín las llaves de la hacienda San Fernando. No se le borró más ese brillo chirriador del manojo de llaves, toda la alegría de aquella tarde, la chicha y tanto baile, tanto entusiasmo frente a la portada de la hacienda. Y aunque no entendía mucho el castellano, tampoco olvidó las palabras del terrateniente:
He vuelto a los poemas de Octavio Paz después de varias décadas: tres, poco más o menos.
Es la única manera de asomarse a la hondura de los grandes poetas: frecuentarlos durante mucho tiempo, ojalá en la juventud, y abandonarlos por largas temporadas para volver a ellos cuando el camino nos ha dotado de otras miradas.
Madurez, llaman algunos a eso, aunque la palabra ha sido bastante manoseada.
Pero en fin, en esta temporada de retiros espirituales regresé a esos versos limpios, transparentes y afilados que nos ofrecen otras dimensiones del mundo y de nosotros mismos.
Tomada de culturacolectiva.com
Poemas ingrávidos y a la vez densos, hechos de piedra, aire, agua, amor, fuego, viento, madera calcinada.
Porque para Paz el infinito universo está hecho de esas formas de la materia, animada siempre por la fuerza del amor, o de Eros, para ser más precisos.
Y la palabra poética, al ser cifra del mundo, participa de esa condición aérea y terrestre: dice y no dice; nombra y calla.
Para el reencuentro con la obra del escritor mexicano escogí el libro titulado Mi casa fueron mis palabras, Antología poética de Octavio Paz, con selección, prólogo y notas de César Arístides, en una edición del Gobierno de Colombia para el programa Leer es mi cuento.
Edición Santillana
El primer acierto del editor fue la elección del título: es toda una declaración de principios que recoge una antigua sospecha de la humanidad, fundada en la idea de que nuestra única residencia es el lenguaje.
Lo demás son sombras, simulacros.
Las palabras en tanto casa del ser: he ahí el arte poética de Paz. Gravitando sobre esa idea, el autor despliega un universo de imágenes y metáforas que va de las ideas limpias y descarnadas de Platón para descender pronto a lo más telúrico: la sexualidad como expresión de una condición que es a la vez instintiva y trascendente.
Dicho de otra forma, el cuerpo como medio para desvelar los misterios del alma.
Esa visión del mundo, explorada en un libro de ensayos que lleva el elocuente título de La llama doble, cruza en todas las direcciones los poemas de Paz. Después de todo, para el poeta la existencia se resume en un incesante ir y venir, un irse y quedarse; un permanente viaje entre la eternidad y el instante.
Así lo expresa en este poema:
Entre irse y quedarse duda el día,
enamorado de su transparencia.
La tarde circular es ya bahía:
en su quieto vaivén se mece el mundo.
Todo es visible y todo es elusivo,
todo está cerca y todo es intocable.
Esos versos contienen las claves sobre las que gira la obra toda del poeta: la transparencia que es otra forma de la oscuridad, como bien lo advierte en uno de sus ensayos, cuando nos recuerda que la mucha luz es como la mucha sombra: no deja ver.
Tenemos también la idea de lo circular como expresión de lo eterno, resumida en la conocida imagen de la serpiente que se muerde la cola.
Y no puede faltar tampoco su visión diáfana del talante elusivo de todas las cosas incluido, desde luego, el hombre.
Tomada de: zendalibros.com
En esa visión, la consistencia de lo visible, del mundo material es pura ilusión. Apenas adelantamos la mano para palparlo, todo se nos escapa.
Es justo en ese instante cuando aparecen las palabras. Esa suerte de sombras de las cosas que, sin embargo, son lo único que tenemos para probar nuestra propia existencia.
Con todo, no tarda en emerger una certeza: frente al lenguaje infinito del universo, todos somos analfabetos. Eso nos dice este breve poema:
Alcé la cara al cielo,
inmensa piedra de gastadas letras:
nada me revelaron las estrellas
El poeta colombiano Darío Jaramillo Agudelo expresa esa misma idea en estos versos:
La poesía, esa batalla de palabras cansadas;
Nombres de cosas que el ruido escamotea
El poeta sabe que las palabras no alcanzan para desvelar la vastedad del mundo y sin embargo se empecina, porque sabe también que no dispone de otro instrumento, como el astrónomo que conoce las limitaciones de sus lentes, pero no tiene más remedio que seguir oteando con ellos el firmamento.
En ese empeño debe enfrentarse una y otra vez con la disonancia del propio ser, con el eterno desencuentro entre el universo y sus criaturas, como en este poema de Paz:
Los insectos atareados,
Los caballos color de sol,
los burros color de nube,
las nubes, rocas enormes que no pesan,
los montes como cielos desplomados,
la manada de árboles bebiendo en el arroyo,
todos están ahí, dichosos en su estar,
frente a nosotros que no estamos,
comidos por la rabia, por el odio,
por el amor comidos, por la muerte.
De modo que siguiendo ese camino circular, regresamos al punto de partida. A las dos grandes sustancias de la poesía: el amor y la muerte, dos rostros de una divinidad bifronte.
A modo de recompensa, ese dios tornadizo nos entregó los tortuosos deleites del cuerpo. Pero no el cuerpo como organismo, sino como territorio donde lo fugaz y lo perdurable se tocan.
A la captura de ese instante sagrado que alumbra y fulmina con la fuerza del rayo, consagró Octavio Paz su vida entera, así en sus versos como en sus ensayos.
Tomada de: zendalibros.com
Fue su manera de comprender lo humano, esa extraña aventura que se debate siempre en el acertijo de irse o quedarse.
Cuando uno entra al patio del Taller del Papel en Barichara, Santander, no tarda en notar que no existe una solución de continuidad entre las ramas abiertas al sol, en su actitud de lagarto prehistórico que busca calentar un poco su sangre gélida, los folios suspendidos para que el viento los purifique de sus húmedos recuerdos, y los objetos ya elaborados que allí se ofrecen para la venta.
Sucede en el taller que está bajo la tutela de la Fundación San Lorenzo, en el cual mujeres capacitadas en las técnicas del procesamiento de pulpas de plantas propias de entornos semidesérticos como los de la región, producen tendidos de papel, y en uso del género así obtenido crean diversas aplicaciones: joyas, elementos decorativos, y artículos de variada utilidad.
Al visitar el lugar pude percatarme de esa cierta línea trazada entre las plantas expuestas a la incandescencia, cuyas radiaciones atesoran una suerte de dulzura en el interior de su follaje, y las mujeres, ataviadas con sus delantales blancos, que sacuden las fibras cocinadas para quitarles el exceso de agua, las extienden, las enjuagan o las prensan, como si de lavanderas de ropa a la orilla de un río se tratara.
Sus manos, hechas también de filamentos, se prolongan sobre todo el proceso. Igual sucede con sus melenas que, aunque atadas para no perturbar la diaria jornada, pertenecen al mismo compendio de hebras que pueblan la naturaleza desde algún momento primordial.
Una vez retirados otros componentes de las plantas, mojadas de cocción en las pailas de cobre, los hilos emergen sueltos. Entonces ellas los tejen, con la misma aplicación a la que apelan cuando de trenzar sus propias cabelleras se trata, y, así enlazados, penden a plena luz para que el aire seco de esta región árida les vaya lamiendo las gotas que les restan, hasta dejarlos exhaustos. En estado de deshidratación, están prestos a ser llevados a la máquina que a fuerza de comprimirlos los convertirá en láminas delgadas, acusando la presión justa del buen amor: ni vigor en exceso, ni suavidad en demasía.
Me gusta volver a ver estos manojos a través de la memoria; siento que me llegan como los rabitos de las ovejas que perdió Pastorcita y que luego halló, sorpresa y grito aparejados, pendiendo de un viejo castaño. Entonces, ciertos vapores me invaden, ecos melancólicos que me hablan con antiguas metáforas.
Recordar las manos de las mujeres de aquel día me produce placer; recrear mentalmente cómo lavaban, golpeaban, prensaban, tejían, plegaban, desdoblaban, señalaban, explicaban, organizaban, disponían, apilaban, amasaban, colgaban y retiraban las fibras haciéndose cargo durante toda la transformación, encontrando a través del curso de su labor la propia realización.
Hasta mi llegó también la poética de sus palmas. Un cierto prejuicio, que aún no termino de arrojar por los vacíos del tiempo, me impedía descifrarla; o tal vez sería el calor abrumador, una especie de fuego interior que me paralizaba levemente, reteniéndome en un estado de letargo en el cual apenas pude ceder el poder de toda razón a los sentidos, hasta percibir en ellas resonancias de horas antiguas que se deslizaban, sutiles y delicadas, para dar contorno a todo cuanto tocaban.
Un juego de mutuas caricias, alcancé a reflexionar.
Todo el lugar, aunque bien dispuesto, decorado con arreglo a un gusto sobrio y elegante, está cargado de evocaciones arcaicas.
Los utensilios son burdos, cavernarios, usados por las artesanas con una energía prehistórica que les viene desde los brazos, pero que se sosiega al momento en que ese brío alcanza sus dedos. Porque esas mismas extremidades que usan para golpear, escurrir, sacudir, zamarrear, enganchar, prensar, imbuidas de un vigor que desborda los límites racionales, ostentan las terminales que tejen y que perfilan figuras, móviles, joyas, portarretratos, libretas, lámparas, y tantas otras formas que pueblan el universo del taller.
Uno podría decir que se trata de la extensión de una plantación extraordinaria, y que las hilazas que navegan por todo este caudal tienen su propio ritmo. Entre el terreno cultivado, los pozuelos, los mesones, la prensa, los tendederos, logran renacer plenas de belleza y brillos en las piezas que se ofrecen en la tienda de La Fundación. Hay una cierta vitalidad que se preserva, un espíritu, una presencia natural que emerge en los objetos ya elaborados.
Es una sensación que me llega, mientras observo las dos cebras de papel que mi amiga compró en el taller para obsequiarme.
Están aquí, en mi mesa de trabajo, y ¿qué me dicen? Me hablan desde su presencia de la resistencia milenaria de las plantas de desierto, mezclando en ellas lo rústico de su preparación. Son obras labradas manualmente, dueñas de la paciencia que se requiere para extraer hebras de las hojas. Y están los detalles, en los que se aprecia la destreza de una mano que envuelve y retorna sobre el tejido hasta completarlo y que, algo traviesa, introduce pequeños gestos que dan cuenta de un diseño simbólico.
Cualquiera podría afirmar que los productos finales no son en sí mismos una representación más o menos acertada de una cebra. Lo interesante no es eso, precisamente, sino las señas palpables de la imaginación de quién los concibió, en combinación con la presencia de los otros elementos que participaron del recorrido.
Así, en cada caso, parcelas de pensamiento y sensibilidad, intención de recrear, trozos naturales, logran que el resultado último aparente ser algo que antes de emerger estaba solamente en ciernes. Y cada uno de estos fragmentos está unido a través de una intensidad, una potencia, cuyo rasgo más relevante es la ternura.