viernes, abril 25, 2025
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#QuédateEnCasa y disfruta este recorrido por medios hispanos que te recomendamos

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Nos quedamos en casa, acatando las medidas, y desde aquí seguimos contándote historias y dejándote material para que disfrutes estos días. Sabemos que son tiempos de incertidumbre y más cuando las redes sociales pululan con tanta información y que genera angustia en muchos casos.

Recuerden, tenemos que mantener la calma y seguir las medidas, y para eso La cebra les trae un recorrido del panorama actual por medios hispanoamericanos, no necesariamente con temas de Coronavirus.

Aquí nuestros medios y notas recomendadas:

 

El Clarín de Argentina:
Gatopardo:
(Foto: Stephane-Vallin)
Caretas del Perú:
El País de España:
BBC Mundo de Inglaterra:
El Malpensante de Colombia

El río fue testigo. Fragmento del libro

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Antojos |

Cada sábado tenemos la sección Antojos, un espacio para leer fragmentos de libros publicados por Sílaba Editores y reseñados en La cebra que habla.

 

 

Es una bella historia, heroica y desoladora al mismo tiempo, porque los enemigos agazapados –autoridades, guerrillas, paramilitares, politicastros y narcos– acabaron con ella. Fue una gran aventura que, entonces como hoy, merece todo el respeto y la admiración. El lector lo sabe al terminar el texto. En la historia del país, hay muy pocas experiencias, de pronto ninguna, como esta.

El narrador, uno de los descalzos, ha guardado con celo, todos esos avatares: los triunfos parciales que alcanzaron, los abrazos de solidaridad, las sonrisas de los niños, la fe y la entereza de unos hombres y mujeres, del campo y la ciudad, que creyeron en sus propias fuerzas. Nada ha quedado por fuera de este texto y eso es tan valioso como la historia que cuenta.

Y mientras el bus donde viajaban Manuela y Valentina iniciaba el ascenso a las montañas de Antioquia, Leonardo seguía caminando por las solitarias calles de Magangué, víctima de la nostalgia, de los recuerdos que lo bombardeaban sin cesar. Ahora veía los peligros que les habían pisado los talones varias veces y se emocionaba imaginando a Manuela y a la niña cada instante más lejos de allí. Peligros como el asalto a la embarcación en que viajaba la brigada de salud de La Ventura: aquel fue el primer campanazo de alerta. Se hizo urgente evaluar la situación para saber si aniquilar el trabajo de los descalzos era un objetivo de los grupos armados. Al regresar esa tarde, Leonardo se encerró poseído por una especie de fiebre compulsiva a escribir el reporte, pues al fin y al cabo había ido en la brigada como corresponsal del periódico:

“Es un asalto y al que se mueva lo quemo”, recordó el grito del viajero que de repente se transformó en un bandido con el arma humeante en la mano y bajo la desteñida gorra de béisbol un cadejo sudoroso rodándole sobre la frente. Vociferaba como si echara un discurso o un sermón, que para Leonardo eran la misma cosa, o como si los insultara, pero no lo oían porque la música del pasacintas lo apabullaba. El bandido se había parapetado en la proa, sobre el equipaje. El revólver parecía de juguete, por lo pequeño y negro. Había disparado dos tiros al aire para amedrentar. La mano empezó a temblarle y el sudor a chorrearle por la frente. Las niñas suspendieron la lectura de los cuentos de Rafael Pombo. La confusión aumentó cuando oyeron gritos a sus espaldas: era otro asaltante con sombrero negro de alas enroscadas hacia arriba y gafitas redondas de lentes verdes, como las que usaron los marihuaneros de Chapinero en un tiempo. Se encaramó en la popa, junto al motor y a los tanques de la gasolina, para guardar la distancia y tener un mejor ángulo de observación. Desde atrás de sus lentecitos repasó a todos los pasajeros. La diferencia entre los dos asaltantes era el balazo que el de los lentes había disparado sobre el cuerpo de Candelaria Cure, una de las pasajeras, derribándola de su puesto en la banca de atrás. Fue un tiro seco que nadie vio ni oyó, y al desgonzarse la mujer dio la sensación de que había sufrido un desmayo.

Los dos pistoleros se hallaban frente a frente, pero no en un duelo, sino con los cañones apuntando a la cabeza de los viajeros. ¡Todos, con la cabeza abajo!, gritó el del sombrero. ¡No nos miren! A una señal del mismo asaltante apareció un tercer bandido en la banca de la mitad y empezó a atemorizar a las mujeres puyándoles la espalda con un oxidado cuchillo, de esos con que la víctima moría o desangrada por la herida o por la infección.

La soberana y La cubana habían partido de Tiquisio al mismo tiempo. Una, comandada por Licenio, y la otra, por Cumbele. Era la mañana del 21 de marzo de 1985 y la quebrada se hallaba menguada por seis meses de verano. La hélice del motor se atascaba en el lodo y era necesaria la palanca hasta alcanzar la parte profunda de la quebrada. Licenio constató que la palanca penetraba más de un metro y entonces encendió el motor. El rugido devoró el clarinete de Juan Piña y espantó una bandada de patos que salpicaron el cielo. Licenio elevó el volumen del pasacintas y tamborileó en el timón con las uñas. Las orillas se alejaron y en la margen izquierda, entre las matas de plátano, una hilera de pescadores se mostró por un instante detrás de un ataúd. Más adelante los gigantescos árboles de mango resollaban por el peso de los frutos y las garzas hundían su cabeza en el agua. Al abordar, Candelaria vio cuando a uno de los bandidos se le cayó un puñado de balas sobre el piso de la embarcación, pero no sospechó nada.

En cambio, le llamó la atención que Leonardo le tomara fotografías al paisaje. Ustedes son los de la brigada de salud, ¿verdad?, le preguntó a Manuela y así las dos se fueron metiendo en la conversación. Candelaria hablaba bellezas de La Ventura y de Tiquisio y se imaginaba en voz alta la cara de sorpresa que pondría su hermana al verla después de tantos meses de ausencia. Disfrutaba por adelantado de la alegría que sentiría al llegar a la casa de su hermana en el barrio Versalles, cuando abriera la puerta y la viera con su cabello largo bien peinado y su blusa de rayas azules y blancas y cuando recibiera los manojos de mijo que le llevaba de regalo y los mangos y las cuatro tortugas. Irían al teatro Manuel Ramón para ver alguna película. También se darían una escapadita a la discoteca Luna tres mil, donde se presentaba por esos días El binomio de oro. Al atardecer se sentarían en las mecedoras momposinas al frente de la casa, para disfrutar el viento refrescante. Llegaría antes del almuerzo y quizás alcanzaría a preparar jugo de mango. Mientras Candelaria disfrutaba conversando, Cumbele pasó a Licenio y luego Licenio adelantó a Cumbele.

Milán: entre las marcas comerciales y los caminos de la memoria

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Siguiendo el curso del canal grande de Milán se llega al Mercado de La Dársena, un pequeño conjunto de locales dispuestos a borde de agua, pleno de artículos regionales, y de otros que provienen de lejanas latitudes como Perú, Colombia, Ecuador y el Salvador.

Es el comercio de comida colombiana un rincón de mundo hecho de empaques y envases. Su sola apariencia tiene ya un significado para aquellos de nosotros a quienes estos objetos han acompañado durante buena parte de la existencia.

Los tonos tradicionales que componen el celofán semi pintado y transparente; ese juego de opacidad y claridad por el que trasluce el color dorado de las galletas Ducales, pueden no decirle nada a la mayoría de los milaneses o europeos que se pasean diariamente por este lugar, pero serán un motivo de alegría para los arropados desde su nacimiento con la manta amarilla, azul y roja. Igual, el verdiamarillo del chocolate Corona, el rojo intenso del bonbonbum, los cubos dorados en los que viene empacada la gallina blanquiazul del caldo Maggi, el blanco y rojo del arroz Roa, o el inconfundible tono naranja del Frutiño; todos cercanos, reconocibles, con la capacidad de susurrarnos algo que nos asalta en lo más hondo.

Este diminuto local comercial hace una patria, forma una morada, y despierta en el expatriado o en el viajero ocasional todas las evocaciones.

De esas añoranzas sabe bien Consuelo González. Venida desde Cali hace diecisiete años obligada por las circunstancias (la ausencia de trabajo, la violencia), halló una manera de ganarse la vida, y el reconocimiento de quienes la frecuentan, a partir de la recreación de este particular escenario: un recodo de Colombia profusamente poblado de empaques y envases coloridos. 

Importando y distribuyendo esos pedazos de terruño a los nostálgicos emigrados, provee un rápido acceso a un cierto espacio que desde el exilio se percibe lejano o perdido. Ella es la llave que abre la caja donde se guardan evocaciones profundas. Y por eso no es una compatriota cualquiera: ya sea para las celebridades que la visitan (jugadores de fútbol o sus esposas, por ejemplo), o para aquellas personas corrientes que desean degustar una preparación con lo sabores de su tierra natal, Consuelo es Colombia en Milán.

Durante mi visita a su establecimiento viví una especie de revelación sobre la importancia de las marcas en nuestra existencia. Comprendí hasta qué punto su apariencia visual y su recordación sonora han dejado su impronta en nosotros, y fui consciente del poder que representan, potestad que proviene de ese estar presentes en muchos momentos de nuestra vida, cotidianos y también especiales: el desayuno que nos daba mamá antes de partir al colegio, las comidas familiares, las loncheras de la escuela, los días de celebración, la convalecencia, los nacimientos, el forjar de largas amistades o el encuentro de ciertos amores, los días en que nos invadió la alegría o en los que nos vimos indefensos ante la inmensa soledad.

Embriagados por esa presencia, a vuelo de ojo uno se da la cuenta de que la patria es una abstracción que puede ser transportada o recreada a voluntad. Y que la ordenación de un universo particular llamado nación, se traslapa con otras entidades más individuales, ya sea la familia o el hogar. Como a los recién nacidos, esa restitución del lugar perdido nos llega a través de la lengua. En uso permanente de este órgano, aprehendemos todo lo externo a nosotros a través del idioma y la comida.

Lenguaje y alimentación, ejercitados alrededor de un fuego o de una gran mesa, en donde ingredientes y palabras conforman las recetas que se sirven e intercambian abundantemente, se suman a ese todo, que termina por convertirse en un agregado que da cuenta de lo que somos.

En esta, nuestra época, la del apogeo del capitalismo, los productos que usamos nos definen y pueblan los recuerdos. Que la relación que nos plantean trasciende lo funcional y se convierte en afectiva, es algo que puede notarse mejor a la distancia. Desprovistos de ciertas prevenciones y del horizonte cotidiano, nos reconocemos en ese paisaje artificial dispuesto en estanterías, y entonces nos viene a la conciencia la especie de escolta que nos han brindado ciertas marcas a lo largo de la vida. Con mayores razones hoy, en ausencia de una permanencia de los objetos, convertidos en artículos desechables y fácilmente intercambiables, las marcas han venido llenar el vacío en la configuración de nuestro mundo simbólico.

Además de la colección de productos y sus olores, Consuelo: mujer vallecaucana quien demandada por mi compañera de viaje, en relación a la calidad y preparación de una yuca, le respondió mientras se abría en una sonrisa de labios generosos repletos de dientes, “no hay problema, si quiere yo se la pelo”.

En ese momento, algo en mi respiración se aquietó, y tal vez me llegó la certeza de estar rodeada, arropada sería más justo decir, por ese indefinible ambiente que tiene el poder de transportarnos a la serenidad de la casa materna. Un retorno al útero, mezcla de mujer y patria de las que se ha nacido, calor que en la lejanía se ansía, al que se le extraña y se le busca hasta que un buen día, de repente, lo encontramos en un recodo cualquiera de un país extranjero.

Así me sucedió a mí en el pequeño comercio de Consuelo, llamado “Rincón Latino Los Colombianos”.

Las trampas de la nostalgia, dirán algunos, y a lo mejor les asista algo de razón. Pero para mí, una manera de volver a las raíces por otros caminos.


Esta entrada se publicó originalmente el 29 de octubre de 2019, la reactivamos en el mes de marzo del 2020 como homenaje al trabajo diario de las mujeres desde su cotidianidad. MujeresenMarzo


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Con mis viejos al parque, un fanzine sobre las tradiciones de nuestra gente

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Comfamiliar Risaralda a través de su proyecto 14 estaciones “Nos vemos en mi pueblo” y la Fundación-Taller Creativo Materile, le dieron vida al fanzine “Con mis viejos al parque” un proyecto que buscó “reunir jóvenes, niños y viejos al calor de la palabra para compartir historias e intercambiar saberes.”

A lo largo de un año, integrantes de la Maestría en Historia y de la Fundación Taller Creativo Materile viajaron por las diferentes bibliotecas de Risaralda generando dispositivos de encentro de la mano de bibliotecarios, quienes permitieran unir las diferentes personas de nuestro tejido social.

 

 

El resultado, un fanzine con textos que dan cuenta de recetas, plantas, historias y música que hacen parte de las tradiciones de nuestras gente en el departamento de Risaralda.

Lo mejor del fanzine es que cada narración está acompañada de un QR que lleva al video sobre dicho contenido, así que si usted no tiene el fanzine, no se preocupe, todos los contenidos los puede encontrar en internet.

 

 

Les dejamos un par de contenidos del fanzine:

Quinchía, la receta del Chiqui Choque, un tamal de maíz. Ir al video

 

 

Guática, historia de una canción. Doña Amparo canta una canción que le enseño su padre y todos los asistentes corean con ella. Ir al video

 

 

El resto de videos realizados durante los recorridos pueden verlos en la página del facebook de la Fundación Taller Creativo Materile, ir a la página

Los niños de la calle

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Tomada de: https://www.tvmaule.cl/

Sobre la acera de la avenida, calle 14, vertical, desciende una hilera de niños de diferentes edades, se  aglomeran en grupos donde sobran los gestos de atención y ternura. En sus ojos la desconfianza les hace girar la cabeza como pájaros. Descienden la avenida en fila india, guiados por un hombre atento y despreocupado a la vez. Conversa con ellos, ríe con ellos. Sin estar uniformados, todos coloridos avanzan el par de kilómetros que los separan del centro de Pereira.

El abandono no pudo escoger una mejor imagen: la piel sin carne, los harapos.

Sus padres han muerto en la guerra o se entregaron a las drogas, su hermana… su hermano están en la cárcel. Invisibles, se hunden en la ciudad, se los “tragan” los edificios ¿Qué hacer? ¿Vender sus lágrimas y continuar los golpes? Son, lo que se dice, la minoría ¡Minoría somos todos! Astillas del fuego de la vida…

Pagan con su vida los errores de sus progenitores, de sus abuelos, ignorantes y pobres. Sólo les queda la amistad en los cuartos hacinados, donde los camarotes se elevan hasta el techo. Nadie ve, nadie oye. Ni bajo el pecho el corazón. Nunca la muerte fue capaz de disciplina semejante. Cuando hablamos de soledad no sabemos bien qué decimos. Falta ver cuánta rabia traen, cómo los muelen a golpes cada mañana…

¿Quiénes van a los hospitales, los ancianatos? ¿Quién ofrece un bocado de comida?

Cuando un funcionario público busca su cuota, la tajada de su almuerzo, es de allí de donde retira o incrementa el presupuesto de sábanas, de medicamentos; le gusta ruñir el hueso. La religión no se queda atrás, ni el arte, quizá.

Cuando aquella niña, la última de la fila en descenso, duerma alegre y con ansia de mañana, sabremos, tal vez, qué significa la palabra “humanidad”.

Fotografía tomada de: www.tvmaule.cl

Colombianos en el exterior: búscame en el face

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Ledys Llanos, así dijo que se llamaba.

Pero como nuestro encuentro fue apenas un momento repentino, un disparo de luz tan deslumbrante como fugaz, un día cualquiera del otoño pasado en un tranvía de Rotterdam, no pude preguntarle si esa era la ortografía completa de su nombre.

Nosotros íbamos como turistas, recorriendo con los ojos muy abiertos esa fantástica ciudad.

Rotterdam es una de mis capitales preferidas de Europa, por su vitalidad y por la potencia de su economía, por la belleza del urbanismo.

La amplitud y disposición de sus parques, la cuidada arquitectura de sus barrios, la estética de sus puentes que le ayudan a atravesar el río que la parte en dos: ramificaciones del Mossa (un tributario del Rin) que se han transformado a medida que la ciudad ha ido construyendo canales y consolidando su vocación de gran puerto.

Estas, entre muchas otras condiciones hacen de Rotterdam una de las grandes urbes del viejo continente y del mundo.

Digo que recorríamos la ciudad con destino al barrio Kralingen, un vecindario situado enfrente de un gran espacio público que rodea al lago del mismo nombre -al que vale la pena escribirle un texto aparte-, y lo hacíamos usando el tranvía.

Allí, en esas tierras bajas y lejanas, conversábamos en español. Pero, aunque lo hacíamos en voz baja, ya que es característico y seña de respeto hablar en un tono discreto en las ciudades de Europa, nuestro acento, la cadencia del castellano que usamos, fue un señuelo que llevó a otra pasajera a preguntarnos “¿de donde son?”

En estos países es una verdadera excepción que un desconocido le dirija la palabra a otro en el espacio público, así que inmediatamente volvimos la mirada para contemplar a una mujer con facciones latinas que nos sonreía.

Bueno, esa era Ledys, o Ledis, colombiana, barranquillera para más señas, que llevaba en ese momento doce años viviendo en Rotterdam, y que aunque nos dijo que hablaba el holandés, también nos refirió como desde su perspectiva todo allí era muy difícil para nosotros los latinos.

Antes de descender del tranvía y perderse para siempre me dijo “búscame en el face”, y lo hizo en un tono bajito que en esas latitudes se amplificó gracias a su acento costeño, hasta el punto de convertirse en un grito para los demás viajeros.

O por lo menos así lo percibí en aquel momento.

Mi mirada la siguió hasta que, con su andar cadencioso, se perdió dando la vuelta a una esquina.

Sus palabras acompañaron nuestro viaje, aumentando su resonancia en la medida en que el frío otoño nos mostraba qué tan lejos de estos ambientes habita nuestra filiación de sujetos caribeños.

Cubiertos con bufandas y abrigos de invierno, pasamos aquella temporada que se nos vino encima con temperaturas de hasta dos grados en pleno octubre, todo un desafío para nuestro ser tropical.

Una vez en Colombia, me di a la tarea de rastrearla en esa especie de repositorio mundial que es el negocio del multimillonario Mark Zuckerberg, el “face”.

Pero nada, mi búsqueda, hasta ahora, ha sido infructuosa.

Encontré algunas Ledys, otras Ledis, pero ninguna parecía ser la mía, la protagonista de ese encuentro casual e inolvidable, de la que solo me quedaron sus palabras, tan memorables como profundas, “Es mejor en Colombia”, nos dijo, después de haber accedido a tomarse conmigo dos escasas fotografías.


Esta entrada se publicó originalmente el 15 de octubre de 2019, la reactivamos en el mes de marzo del 2020 como homenaje al trabajo diario de las mujeres desde su cotidianidad. MujeresenMarzo


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DISTRITO KRALINGEN

RÍO MOSSA

TRANVÍA

El rito inmemorial de las aguas termales: de la rutina al milagro

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Estamos en tiempos de encierro obligado, cuarentena o prisión domiciliaria, como mejor quieran definir. Y el pensamiento vuela a esos lugares que hasta ayer estaban al alcance de las manos, que parecían tan evidentes en su perfecta simplicidad, en la contemplación de los pequeños gestos: las vistas de la ciudad desde la altura, el retoñar de las plantas, la floración, los colibríes, el aire puro.

Así, vienen a mi mente los recuerdos de mi pasada estancia en el Hotel Termales del Ruiz. Tanta belleza natural, sobrecogedora, que parecía irreal.

Para llegar hasta allá, se recorre uno de dos caminos. El más cómodo y largo, es el que conduce al Nevado del Ruiz. La vía es pavimentada, y el horizonte es inmejorable.

Pero yo prefiero el otro, el de la trocha hecha de piedras, un camino estrecho, cerrado, como un boquete tomado al bosque en un momento de descuido de la naturaleza. El lento recorrer de las ruedas sobre las piedras, semeja un ascenso en caballo u otro semoviente. Una experiencia en la que, si no se quiere arruinar un vehículo corriente, se debe escoger con cuidado cada costado para ir posándose delicadamente sobre los apoyos, y de esa manera, dejarse recibir por las rocas que dan soporte a la vereda.

Lentamente, quedan atrás los lugares más turísticos y comerciales: Manizales y su barrio La Enea, pasan a ser como un lejano recuerdo. Igual que el otro hotel, ese en el que se puede disfrutar igualmente de aguas termales y cuyo nombre es El Otoño, famoso por ser el lugar de acogida de un expresidente altamente conflictivo.

De un momento a otro, el viajero hace consciencia de haber perdido la conexión a la red de internet. Ensimismado en la contemplación del andar subiendo, se da cuenta, tarde, que ya será imposible comunicarse, aún por llamada telefónica. Entonces sobreviene una sensación de abandono, pero, al tiempo, arriba un descanso, una paz interior que nos lleva directo al núcleo de la relación del hombre con el cosmos.

La subida es empinada, se remontan unos 1.500 metros en 15 o 17 kilómetros de recorrido. El camino es cerrado, un poco borrascoso. La recompensa es un hotel instalado en un rellano que dejan montañas altas y herméticamente volcadas sobre sí mismas. Una especie de enclave en el cielo, desde el que se pueden contemplar, perfectamente, los fieles tributarios de esa magnificencia: los habitantes de la ciudad de Manizales.

Ya en el alojamiento, una cabaña de buenas especificaciones, edificio de madera seguramente recientemente remodelado, abre las puertas al visitante. Desde la llegada se pueden aspirar los vapores de las aguas termales, verlas correr por las canales dispuestas para su correcto desagüe.

Los jardines son, así, bien dispuestos, y llenos de flores, pues provocar la visita de los colibríes, de los que nos dijeron que han identificado unas veintitrés especies, es uno de los atractivos del lugar.

Entre esa batea que se prefigura a partir de las siluetas de las montañas que, a manera de medio círculo, encierran todo el emplazamiento, están dispuestas las piscinas, proyectadas a la infinita visión de la capital caldense.

De noche, resulta estremecedor deslizar el cuerpo frío, la piel de gallina y las extremidades que tiritan, dentro del placer del agua caliente, y recrearse en esa sensación que sobreviene de plena relajación, mientras la presencia de las masas oscuras y rocosas, que se dejan apreciar aún de noche, aporta una especie de certeza. Todo el conjunto que abarca la vista se complementa de buena manera con las luces, pequeños signos de vidas desconocidas, que titilan como diminutos seres cuyos corazones laten al ritmo de los brillos que se proyectan desde la ciudad que habitan.

Una especie de manta extendida, plena de incandescencia, cuyos pálpitos alumbran al ensimismado observador retenido por el calor del agua, quien empieza a mostrar signos de pérdida de la voluntad y arrojo a la irrealidad de la belleza natural y abrupta que lo rodea.

Ya en la sospecha de la jornada, que aún no comienza, es posible caminar por los exteriores y ubicarse en la parte alta del hotel, siguiendo alguno de los caminos señalados, para ver salir el sol. Esa promesa de cada día, que nos devuelve el espíritu de lo humano, ese junco pensante que somos, y que se deja llevar, también en esta ocasión, por los rumores del viento que se acrecientan y cobran mayores significados cuando se está expuesto a la radicalidad desnuda del paisaje y a una soledad provocada que permite hacerse uno con la naturaleza.

Después que el sol ha salido, los ritmos vuelven a la normalidad. Al interior de las instalaciones el personal dispone lo necesario para tomar el desayuno, mientras se empiezan a dejar ver los turistas que la noche anterior prefirieron resguardarse en la intimidad de sus habitaciones. Se pueden seguir, asimismo, las visitas guiadas ofrecidas por el establecimiento, que incluyen una experiencia cercana con los colibríes. Esas aves que revolotean desde tempranas horas alrededor de todo el jardín, vergel pleno de flores dispuestas allí con el propósito de hacerlos venir.

Los caminos conducen al lecho del río, que desciende con sus aguas de temperaturas elevadas salidas de las entrañas mismas de las montañas circundantes.

La magia de un vapor que asciende da la sensación de hallarse en los comienzos del mundo, aunque éste se presente en el lugar de una manera más o menos domesticado debido a la precisa disposición del urbanismo.

Senderos y pontones, zonas de descanso y avistamiento, se han dispuesto de manera discreta, en armonía con los elementos del entorno, y en su vocación de no competir con la delicadeza de las zonas que van cruzando se nota un gesto de reflexión consciente, una premeditación que induce a quien los recorre a estar aún más cerca de los elementos que constituyen la senda pisada.

No obstante el bienestar que produce el lugar, es obligado dejarlo. Los costos de alojamiento y alimentación no son bajos, ya que este hotel está en el cielo, también, en función del grupo de turistas que desea atraer, casi todos ellos extranjeros con alto poder adquisitivo.

Quiero decir que no se encontrarán allí los hippies viajeros o mochileros, no se trata de eso. Las visitas están constituidas casi exclusivamente por parejas más bien mayores, que se recrean en la serenidad de ese ambiente impasible, casi inmóvil, que se vive en el Hotel Termales del Ruiz, establecimiento ubicado en las inmediaciones del nevado que lleva el mismo nombre, municipio de Manizales, departamento de Caldas, Colombia.

Una suerte de estación en ese rincón del cielo donde aletean los colibríes.

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